REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 10-10-22

¿Acaso no basta el milagro que se efectúa sobre el altar cada vez que las especies eucarísticas se convierten en el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesús?

El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) es uno de esos que está “preñado” de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento. Pero el mensaje es uno: Jesús nos llama a la conversión; y nosotros, al igual que los de su tiempo, también nos pasamos pidiendo “signos”, milagros, portentos, que evidencien su poder. “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.

Aun los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la Cruz. Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución. El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra, pero esa Palabra nos resulta un tanto incómoda; a veces nos hiere, nos “desnuda”. Por eso preferimos ignorarla…

Jesús le pone a los de su tiempo el ejemplo de Jonás, que con su predicación, sin necesidad de signos, convirtió a los habitantes de Nínive, una ciudad pagana a la que Yahvé le envió a predicar (Jon 3). Le bastó a Jonás un recorrido de un día por las calles de la ciudad, para que hasta el rey se convirtiera y emitiera un decreto ordenando al pueblo al ayuno y la penitencia. Sin embargo a Jesús, “que es más que Jonás”, no lo escucharon. No le escucharon porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Exigían signos, “ver para creer”, como Tomás (Jn 20,25).

Jesús pone también como ejemplo a la reina de Saba (“la reina del sur”), una reina también pagana, que viajó grandes distancias para escuchar la sabiduría de Salomón. Es decir, compara a los de su “generación” con los paganos y les dice que primero se salvarán estos antes que ellos. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,11).

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos un “milagrito” para afianzar esa “conversión”? ¿Acaso no basta el milagro que se efectúa sobre el altar cada vez que las especies eucarísticas se convierten en el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesús? ¡Ah!, pero para percibir ese milagro hace falta fe…

Que tengan una linda semana llena de la PAZ que solo la fe en Cristo Jesús puede traernos.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 21-02-22

Jesús increpó al espíritu inmundo y éste salió del joven.

La lectura evangélica que contemplamos hoy (Mc 9,14-29) nos narra el pasaje de la “curación del endemoniado epiléptico”, llamado así porque a pesar de que en el pasaje se habla de que el joven estaba poseído por un espíritu inmundo, la descripción de los efectos de la “posesión” apunta a un episodio de epilepsia. Recordemos que en aquél tiempo, toda condición similar que no tuviera explicación se la atribuían a los espíritus inmundos o demonios. De todos modos, epilepsia o posesión, el hecho es que Jesús curó al joven.

Jesús llega y se encuentra con el padre del joven, quien le explica que sus discípulos no han sido capaces de echar el espíritu. Jesús se molesta e increpa una vez más a sus discípulos: “¡Gente sin fe! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo”. Le llevaron al joven, y tan pronto el espíritu “vio a Jesús, retorció al niño; cayó por tierra y se revolcaba, echando espumarajos”. En ese momento el padre se desesperó (trato de imaginar la angustia del padre) y le suplicó a Jesús que lo ayudase: “Si algo puedes, ten lástima de nosotros y ayúdanos”. A lo que Jesús replicó: “¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe”.

Luego de un intercambio entre Jesús y el padre, en el que el último le confiesa su fe débil (“Tengo fe, pero dudo; ayúdame”), Jesús increpó al espíritu inmundo y éste salió del joven. Imagino la vergüenza de los discípulos ante su fracaso estrepitoso enfrente de los presentes. A la primera oportunidad que tuvieron a solas con Jesús le preguntaron: “¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?”. La contestación de Jesús fue tajante: “Esta especie sólo puede salir con oración”.

Jesús confió su “secreto” a los discípulos. Jesús era una persona de oración constante, vivió toda su vida terrena en un ambiente de oración. Los relatos evangélicos lo muestran constantemente retirándose a orar (a veces pasaba la noche entera en oración), u orando en público. Invocaba la ayuda de lo alto, y el Espíritu de Dios (Espíritu Santo) le arropaba y le daba fuerzas para seguir adelante en su misión y realizar todos los milagros y portentos que vemos en los evangelios. Por eso la oración se considera el arma o instrumento que toma el primer plano en el combate espiritual contra las fuerzas del mal.

Antes de partir Jesús nos dijo que los que creyéramos en Él tendríamos poder para echar demonios, curar enfermos, etc. (Cfr. Mc 16,17). Y si creemos en Él y le creemos, seguiremos sus pasos, y ese seguimiento incluye ser personas de oración.

Para eso nos dejó el Espíritu Santo. El Espíritu que nos ayuda a llamar “Padre” a Dios, nos dará también la fuerza para echar demonios. Pero para eso tenemos que invocarlo con fe, el tipo de fe que nos lleva a actuar como si ya se nos hubiese concedido lo que pedimos al Padre, como lo hizo Jesús al resucitar a Lázaro (Cfr. Jn 11,41).

Hoy te invito a desarrollar una relación íntima con el Espíritu Santo, y verás los portentos que puedes realizar. Y, ¿cómo lograr esa relación? Jesús te confió su secreto: la oración.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2)

“Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales”.

En los pasados días Marcos nos ha estado narrando cómo la fama de Jesús seguía creciendo, extendiéndose más allá de Palestina, hasta el mundo pagano. Donde quiera que iba la gente lo acosaba; querían ver sus portentos, u obtener para sí mismos un milagro. Ya no había un lugar donde pudiera pasar un rato tranquilo, ni aún en su casa. La lectura evangélica de hoy (Mc 3,20-21), una de las más cortas que leemos en la liturgia, dramatiza esa situación:

“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales”.

Su familia está preocupada por él; lo ven acosado, cansado, agotado, sin posibilidad de descanso. Quieren llevárselo para que pueda disipar su mente, descansar su cuerpo.

Algunos, por otro lado, ven en ese gesto de la familia una falta de comprensión de parte ellos, que no pueden entender la grandeza del amor que mueve a Jesús a “dejar de ser de él” para entregarse por completo a los necesitados. Otros ven en sus familiares un desprecio hacia la persona de Jesús, quien con sus actos se estaba poniendo en peligro y los estaba poniendo en peligro a ellos. Recordemos que en tiempos de Jesús los lunáticos eran considerados como “endemoniados” o “poseídos” y eran apedreados; y que a veces esa condición era producto del pecado de sus padres o familiares. En otras palabras, la familia estaba actuado para protegerse ellos mismos.

Yo tiendo a pensar que en realidad el que dijeran que estaba “fuera de sus cabales” era más bien un subterfugio, un gesto de protección para llevarlo a un lugar donde pudiera descansar. No podemos olvidar que la persona más importante en esa “familia” era María, la madre de Jesús, la que “guardaba todas esas cosas en su corazón meditándolas”, la que aceptó desde el “hágase” la voluntad del Padre y la misión de su Hijo, la que lo apoyó y acompañó hasta el Calvario. María conoce y acepta la voluntad del Padre, pero su corazón de Madre la impulsa a velar por el bienestar de su Hijo.

Los que decidimos seguir al Señor muchas veces nos sentimos agotados por la misión que hemos aceptado, y hasta acosados; y mientras más trabajamos por el Reino, más se espera de nosotros y más trabajo se nos encomienda. Es en esos momentos que debemos mirar el ejemplo de nuestro Maestro, y recordar que cuando decidimos seguirlo sabíamos que la jornada iba a ser dura. “El que quiera seguirme…” (Lc 9,23; Mt 16,24). Nos anima la promesa de que Él no nos abandonará, que estará con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt. 28,20).

En la lectura de hoy vemos a un Jesús que deja de comer por atender a los que acuden a Él en busca de alivio. Ese mismo Jesús va un paso más allá; se deja “comer” por nosotros, los que decidimos seguirlo, cuando lo comemos en las especies eucarísticas. Ahí se hace patente su promesa; por eso podemos sonreír en medio del cansancio cuando le servimos.

¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 11-10-21

El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) es uno de esos que está “preñado” de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento. Pero el mensaje es uno: Jesús nos llama a la conversión, y nosotros, al igual que los de su tiempo, también nos pasamos pidiendo “signos”, milagros, portentos, que evidencien su poder. Una vez más escuchamos a Jesús utilizar palabras fuertes contra los que no aceptan el mensaje de salvación de su Palabra: “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.

Aun los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la Cruz. Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución. El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra, pero esa Palabra nos resulta un tanto incómoda; a veces nos hiere, nos “desnuda”. Por eso preferimos ignorarla…

Jesús le pone a los de su tiempo el ejemplo de Jonás, que con su predicación, sin necesidad de signos, convirtió a los habitantes de Nínive, una ciudad pagana a la que Yahvé le envió a predicar (Jon 3). Le bastó a Jonás un recorrido de un día por las calles de la ciudad, para que hasta el rey se convirtiera y emitiera un decreto ordenando al pueblo al ayuno y la penitencia. Sin embargo a Jesús, “que es más que Jonás”, no lo escucharon. No le escucharon porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Exigían signos, “ver para creer”, como Tomás (Jn 20,25).

Jesús pone también como ejemplo a la reina de Saba (“la reina del sur”), una reina también pagana, que viajó grandes distancias para escuchar la sabiduría de Salomón. Es decir, compara a los de su “generación” con los paganos y les dice que primero se salvan estos antes que ellos. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,11).

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos “un milagrito” para afianzar esa “conversión”?

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que nos conceda el don de la fe, y la valentía para deshacernos de todo lo que nos impide la conversión plena.

Que tengan una linda semana llena de la PAZ que solo la fe en Cristo Jesús puede traernos.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 23-01-21

“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer”.

En los pasados días Marcos nos ha estado narrando cómo la fama de Jesús seguía creciendo, extendiéndose más allá de Palestina, hasta el mundo pagano. Donde quiera que iba la gente lo acosaba; querían ver sus portentos, u obtener para sí mismos un milagro. Ya no había un lugar donde pudiera pasar un rato tranquilo, ni aún en su casa. La lectura evangélica de hoy (Mc 3,20-21), una de las más cortas que leemos en la liturgia, dramatiza esa situación:

“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales”.

Su familia está preocupada por él; lo ven acosado, cansado, agotado, sin posibilidad de descanso. Quieren llevárselo para que pueda disipar su mente, descansar su cuerpo.

Algunos, por otro lado, ven en ese gesto de la familia una falta de comprensión de parte ellos, que no pueden entender la grandeza del amor que mueve a Jesús a “dejar de ser de él” para entregarse por completo a los necesitados. Otros ven en sus familiares un desprecio hacia la persona de Jesús, quien con sus actos se estaba poniendo en peligro y los estaba poniendo en peligro a ellos. Recordemos que en tiempos de Jesús los lunáticos eran considerados como “endemoniados” o “poseídos” y eran apedreados; y que a veces esa condición era producto del pecado de sus padres o familiares. En otras palabras, la familia estaba actuado para protegerse ellos mismos.

Yo tiendo a pensar que en realidad el que dijeran que estaba “fuera de sus cabales” era más bien un subterfugio, un gesto de protección para llevarlo a un lugar donde pudiera descansar. No podemos olvidar que la persona más importante en esa “familia” era María, la madre de Jesús, la que “guardaba todas esas cosas en su corazón meditándolas”, la que aceptó desde el “hágase” la voluntad del Padre y la misión de su Hijo, la que lo apoyó y acompañó hasta el Calvario. María conoce y acepta la voluntad del Padre, pero su corazón de Madre la impulsa a velar por el bienestar de su Hijo.

Los que decidimos seguir al Señor muchas veces nos sentimos agotados por la misión que hemos aceptado, y hasta acosados; y mientras más trabajamos por el Reino, más se espera de nosotros y más trabajo se nos encomienda. Es en esos momentos que debemos mirar el ejemplo de nuestro Maestro, y recordar que cuando decidimos seguirlo sabíamos que la jornada iba a ser dura. “El que quiera seguirme…” (Lc 9,23; Mt 16,24). Nos anima la promesa de que Él no nos abandonará, que estará con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt. 28,20).

En la lectura de hoy vemos a un Jesús que deja de comer por atender a los que acuden a Él en busca de alivio. Ese mismo Jesús va un paso más allá; se deja “comer” por nosotros, los que decidimos seguirlo, cuando lo comemos en las especies eucarísticas. Ahí se hace patente su promesa; por eso podemos sonreír en medio del cansancio cuando le servimos.

¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 12-10-20

“Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.

El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) es uno de esos que está “preñado” de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento. Pero el mensaje es uno: Jesús nos llama a la conversión, y nosotros, al igual que los de su tiempo, también nos pasamos pidiendo “signos”, milagros, portentos, que evidencien su poder. Una vez más escuchamos a Jesús utilizar palabras fuertes contra los que no aceptan el mensaje de salvación de su Palabra: “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.

Aun los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la Cruz. Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución. El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra, pero esa Palabra nos resulta un tanto incómoda; a veces nos hiere, nos “desnuda”. Por eso preferimos ignorarla…

Jesús le pone a los de su tiempo el ejemplo de Jonás, que con su predicación, sin necesidad de signos, convirtió a los habitantes de Nínive, una ciudad pagana a la que Yahvé le envió a predicar (Jon 3). Le bastó a Jonás un recorrido de un día por las calles de la ciudad, para que hasta el rey se convirtiera y emitiera un decreto ordenando al pueblo al ayuno y la penitencia. Sin embargo a Jesús, “que es más que Jonás”, no lo escucharon. No le escucharon porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Exigían signos, “ver para creer”, como Tomás (Jn 20,25).

Jesús pone también como ejemplo a la reina de Saba (“la reina del sur”), una reina también pagana, que viajó grandes distancias para escuchar la sabiduría de Salomón. Es decir, compara a los de su “generación” con los paganos y les dice que primero se salvan estos antes que ellos. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,11).

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos “un milagrito” para afianzar esa “conversión”?

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que nos conceda el don de la fe, y la valentía para deshacernos de todo lo que nos impide la conversión plena.

Que tengan una linda semana llena de la PAZ que solo la fe en Cristo Jesús puede traernos.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 24-02-20

“¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe”.

La lectura evangélica que contemplamos hoy (Mc 9,14-29) nos narra el pasaje de la “curación del endemoniado epiléptico”, llamado así porque a pesar de que en el pasaje se habla de que el joven estaba poseído por un espíritu inmundo, la descripción de los efectos de la “posesión” apunta a un episodio de epilepsia. Recordemos que en aquél tiempo, toda condición similar que no tuviera explicación se la atribuían a los espíritus inmundos o demonios. De todos modos, epilepsia o posesión, el hecho es que Jesús curó al joven.

Jesús llega y se encuentra con el padre del joven, quien le explica que sus discípulos no han sido capaces de echar el espíritu. Jesús se molesta e increpa una vez más a sus discípulos: “¡Gente sin fe! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo”. Le llevaron al joven, y tan pronto el espíritu “vio a Jesús, retorció al niño; cayó por tierra y se revolcaba, echando espumarajos”. En ese momento el padre se desesperó (trato de imaginar la angustia del padre) y le suplicó a Jesús que lo ayudase: “Si algo puedes, ten lástima de nosotros y ayúdanos”. A lo que Jesús replicó: “¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe”.

Luego de un intercambio entre Jesús y el padre, en el que el último le confiesa su fe débil (“Tengo fe, pero dudo; ayúdame”), Jesús increpó al espíritu inmundo y éste salió del joven. Imagino la vergüenza de los discípulos ante su fracaso estrepitoso enfrente de los presentes. A la primera oportunidad que tuvieron a solas con Jesús le preguntaron: “¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?”. La contestación de Jesús fue tajante: “Esta especie sólo puede salir con oración”.

Jesús confió su “secreto” a los discípulos. Jesús era una persona de oración constante, vivió toda su vida terrena en un ambiente de oración. Los relatos evangélicos lo muestran constantemente retirándose a orar (a veces pasaba la noche entera en oración), u orando en público. Invocaba la ayuda de lo alto, y el Espíritu de Dios (Espíritu Santo) le arropaba y le daba fuerzas para seguir adelante en su misión y realizar todos los milagros y portentos que vemos en los evangelios. Por eso la oración se considera el arma o instrumento que toma el primer plano en el combate espiritual contra las fuerzas del mal.

Antes de partir Jesús nos dijo que los que creyéramos en Él tendríamos poder para echar demonios, curar enfermos, etc. (Cfr. Mc 16,17). Y si creemos en Él y le creemos, seguiremos sus pasos, y ese seguimiento incluye ser personas de oración.

Para eso nos dejó el Espíritu Santo. El Espíritu que nos ayuda a llamar “Padre” a Dios, nos dará también la fuerza para echar demonios. Pero para eso tenemos que invocarlo con fe, el tipo de fe que nos lleva a actuar como si ya se nos hubiese concedido lo que pedimos al Padre, como lo hizo Jesús al resucitar a Lázaro (Cfr. Jn 11,41).

Hoy te invito a desarrollar una relación íntima con el Espíritu Santo, y verás los portentos que puedes realizar. Y, ¿cómo lograr esa relación? Jesús te confió su secreto: la oración.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO OCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 14-10-19

El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) es uno de esos que está “preñado” de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento. Pero el mensaje es uno: Jesús nos llama a la conversión, y nosotros, al igual que los de su tiempo, también nos pasamos pidiendo “signos”, milagros, portentos, que evidencien su poder. Una vez más escuchamos a Jesús utilizar palabras fuertes contra los que no aceptan el mensaje de salvación de su Palabra: “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.

Aun los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la Cruz. Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución. El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra, pero esa Palabra nos resulta un tanto incómoda; a veces nos hiere, nos “desnuda”. Por eso preferimos ignorarla…

Jesús le pone a los de su tiempo el ejemplo de Jonás, que con su predicación, sin necesidad de signos, convirtió a los habitantes de Nínive, una ciudad pagana a la que Yahvé le envió a predicar (Jon 3). Le bastó a Jonás un recorrido de un día por las calles de la ciudad, para que hasta el rey se convirtiera y emitiera un decreto ordenando al pueblo al ayuno y la penitencia. Sin embargo a Jesús, “que es más que Jonás”, no lo escucharon. No le escucharon porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Exigían signos, “ver para creer”, como Tomás (Jn 20,25).

Jesús pone también como ejemplo a la reina de Saba (“la reina del sur”), una reina también pagana, que viajó grandes distancias para escuchar la sabiduría de Salomón. Es decir, compara a los de su “generación” con los paganos y les dice que primero se salvan estos antes que ellos. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,11).

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos “un milagrito” para afianzar esa “conversión”?

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que nos conceda el don de la fe, y la valentía para deshacernos de todo lo que nos impide la conversión plena.

Que tengan una linda semana llena de la PAZ que solo la fe en Cristo Jesús puede traernos.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. 26-01-19

En los pasados días Marcos nos ha estado narrando cómo la fama de Jesús seguía creciendo, extendiéndose más allá de Palestina, hasta el mundo pagano. Donde quiera que iba la gente lo acosaba; querían ver sus portentos, u obtener para sí mismos un milagro. Ya no había un lugar donde pudiera pasar un rato tranquilo, ni aún en su casa. La lectura evangélica de hoy (Mc 3,20-21), una de las más cortas que leemos en la liturgia, dramatiza esa situación:

“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales”.

Su familia está preocupada por él; lo ven acosado, cansado, agotado, sin posibilidad de descanso. Quieren llevárselo para que pueda disipar su mente, descansar su cuerpo.

Algunos, por otro lado, ven en ese gesto de la familia una falta de comprensión de parte ellos, que no pueden entender la grandeza del amor que mueve a Jesús a “dejar de ser de él” para entregarse por completo a los necesitados. Otros ven en sus familiares un desprecio hacia la persona de Jesús, quien con sus actos se estaba poniendo en peligro y los estaba poniendo en peligro a ellos. Recordemos que en tiempos de Jesús los lunáticos eran considerados como “endemoniados” o “poseídos” y eran apedreados; y que a veces esa condición era producto del pecado de sus padres o familiares. En otras palabras, la familia estaba actuado para protegerse ellos mismos.

Yo tiendo a pensar que en realidad el que dijeran que estaba “fuera de sus cabales” era más bien un subterfugio, un gesto de protección para llevarlo a un lugar donde pudiera descansar. No podemos olvidar que la persona más importante en esa “familia” era María, la madre de Jesús, la que “guardaba todas esas cosas en su corazón meditándolas”, la que aceptó desde el “hágase” la voluntad del Padre y la misión de su Hijo, la que lo apoyó y acompañó hasta el Calvario. María conoce y acepta la voluntad del Padre, pero su corazón de Madre la impulsa a velar por el bienestar de su Hijo.

Los que decidimos seguir al Señor muchas veces nos sentimos agotados por la misión que hemos aceptado; y hasta acosados, ya mientras más trabajamos por el Reino, más se espera de nosotros y más trabajo se nos encomienda. Es en esos momentos que debemos mirar el ejemplo de nuestro Maestro, y recordar que cuando decidimos seguirlo sabíamos que la jornada iba a ser dura. “El que quiera seguirme…” (Lc 9,23; Mt 16,24). Nos anima la promesa de que Él no nos abandonará, que estará con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt. 28,20).

En la lectura de hoy vemos a un Jesús que deja de comer por atender a los que acuden a Él en busca de alivio. Ese mismo Jesús va un paso más allá; se deja “comer” por nosotros, los que decidimos seguirlo, cuando lo comemos en las especies eucarísticas. Ahí se hace patente su promesa; por eso podemos sonreír en medio del cansancio cuando le servimos.

¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 14-12-16

“¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?” Con esa pregunta dirigida a Jesús envía Juan el Bautista a sus discípulos en la lectura evangélica que contemplamos en la liturgia para este miércoles de la tercera semana de Adviento (Lc 7,19-23), que es la versión de Lucas del Evangelio que leíamos el pasado domingo (Mt 11,2-11).

Para entender la pregunta o, más bien, el porqué de la misma, tenemos que enmarcarla en su contexto histórico y en la misión profética del propio Juan, quien como todos los judíos de su tiempo, esperaba un Mesías libertador, uno que los iba a liberar y purificar con fuego: “Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego; tomará en su mano el bieldo, y limpiará su era, guardará después el trigo en su granero, y quemará la paja con fuego que no se apaga” (Lc 3,16b-17).

A pesar que él mismo había sido testigo de la teofanía que acompañó al bautismo de Jesús (Lc3, 21-22), todavía estaba latente en su interior el concepto mesiánico del pueblo judío.

A nosotros a veces nos pasa lo mismo. Nos preguntamos: ¿Dónde estás Señor? ¿Dónde los signos de tu poder? Nos cegamos buscando milagros portentosos, y esa ceguera nos impide ver su Misericordia que se manifiesta día tras día ante nuestros propios ojos.

Jesús, consciente de esa realidad, antes que contestar la interrogante, se limitó a actuar, a practicar la Misericordia. Así, “curó a muchos de enfermedades, achaques y malos espíritus, y a muchos ciegos les otorgó la vista”.

Entonces dijo a los mensajeros de Juan: “ld a anunciar a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio”.

Con sus gestos, Jesús se inserta en la tradición judía, haciendo realidad las prefiguraciones del profeta Isaías (29,18-19; 35,5-6). No hay duda, los tiempos mesiánicos han llegado. Pero se trata de un Mesías que demuestra su poder, no con signos de grandeza, sino con gestos de amor, de Misericordia; sirviendo a los demás, especialmente a los pobres. El que no vino a ser servido sino a servir… (Mt 20,28).

El tiempo de Adviento nos hace revivir la espera del Mesías; ese que viene a liberarnos de nuestras esclavitudes, de todo aquello que nos oprime, que nos aleja de Él, comenzando con nuestro egoísmo. Solo así podremos alegrarnos del bien que otros reciben, producto de la Misericordia de Dios, aunque nosotros sigamos en espera: “Dichoso (Bienaventurado) el que no se escandalice de mí”. ¿Una nueva Bienaventuranza?

Estamos en tiempo de Adviento. Y no podemos olvidar que Dios viene para todos. Él no hace distinción. Así nos lo dice Isaías en la primera lectura de hoy (45,6b-8.18.21b-25): “Volveos hacia mí para salvaros, confines de la tierra, pues yo soy Dios, y no hay otro… “Ante mí se doblará toda rodilla, por mí jurará toda lengua… “A él vendrán avergonzados los que se enardecían contra él”. (Cfr. Gn 22,18).

De eso se trata el Adviento; de la llegada del Cristo que cambia los corazones. ¿Estás preparado para recibirlo?