Hoy la Iglesia universal (¿sabías que la palabra “católica” quiere decir “universal”?) celebra la Fiesta de san Lorenzo, mártir. Lorenzo fue uno de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, en donde fue martirizado el 10 de agosto de 258. El papa Sixto lo había ordenado diácono y nombrado administrador de los archivos y los bienes de la Iglesia, y el cuidado de los pobres. Se le venera como santo patrón de los bibliotecarios.
Lorenzo es uno de esos santos cuya vida está rodeada de anécdotas y leyendas, entre las que podemos resaltar que se dice que entre los tesoros de la Iglesia cuya custodia se le habían confiado a Lorenzo estaba el “Santo Grial”, es decir, la copa utilizada por Jesús en la institución de la Eucaristía durante la última cena. A partir de ahí se han urdido toda clase de leyendas e intrigas, sobre todo para aquellos que gustan de ese tipo de historias.
Otra anécdota cuenta que cuando el papa Sixto fue asesinado, el alcalde pagano de Roma le pidió a Lorenzo que le entregara todas las riquezas de la Iglesia, a lo que éste le pidió tiempo para recolectarlas. Entonces fue y recogió a todos los pobres, huérfanos, viudas, enfermos, tullidos, ciegos y leprosos que él atendía y se los presentó al alcalde diciéndole: “Estos son los tesoros de la Iglesia”. El alcalde, furioso por la actuación de Lorenzo lo condenó a muerte diciéndole: “Pero no creas que morirás en un instante, lo harás lentamente y soportando el mayor dolor de tu vida”.
Precisamente con su martirio tiene que ver la tercera anécdota. La “muerte lenta” que le prometió el alcalde fue morir asado en una parrilla. Cuenta la leyenda que, en medio del martirio, dijo a su verdugo: “Dadme la vuelta, que por este lado ya estoy hecho”.
En ocasiones hemos hablado de la “letra chica” del seguimiento de Jesús y cómo Jesús tiene una cruz distinta para cada uno de nosotros, según sus misteriosos designios. Lorenzo leyó esa letra chica y aceptó seguir a Jesús y dar testimonio de su Palabra sin importar las consecuencias. Con su muerte dio testimonio de la resurrección de Jesús (la palabra “mártir” quiere decir “testigo”) y logró que la Palabra de Dios diera fruto en abundancia.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para esta Fiesta (Jn 12,24-26) le da sentido al martirio de Lorenzo: “Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará”.
Jesús nos invita a seguirle y nos advierte lo que nos espera. Lorenzo lo siguió hasta la muerte. Y pensar que a nosotros se nos hace tan difícil seguirlo en el sufrimiento, aún en las cosas más pequeñas, insignificantes, que a veces sacamos de proporción y nos parecen tan “dolorosas”. ¡Atrévete! No te vas a arrepentir. ¿Sabes cuál es el secreto? Una sola palabra: Amor.
La pequeña iglesia a orillas del lago de Galilea que aparece en la foto de arriba, que tuve oportunidad de visitar durante nuestra peregrinación a Tierra Santa en el año 2012, está construida sobre la roca del primado de Pedro, el lugar en que Jesús pronunció las palabras que leemos en el evangelio (Mt 16,17-19) que nos propone la liturgia de hoy: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.
Hoy celebramos la solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, los dos pilares sobre los que descansa la Iglesia que fundó Jesús.
Pedro era un pescador que se ganaba la vida practicando su noble oficio en el lago a cuya orilla Jesús le instituye “piedra” y cabeza de su Iglesia, no por sus propios méritos, sino porque Jesús reconoce que el Padre le ha escogido: “… porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”.
Dios llama a cada uno de nosotros a desempeñar una misión. Esa es nuestra vocación. La palabra “vocación” viene del verbo latín “vocare”, que quiere decir “llamado”. Cómo Dios nos escoge, y cómo decide cuál es nuestra vocación es un misterio. Pero lo cierto es que, al igual que sucedió con Pedro, Dios no siempre escoge a los más capacitados; más bien capacita a los que escoge, dándoles los carismas necesarios para llevar a cabo su misión (Cfr. 1 Cor 12, 1-11).
Cristo ofreció su sacrificio máximo por la salvación, no solo de los suyos, sino por toda la humanidad; por ti, y por mí. El mensaje tenía que llegar a todos los confines de la tierra, la Iglesia tenía que ser “católica”, que quiere decir “universal”. Y para esa tarea escogió a esa otra columna de la Iglesia, Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles.
La segunda lectura (2 Tm 4,6-8.17-18) nos muestra cómo Dios guía y protege en su misión a los que Él escoge y escuchan su llamado: “El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén”.
Si Cristo se presentara hoy ante ti y te preguntara: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” ¿Qué le contestarías? Pedro y Pablo ofrecieron su vida por predicar y defender esa verdad. ¿Estás tú dispuesto a hacerlo?
Cuando estés listo para partir al encuentro definitivo con el Señor, ¿podrás decir como Pablo, “he combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”?
La lectura evangélica de hoy (Mc 7,24-30) nos
presenta a Jesús en territorio pagano, en la región de Tiro, en Fenicia. Había
marchado allí huyendo del bullicio y el gentío que le seguía a todas partes.
Tenía la esperanza de pasar desapercibido, pero no lo logró. Jesús nunca busca
protagonismo ni reconocimiento. Por el contrario, se limita a curar y echar
demonios, pidiéndole a los que cura que no se lo digan a nadie (el famoso
“secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos). Así es la obra de Dios;
así debe ser la de todo discípulo de Jesús; sin hacer ruido. Cada vez que veo a
uno de esos llamados “evangelistas”, o autodenominados “apóstoles” que hacen de
su misión un verdadero espectáculo digno de Broadway o Hollywood, me pregunto
qué dirá Jesús cuando los ve…
A pesar de mantener un perfil bajo, una mujer
sirofenicia que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró, y enseguida
fue a buscarlo y se le echó a los pies, rogándole que echase el demonio de su
hija. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el
contexto y cultura de la época: “Deja que coman primero los hijos. No está bien
echarles a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el
aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor: pero también los perros,
debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Como sucede en otras
ocasiones, Jesús se conmueve ante aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en
los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Anda vete, que
por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y
continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13;
18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con sus
palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del
pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del
“alimento de los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado
primero al pueblo de Israel. Las migajas que los niños tiran a los “perros” se
refieren a la Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos
“paganos”.
Pablo, el apóstol de los gentiles, lo expresó
con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada,
pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los
que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús,
sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre
esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál.
26,28).
Una Iglesia universal (católica), abierta a
todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda de que
la vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un
regalo, un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta
con el Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro
encontrarás la respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a
no dejar de orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
Hoy la Iglesia universal (¿sabías que la
palabra “católica” quiere decir “universal”?) celebra la Fiesta de san Lorenzo,
mártir. Lorenzo fue uno de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, en donde
fue martirizado el 10 de agosto de 258. El papa Sixto lo había ordenado diácono
y nombrado administrador de los archivos y los bienes de la Iglesia, y el
cuidado de los pobres. Se le venera como santo patrón de los bibliotecarios.
Lorenzo es uno de esos santos cuya vida está
rodeada de anécdotas y leyendas, entre las que podemos resaltar que se dice que
entre los tesoros de la Iglesia cuya custodia se le habían confiado a Lorenzo
estaba el “Santo Grial”, es decir, la copa utilizada por Jesús en la
institución de la Eucaristía durante la última cena. A partir de ahí se han
urdido toda clase de leyendas e intrigas, sobre todo para aquellos que gustan
de ese tipo de historias
Otra anécdota cuenta que cuando el papa Sixto fue
asesinado, el alcalde pagano de Roma le pidió a Lorenzo que le entregara todas
las riquezas de la Iglesia, a lo que éste le pidió tiempo para recolectarlas.
Entonces fue y recogió a todos los pobres, huérfanos, viudas, enfermos,
tullidos, ciegos y leprosos que él atendía y se los presentó al alcalde diciéndole:
“Estos son los tesoros de la Iglesia”. El alcalde, furioso por la actuación de
Lorenzo lo condenó a muerte diciéndole: “Pero no creas que morirás en un
instante, lo harás lentamente y soportando el mayor dolor de tu vida”.
Precisamente con su martirio tiene que ver la
tercera anécdota. La “muerte lenta” que le prometió el alcalde fue morir asado
en una parrilla. Cuenta la leyenda que, en medio del martirio, dijo a su
verdugo: “Dadme la vuelta, que por este lado ya estoy hecho”.
En ocasiones hemos hablado de la “letra chica”
del seguimiento de Jesús y cómo Jesús tiene una cruz distinta para cada uno de
nosotros, según sus misteriosos designios. Lorenzo leyó esa letra chica y
aceptó seguir a Jesús y dar testimonio de su Palabra sin importar las
consecuencias. Con su muerte dio testimonio de la resurrección de Jesús (la
palabra “mártir” quiere decir “testigo”) y logró que la Palabra de Dios diera
fruto en abundancia.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para esta Fiesta (Jn 12,24-26) le da sentido al martirio de Lorenzo: “Os
aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo;
pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se
aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que
quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor;
a quien me sirva, el Padre lo premiará”.
Jesús nos invita a seguirle y nos advierte lo
que nos espera. Lorenzo lo siguió hasta la muerte. Y pensar que a nosotros se
nos hace tan difícil seguirlo en el sufrimiento, aún en las cosas más pequeñas,
insignificantes, que a veces sacamos de proporción y nos parecen tan
“dolorosas”. ¡Atrévete! No te vas a arrepentir. ¿Sabes cuál es el secreto? Una
sola palabra: Amor.
Hoy celebramos la solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, los dos pilares sobre los que descansa la Iglesia que fundó Jesús.
En un hermoso y apacible paraje a orillas del lago de Galilea, Jesús pronunció las palabras que leemos en el Evangelio (Mt 16,13-19) que nos propone la liturgia de hoy: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.
Pedro era un simple pescador que se ganaba la vida practicando su noble oficio en el lago a cuya orilla Jesús le instituye “piedra” y cabeza de su Iglesia, no por sus propios méritos, sino porque Jesús reconoce que el Padre le ha escogido: “… porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”.
Dios llama a cada uno de nosotros a desempeñar una misión. Esa es nuestra vocación. La palabra “vocación” viene del verbo latín vocatio, que quiere decir “llamado”. Cómo Dios nos escoge, y cómo decide cuál es nuestra vocación es un misterio. Y una vez aceptada la misión, el Señor se encarga de guiarnos y protegernos de los peligros, como lo hizo con Pedro en la primera lectura (Hc 12,1-11), librándolo incluso de la cárcel para poder continuar su misión.
Dios no siempre escoge a los más capacitados; Él capacita a los que escoge, dándoles los carismas necesarios para llevar a cabo su misión (Cfr. 1 Cor 12,1-11). Cristo ofreció su sacrificio máximo por la salvación de toda la humanidad. El mensaje tenía que llegar a todos los confines de la tierra, la Iglesia tenía que ser “católica”, es decir, “universal”. Y para esa tarea escogió a esa otra columna de la Iglesia, Saulo de Tarso, el apóstol de los gentiles.
La segunda lectura (2 Tm 4,6-8.17-18) nos reitera cómo Dios guía y protege en su misión a los que Él escoge y escuchan su llamado. Por eso Pablo dice: “El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén”.
Si Cristo se presentara hoy ante ti y te preguntara: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” ¿Qué le contestarías? Pedro y Pablo ofrecieron su vida por predicar y defender esa verdad. ¿Estás tú dispuesto a hacerlo?
Cuando estés listo para partir al encuentro definitivo con el Señor, ¿podrás decir como Pablo: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”?
La primera lectura de hoy (Hc 15,1-6) nos
narra los eventos que dieron lugar al primer “Concilio” de Jerusalén. En días
anteriores hemos estado siguiendo a Pablo y a Bernabé evangelizando los pueblos
paganos logrando muchas conversiones y estableciendo aquellas primeras
comunidades de fe que comenzaron a darle a la Iglesia su carácter de “católica”
(que quiere decir “universal”). Habían regresado a Antioquía, de donde habían
partido, y les habían contado a todos los logros de su misión evangelizadora.
Entonces “unos que bajaron de Judea se pusieron
a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de
Moisés, no podían salvarse”. De nuevo la mala costumbre de tratar de imponer a
otros nuestra “visión” de lo que debe ser la Iglesia. Estos cristianos,
procedentes del judaísmo, pretendían que todos los paganos que se convirtieran
al cristianismo tenían que hacerse primero judíos y ser circuncidados.
Eran los llamados “judaizantes”, judíos que
observaban estrictamente la Ley de Moisés antes de convertirse al cristianismo.
Se trataba de judíos que no habían comprendido que el concepto de “pueblo
elegido” (la Antigua Alianza) había sido sustituido por el de “nuevo pueblo de
Dios” (la Nueva y definitiva Alianza), abierto a todo el que aceptase la Palabra
de Jesús y la Buena Noticia del Reino. La Antigua Alianza, sellada con el signo
de la circuncisión, había sido superada por la Nueva Alianza, sellada con la
sangre derramada por Jesús en la Cruz.
La Iglesia de Antioquía estaba compuesta en
gran parte por paganos convertidos al cristianismo. Pretender imponer a estos
todas las obligaciones de la Ley de Moisés (la circuncisión, las restricciones
alimenticias, los ritos de purificación, hábitos de plegaria, etc.), no solo
iba a resultarles incómodo, sino que iba a desalentarlos, pues resultaba
contrario a la Palabra que Pablo y Bernabé les habían predicado: Que la fe en
Jesucristo, la adhesión a sus enseñanzas, y el bautismo, eran suficientes para convertirlos
en cristianos. De ahí que “esto provocó un altercado y una violenta discusión
con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a
Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre la controversia”.
Así lo hicieron, y “los apóstoles y los
presbíteros se reunieron a examinar el asunto”. ¡El primer Concilio! Mañana
veremos cómo aquellos primeros padres conciliares, guiados por el Espíritu
Santo, resolvieron esa primera gran controversia en la Iglesia primitiva. Es el
nacimiento de lo que hoy llamamos el Magisterio de la Iglesia, al que Pablo, a
pesar de que sabía tener la razón se sometió.
Ese tipo de controversia nunca ha desaparecido
del seno de la Iglesia. Todavía hoy vemos cómo personas o comunidades
conservadoras, aferradas a las formas “tradicionales” de la Iglesia pretenden
imponer su manera de practicar la fe a nuevos grupos o movimientos dentro de la
Iglesia por el mero hecho de alabar y manifestar su fe de manera “distinta”,
llegando al punto de rechazarlos y excluirlos de sus comunidades. Eso ocurre,
por ejemplo, con los grupos carismáticos y los de pastoral juvenil.
No olvidemos el nombre de nuestra Iglesia,
“Católica”, universal, donde hay cabida para todos. Nuestra Iglesia es una de
inclusión, no de exclusión.
“La Ley, que presenta sólo una sombra de los
bienes definitivos y no la imagen auténtica de la realidad, siempre, con los
mismos sacrificios, año tras año, no puede nunca hacer perfectos a los que se
acercan a ofrecerlos. Si no fuera así, habrían dejado de ofrecerse, porque los
ministros del culto, purificados una vez, no tendrían ya ningún pecado sobre su
conciencia. Pero en estos mismos sacrificios se recuerdan los pecados año tras
año. Porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos
quite las pecados”. Así comienza la primera lectura que nos presenta la
liturgia para hoy (Hb 10,1-10). Como podemos apreciar, es continuación de la de
ayer, y amplía lo que aquella decía sobre la imperfección de los sacrificios
ofrecidos por los sacerdotes en el Templo. Por eso el sacrificio ofrecido por
Jesús en la cruz es perfecto. El sacerdote eterno, sin mancha de pecado, ofrece
su propia sangre en un sacrificio que no hay que repetir porque el Ministro no
tiene pecado en su conciencia.
El Evangelio, por su parte, nos presenta la
versión de Marcos (3,31-35) del pasaje de “la verdadera familia” de Jesús.
Relata el episodio en que la familia de Jesús vino a buscarlo y, como de
costumbre, había tanta gente arremolinada a su alrededor, que no podían llegar
hasta Él, así que le enviaron un recado. Los que estaban cerca de Él le
dijeron: “Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan”.
Jesús, como en tantas otras ocasiones,
aprovecha la oportunidad para hacer un comentario con un fin pedagógico. “Les
contestó: ‘¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?’ Y, paseando la mirada por el
corro, dijo: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de
Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre’”.
El mensaje de Jesús es claro: a la familia del
Señor se ingresa por escuchar su Palabra, no por lazos de sangre. De hecho, la
versión de Lucas del mismo pasaje, la más tardía de todas (escrita entre los
años 80 y 90 d.C.), sin mencionar que paseó la mirada por el grupo de personas
presentes, se limita a decir que Jesús dijo: “Mi madre y mis hermanos son los
que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). Otras versiones
dicen: “los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”. No se
trata tan solo de escuchar su Palabra, hay que “ponerla en práctica”, seguirle.
Jesús ha expresado claramente que el que
quiera seguirle tiene que estar dispuesto a sobreponerse a los lazos humanos
familiares (Cfr. Mt 10,37-38). Se
trata de la “gran familia” de Dios abierta a toda la humanidad sin distinción
de raza ni nacionalidad, el “nuevo Pueblo de Dios”. Ya no se trata de una
familia en el orden biológico, sino de otra muy diferente, del orden
espiritual. Una familia universal (“católica”) convocada al amor.
“Te pedimos, Señor, fe y confianza. Haz que tu
voluntad sea nuestra, para que pueda conducirnos a tu casa bajo la guía de
aquel que siempre y en todo cumplió tu voluntad: Jesucristo, nuestro Señor” (de
la Oración Colecta).
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalara que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
Las lecturas para este vigésimo domingo del
tiempo ordinario nos presentan un tema común. La universalidad de la salvación.
La primera lectura, tomada del profeta Isaías
(56,1.6-7), nos anuncia que en los tiempos mesiánicos, contrario a la
concepción judía, la salvación no alcanzará solamente al “pueblo elegido”, sino
a todos los que acepten Su mensaje: “A los extranjeros que se han dado al
Señor, para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, … los
traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración, … porque mi casa
es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos”.
En la segunda lectura (Rm 11,13-15.29-32) san
Pablo le recuerda a los romanos que del mismo modo que ellos han recibido y aceptado
el mensaje de salvación, los judíos, quienes rechazaron y crucificaron a
Cristo, también tienen oportunidad de salvarse, pues “los dones y la llamada de
Dios son irrevocables”.
El Evangelio (Mt 15,21-28) nos presenta a
Jesús en territorio pagano. Allí se le acercó una mujer cananea que comenzó a seguirlo
pidiéndole a gritos: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene
un demonio muy malo”. Como Jesús la ignoraba, los discípulos le pidieron que la
atendiera, a lo que Jesús replicó que había sido enviado “a la ovejas
descarriadas de Israel”.
En eso la mujer llegó hasta Él y se postró a
sus pies reiterando su súplica. La reacción de Jesús puede dejarnos
desconcertados si no la leemos en el contexto y cultura de la época: “No está
bien echar a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por
el aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor; pero también los perros
se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús se conmovió ante
aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en los pies de Jesús los problemas y
enfermedades de sus hijos?): “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que
deseas”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó
insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis;
llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con sus
palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del
pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del “pan de
los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado primero al
pueblo de Israel. Las migajas que caen y se comen los “perros” se refieren a la
Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos “paganos”.
Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa
con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada,
pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los
que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús,
sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre
esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál.
26,28).
Una Iglesia universal (católica), abierta a
todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.