Como primera lectura para hoy la liturgia continúa con el libro de Job (9,1-12.14-16) y la conversación que tiene con los tres amigos que vienen a consolarlo pero que, lejos de hacerlo, lo que logran es hacer más difícil su aceptación de lo que le está sucediendo. Job se mantiene firme en que es imposible escudriñar los misterios de Dios y cómo Él, en su infinita sabiduría dispone todo sin que podamos encontrar la respuesta a la famosa pregunta: ¿por qué?
La segunda lectura (Lc 9,57-62) nos presenta a Jesús, que continúa esa última “subida” a Jerusalén para enfrentar su hora suprema. Con tres frases lapidarias, dirigidas a tres de los discípulos que le acompañaban, Jesús expone las “condiciones” del seguimiento.
Vemos de entrada que el primero no es “llamado” por Jesús, sino que se ofrece voluntariamente. Jesús se limita a enumerar las dificultades, las privaciones, los sacrificios que el verdadero discípulo de Él ha de enfrentar. Es obvio que ese “voluntario” no está consciente que Jesús va camino a enfrentar su muerte, y que el discípulo tiene que estar dispuesto a compartir la misma suerte que su maestro.
El segundo sí es llamado, con la palabra única que Jesús suele utilizar: “Sígueme”. Este también pretende imponer sus propias condiciones al Maestro: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”, a lo que Jesús responde: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. Con esta exageración, rayando en la locura, Jesús pretende sacudir al discípulo con el propósito de transmitir el mensaje de que NADA es más importante que el seguimiento y la misión. Más adelante lo dirá con toda claridad: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26). Palabras fuertes, pero Jesús exige ese seguimiento radical, incondicional. Por eso muchos son los llamados pero pocos los escogidos (Mt 14,22).
Con el tercer discípulo Jesús acentúa otra característica que Él espera en el verdadero discípulo. El discípulo le pide tiempo para ir a despedirse de su familia. De nuevo el apego a las relaciones familiares que nos proporcionan “seguridad”. Nuevamente una respuesta tajante de parte de Jesús: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”. Está claro que Jesús no quiere seguidores a medias. Una vez se comienza el seguimiento, ya no hay marcha atrás; aquí es que se prueban los verdaderos discípulos. Él nos quiere calientes o fríos, no tibios, porque si nos tornamos tibios Él va a “vomitarnos” de su boca (Ap 3,15).
El mensaje de Jesús es claro. Él nos invita a seguirle, pero ese seguimiento implica sacrificios, privaciones, humillaciones, persecuciones, pruebas. Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a seguir los pasos del Maestro atendiendo a su llamado con todo lo que ese seguimiento implica?
Señor, envía tu santo Espíritu sobre nosotros para que nos de fortaleza para sobreponer esas tibiezas que nos impiden perseverar en el seguimiento de tu Hijo.
El evangelio que nos brinda la liturgia de hoy (Mt 9,14-17), contiene el primer anuncio de la pasión de parte de Jesús en el evangelio según san Mateo: “Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán” (9,15). Es la primera vez que Jesús hace alusión su muerte, pero sus discípulos no lo captan.
Este anuncio se da en el contexto de la respuesta de Jesús a la crítica que se le hace porque sus discípulos no ayunaban. Siempre se les veía contentos, en ánimo de fiesta. Esa conducta resultaba escandalosa para los discípulos de Juan y de los fariseos, a quienes sus maestros les imponían un régimen estricto de penitencia y austeridad.
La respuesta de Jesús comienza ubicando a sus discípulos en un ambiente de fiesta: una boda, y se compara a sí mismo con el novio, y a sus discípulos con los amigos del novio. El discípulo de Jesús, el verdadero cristiano, es una persona alegre, porque se sabe amado por Jesús. Por eso, aun cuando ayuna lo hace con alegría, porque sabe que con su ayuno está agradando al Padre y a su Amado. Ya anteriormente había dicho a sus discípulos: “Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto” (Mt 6,17-18).
Sobre este particular, el papa Francisco nos ha dicho: “No seáis nunca hombres o mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; de saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles”.
Es lo que quiere decirnos Jesús en este pasaje, para recalcar la novedad de su mensaje, que ya había resumido en el sermón de la montaña. La Ley antigua quedaba superada, mejorada, perfeccionada (5,17). Por tanto, había que romper con los esquemas de antaño para dar paso a la ley del Amor. Se trata de una nueva forma de vivir la Ley, un cambio radical de aquel ritualismo de los fariseos; un nuevo paradigma. Es el despojarse del hombre viejo para revestirse del hombre nuevo del que nos habla san Pablo (Ef 4,22-24).
No se trata de “echar remiendos” a la Ley; se trata de una nueva manera de relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo.
Jesús está consciente que su mensaje representa un realidad nueva, totalmente incompatible con las conductas de antaño. Por eso añade que no “se echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se conservan”. Esto significa que tenemos que dejar atrás las viejas actitudes que nos impiden escuchar su Palabra y ponerla en práctica.
Este simbolismo del “vino nuevo” lo vemos también en las bodas de Caná (Jn 2,1-11), cuando Jesús, con su poder, nos brinda el mejor vino que jamás hayamos probado; ese vino nuevo que simboliza la novedad de su mensaje.
Hoy, pidamos al Padre que nos ayude a despojarnos de los “odres viejos”, y que nos dé “odres nuevos” para recibir y retener el “vino nuevo” que su Palabra nos brinda.
El pasaje evangélico que la liturgia nos
brinda para hoy (Mc 8,22-26) nos presenta la primera de dos curaciones de un
ciego en el evangelio según san Marcos. La que leemos hoy se realiza en
Betsaida; la segunda será la del ciego Bartimeo, en Jericó (Mc 10,46-52). Y
resulta curioso notar que aunque en tiempo y lugares distintos, ambas se dan en
el mismo contexto: la falta de comprensión por parte de los discípulos de su
enseñanza. La de hoy se da luego de que Jesús les advirtiera que se cuidaran de
la “levadura” de los fariseos y de Herodes, y estos pensaron que se refería al
hecho de que solamente tenían un pedazo de pan: “¿No acabáis de entender? ¿Tan
torpes sois? ¿Para qué os sirven los ojos si no veis, y los oídos si no oís?”
(vv. 17-18).
Al colocar este milagro en este punto de su
relato, Marcos parece querer resaltar la “ceguera” de los fariseos y los
discípulos, que “tienen ojos y no ven”. En este caso, al igual que en la
curación del sordomudo en (7,31-37), Jesús hace uso de signos o gestos sensibles
que le permitan al sujeto percibir la realidad sobrenatural que está sucediendo;
algo así como el “signo” de los sacramentos, constituido por elementos
materiales y gestos, unidos a la “forma” sacramental. Nos dice la narración que
Jesús tomó al hombre de la mano y lo sacó de la aldea (ya hemos establecido
anteriormente que Jesús no busca protagonismo). Luego “le untó saliva en los
ojos, le impuso las manos y le preguntó: ‘¿Ves algo?’”. Jesús quiere que la
persona esté consciente de lo que Jesús está obrando en él; para permitirle
“recibir” el milagro.
Esta curación tiene una peculiaridad que
tampoco podemos pasar por alto. La recuperación de la vista por parte del ciego
no es instantánea; es gradual, por etapas. Jesús primero le untó saliva en los
ojos y le impuso las manos. Luego dialogó con él: “¿Ves algo?”. El hombre
comenzó a ver, pero no con claridad: “Veo hombres, me parecen árboles, pero
andan”. Jesús le impuso las manos por segunda vez al hombre, y entonces
recuperó la vista.
Mediante esta curación “por etapas” Marcos
parece apuntar al proceso gradual de conversión de los discípulos, quienes con
la ayuda de Jesús irían poco a poco captando el mensaje que Jesús intentaba
transmitirles a través de su Palabra. Así es también nuestro proceso de
conversión, que va adelantado gradualmente mientras maduramos nuestra fe; un
proceso que durará toda nuestra vida, hasta que finalmente veamos el rostro de
Dios (Cfr. Ap 22, 4).
Nos llama la atención también el hecho de que
en este caso, al igual que en el del sordomudo de nacimiento, Jesús utilice el símbolo
de imponer saliva; en el pasaje de hoy sobre los ojos, y en aquél otro sobre la
lengua. La saliva se genera en la boca, que es de donde sale la Palabra, que es
Dios, y tiene poder sanador para aquél que la escucha y acepta.
Hoy, pidamos al Señor que nos unja con la saliva
de su Palabra y sea paciente con nosotros, hasta lograr eliminar todo aquello
que nos impide verle con claridad.
El evangelio de hoy (Lc 6,27-38) nos presenta una
especie de “secuela” a las Bienaventuranzas, en el que Jesús pretende dar
contenido a las mismas. Jesús nos está diciendo que las normas contenidas en
las Bienaventuranzas no son algo teórico, sino que podemos identificar a
nuestros “enemigos” con unos personajes concretos: los que nos odian, los que
nos maldicen, los que nos injurian, los que nos pegan, los que nos engañan, los
que nos roban… Contrario a la reacción natural de nosotros ante esas
situaciones, Jesús nos pide que amemos, que bendigamos, que hagamos el bien,
que “presentemos la otra mejilla”, que no reclamemos, que no esperemos nada…
Si miramos a nuestro alrededor, no será muy
difícil encontrar varias personas a quienes se nos hace difícil amar; personas
que parecen vivir para “hacernos la vida cuadritos”. Y Jesús nos está pidiendo
que amemos a esas personas; que les deseemos el bien de todo corazón, que
oremos por ellas, que seamos generosos con ellas, que no les reclamemos, que
seamos compasivos. Jesús no se está refiriendo a meros sentimientos; nos está
hablando de asumir actitudes concretas respecto a esos enemigos. “Pues, si
amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a
los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito
tenéis?” Esa es la “prueba de fuego” del
que quiere seguir a Jesús, del verdadero “discípulo” que quiere vivir el
Evangelio.
Jesús nos pide que nos pongamos en el lugar de
estos “enemigos”; que los tratemos como nos gustaría que nos trataran a
nosotros, porque la misma medida que usemos con ellos la usarán con nosotros: “Sed
compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados;
no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se
os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. La
Palabra siempre nos interpela, nos hace enfrentarnos con nosotros mismos. Si
todo el mundo nos tratara como merecemos, ¿cómo sería ese trato?
¡Uf! Nadie ha dicho que esto de ser cristiano
es fácil: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame” (Mt 16,24). ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. “Todo lo puedo en
Aquél que me fortalece” (Fil 4,13).
Hace tiempo leí un relato de un sabio que
decía: “Amar es una decisión, y el fruto de esa decisión es el amor”. Jesús nos
está pidiendo que asumamos unas actitudes concretas hacia nuestros “enemigos”;
en otras palabras, que tomemos la decisión de amarlos, amarlos como Dios los
ama y como nos ama a nosotros, a pesar de todas nuestras faltas.
Por otro lado, un viejo proverbio chino nos
recuerda que un viaje de mil leguas comienza con un paso. Hoy Jesús nos invita
a dar ese “primer paso” con la promesa de que Él nos brindará la fortaleza para
continuar adelante, para que esa decisión de amar a nuestros enemigos rinda
fruto. Y ese fruto ha de ser el amor…
“Escuchad y entended todos: Nada que entre de
fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro
al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos
propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias,
injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad.
Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”. Con esas
palabras de Jesús, dirigidas a todos los que le rodeaban, concluye el evangelio
que nos brinda la liturgia para este vigésimo segundo domingo del tiempo
ordinario (Mc 7,1-8.14-15.21-23).
Un grupo de fariseos y escribas se había
acercado a Jesús para criticarle que sus discípulos no seguían los ritos de
purificación exigidos por los preceptos para antes de las comidas,
específicamente las relativas a lavarse las manos de cierta manera antes de
comer. Vemos que Marcos pasa el trabajo de explicar las costumbres judías,
mientras el texto paralelo de Mateo (15,1-2) omite la explicación. La razón es
que Marcos escribe para los paganos de la región itálica, que no conocían esas
costumbres, mientras Mateo escribe para los judíos de Palestina convertidos al
cristianismo.
Jesús critica el fariseísmo de aquellos que
habían creado todo un cuerpo de preceptos que llegaban inclusive a suplantar la
Ley de Dios. Esos preceptos mostraban una obsesión con la pureza ritual cuyo
cumplimiento se tornaba en algo vacío, que se quedaba en un ritualismo formal
que no guardaba relación con lo que había en su corazón. Por eso una vez más
les llama “hipócritas”.
Los fariseos habían incurrido en lo que la
primera lectura contempla cuando dice: “Ahora, Israel, escucha los mandatos y
decretos que yo os mando cumplir. Así viviréis y entraréis a tomar posesión de
la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar. No añadáis nada a
lo que os mando ni suprimáis nada; así cumpliréis los preceptos del Señor,
vuestro Dios, que yo os mando hoy” (Dt 4,1-2.6-8).
En ningún lugar del decálogo dice que hay que
lavarse las manos hasta los codos, frotándose por cierto número de veces, etc.
Lo que sí dice es que no se puede fornicar, ni robar, ni matar, ni cometer
adulterio, codiciar, etc. Esas son las cosas que tornan al hombre impuro porque
son fruto de la maldad que sale de su corazón.
Una vez más Jesús nos recuerda que Dios no se
fija en lo exterior al momento de juzgarnos; Él, que “ve en lo oculto” (Mt 6,6),
mirará la pureza o impureza de nuestro corazón. A esa mirada nadie puede
escapar… Pidámosle pues, al Señor que nos conceda un corazón puro como el de un
niño (Cfr. Mt 18,4), de manera que de
nuestro corazón no salga nada que pueda tornarnos impuros.
Hoy, día del Señor, acudamos a su Casa y
supliquémosle: “Señor, dame un corazón puro que sea agradable a ti”.
La liturgia de hoy nos presenta el pasaje del
joven rico (Mt 19,16-22). En la misma pregunta del joven encontramos el
problema que presenta la situación: “Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno
para obtener la vida eterna?” En primer lugar, acepta que el fin del hombre es
la “vida eterna”. En segundo lugar, está consciente que para llegar a esa vida
eterna hay un solo camino, el camino del bien (“¿qué tengo que hacer de bueno…?”).
En su forma de pensar, típica de la persona
adinerada, el joven piensa en términos de “comprar”, “adquirir”, “obtener”. Por
eso utiliza este último verbo con relación a la vida eterna al formular su
pregunta. Jesús, que ve en lo más profundo de nuestros corazones, le riposta:
“¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar
en la vida, guarda los mandamientos”. Le dice que “uno solo es Bueno”,
refiriéndose a Dios. Por eso le dice que tiene que cumplir los mandamientos,
que vienen de Él.
El joven insiste diciéndole que él ya cumple
con los mandamientos (resulta curioso que Jesús solo menciona los mandamientos
que se refieren al prójimo, añadiendo el mandamiento del amor, que no forma
parte del decálogo). Para el joven rico, por su posición cómoda, resulta fácil
dar limosna a los pobres, pagar el diezmo al templo, “portarse bien”. Pero él
quiere asegurarse que pueda “obtener” la vida eterna. Es alguien acostumbrado a
adquirir las cosas sin importar el precio. Por eso no estaba preparado para la
contestación de Jesús: “vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así
tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo”. La Escritura nos dice
que “al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico”.
Si analizamos el pasaje, lo que Jesús hace es
ponerlo a prueba. La realidad es que la riqueza no es impedimento para la
salvación y la vida eterna; lo que sí es impedimento para seguir a Jesús es el
apego a esa riqueza, al punto de nublar nuestro entendimiento cuando hay que
decidir entre el seguimiento de Jesús y la protección de los bienes materiales.
Esos bienes, esas posesiones, nos impiden entregar nuestro corazón totalmente a
Dios. Por eso el joven se puso triste, porque su corazón, aunque bueno, estaba
atrapado entre dos lealtades: Dios y el “ídolo” del dinero.
Durante las pasadas semanas Jesús nos ha
estado hablando de la sencillez, la mansedumbre, la humildad como meta de los
que queremos alcanzar la vida eterna. “Bienaventurados los pobres, porque de
ellos es el Reino de Dios” (Mt 5,3). El “pobre” para Jesús no es el que no
tiene bienes, sino más bien aquél que no tiene su corazón puesto en las cosas.
Se puede ser relativamente pobre y estar demasiado apegado a las pocas cosas
materiales que se tiene; entonces se es como el “joven rico”. Del mismo modo,
se puede tener una gran fortuna y vivir para agradar a Dios y ayudar a otros.
Esa es la verdadera “pobreza evangélica” que caracteriza al discípulo de Jesús.
Al comienzo de esta semana, pidamos al Padre
que nos conceda el don de la pobreza evangélica que le es agradable, para que
podamos ser dignos ciudadanos del Reino.
El relato evangélico que nos presenta la liturgia de hoy (Mc 6,53-56), nos muestra a Jesús y sus discípulos llegando a Genesaret, inmediatamente después del episodio en que Jesús caminó sobre las aguas. Una vez más encontramos a Jesús curando enfermos: “cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermos en camillas. En la aldea o pueblo o caserío donde llegaba, colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y los que lo tocaban se ponían sanos”. La fama de Jesús seguía creciendo, sobre todo después de la “primera multiplicación de los panes” (Mc 6,30-44), que había suscitado un entusiasmo desbordante.
El poder de la fe. Como hemos dicho en
ocasiones anteriores, la fe es el “gatillo” que dispara el poder de Dios.
Aquella gente creía, y actuaba conforme a su fe. Creían que con tan solo tocar
el borde de su manto sanarían, pero no se conformaban con creer, hacían el
esfuerzo hasta tocar el manto, y se obraba el milagro; como la hemorroísa (Mc
5,25-34), quien se arrastró hasta tocar el manto de Jesús. Aquella mujer, por
padecer flujos de sangre era considerada “impura” y no podía tocar a ningún
hombre, so pena de ser lapidada. Pero tuvo fe, actuó conforme a esa fe, y fue
curada.
Encontramos un patrón que se repite: Jesús y
sus discípulos tratando de encontrar un lugar donde descansar. En esta ocasión
acababan de llegar de misionar, y para llegar a Genesaret habían tenido que
remar largo rato contra un viento contrario. Necesitaban el descanso. Pero la
gente se los impedía. Por más que trataran de pasar desapercibidos, siempre los
encontraban. Y como siempre, Jesús se compadece. No puede permanecer ajeno al
dolor y enfermedad ajenos. El descanso tendrá que esperar…
Nos llamamos discípulos de Jesús. Una de las
características del discípulo es que sigue al Maestro, lo imita. Este pasaje
nos llama a hacer introspección. ¿Cómo reaccionamos ante el dolor las
necesidades, la soledad de nuestros hermanos? (¡Cuántos de nuestros viejos
mueren de soledad!) ¿Los atendemos, los acompañamos, los ayudamos, los
escuchamos cuando lo necesitan, o lo hacemos cuando “podamos” o “tengamos
tiempo”? ¿Anteponemos nuestra comodidad, nuestros placeres, nuestras
“necesidades” por encima de la misericordia? ¡Cuántas veces, al encontrarnos
ante la necesidad de un hermano nos hacemos de la vista larga o “damos un
rodeo” para no enfrentarnos a la situación, como el sacerdote y el levita de la
parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37)!
No nos podemos quedar en el hecho del milagro;
tenemos que ver más allá para encontrar su verdadero significado. No podemos
perder de vista que los milagros de Jesús son producto de su gratuidad, de su
Amor infinito, de su Misericordia…
Todas las obras de Dios son buenas, por eso
debemos alabarle con el salmista: “Bendice, alma mía, al Señor, ¡Dios mío, qué
grande eres!” (Sal 103).
Que pasen una hermosa semana alabando y
bendiciendo al Señor, comenzando por el regalo de la vida.
Como primera lectura para hoy la liturgia continúa con el libro de Job (9,1-12.14-16) y la conversación que tiene con los tres amigos que vienen a consolarlo pero que, lejos de hacerlo, lo que logran es hacer más difícil su aceptación de lo que le está sucediendo. Job se mantiene firme en que es imposible escudriñar los misterios de Dios, y cómo Él, en su infinita sabiduría dispone todo sin que podamos encontrar la respuesta a la famosa pregunta: ¿por qué?
La segunda lectura (Lc 9,57-62) nos presenta a
Jesús, que continúa esa última “subida” a Jerusalén para enfrentar su hora
suprema. Con tres frases lapidarias, dirigidas a tres de los discípulos que le
acompañaban, Jesús expone las “condiciones” del seguimiento.
Vemos de entrada que el primero no es
“llamado” por Jesús, sino que se ofrece voluntariamente. Jesús se limita a
enumerar las dificultades, las privaciones, los sacrificios que el verdadero
discípulo de Él ha de enfrentar. Es obvio que ese “voluntario” no está
consciente que Jesús va camino a enfrentar su muerte, y que el discípulo tiene
que estar dispuesto a compartir la misma suerte que su maestro.
El segundo sí es llamado, con la palabra única
que Jesús suele utilizar: “Sígueme”. Este también pretende imponer sus propias
condiciones al Maestro: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”, a lo que
Jesús responde: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a
anunciar el reino de Dios”. Con esta exageración, rayando en la locura, Jesús
pretende sacudir al discípulo con el propósito de transmitir el mensaje de que
NADA es más importante que el seguimiento y la misión. Más adelante lo dirá con
toda claridad: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su
madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia
vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26). Palabras fuertes, pero Jesús exige
ese seguimiento radical, incondicional. Por eso muchos son los llamados pero
pocos los escogidos (Mt 14,22).
Con el tercer discípulo Jesús acentúa otra
característica que Él espera en el verdadero discípulo. El discípulo le pide
tiempo para ir a despedirse de su familia. De nuevo el apego a las relaciones
familiares que nos proporcionan “seguridad”. Nuevamente una respuesta tajante
de parte de Jesús: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale
para el reino de Dios”. Está claro que Jesús no quiere seguidores a medias. Una
vez se comienza el seguimiento, ya no hay marcha atrás; aquí es que se prueban
los verdaderos discípulos. Él nos quiere calientes o fríos, no tibios, porque
si nos tornamos tibios Él va a “vomitarnos” de su boca (Ap 3,15).
El mensaje de Jesús es claro. Él nos invita a
seguirle, pero ese seguimiento implica sacrificios, privaciones, humillaciones,
persecuciones, pruebas. Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a seguir
los pasos del Maestro atendiendo a su llamado con todo lo que ese seguimiento
implica?
Señor, envía tu santo Espíritu sobre nosotros para
que nos de fortaleza para sobreponer esas tibiezas que nos impiden perseverar
en el seguimiento de tu Hijo.