“Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del hombre en su día”.
“Después que Juan fue arrestado, Jesús se
dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: ‘El
tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la
Buena Noticia’” (Mc 4,14-15).
En la lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Lc 17,20-25), unos fariseos le preguntaban a Jesús que
cuándo iba a llegar el Reino de Dios, a lo que Jesús contestó: “El reino de
Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí;
porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros”. Luego se tornó a sus
discípulos y les dijo: “Llegará un tiempo en que desearéis vivir un día con el
Hijo del hombre, y no podréis. Si os dicen que está aquí o está allí no os
vayáis detrás. Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así
será el Hijo del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho y ser
reprobado por esta generación”.
Les decía esto porque a pesar de todas sus
enseñanzas, todavía algunos discípulos tenían la noción de un reino terrenal. En el relato de la pasión que nos hace Juan,
encontramos a Jesús diciendo a Pilato: “Mi reino no es de este mundo”. Luego, con
la culminación del misterio pascual (su pasión, muerte, resurrección y
glorificación), pero sobre todo con su resurrección, Jesús vence la muerte e
inaugura definitivamente el Reino que había anunciado. Y ese Reino se hace
presente en el corazón de todo aquél que le acoge y le recibe como su Rey y
salvador.
A la pregunta de si el Reino de Dios está
entre nosotros, escuchamos a los teólogos decir: “Ya, pero todavía…” Es decir,
ya está entre nosotros (Jesús se encarnó entre nosotros y nos dejó su presencia
– Mt 18,20; 28-20), pero todavía le falta, no está completo; está como algunas
páginas cibernéticas “en construcción”. Es un Reino, vivo, dinámico, en
crecimiento. Y todos estamos llamados a convertirnos en obreros de esa
construcción, a trabajar en ese gran proyecto que es la construcción de Reino,
que estará consumado el día final, cuando Jesús reine en los corazones de todos
los hombres, cuando “como el fulgor del relámpago brille de un horizonte a otro”.
Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre sobre la frente, y
reinaremos junto a Él por toda la eternidad (Ap 22,4-5).
Y ese reinado, el “gobierno” que Jesús nos
propone y nos promete, es uno regido por una sola ley, la ley de amor, en el
cual Él, que es el Amor, reina soberano (Cfr. 1Jn 4,1-12).
Hoy debemos preguntarnos: Jesús, ¿reina ya en
mi corazón? ¿Estoy haciendo la labor que me corresponde, según mis carismas, en
la construcción del Reino?
“Señor Dios nuestro: Tu reino no es un orden
establecido y anquilosado, sino algo que está siempre vivo, dinámico y siempre
llegando. Haznos conscientes de que encontraremos el reino allí donde te
dejemos reinar a ti, donde nosotros y el reino de este mundo demos paso a tu
reino, donde dejemos que tu justicia, amor y paz ocupen el lugar de nuestras
torpezas y tropezones” (de la Oración Colecta para hoy).
Hoy celebramos la Fiesta de san Lucas,
evangelista, y el Evangelio de hoy (Lc 10,1-9) nos narra una vez más el envío
de los “setenta y dos” a los lugares que él pensaba visitar; una especie de
“avanzada” como las que usan los políticos de nuestro tiempo, para ir
preparando el camino para su llegada. Ese envío es precedido por la famosa
frase de Jesús: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al
dueño de la mies que mande obreros a su mies”.
Desde los inicios de su vida pública Jesús
había dejado establecida su misión: “También a las otras ciudades debo anunciar
la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado” (Lc 4,43).
En el pasaje de hoy Jesús continúa su “subida” final a la ciudad Santa de
Jerusalén en donde culminará su obra redentora. Tiene que adiestrar a los que
va a dejar a cargo de anunciar la Buena Noticia del Reino, y los envía en una
misión “de prueba”, para que experimenten la satisfacción y el rechazo, la
alegría y la frustración; para que se curtan. Más adelante les dirá: “Vayan por
todo el mundo y anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15).
En la primera lectura (2 Tim 4,10-17) encontramos
a Pablo, apóstol de los gentiles, continuando la obra misionera de Jesús, y
repartiendo a sus discípulos y colaboradores. Solo Lucas permanece con él. La
mies es abundante y los obreros pocos, así que hay que maximizar el rendimiento
de cada uno de los “obreros”. Pablo sabe que los envía “como corderos en medio
de lobos”, y les advierte de los peligros. Pero los despide con un mensaje de
esperanza: “…el Señor me ayudó y me dio salud para anunciar íntegro el mensaje,
de modo que lo oyeran los gentiles”. Jesús lo había prometido antes de su
partida: “Y yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Especialmente a partir del Concilio Vaticano
II, esa misión evangelizadora no está limitada al clero ni a los de vida
consagrada; nos compete también a todos los laicos. Lo bueno es que el mismo
Jesús nos dejó las instrucciones y, mejor aún, prometió acompañarnos. ¿Cómo
podemos rechazar esa oferta? Con razón san Pablo decía: “¡Ay de mi si no
evangelizo!” (1 Cor 9,16). ¿Quieres gozar de la compañía de Jesús? ¡Evangeliza!
El papa Francisco ha enfatizado el talante misionero
de la Iglesia, exhortándonos a salir del encierro de nuestras iglesias y
comunidades de fe hacia la calle: “Quiero agitación en las diócesis, quiero que
la Iglesia salga a la calle, quiero que nos defendamos de todo lo que sea
clericalismo, de lo que sea comodidad (…) Si no salen, las instituciones se
convierten en ONG (organizaciones no gubernamentales) y la Iglesia no puede ser
una ONG”.
Tal como Jesús envió a los “setenta y dos” y
Pablo a sus discípulos y colaboradores, hoy Francisco nos envía a todos a
proclamar la Buena Noticia del Reino, y a continuar construyéndolo con nuestras
obras, especialmente nuestro acercamiento a los marginados de la sociedad, para
que ellos puedan experimentar el amor de Dios. Anda, ¡atrévete!
“Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno”.
El Evangelio de hoy (Lc 10,13-16) nos presenta
la conclusión del “envío” misionero de los setenta y dos, que leíamos
ayer. Fíjense el uso del número doce, o múltiplos del mismo, siempre que hoy
envuelta una “elección”, pues para la cultura hebrea ese número significa
precisamente eso. De ahí que sean doce las tribus del pueblo elegido y doce los
apóstoles elegidos por Jesús, etc.
Ya Jesús había advertido a los discípulos que
no iban a ser recibidos bien en todos lados, que los enviaba como corderos en medio
de lobos; que si no eran bien recibidos en algún lugar siguieran su camino, no
sin antes hacer el anuncio del Reino. Jesús es consciente que Él mismo no fue
bien recibido entre los suyos (Cfr. Lc 4,24), es decir, contempla ese
mismo fracaso entre las posibilidades de sus enviados. Pero a la misma vez sabe
que hay que llevar a todos la Buena Nueva, y que la tarea evangelizadora es muy
grande para Él solo, que necesita “obreros para la mies”.
Entonces aprovecha la oportunidad para lanzar
unas maldiciones sobre las tres ciudades en las cuales concentró su labor
misionera: Corozaín, Betsaida, y Cafarnaún. Compara las primeras dos con Tiro y
Sidón, ciudades paganas, advirtiendo que en “el día del juicio” le irá mejor a
estas últimas. Entonces se muestra más severo aún con la ciudad que había
convertido en su “centro de operaciones”, Cafarnaún, diciéndole: “Y tú,
Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno”. Lo cierto es que en
ningún otro lugar realizó más curaciones, milagros y portentos. De hecho, Cafarnaún
es la ciudad más nombrada en el Evangelio. Y aun así, la acogida del anuncio,
la respuesta, fue, a lo sumo, tibia. “Vino a los suyos y los suyos no le
recibieron” (Jn 1,11).
Esas palabras fuertes de Jesús resuenan hoy. Y
al igual que a aquellos primeros setenta y dos discípulos, Jesús le dice a los
que vienen a traernos la Buena Nueva del Reino: “Quien a vosotros os escucha a
mí me escucha; quien a vosotros os rechaza a mí me rechaza; y quien me rechaza
a mí rechaza al que me ha enviado”. Y lo que se vale para estos, vale también
para nosotros, para nuestros pueblos: “Y tú,…., ¿piensas escalar el cielo?
Bajarás al infierno”. Pero la buena noticia es que Jesús no se cansa de llamar
a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20).
Así, nos envía también a nosotros, los que nos
acercamos a Él, a llevar a todas partes la Buena Nueva del Reino (como ovejas
en medio de los lobos), cada cual según su carisma, puesto al servicio del
cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia (Cfr. 1 Cor 12,12). Hoy
debemos preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a aceptar el reto, incluyendo las
posibles consecuencias?
Que pasen todos un hermoso fin de semana; y no
olviden visitar la Casa del Padre. Él les espera con los brazos abiertos y está
dispuesto a ofrecerles a su único Hijo como alimento.
“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda de que
la vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un
regalo, un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta
con el Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro
encontrarás la respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a
no dejar de orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
Jacob peleó toda la noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”.
Como parte de la historia de los inicios del
pueblo de Israel, la primera lectura de la liturgia de hoy (Gn 32,22-32) nos
narra el episodio en que Jacob recibe el nombre de Israel, nombre por el que se
conocerá el conjunto de su descendencia, hasta el día de hoy.
Nos dice la Escritura que Jacob peleó toda la
noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro
vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No
te soltaré hasta que me bendigas”. En el diálogo que sigue el hombre le
pregunta su nombre, y al contestarle que su nombre era Jacob, le dijo: “Ya no
te llamarás Jacob, sino Israel (ישראל), porque has luchado con dioses y con
hombres y has podido”. Ahí el origen del nombre, que quiere decir literalmente
“el que lucha con Dios”.
“La mies es abundante, pero los trabajadores
son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.
Con esa oración termina la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para
hoy (Mt 9,32-38). Este pasaje sirve de preámbulo al segundo gran discurso de
Jesús que ocupa todo el capítulo 10 de Mateo. El llamado discurso misionero, de
envío, a sus apóstoles.
El pasaje comienza planteándonos la brecha
existente entre el pueblo y los fariseos. Los primeros se admiraban ante el
poder de Jesús (“Nunca se ha visto en Israel cosa igual”), mientras los otros,
tal vez por sentirse amenazados por la figura de Jesús, tergiversan los hechos
para tratar de desprestigiarlo ante los suyos: “Éste echa los demonios con el
poder del jefe de los demonios”. Jesús no se inmuta y continúa su misión, no
permite que las artimañas del maligno le hagan distraerse de su misión.
Otra característica de Jesús que vemos en este
pasaje es que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no
espera que la gente vaya a Él, sino que va por “todas las ciudades y aldeas,
enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas
las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr.
3er misterio luminoso – El anuncio del Reino).
Jesús está consciente de que su tiempo es
corto, que la semilla que Él está sembrando ha de dar fruto; y necesita
trabajadores para recoger la cosecha.
Por eso, luego de darnos un ejemplo de lo que
implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no
podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que
mande trabajadores a su mies”, nos dice. Podemos ver que la misión que Jesús
encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros.
En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama
a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra
misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.
Y eso nos incluye a todos los miembros de la
comunidad parroquial, cada cual según sus talentos, según los carismas que el
Espíritu Santo nos ha dado y que son para provecho común (Cfr. 1 Co 12,7).
“La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.
El profeta Isaías continúa prefigurando al Mesías. En la
primera lectura para hoy (Is 30,19-21.23-26), el profeta nos dice: “Pueblo de
Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la
voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan
medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu
Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una
palabra a la espalda: ‘Éste es el camino, camina por él’”. Esta última frase
nos evoca la palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento para “conversión”
(metanoia), que literalmente se
refiere a una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en
que andaba y tomar otra dirección.
Así, vemos cómo en esta lectura también se adelanta el
llamado a la conversión que caracteriza la predicación de Juan Bautista, otra
de las figuras del Adviento: “Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo
monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la
tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios” (Cfr. Lc 3,1-6)
El relato evangélico de hoy (Mt 9,35–10,1.6-8) nos presenta
a un Jesús misericordioso que se apiada ante
el gemido de su pueblo y le responde. Así, la lectura nos dice que “recorría
todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el
Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. Tercer misterio luminoso del
Rosario). Continúa diciendo la lectura que Jesús, “al ver a las gentes, se
compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que
no tienen pastor”.
Este pasaje destaca otra característica de Jesús: que no se
comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya
a Él, sino que Él va a la gente a anunciar la Buena Nueva del Reino.
Luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor
misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que
necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores
a su mies”. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no
se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos
ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el
reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.
“Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que
el reino de los cielos está cerca”. El Señor quiere que todos se salven, esa es
su misión, nuestra misión. Pero para poder hacerlo, primero tenemos que experimentar
nosotros mismos la conversión, que se asocia al arrepentimiento; mas no un
arrepentimiento que denota culpa o remordimiento, sino que es producto de una
transformación entendida como un movimiento interior, en lo más profundo de
nuestro ser, nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos,
iluminados y ayudados por la Gracia Divina. Solo así podremos “contagiar” a
nuestros hermanos y lograr su conversión.
En este tiempo de Adviento, roguemos al dueño de la mies que
derrame su Gracia sobre nosotros para poder convertirnos en sus obreros.
“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalara que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
“Rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.
El profeta Isaías continúa prefigurando al
Mesías. En la primera lectura para hoy (Is 30,19-21.23-26), el profeta nos
dice: “Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque
se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el
Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus
ojos verán a tu Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos
oirán una palabra a la espalda: ‘Éste es el camino, camina por él’”. Esta última
frase nos evoca la palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento para
“conversión” (metanoia), que
literalmente se refiere a una situación en que un trayecto ha tenido que
volverse del camino en que andaba y tomar otra dirección.
Así, vemos cómo en esta lectura también se
adelanta el llamado a la conversión que caracteriza la predicación de Juan
Bautista, otra de las figuras del Adviento: “Porque ha ordenado Dios que sean
rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta
allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios” (Cfr. Lc 3,1-6)
El relato evangélico de hoy (Mt 9,35–10,1.6-8)
nos presenta a un Jesús misericordioso que
se apiada ante el gemido de su pueblo y le responde. Así, la lectura nos dice
que “recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas,
anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las
dolencias” (Cfr. Tercer misterio
luminoso del Rosario). Continúa diciendo la lectura que Jesús, “al ver a las
gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como
ovejas que no tienen pastor”.
Este pasaje destaca otra característica de
Jesús: que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera
que la gente vaya a Él, sino que Él va a la gente a anunciar la Buena Nueva del
Reino.
Luego de darnos un ejemplo de lo que implica
la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que
necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores
a su mies”. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no
se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos
ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el
reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.
“Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y
proclamad que el reino de los cielos está cerca”. El Señor quiere que todos se
salven, esa es su misión, nuestra misión. Pero para poder hacerlo, primero tenemos
que experimentar nosotros mismos la conversión, que se asocia al
arrepentimiento; mas no un arrepentimiento que denota culpa o remordimiento,
sino que es producto de una transformación entendida como un movimiento interior,
en lo más profundo de nuestro ser, nuestra relación con Dios, con nuestro
prójimo y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la Gracia Divina. Solo así
podremos “contagiar” a nuestros hermanos y lograr su conversión.
En este tiempo de Adviento, roguemos al dueño
de la mies que derrame su Gracia sobre nosotros para poder convertirnos en sus
obreros.
“Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del hombre en su día”.
“Después que Juan fue arrestado, Jesús se
dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: ‘El
tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la
Buena Noticia’” (Mc 4,14-15).
En la lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Lc 17,20-25), unos fariseos le preguntaban a Jesús que
cuándo iba a llegar el Reino de Dios, a lo que Jesús contestó: “El reino de
Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí;
porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros”. Luego se tornó a sus
discípulos y les dijo: “Llegará un tiempo en que desearéis vivir un día con el
Hijo del hombre, y no podréis. Si os dicen que está aquí o está allí no os
vayáis detrás. Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así
será el Hijo del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho y ser
reprobado por esta generación”.
Les decía esto porque a pesar de todas sus
enseñanzas, todavía algunos discípulos tenían la noción de un reino terrenal. En el relato de la pasión que nos hace Juan,
encontramos a Jesús diciendo a Pilato: “Mi reino no es de este mundo”. Luego, con
la culminación del misterio pascual (su pasión, muerte, resurrección y
glorificación), pero sobre todo con su resurrección, Jesús vence la muerte e
inaugura definitivamente el Reino que había anunciado. Y ese Reino se hace
presente en el corazón de todo aquél que le acoge y le recibe como su Rey y
salvador.
A la pregunta de si el Reino de Dios está
entre nosotros, escuchamos a los teólogos decir: “Ya, pero todavía…” Es decir,
ya está entre nosotros (Jesús se encarnó entre nosotros y nos dejó su presencia
– Mt 18,20; 28-20), pero todavía le falta, no está completo; está como algunas
páginas cibernéticas “en construcción”. Es un Reino, vivo, dinámico, en
crecimiento. Y todos estamos llamados a convertirnos en obreros de esa
construcción, a trabajar en ese gran proyecto que es la construcción de Reino,
que estará consumado el día final, cuando Jesús reine en los corazones de todos
los hombres, cuando “como el fulgor del relámpago brille de un horizonte a otro”.
Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre sobre la frente, y
reinaremos junto a Él por toda la eternidad (Ap 22,4-5).
Y ese reinado, el “gobierno” que Jesús nos
propone y nos promete, es uno regido por una sola ley, la ley de amor, en el
cual Él, que es el Amor, reina soberano (Cfr. 1Jn 4,1-12).
Hoy debemos preguntarnos: Jesús, ¿reina ya en
mi corazón? ¿Estoy haciendo la labor que me corresponde, según mis carismas, en
la construcción del Reino?
“Señor Dios nuestro: Tu reino no es un orden
establecido y anquilosado, sino algo que está siempre vivo, dinámico y siempre
llegando. Haznos conscientes de que encontraremos el reino allí donde te
dejemos reinar a ti, donde nosotros y el reino de este mundo demos paso a tu
reino, donde dejemos que tu justicia, amor y paz ocupen el lugar de nuestras
torpezas y tropezones” (de la Oración Colecta para hoy).
Hoy celebramos la Fiesta de san Lucas, evangelista, y el Evangelio que nos ofrece la Liturgia (Lc 10,1-9) nos narra una vez más el envío de los “setenta y dos” a los lugares que él pensaba visitar; una especie de “avanzada” como las que usan los políticos de nuestro tiempo, para ir preparando el camino para su llegada. Ese envío es precedido por la famosa frase de Jesús: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”.
Desde los inicios de su vida pública Jesús
había dejado establecida su misión: “También a las otras ciudades debo anunciar
la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado” (Lc 4,43).
En el pasaje de hoy Jesús continúa su “subida” final a la ciudad Santa de
Jerusalén en donde culminará su obra redentora. Tiene que adiestrar a los que
va a dejar a cargo de anunciar la Buena Noticia del Reino, y los envía en una
misión “de prueba”, para que experimenten la satisfacción y el rechazo, la
alegría y la frustración; para que se curtan. Más adelante les dirá: “Vayan por
todo el mundo y anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15).
En la primera lectura (2 Tim 4,10-17) encontramos
a Pablo, apóstol de los gentiles, continuando la obra misionera de Jesús, y
repartiendo a sus discípulos y colaboradores. Solo Lucas permanece con él. La
mies es abundante y los obreros pocos, así que hay que maximizar el rendimiento
de cada uno de los “obreros”. Pablo sabe que los envía “como corderos en medio
de lobos”, y les advierte de los peligros. Pero los despide con un mensaje de
esperanza: “…el Señor me ayudó y me dio salud para anunciar íntegro el mensaje,
de modo que lo oyeran los gentiles”. Jesús lo había prometido antes de su
partida: “Y yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Especialmente a partir del Concilio Vaticano
II, esa misión evangelizadora no está limitada al clero ni a los de vida
consagrada; nos compete también a todos los laicos. Lo bueno es que el mismo
Jesús nos dejó las instrucciones y, mejor aún, prometió acompañarnos. ¿Cómo
podemos rechazar esa oferta? Con razón san Pablo decía: “¡Ay de mi si no
evangelizo!” (1 Cor 9,16). ¿Quieres gozar de la compañía de Jesús? ¡Evangeliza!
El papa Francisco ha enfatizado el talante misionero
de la Iglesia, exhortándonos a salir del encierro de nuestras iglesias y
comunidades de fe hacia la calle: “Quiero agitación en las diócesis, quiero que
la Iglesia salga a la calle, quiero que nos defendamos de todo lo que sea
clericalismo, de lo que sea comodidad (…) Si no salen, las instituciones se
convierten en ONG (organizaciones no gubernamentales) y la Iglesia no puede ser
una ONG”.
Tal como Jesús envió a los “setenta y dos” y
Pablo a sus discípulos y colaboradores, hoy Francisco nos envía a todos a
proclamar la Buena Noticia del Reino, y a continuar construyéndolo con nuestras
obras, especialmente nuestro acercamiento a los marginados de la sociedad, para
que ellos puedan experimentar el amor de Dios. Anda, ¡atrévete!