REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 07-07-22

“…con correas de amor lo atraía; … me inclinaba y le daba de comer”.

Hay un tema que a mí siempre me ha fascinado: El “rostro femenino” de Dios. Y la primera lectura de hoy (Os 11,1-4.8c-9) es un ejemplo vivo de ello. Cuando la leemos con detenimiento, podemos ver la ternura de una madre que “enseña a andar” a su hijo, que lo “alza en brazos”, lo cura, lo atrae “con cuerdas de amor” y, finalmente, con el gesto más maternal del mundo, “se inclina” para “darle de comer”, evocando la madre que se inclina para darle el pecho a su hijo. Todos símbolos del amor del que solo una madre es capaz de sentir por el hijo de sus entrañas.

Ese es el amor que Dios siente por su pueblo, por cada uno de nosotros, los que conformamos el “pueblo de Dios”, que es su Iglesia. Por eso, a pesar de que el pueblo ha ignorado su llamado, termina diciendo: “Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín; que soy Dios, y no hombre; santo en medio de ti, y no enemigo a la puerta”.

En la segunda lectura (Mt 10,7-15) retomamos el “discurso misionero”, y Jesús continúa dando las “instrucciones” a sus apóstoles; instrucciones que servirán de ejemplo a las órdenes religiosas, sobre todo las llamadas “órdenes mendicantes”, y los misioneros; la verdadera “pobreza evangélica”, que no es otra cosa que lanzarse a la aventura de Cristo confiando plenamente en la providencia divina. “No llevéis en la faja oro, plata ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni túnica de repuesto, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento”. En el paralelo de Marcos vemos que le permite llevar un bastón y sandalias (lógico para el clima y la topografía), pero la intención es la misma, llevar lo mínimo. El Señor que los envía proveerá.

Jesús es bien enfático en otro asunto. Les envía a proclamar su mensaje y continuar su obra, pero les advierte que si alguien no los recibe o no los escucha, salgan de esa casa o ese pueblo y se “sacudan el polvo de los pies”. Ese gesto de “sacudirse el polvo de los pies” tiene un significado en la cultura judía de la época de Jesús (recordemos que Jesús los envió inicialmente a evangelizar a los judíos). Al regresar de un país pagano y entrar en Palestina, los judíos tenían por costumbre sacudirse las sandalias y la ropa antes de entrar, para no contaminar su tierra con el polvo de los países extranjeros. Los apóstoles, si no eran recibidos ni escuchados, debían hacer lo mismo para indicar que no querían contaminarse ni siquiera con el polvo de estos judíos que en el fondo eran paganos.

Está claro que Jesús no quiere “obligar” a nadie a aceptar su mensaje. Él respeta nuestro libre albedrío. Nos lleva hasta el agua, pero no nos obliga a beber. Hemos vivido en carne propia la incomodidad de aquellos que con su insistencia desmedida que a veces raya en el hostigamiento, pretenden imponernos sus ideas religiosas o sus ideologías relativistas hasta el punto de quitarnos la paz.

El mensaje de Jesús es uno, y es claro. Lo tomas, o lo dejas. Como dice el padre Ignacio Larrañaga: “Jesús es un perfecto caballero”. Y tú, ¿estás dispuesto a aceptar su mensaje con todo lo que implica?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 06-07-22

“Llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia”.

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (Mt 10,1-7) es el comienzo del llamado discurso misionero, o de envío, de Jesús a sus apóstoles, que ocupa todo capítulo 10 del Evangelio según san Mateo. El pasado domingo XIV del tiempo ordinario para este ciclo C leíamos el envío de los “setenta y dos” (Lc 10,1-9), que irían delante de Jesús a prepararle el camino en los lugares que pensaba visitar. La lectura que Mateo nos presenta hoy es el envío de los “doce”. Ya no se trata de una “avanzada”; se trata de aquellos que van a compartir con Él la responsabilidad de llevar a cabo y continuar la misión que el Padre le había encomendado.

Por eso nos dice la escritura que en primer lugar, “llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia”. Les delegó su autoridad. Los primeros obispos. El primer signo de la Iglesia apostólica.

Luego Mateo se toma el trabajo de mencionarlos a todos por su nombre. Ya no se trata de un grupo anónimo de setenta y dos discípulos. Se trata de los “doce”, a quienes Mateo llama “apóstoles” al identificarlos por sus nombres. Estos son aquellos a quienes Jesús, luego de pasar una noche entera en oración, escogió de entre sus discípulos para que continuaran Su misión, llamándoles apóstoles (Lc 6,12-13).

Luego de delegarles su autoridad, comenzó a darles las instrucciones, la primera de las cuales la que recoge la lectura de hoy: “No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”.

Recordemos que Mateo escribió su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, para demostrarles que Jesús era el Mesías anunciado por los profetas; que en el Él se cumplían todas las profecías y promesas del Antiguo Testamento. Por eso Mateo enfatiza que Jesús envió a los apóstoles en primera instancia a proclamar el anuncio del Reino al pueblo judío, que ellos entendían era el recipiente de todas esas promesas.

Es decir, que a pesar de que luego de su Resurrección nos diría que su mensaje liberador iba dirigido a toda la humanidad (Mt 28,19), instando a los apóstoles a ir a hacer discípulos a todas las naciones, decidió “comenzar por la casa”.

Si examinamos nuestra Iglesia, vemos que, al igual que aquellos primeros apóstoles, debemos comenzar evangelizando, formando a los “nuestros” antes que a los “de afuera”. Fortalecer nuestra Iglesia para entonces poder llevar nuestra misión evangelizadora a todas las gentes. De ahí nuestra insistencia en la formación de nuestra feligresía. Personas cuya fe se “enfría” y terminan alejándose, por desconocimiento de la riqueza de nuestra tradición, nuestra liturgia y, sobre todo, de los fundamentos bíblicos de nuestra Iglesia, la única fundada por Jesucristo. Personas que se “aburren” en nuestras celebraciones litúrgicas, sencillamente porque desconocen lo que está ocurriendo. No se puede amar lo que no se conoce.

Todos estamos llamados a evangelizar. Pero vayamos primeramente “a las ovejas descarriadas” de nuestra Iglesia. Comencemos pues, al igual que “los doce”, por nuestra familia, nuestra comunidad parroquial, especialmente a los que se han alejado…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2)

“Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales”.

En los pasados días Marcos nos ha estado narrando cómo la fama de Jesús seguía creciendo, extendiéndose más allá de Palestina, hasta el mundo pagano. Donde quiera que iba la gente lo acosaba; querían ver sus portentos, u obtener para sí mismos un milagro. Ya no había un lugar donde pudiera pasar un rato tranquilo, ni aún en su casa. La lectura evangélica de hoy (Mc 3,20-21), una de las más cortas que leemos en la liturgia, dramatiza esa situación:

“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales”.

Su familia está preocupada por él; lo ven acosado, cansado, agotado, sin posibilidad de descanso. Quieren llevárselo para que pueda disipar su mente, descansar su cuerpo.

Algunos, por otro lado, ven en ese gesto de la familia una falta de comprensión de parte ellos, que no pueden entender la grandeza del amor que mueve a Jesús a “dejar de ser de él” para entregarse por completo a los necesitados. Otros ven en sus familiares un desprecio hacia la persona de Jesús, quien con sus actos se estaba poniendo en peligro y los estaba poniendo en peligro a ellos. Recordemos que en tiempos de Jesús los lunáticos eran considerados como “endemoniados” o “poseídos” y eran apedreados; y que a veces esa condición era producto del pecado de sus padres o familiares. En otras palabras, la familia estaba actuado para protegerse ellos mismos.

Yo tiendo a pensar que en realidad el que dijeran que estaba “fuera de sus cabales” era más bien un subterfugio, un gesto de protección para llevarlo a un lugar donde pudiera descansar. No podemos olvidar que la persona más importante en esa “familia” era María, la madre de Jesús, la que “guardaba todas esas cosas en su corazón meditándolas”, la que aceptó desde el “hágase” la voluntad del Padre y la misión de su Hijo, la que lo apoyó y acompañó hasta el Calvario. María conoce y acepta la voluntad del Padre, pero su corazón de Madre la impulsa a velar por el bienestar de su Hijo.

Los que decidimos seguir al Señor muchas veces nos sentimos agotados por la misión que hemos aceptado, y hasta acosados; y mientras más trabajamos por el Reino, más se espera de nosotros y más trabajo se nos encomienda. Es en esos momentos que debemos mirar el ejemplo de nuestro Maestro, y recordar que cuando decidimos seguirlo sabíamos que la jornada iba a ser dura. “El que quiera seguirme…” (Lc 9,23; Mt 16,24). Nos anima la promesa de que Él no nos abandonará, que estará con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt. 28,20).

En la lectura de hoy vemos a un Jesús que deja de comer por atender a los que acuden a Él en busca de alivio. Ese mismo Jesús va un paso más allá; se deja “comer” por nosotros, los que decidimos seguirlo, cuando lo comemos en las especies eucarísticas. Ahí se hace patente su promesa; por eso podemos sonreír en medio del cansancio cuando le servimos.

¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 25-06-21

Entonces Jesús le dijo: “Quiero, queda limpio”. Su fe le había curado…

La primera lectura que nos ofrece la liturgia hoy (Gn 17,1.9-10.15-22) continúa narrando la historia de Abrán y la Alianza. El pasaje nos presenta el momento en que se sella definitivamente la Alianza entre Dios y Abrán, y su descendencia: “Tú guarda mi pacto, que hago contigo y tus descendientes por generaciones. Éste es el pacto que hago con vosotros y con tus descendientes y que habéis de guardar: circuncidad a todos vuestros varones”.

En la antigüedad toda alianza se sellaba con un signo que servía para recordar las obligaciones que se contraían por la misma. En este caso, como la Alianza iba a ser transmitida por herencia de la carne (“con vosotros y con tus descendientes”), Yahvé escogió un signo carnal: la circuncisión.

La lectura evangélica (Mt 8,1-4) nos presenta el primero de una serie de milagros de Jesús después de su discurso evangélico, que convierten en acción lo que ha expresado en su enseñanza. Y para ello Mateo escoge la narración de la curación de un leproso. Este hecho es significativo pues, como hemos señalado en otras ocasiones, Mateo escribe su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo. Para los judíos la lepra era la más catastrófica de todas las enfermedades, pues no solamente iba carcomiendo lentamente a la persona, sino que la tornaba “impura” (por lo que le estaba prohibido tocarle, ni él podía tocar a nadie), lo que le impedía participar del culto y le excluía de toda convivencia social. Para evitar el contacto con la gente, tenía que llevar la ropa rasgada, desgreñada la cabeza, taparse “hasta el bigote”, e ir gritando: “¡Impuro, impuro!” (Lv 13,45). De hecho, se creía que la lepra era resultado del pecado.

A pesar de eso, el leproso se atreve a acercarse a Jesús (un caso parecido, aunque más dramático que el de la mujer hemorroísa – Mc 5,25-34). Y en un acto de fe, se arrodilla ante Jesús y le dice: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. No le está pidiendo un “favor”. Dice “si quieres, puedes”, es decir, reconoce que para Jesús TODO es posible… también reconoce que no depende de él, sino de la voluntad de Dios, y está dispuesto a acatarla…

La respuesta de Jesús es tan inesperada como la osadía de aquél hombre. Convirtiendo en obra su predicación sobre la primacía del amor, “extendió la mano y lo tocó”. Algo impensado para un judío, pues la Ley declaraba también impuro al que tocara a un leproso. La compasión, el amor, por encima de todo. Ese acto sencillo de parte de Jesús le devolvió la dignidad a aquel hombre que había sido marginado de la sociedad.

Trato de imaginar cómo se sintió ante el toque tibio de la mano amorosa de Jesús al posarse sobre sus llagas… ¡Cuánto tiempo haría que su piel no sentía el contacto con otro ser humano! Entonces Jesús le dijo: “Quiero, queda limpio”. Su fe le había curado.

Y para demostrar que Él no había venido a abolir la Ley sino a darle plenitud, mandó al hombre a presentarse al sacerdote para que le declarara limpio de la lepra, según mandaba la Ley (Lv 14).

Señor, a veces mi alma está carcomida por el pecado, como la carne del leproso. Hoy me arrodillo ante ti y te digo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 23-01-21

“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer”.

En los pasados días Marcos nos ha estado narrando cómo la fama de Jesús seguía creciendo, extendiéndose más allá de Palestina, hasta el mundo pagano. Donde quiera que iba la gente lo acosaba; querían ver sus portentos, u obtener para sí mismos un milagro. Ya no había un lugar donde pudiera pasar un rato tranquilo, ni aún en su casa. La lectura evangélica de hoy (Mc 3,20-21), una de las más cortas que leemos en la liturgia, dramatiza esa situación:

“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales”.

Su familia está preocupada por él; lo ven acosado, cansado, agotado, sin posibilidad de descanso. Quieren llevárselo para que pueda disipar su mente, descansar su cuerpo.

Algunos, por otro lado, ven en ese gesto de la familia una falta de comprensión de parte ellos, que no pueden entender la grandeza del amor que mueve a Jesús a “dejar de ser de él” para entregarse por completo a los necesitados. Otros ven en sus familiares un desprecio hacia la persona de Jesús, quien con sus actos se estaba poniendo en peligro y los estaba poniendo en peligro a ellos. Recordemos que en tiempos de Jesús los lunáticos eran considerados como “endemoniados” o “poseídos” y eran apedreados; y que a veces esa condición era producto del pecado de sus padres o familiares. En otras palabras, la familia estaba actuado para protegerse ellos mismos.

Yo tiendo a pensar que en realidad el que dijeran que estaba “fuera de sus cabales” era más bien un subterfugio, un gesto de protección para llevarlo a un lugar donde pudiera descansar. No podemos olvidar que la persona más importante en esa “familia” era María, la madre de Jesús, la que “guardaba todas esas cosas en su corazón meditándolas”, la que aceptó desde el “hágase” la voluntad del Padre y la misión de su Hijo, la que lo apoyó y acompañó hasta el Calvario. María conoce y acepta la voluntad del Padre, pero su corazón de Madre la impulsa a velar por el bienestar de su Hijo.

Los que decidimos seguir al Señor muchas veces nos sentimos agotados por la misión que hemos aceptado, y hasta acosados; y mientras más trabajamos por el Reino, más se espera de nosotros y más trabajo se nos encomienda. Es en esos momentos que debemos mirar el ejemplo de nuestro Maestro, y recordar que cuando decidimos seguirlo sabíamos que la jornada iba a ser dura. “El que quiera seguirme…” (Lc 9,23; Mt 16,24). Nos anima la promesa de que Él no nos abandonará, que estará con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt. 28,20).

En la lectura de hoy vemos a un Jesús que deja de comer por atender a los que acuden a Él en busca de alivio. Ese mismo Jesús va un paso más allá; se deja “comer” por nosotros, los que decidimos seguirlo, cuando lo comemos en las especies eucarísticas. Ahí se hace patente su promesa; por eso podemos sonreír en medio del cansancio cuando le servimos.

¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DÉCIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 09-07-20


“…con correas de amor lo atraía; … me inclinaba y le daba de comer”.

Hay un tema que a mí siempre me ha fascinado: El “rostro femenino” de Dios. Y la primera lectura de hoy (Os 11,1-4.8c-9) es un ejemplo vivo de ello. Cuando la leemos con detenimiento, podemos ver la ternura de una madre que “enseña a andar” a su hijo, que lo “alza en brazos”, lo cura, lo atrae “con cuerdas de amor” y, finalmente, con el gesto más maternal del mundo, “se inclina” para “darle de comer”, evocando la madre que se inclina para darle el pecho a su hijo. Todos símbolos del amor del que solo una madre es capaz de sentir por el hijo de sus entrañas.

Ese es el amor que Dios siente por su pueblo, por cada uno de nosotros, los que conformamos el “pueblo de Dios”, que es su Iglesia. Por eso, a pesar de que el pueblo ha ignorado su llamado, termina diciendo: “Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín; que soy Dios, y no hombre; santo en medio de ti, y no enemigo a la puerta”.

En la segunda lectura (Mt 10,7-15) retomamos el “discurso misionero”, y Jesús continúa dando las “instrucciones” a sus apóstoles; instrucciones que servirán de ejemplo a las órdenes religiosas, sobre todo las llamadas “órdenes mendicantes”, y los misioneros; la verdadera “pobreza evangélica”, que no es otra cosa que lanzarse a la aventura de Cristo confiando plenamente en la providencia divina. “No llevéis en la faja oro, plata ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni túnica de repuesto, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento”. En el paralelo de Marcos vemos que le permite llevar un bastón y sandalias (lógico para el clima y la topografía), pero la intención es la misma, llevar lo mínimo. El Señor que los envía proveerá.

Jesús es bien enfático en otro asunto. Les envía a proclamar su mensaje y continuar su obra, pero les advierte que si alguien no los recibe o no los escucha, salgan de esa casa o ese pueblo y se “sacudan el polvo de los pies”. Ese gesto de “sacudirse el polvo de los pies” tiene un significado en la cultura judía de la época de Jesús (recordemos que Jesús los envió inicialmente a evangelizar a los judíos). Al regresar de un país pagano y entrar en Palestina, los judíos tenían por costumbre sacudirse las sandalias y la ropa antes de entrar, para no contaminar su tierra con el polvo de los países extranjeros. Los apóstoles, si no eran recibidos ni escuchados, debían hacer lo mismo para indicar que no querían contaminarse ni siquiera con el polvo de estos judíos que en el fondo eran paganos.

Está claro que Jesús no quiere “obligar” a nadie a aceptar su mensaje. Él respeta nuestro libre albedrío. Nos lleva hasta el agua, pero no nos obliga a beber. Hemos vivido en carne propia la incomodidad de aquellos que con su insistencia desmedida que a veces raya en el hostigamiento, pretenden imponernos sus ideas religiosas hasta el punto de quitarnos la paz.

El mensaje de Jesús es uno, y es claro. Lo tomas, o lo dejas. Como dice el padre Ignacio Larrañaga: “Jesús es un perfecto caballero”. Y tú, ¿estás dispuesto a aceptar su mensaje con todo lo que implica?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 08-07-15

eleccion de los 12

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (Mt 10,1-7) es el comienzo del llamado discurso misionero, o de envío, de Jesús a sus apóstoles que ocupa todo capítulo 10 del Evangelio según san Mateo. El pasaje que Mateo nos presenta hoy es el envío de los “doce”; de aquellos que van a compartir con Él la responsabilidad de llevar a cabo y continuar la misión que el Padre le había encomendado (Cfr. Mt 9,35; Lc 4,43).

Por eso nos dice la Escritura que en primer lugar, “llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia”. Les delegó su autoridad. Los primeros obispos. El primer signo de la Iglesia apostólica.

Luego Mateo se toma el trabajo de mencionarlos a todos por su nombre. Ya no se trata de un grupo anónimo de setenta y dos discípulos (Lc 10,1-9). Se trata de los “doce”, a quienes Mateo llama “apóstoles” al identificarlos por sus nombres. Estos son aquellos a quienes Jesús, luego de pasar una noche entera en oración, escogió de entre sus discípulos para que continuaran Su misión, llamándoles apóstoles (Lc 6,12-13).

Luego de delegarles su autoridad, comenzó a darles las instrucciones, la primera de las cuales la recoge la lectura de hoy: “No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”.

Recordemos que Mateo escribió su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, para demostrar que Jesús era el Mesías anunciado por los profetas; que en el Él se cumplían todas las profecías y promesas del Antiguo Testamento. Por eso Mateo enfatiza que Jesús envió a los apóstoles en primera instancia a proclamar el anuncio del Reino al pueblo judío, que ellos entendían era el recipiente de todas esas promesas.

Es decir, que a pesar de que luego de su Resurrección nos diría que su mensaje liberador iba dirigido a toda la humanidad (Mt 28,19), instando a los apóstoles a ir a hacer discípulos a todas las naciones, decidió “comenzar por la casa”.

Si examinamos nuestra Iglesia, vemos que, al igual que aquellos primeros apóstoles, debemos comenzar evangelizando, formando a los “nuestros” antes que a los “de afuera”. Fortalecer nuestra Iglesia para entonces poder llevar nuestra misión evangelizadora a todas las gentes. De ahí nuestra insistencia en la formación de nuestra feligresía; personas cuya fe se “enfría” y terminan alejándose, por desconocimiento de la riqueza de nuestra tradición, nuestra liturgia y, sobre todo, de los fundamentos bíblicos de nuestra Iglesia, la única fundada por Jesucristo. Personas que se “aburren” en nuestras celebraciones litúrgicas, sencillamente porque desconocen lo que está ocurriendo. No se puede amar lo que no se conoce.

Todos estamos llamados a evangelizar. Pero vayamos primeramente “a las ovejas descarriadas” de nuestra Iglesia. Comencemos pues, al igual que “los doce”, por nuestra familia, nuestra comunidad parroquial, especialmente los que se han alejado…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. 03-02-14

Jesus exorcismo

El Evangelio de hoy (Mc 5,1-20) nos presenta a Jesús en territorio pagano. La lectura evangélica que contemplamos el sábado pasado nos mostraba a Jesús dirigiéndose a territorio pagano, a Gerasa, que quedaba al otro lado del lago de Galilea. El pasaje de hoy nos relata un suceso ocurrido cuando Jesús llegó junto a sus discípulos a su destino, después de calmar la tormenta que enfrentaron en la barca que los traía. Gerasa era una antigua ciudad de la Decápolis, una de las siete divisiones políticas (“administraciones”) de la provincia Romana de Palestina en tiempos de Jesús.

Al llegar allí le salió al encuentro “un hombre poseído de espíritu inmundo” que vivía en el cementerio entre los sepulcros. Jesús exorciza al endemoniado, y los espíritus inmundos que lo tenían poseído salieron del hombre y se metieron en una gran piara de cerdos (unos dos mil), que “se abalanzó acantilado abajo al lago y se ahogó en el lago”. Al enterarse de la curación del endemoniado, todos quedaron maravillados (“espantados”). Pero tan pronto se enteraron de lo ocurrido con los cerdos, “le rogaban que se marchase de su país”.

Debemos recordar que aunque la carne de cerdo está prohibida para los judíos, los gerasanos la consumen. Por tanto, la muerte de dos mil cerdos representaba para ellos una pérdida económica considerable. De nuevo, la admiración que sintieron por Jesús ante la curación del endemoniado se tornó en desprecio ante las consecuencias materiales. Para esta gente, los cerdos, y el valor económico que ellos representaban, eran más importantes que la calidad de vida de un solo hombre. La liberación de un hombre valía menos que una piara de cerdos. Antepusieron los valores materiales a los valores del Reino. El mensaje de Jesús resultó demasiado incómodo. Nos recuerda la parábola del joven rico: “Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico” (Cfr. Mt 19,16-22). Hoy no es diferente. Cuando el seguimiento de Jesús interfiere con nuestras “seguridades” materiales, preferimos ignorar el llamado a renunciar a estas.

Se trata de la economía de la exclusión e inequidad que critica el papa Francisco en el número 53 de su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual (lectura recomendada para todo cristiano del siglo XXI): “No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad”.

Otro detalle cabe resaltar. Cuando echaron a Jesús del lugar, el hombre que había curado pidió acompañarle, y Jesús no se lo permitió. Jesús deja claro que Él es quien escoge a sus discípulos (los llama por su nombre). Además, contrario a su conducta usual (el “secreto mesiánico” que hemos discutido anteriormente), le pidió al hombre que fuera a anunciar a los suyos “lo que el Señor ha hecho contigo por su misericordia”. Jesús quiere sembrar la semilla del Reino entre los paganos. Él vino para redimirnos a todos, sin distinción. A ti, y a mí. Y nos invita a seguirle. ¿Aceptas? ¡Atrévete!