En este vídeo compartimos con ustedes unas breves notas sobre el significado de la ceniza que se nos impone al comienzo de la cuaresma, así como el origen de esta práctica.
La primera lectura que nos brinda la liturgia
para hoy está tomada del libro de Jonás (3,1-10), y para comprenderla tenemos
que ponerla en contexto. Afortunadamente el libro de Jonás es corto (apenas dos
páginas). Nos narra la historia de este profeta que es más conocido por la
historia del pez que se lo tragó, lo tuvo tres días en el vientre, y luego lo
vomitó en la tierra (!!!!), que por la enseñanza que encierra su libro.
Lo cierto es que Yahvé envió a Jonás a
profetizar a Nínive: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y clama
contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí” (1,2). Jonás se sintió
sobrecogido por la magnitud de la encomienda, pues Nínive era una ciudad enorme
para su época, de unos ciento veinte mil habitantes (4,11), que se requerían
tres días para cruzarla (3,3). Decidió entonces “huir” de Yahvé y esconderse en
Tarsis. Precisamente yendo de viaje a Tarsis en una embarcación es que se
suscita el incidente en que lo lanzan por la borda y Yahvé ordena al pez que se
lo trague.
Jonás había desatendido la vocación (el
“llamado”) de Yahvé. Pero Yahvé lo había escogido para esa misión y, luego de
su experiencia dentro del vientre del pez, en donde Jonás experimentó una
conversión (2,1-10), lo llama por segunda vez: “Parte ahora mismo para Nínive,
la gran ciudad, y anúnciale el mensaje que yo te indicaré”.
Jonás emprendió su misión, pero esta vez
consciente de que era un enviado de Dios, anunciando Su mensaje: “Dentro de
cuarenta días, Nínive será destruida”. Tan convencido estaba Jonás de que su
mensaje provenía del mismo Yahvé, que los Ninivitas lo recibieron como tal, se
arrepintieron de sus pecados, e hicieron ayuno y se vistieron de saco (hicieron
penitencia). Esta actitud sincera hizo que Yahvé, con esta visión antropomórfica
(atribuirle características humanas) de Dios que vemos en el Antiguo Testamento,
“se arrepintiera” de las amenazas que les había hecho y no las cumpliera.
Dos enseñanzas cabe destacar en esta lectura.
Primero: ¿cuántas veces pretendemos ignorar el llamado de Dios porque nos
sentimos incapaces o impotentes ante la magnitud de la misión que Él nos
encomienda? Recordemos que Dios no
escoge a los capacitados para encomendarles una misión; Dios capacita a los que
escoge, como lo hizo con Jonás, y con Jeremías, y Samuel, y Moisés, etc. Si el
Señor nos llama, nos va a capacitar y, mejor aún, nos va acompañar en la
misión.
Segundo: Vemos cómo el Pueblo de Nínive se
arrepintió, ayunó e hizo penitencia, logrando el perdón de Dios. No fue que
Dios se “arrepintiera” pues Dios es perfecto y, por tanto no puede arrepentirse.
De nuevo, estamos ante la pedagogía divina del Antiguo Testamento, con rasgos
imperfectos que lograrán su perfección en la persona de Jesús.
El tiempo de Cuaresma nos invita a la
conversión y arrepentimiento, que nos llevan a ofrecer sacrificios agradables a
Dios, representados por las prácticas penitenciales del ayuno, la oración y la
limosna.
No hagamos como los de la generación de Jesús, que serían condenados por los de Nínive, quienes se convirtieron por la predicación de Jonás mientras que los ellos no le hicieron caso a la predicación del Hijo de Dios (Evangelio de hoy – Lc 11,29-32).
La lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para este miércoles de la primera semana de Cuaresma (Lc 11,29-32), nos
dice que Jesús, al ver que la gente se apretujaba a su alrededor esperando ver
un milagro, les increpó diciendo: “Esta generación es una generación perversa.
Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás
fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre
para esta generación”. Jesús se refería a cómo los habitantes de Nínive se
habían convertido con la predicación de Jonás (que no era Dios), mientras a Él
(que sí es Dios) los suyos le exigían “signos” para creer. Estaban apantallados
por los portentos y milagros realizados por Jesús, pero se quedaban en el signo
exterior; no captaban el mensaje.
La primera lectura que de hoy (Jon 3,1-10) nos narra la conversión de los Ninivitas a que alude Jesús. El año pasado, al reflexionar sobre las lecturas para hoy, hicimos una exposición más amplia sobre ésta, a la cual les remitimos.
Ambas lecturas tienen como tema subyacente la conversión
a la que somos llamados durante este tiempo de Cuaresma desde su comienzo,
cuando al imponérsenos la ceniza se nos dijo: “Conviértete y cree en el
Evangelio”. La pregunta obligada es: ¿Tiene sentido esa frase que se nos dice
en relación con la actitud interior con la que nos acercamos a recibir la
ceniza ese día? ¿Existe en nosotros una verdadera voluntad de conversión?
El rito exterior de la ceniza recibida en la
cabeza no tiene ningún significado, ningún valor, si no tenemos una actitud
interior de conversión, no solo para este tiempo de Cuaresma, sino para toda nuestra
vida, pues el verdadero proceso de conversión dura toda la vida. Es un
constante caer y levantarnos, con la esperanza de cada vez permanecer en pie
durante más tiempo. De ahí el llamado constante a la conversión (Cfr. Ap 2,5). La conversión es, pues, un
proceso que se inicia cuando tenemos un encuentro personal con Jesús, y va
progresando en la medida que permanecemos en Él. Para ayudarnos en ese proceso
la Iglesia nos brinda la gracia de los sacramentos, especialmente los de la
Reconciliación y la Eucaristía. Por eso también se nos invita a acercarnos a
estos durante este tiempo de Cuaresma.
Desde el comienzo de su predicación Jesús hizo
un llamado a la conversión: “El plazo se ha cumplido. El Reino de Dios está
cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,15). Más tarde Pedro, a nombre de la Iglesia,
reiteró esa llamada el día de Pentecostés. Cuando los que escucharon su predicación,
conmovidos por sus palabras le preguntaron qué tenían que hacer, él les
contestó: “Conviértanse…” (Hc 2,38). Es la exhortación que la Iglesia nos sigue
haciendo hoy.
Ya han pasado los primeros siete días de esta
Cuaresma. Hagamos un ejercicio de introspección. ¿He interiorizado la llamada a
la conversión? ¿Qué he hecho para lograrla?
Está claro que Dios quiere nuestra conversión,
es más, la espera. Por eso nos da la gracia y los medios necesarios para lograrla
a través de su Iglesia. Todavía estamos a tiempo. ¡Acércate! ¡Reconcíliate!
Las lecturas que nos presenta la liturgia para este tercer domingo del tiempo ordinario tienen como tema principal el llamado a la conversión.
La primera lectura (Jon 3,1-5.10) nos narra el
episodio de la conversión de Nínive. Yahvé envió a Jonás a profetizar a Nínive:
“Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo”.
Jonás se sintió sobrecogido por la magnitud de la encomienda, pues Nínive era
una ciudad enorme para su época, de unos ciento veinte mil habitantes, que se
requerían tres días para cruzarla. Jonás cruzó la ciudad proclamando: “¡Dentro
de cuarenta días Nínive será destruida!”.
Nos dice la lectura que “creyeron en Dios los
ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron de saco, grandes y pequeños. Y vio Dios sus obras, su conversión de la
mala vida; se compadeció y se arrepintió Dios de la catástrofe con que había
amenazado a Nínive, y no la ejecutó”.
La lectura evangélica (Mc 1, 14-20) nos
presenta a Jesús comenzando a predicar la Buena Nueva del Reino, haciendo un
llamado a la conversión, y reclutando sus primeros discípulos. Al igual que
hizo con los de Nínive y los de Galilea, Dios nos llama continuamente a la
conversión, a abandonar nuestra vida de pecado y abrazar la Ley del Amor. “El
Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a
los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes” (Sal 24).
El Evangelio nos dice que luego del arresto de
Juan el Bautista, “Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía:
‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el
Evangelio’”.
Jesús vino a proclamar la Buena Nueva del
Reino a todas las naciones, no solo a los suyos. Él sabe que su tiempo en esta
tierra es corto, que su hora está cerca. Hemos visto en los evangelios que
hemos estado leyendo durante la pasada semana cómo desde los comienzos de su
predicación ya su suerte estaba decida. La tarea es monumental, por eso
necesita de “ayudantes” que continúen el anuncio de la Buena Noticia del Reino
(Cfr. Mc 16,15).
Por eso el Evangelio de hoy nos presenta la
vocación (“llamado”) los primeros discípulos: Simón (Pedro) y su hermano
Andrés, y Santiago y su hermano Juan. Nos dice la Escritura que los cuatro, sin
vacilar, dejaron las redes, y los segundos incluso dejaron a su padre (Cfr. Lc 14,26), para seguir a Jesús.
Ese llamado a la conversión, unido a la invitación
a convertirnos en “pescadores de hombres” se ha seguido repitiendo de
generación en generación hasta llegar a nosotros hoy. Así hemos recibido
nuestra fe, así hemos comenzado nuestro proceso de conversión (que no termina
hasta el día de nuestra muerte); porque alguien, ya bien sea nuestros padres, o
un(a) catequista, un sacerdote, una religiosa, o un laico comprometido, nos
“pescó”, nos habló del Reino y de la Ley del Amor que lo rige.
Te invito a visitar la Casa del Padre, aunque sea de manera virtual. Y no olvides dejar a la entrada del templo tus “redes” viejas que solo sirven para pescar cosas de este mundo, y aceptar la invitación de Jesús de convertirte en “pescador(a) de hombres”. Anda, ¡Atrévete!
La primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy está tomada del libro de Jonás (3,1-10), y para comprenderla tenemos que ponerla en contexto. Afortunadamente el libro de Jonás es corto (apenas dos páginas). Nos narra la historia de este profeta que es más conocido por la historia del pez que se lo tragó, lo tuvo tres días en el vientre, y luego lo vomitó en la tierra (!!!!), que por la enseñanza que encierra su libro.
Lo cierto es que Yahvé envió a Jonás a profetizar a Nínive: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y clama contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí” (1,2). Jonás se sintió sobrecogido por la magnitud de la encomienda, pues Nínive era una ciudad enorme para su época, de unos ciento veinte mil habitantes (4,11), que se requerían tres días para cruzarla (3,3). Decidió entonces “huir” de Yahvé y esconderse en Tarsis. Precisamente yendo de viaje a Tarsis en una embarcación es que se suscita el incidente en que lo lanzan por la borda y Yahvé ordena al pez que se lo trague.
Jonás había desatendido la vocación (el “llamado”) de Yahvé. Pero Yahvé lo había escogido para esa misión y, luego de su experiencia dentro del vientre del pez, en donde Jonás experimentó una conversión (2,1-10), lo llama por segunda vez: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y anúnciale el mensaje que yo te indicaré”.
Jonás emprendió su misión, pero esta vez consciente de que era un enviado de Dios, anunciando Su mensaje: “Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida”. Tan convencido estaba Jonás de que su mensaje provenía del mismo Yahvé, que los Ninivitas lo recibieron como tal, se arrepintieron de sus pecados, e hicieron ayuno y se vistieron de saco (hicieron penitencia). Esta actitud sincera hizo que Yahvé, con esta visión antropomórfica (atribuirle características humanas) de Dios que vemos en el Antiguo Testamento: “se arrepintiera” de las amenazas que les había hecho y no las cumpliera.
Dos enseñanzas cabe destacar en esta lectura. Primero: ¿cuántas veces pretendemos ignorar el llamado de Dios porque nos sentimos incapaces o impotentes ante la magnitud de la misión que Él nos encomienda? Recordemos que Dios no escoge a los capacitados para encomendarles una misión; Dios capacita a los que escoge, como lo hizo con Jonás, y con Jeremías, y Samuel, y Moisés, etc. Si el Señor nos llama, nos va a capacitar y, mejor aún, nos va acompañar en la misión.
Segundo: Vemos cómo el Pueblo de Nínive se arrepintió, ayunó e hizo penitencia, logrando el perdón de Dios. No fue que Dios se “arrepintiera” pues Dios es perfecto y, por tanto no puede arrepentirse. De nuevo, estamos ante la pedagogía divina del Antiguo Testamento, con rasgos imperfectos que lograrán su perfección en la persona de Jesús. El tiempo de Cuaresma nos invita a la conversión y arrepentimiento, que nos llevan a ofrecer sacrificios agradables a Dios, representados por las prácticas penitenciales del ayuno, la oración y la limosna.
No hagamos como los de la generación de Jesús, que serían condenados por los de Nínive, quienes se convirtieron por la predicación de Jonás mientras que los ellos no le hicieron caso a la predicación del Hijo de Dios (Evangelio de hoy – Lc 11,29-32).
El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) es uno de
esos que está “preñado” de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento. Pero
el mensaje es uno: Jesús nos llama a la conversión, y nosotros, al igual que
los de su tiempo, también nos pasamos pidiendo “signos”, milagros, portentos,
que evidencien su poder. Una vez más escuchamos a Jesús utilizar palabras
fuertes contra los que no aceptan el mensaje de salvación de su Palabra: “Esta
generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más
signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de
Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.
Aun los que decidimos seguir al Señor y
proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que
Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran
que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la Cruz. Si fuera
asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su
arresto y ejecución. El que vino a servir y no a ser servido no necesita más
signo que su Palabra, pero esa Palabra nos resulta un tanto incómoda; a veces
nos hiere, nos “desnuda”. Por eso preferimos ignorarla…
Jesús le pone a los de su tiempo el ejemplo de
Jonás, que con su predicación, sin necesidad de signos, convirtió a los
habitantes de Nínive, una ciudad pagana a la que Yahvé le envió a predicar (Jon
3). Le bastó a Jonás un recorrido de un día por las calles de la ciudad, para
que hasta el rey se convirtiera y emitiera un decreto ordenando al pueblo al
ayuno y la penitencia. Sin embargo a Jesús, “que es más que Jonás”, no lo
escucharon. No le escucharon porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la
garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Exigían
signos, “ver para creer”, como Tomás (Jn 20,25).
Jesús pone también como ejemplo a la reina de
Saba (“la reina del sur”), una reina también pagana, que viajó grandes
distancias para escuchar la sabiduría de Salomón. Es decir, compara a los de su
“generación” con los paganos y les dice que primero se salvan estos antes que
ellos. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo
recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser
hijos de Dios” (Jn 1,11).
Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus
enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que
preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera
conversión, o me gustaría al menos “un milagrito” para afianzar esa
“conversión”?
En esta semana que comienza, pidamos al Señor
que nos conceda el don de la fe, y la valentía para deshacernos de todo lo que nos
impide la conversión plena.
Que tengan una linda semana llena de la PAZ
que solo la fe en Cristo Jesús puede traernos.
La primera lectura que nos brinda la liturgia
para hoy está tomada del libro de Jonás (3,1-10), y para comprenderla tenemos
que ponerla en contexto. Afortunadamente el libro de Jonás es corto (apenas dos
páginas). Nos narra la historia de este profeta que es más conocido por la
historia del pez que se lo tragó, lo tuvo tres días en el vientre, y luego lo
vomitó en la tierra (!!!!), que por la enseñanza que encierra su libro.
Lo cierto es que Yahvé envió a Jonás a
profetizar a Nínive: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y clama
contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí” (1,2). Jonás se sintió
sobrecogido por la magnitud de la encomienda, pues Nínive era una ciudad enorme
para su época, de unos ciento veinte mil habitantes (4,11), que se requerían
tres días para cruzarla (3,3). Decidió entonces “huir” de Yahvé y esconderse en
Tarsis. Precisamente yendo de viaje a Tarsis en una embarcación es que se
suscita el incidente en que lo lanzan por la borda y Yahvé ordena al pez que se
lo trague.
Jonás había desatendido la vocación (el
“llamado”) de Yahvé. Pero Yahvé lo había escogido para esa misión y, luego de
su experiencia dentro del vientre del pez, en donde Jonás experimentó una
conversión (2,1-10), lo llama por segunda vez: “Parte ahora mismo para Nínive,
la gran ciudad, y anúnciale el mensaje que yo te indicaré”.
Jonás emprendió su misión, pero esta vez
consciente de que era un enviado de Dios, anunciando Su mensaje: “Dentro de
cuarenta días, Nínive será destruida”. Tan convencido estaba Jonás de que su
mensaje provenía del mismo Yahvé, que los Ninivitas lo recibieron como tal, se
arrepintieron de sus pecados, e hicieron ayuno y se vistieron de saco (hicieron
penitencia). Esta actitud sincera hizo que Yahvé, con esta visión
antropomórfica (atribuirle características humanas) de Dios que vemos en el
Antiguo Testamento: “se arrepintiera” de las amenazas que les había hecho y no
las cumpliera.
Dos enseñanzas cabe destacar en esta lectura.
Primero: ¿cuántas veces pretendemos ignorar el llamado de Dios porque nos
sentimos incapaces o impotentes ante la magnitud de la misión que Él nos
encomienda? Recordemos que Dios no
escoge a los capacitados para encomendarles una misión; Dios capacita a los que
escoge, como lo hizo con Jonás, y con Jeremías, y Samuel, y Moisés, etc. Si el
Señor nos llama, nos va a capacitar y, mejor aún, nos va acompañar en la
misión.
Segundo: Vemos cómo el Pueblo de Nínive se
arrepintió, ayunó e hizo penitencia, logrando el perdón de Dios. No fue que
Dios se “arrepintiera” pues Dios es perfecto y, por tanto no puede arrepentirse.
De nuevo, estamos ante la pedagogía divina del Antiguo Testamento, con rasgos
imperfectos que lograrán su perfección en la persona de Jesús. El tiempo de
Cuaresma nos invita a la conversión y arrepentimiento, que nos llevan a ofrecer
sacrificios agradables a Dios, representados por las prácticas penitenciales
del ayuno, la oración y la limosna.
No hagamos como los de la generación de Jesús,
que serían condenados por los de Nínive, quienes se convirtieron por la
predicación de Jonás mientras que los ellos no le hicieron caso a la
predicación del Hijo de Dios (Evangelio de hoy – Lc 11,29-32).
El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) es uno de esos que está “preñado” de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento. Pero el mensaje es uno: Jesús nos llama a la conversión, y nosotros, al igual que los de su tiempo, también nos pasamos pidiendo “signos”, milagros, portentos, que evidencien su poder. Una vez más escuchamos a Jesús utilizar palabras fuertes contra los que no aceptan el mensaje de salvación de su Palabra: “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.
Aun los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la cruz. Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución. El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra, pero esa Palabra nos resulta un tanto incómoda; a veces nos hiere, nos “desnuda”. Por eso la ignoramos…
Jesús le pone a los de su tiempo el ejemplo de Jonás, que con su predicación, sin necesidad de signos, convirtió a los habitantes de Nínive, una ciudad pagana a la que Yahvé le envió a predicar (Jon 3). Le bastó a Jonás un recorrido de un día por las calles de la ciudad, para que hasta el rey se convirtiera y emitiera un decreto ordenando al pueblo al ayuno y la penitencia. Sin embargo a Jesús, “que es más que Jonás”, no lo escucharon. No le escucharon porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Exigían signos, “ver para creer”, como Tomás (Jn 20,25).
Jesús pone también como ejemplo a la reina de Saba (“la reina del sur”), una reina también pagana, que viajó grandes distancias para escuchar la sabiduría de Salomón. Es decir, compara a los de su “generación” con los paganos y les dice que primero se salvan estos antes que ellos. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,11).
Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos “un milagrito” para afianzar esa “conversión”?
En esta semana que comienza, pidamos al Señor que nos conceda el don de la fe, y la valentía para deshacernos de todo lo que nos impide la conversión plena.
Que tengan una linda semana llena de la PAZ que solo la fe en Cristo Jesús puede traernos.
La lectura evangélica que nos brinda la liturgia para este miércoles de la primera semana de Cuaresma (Lc 11,29-32), nos dice que Jesús, al ver que la gente se apretujaba a su alrededor esperando ver un milagro, les increpó diciendo: “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”. Jesús se refería a cómo los habitantes de Nínive se habían convertido con la predicación de Jonás (que no era Dios), mientras a Él (que sí es Dios) los suyos le exigían “signos” para creer. Estaban apantallados por los portentos y milagros realizados por Jesús, pero se quedaban en el signo exterior; no captaban el mensaje.
Ambas lecturas tienen como tema subyacente la conversión a la que somos llamados durante este tiempo de Cuaresma desde su comienzo, cuando al imponérsenos la ceniza se nos dijo: “Conviértete y cree en el Evangelio”. La pregunta obligada es: ¿Tiene sentido esa frase que se nos dice en relación con la actitud interior con la que nos acercamos a recibir la ceniza ese día? ¿Existe en nosotros una verdadera voluntad de conversión?
Hemos dicho que el rito exterior de la ceniza recibida en la cabeza no tiene ningún significado, ningún valor, si no tenemos una actitud interior de conversión, no solo para este tiempo de Cuaresma, sino para toda nuestra vida, pues el verdadero proceso de conversión dura toda la vida. Es un constante caer y levantarnos, con la esperanza de cada vez permanecer en pie durante más tiempo. De ahí el llamado constante a la conversión (Cfr. Ap 2,5). La conversión es, pues, un proceso que se inicia cuando tenemos un encuentro personal con Jesús, y va progresando en la medida que permanecemos en Él. Para ayudarnos en ese proceso la Iglesia nos brinda la gracia de los sacramentos, especialmente los de la Reconciliación y la Eucaristía. Por eso también se nos invita a acercarnos a estos durante este tiempo de Cuaresma.
Desde el comienzo de su predicación Jesús hizo un llamado a la conversión: “El plazo se ha cumplido. El Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,15). Más tarde Pedro, a nombre de la Iglesia, reiteró esa llamada el día de Pentecostés. Cuando los que escucharon su predicación, conmovidos por sus palabras le preguntaron qué tenían que hacer, él les contestó: “Conviértanse…” (Hc 2,38). Es la exhortación que la Iglesia nos sigue haciendo hoy.
Ya han pasado los primeros siete días de esta Cuaresma. Hagamos un ejercicio de introspección. ¿He interiorizado la llamada a la conversión? ¿Qué he hecho para lograrla?
Está claro que Dios quiere nuestra conversión, es más, la espera. Por eso nos da la gracia y los medios necesarios para lograrla a través de su Iglesia. Todavía estamos a tiempo. ¡Acércate! ¡Reconcíliate!
“Vino a los suyos, y los suyos no lo reconocieron” (Jn 1,11). Esa frase, tomada del prólogo del evangelio según san Juan, resume el evangelio que nos propone la liturgia de hoy (Mt 12,38-42).
La fama de Jesús continúa creciendo y los escribas y fariseos siguen sintiéndose amenazados por su persona. Han sido testigos de sus milagros; curaciones, expulsiones de demonios, y hasta revitalizaciones de muertos (no debemos confundir la revitalización con la resurrección, pues la última es definitiva, para no morir jamás). Ahora, delante de todos, le piden un signo: “Maestro, queremos ver un signo tuyo”. Un signo es más que un milagro, es un hecho que demuestre sin dudas la divinidad de Jesús, que demuestre que Él es Dios. Recordemos que poco antes lo habían acusado de echar demonios por el poder de Satanás (Mt 12,24). Insisten en ponerlo a prueba. En efecto, lo están tentando, contrario al mandato divino: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt 6,16; Mt 4,7).
De nuevo encontramos a Jesús pronunciando palabras duras contra los suyos; les llama “generación perversa y adúltera”, y les dice que no les dará más signo que el del profeta Jonás, que estuvo tres días en el vientre del cetáceo y salió con vida, anunciándoles de paso que Él mismo estaría tres días en el vientre de la tierra y resucitaría. Les está anunciando su Misterio pascual (pasión, muerte, resurrección), alrededor del cual gira toda nuestra fe (Cfr. 1 Cor 15,14). Pero estas personas están cegadas por el ritualismo vacío y el “cumplimiento” de la Ley y los preceptos. No pueden ver más allá. Es más, se niegan. Están anteponiendo sus propios intereses a los del Reino.
Por eso Jesús les dice que cuando juzguen a esa generación, los de Nínive, que se convirtieron con la predicación de Jonás, quien no era más que un profeta (Jon 3,5-8) y la reina del Sur, que vino a escuchar la sabiduría de Salomón (1 Re 10,1-13), se alzarán y les condenarán, pues ellos no le han creído a Él que es “más que Jonás” y “más que Salomón”.
Muchas veces en nuestras vidas, especialmente en los momentos de prueba, la angustia, la desesperanza, nos lleva a “tentar a Dios”, a exigirle “signos”, como si fuera necesario que Él haga alarde de su poder para que creamos en Él. Queremos “signos” que correspondan a nuestras necesidades, nuestros deseos; y si no nos “complace”, comenzamos a dudar. Entonces actuamos como la persona que recibe un diagnóstico médico que no es de su agrado y continúa visitando médicos hasta que da con uno que le dice lo que quiere escuchar. Nos negamos a ver la grandeza de Dios en todas las cosas que damos por sentadas: la vida misma, la complejidad y perfección de nuestro cuerpo, un amanecer, la belleza de las flores… ¡Y continuamos exigiendo “signos”!
En este día, pidamos al Señor que nos de los “ojos de la fe”.