REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA VIGÉSIMO SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 04-09-19

El Evangelio de hoy (Lc 10,13-16) nos presenta la conclusión del “envío” misionero de los setenta y dos, que leíamos ayer. Fíjense el uso del número doce, o múltiplos del mismo, siempre que hay envuelta una “elección”, pues para la cultura hebrea ese número significa precisamente eso. De ahí que sean doce las tribus del pueblo elegido y doce los apóstoles elegidos por Jesús, etc.

Ya Jesús había advertido a los discípulos que no iban a ser recibidos bien en todos lados, que los enviaba como corderos en medio de lobos; que si no eran bien recibidos en algún lugar siguieran su camino, no sin antes hacer el anuncio del Reino. Jesús es consciente que Él mismo no fue bien recibido entre los suyos (Cfr. Lc 4,24), es decir, contempla ese mismo fracaso entre las posibilidades de sus enviados. Pero a la misma vez sabe que hay que llevar a todos la Buena Nueva, y que la tarea evangelizadora es muy grande para Él solo, que necesita “obreros para la mies”.

Entonces aprovecha la oportunidad para lanzar unas maldiciones sobre las tres ciudades en las cuales concentró su labor misionera: Corozaín, Betsaida, y Cafarnaún. Compara las primeras dos con Tiro y Sidón, ciudades paganas, advirtiendo que en “el día del juicio” le irá mejor a estas últimas. Entonces se muestra más severo aún con la ciudad que había convertido en su “centro de operaciones”, Cafarnaún, diciéndole: “Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno”. Lo cierto es que en ningún otro lugar realizó más curaciones, milagros y portentos. De hecho, Cafarnaún es la ciudad más nombrada en el Evangelio. Y aun así, la acogida del anuncio, la respuesta, fue, a lo sumo, tibia. “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1,11).

Esas palabras fuertes de Jesús resuenan hoy. Y al igual que a aquellos primeros setenta y dos discípulos, Jesús le dice a los que vienen a traernos la Buena Nueva del Reino: “Quien a vosotros os escucha a mí me escucha; quien a vosotros os rechaza a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado”. Y lo que se vale para estos, vale también para nosotros, para nuestros pueblos: “Y tú,…., ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno”. Pero la buena noticia es que Jesús no se cansa de llamar a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20).

Así, nos envía también a nosotros, los que nos acercamos a Él, a llevar a todas partes la Buena Nueva del Reino (como ovejas en medio de los lobos), cada cual según su carisma, puesto al servicio del cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia (Cfr. 1 Cor 12,12). Hoy debemos preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a aceptar el reto, incluyendo las posibles consecuencias?

Que pasen todos un hermoso fin de semana; y no olviden visitar la Casa del Padre. Él les espera con los brazos abiertos y está dispuesto a ofrecerles a su único Hijo.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 03-10-19

“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”.

El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalara que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).

“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para seguirle.

Probablemente Lucas incluye este relato para enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a todos nosotros a orar por las vocaciones.

No obstante, la Iglesia, especialmente después del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar, a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la pronunció; y tal vez más que entonces.

El papa Francisco nos ha exhortado a salir a la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos, laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).

En los pasados días hemos estado leyendo cómo Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies” necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo, un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.

REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA DE LOS SANTOS ÁNGELES CUSTODIOS 02-10-19

Hace unos días, el 29 de septiembre, celebramos la Fiesta litúrgica de los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Hoy, 2 de octubre, la Iglesia nos invita a celebrar la memoria obligatoria de los Santos Ángeles Custodios.

De niño mi madre, quien ya disfruta de la presencia del Señor, me enseñó a rezarle a mi “ángel de la guarda”, como estoy seguro que a muchos de ustedes sus madres o abuelitas les enseñaron. Para ello nos enseñaban una corta oración, de la cual existen muchas variantes, pero que todas comienzan igual: “Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”.

Con el correr de los años muchos de nosotros, al sentirnos “creciditos” abandonamos esa hermosa devoción de infancia. Otros, por el contrario, la continúan, y hasta le ponen nombre a su ángel de la guarda. De ese modo pueden dirigirse a ellos al momento de pedir su ayuda o intercesión, con relación a asuntos que van desde “problemas de vida”, hasta para que les ayude a encontrar un estacionamiento.

Lo cierto es que esto de rezarle a nuestro ángel de la guarda no es cosa de niños. Así, por ejemplo, encontramos el testimonio de san Juan XIII, el “Papa bueno”, quien en una ocasión comentó: “Siempre que tengo que afrontar una entrevista difícil, le digo a mi ángel de la guarda: ‘Ve tú primero, ponte de acuerdo con el ángel de la guarda de mi interlocutor y prepara el terreno’. Es un medio extraordinario, aún en aquellos encuentros más temidos o inciertos…” Por otro lado, san Jerónimo, cuya memoria celebramos hace dos días, nos asegura que Dios ha asignado a cada uno de nosotros un ángel para protegernos: “Grande es la dignidad de las almas cuando cada una de ellas, desde el momento de nacer, tiene un ángel destinado para su custodia”.

La aseveración de san Juan XXIII nos apunta a otra característica de estos seres angélicos. Para que puedan ayudarnos, tenemos que hablarles, comunicarles nuestras necesidades, pues el único que ve dentro de nuestros corazones es Dios.

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “la existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe” (CIC 328). O sea, que tiene carácter de dogma. A tales efectos se pronunciaron los concilios de Letrán (1215) y Vaticano I (1870). Esa “verdad de fe” quedó plasmada en la liturgia cuando, en la reforma litúrgica de 1969, el Magisterio de la Iglesia incluyó en el calendario la fiesta de los arcángeles San Miguel, San Rafael y San Gabriel y la memoria obligatoria de los ángeles custodios que observamos hoy. No hay duda, si examinamos las Sagradas Escrituras encontramos a los ángeles actuando a lo largo de toda la historia de la salvación que allí se nos narra. Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy son vivo ejemplo de ángeles destinados por Dios para nuestra custodia individual.

En la primera lectura (Ex 23,20-23a) Yahvé dice a Moisés: “Voy a enviarte un ángel por delante, para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado”. La lectura evangélica (Mt 18,1-5.10) nos presenta a Jesús afirmando, no solo la existencia de los ángeles custodios, sino también su cercanía Dios (de ahí su capacidad para interceder por nosotros), cuando al referirse a los niños dice: “Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Y tu ángel de la guarda, ¿cómo se llama?