REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 11-03-14

Padre Nuestro 2

Hoy la liturgia nos ofrece como primera lectura a Is 55,10-11, un pasaje corto pero lleno de poder y esperanza: “Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mi vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo”.

La Palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos (Hb 4,12), una Palabra que tiene fuerza creadora. Todo lo creado lo fue por el poder de la Palabra. Cada día en el relato de la creación en el libro del Génesis comienza con “Dijo Dios”, o “Dios dijo” (Cfr. Gn 1).

Y cuando llegó la plenitud de los tiempos (Cfr. Gál 4,4), esa Palabra se encarnó, “acampó” entre nosotros (Jn 1,14). Y esa Palabra no volvería al Padre hasta hacer Su voluntad y cumplir Su encargo. Este tiempo de Cuaresma nos invita a prepararnos para la celebración de ese acontecimiento salvífico, el Misterio Pascual de Jesús, cuya sangre empapó la tierra e hizo germinar nuestra salvación.

Y como parte de esa preparación, se nos invita a practicar la oración. La lectura evangélica de hoy (Mt 6,7-15) nos narra la versión de Mateo del Padrenuestro, esa oración que rezamos los cristianos y que el mismo Jesús nos enseñó. La versión de Lucas (11,1-4) está precedida de una petición por parte de sus discípulos para que les enseñara a orar como Juan había enseñado a sus discípulos. No se trataba de que les enseñara a orar propiamente, sino más bien que les enseñara una oración que les distinguiera de los demás grupos, cada uno de los cuales tenía su propia “fórmula”. Jesús les da una oración que habría de ser el distintivo de todos sus discípulos, y que contiene una especie de “resumen” de la conducta que se espera de cada uno de ellos, respecto a Dios y al prójimo.

De paso, Jesús aprovecha la oportunidad para enseñarles a referirse al Padre como “Abba”, el nombre con que los niños judíos se dirigen a su padre. Ya no se trata de un Dios distante, terrible, cuyo nombre no se puede pronunciar. Se trata de un Dios cercano, familiar, amoroso, a quien podemos acudir con nuestras necesidades, como un niño acude a su padre con su juguete roto, con la certeza que solo él puede repararlo.

En el relato de Mateo, que es la lectura que nos ocupa hoy, este pasaje se da dentro del contexto del Sermón de la Montaña, como parte de una serie de consejos sobre la oración. Aquí, nos enfatiza que la actitud interior es lo verdaderamente importante, no la palabrería hueca, repetida sin sentido: “No uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis”.

Comenzando la Cuaresma, debemos examinar nuestra actitud respecto a la oración. ¿Tengo una verdadera conversación con mi “Papacito” cuando oro, o me limito a repetir oraciones compuestas por otros que de tanto repetir mecánicamente ya han perdido su sentido? Mi oración, ¿es un monólogo, o es una conversación con Papá en la que escucho su Palabra?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 10-03-14

Juicio final Mt 25,31-46

Las lecturas que nos presenta la liturgia para este lunes de la primera semana de Cuaresma giran en torno al amor.

La primera, tomada del libro del Levítico (1,1-2.11-18), nos presenta el llamado “código de santidad” que fue presentado por Moisés al pueblo de Israel para que pudiera estar a la altura de lo que Dios, que es santo, espera de nosotros: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Además de las leyes acerca del culto debido a Dios y las reglas de convivencia con el prójimo (no matar, no robar, no explotar al trabajador, no tomar venganza, etc.), termina con una sentencia: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Dios nos está pidiendo que seamos santos como Él es santo, que le honremos con nuestras obras, no con nuestras palabras. Dios nos ama hasta morir, y espera que nosotros hagamos lo propio. Jesús llevará a su máxima expresión ese mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).

En la lectura evangélica de hoy (Mt 25,31-46), Mateo nos estremece con el pasaje del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de misericordia. Y seremos nosotros mismos quienes hemos de dictar la sentencia.

Mateo pone en boca de los que escuchaban a Jesús, la pregunta: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”.

Durante ese tiempo de Cuaresma se nos propone el compromiso de amar al prójimo como preparación para la “gran noche” de la Pascua de resurrección. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a quien abandonamos (pienso en nuestros viejos). “En el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor” (san Juan de la Cruz).

Un día vamos a tomar el examen de nuestras vidas, y Jesús nos está dando las contestaciones por adelantado. ¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende…

Que pasen todos una hermosa semana.

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA (A) 09-03-14

tentaciones desierto2

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los pecadores, a reconciliarnos con Él. Nuestra débil naturaleza humana, esa inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la tentación.

La primera lectura nos presenta la primera caída del hombre cuando, seducidos por la serpiente, el hombre y la mujer se dejaron arropar por la soberbia y quisieron ser como Dios (ya no necesitarían de Él). De esa manera entró el pecado al mundo, a la humanidad; el pecado original.

Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, experimentó también en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios, se vio libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación. Pero logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno. De paso, en un acto de misericordia, conociendo nuestra inclinación al pecado, nos dejó el sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de estar en comunión plena con el Dios uno y trino (Jn 20,23).

La lectura evangélica de hoy (Mt 4,1-11) nos presenta la versión de Mateo de las tentaciones en el desierto. En el lenguaje bíblico el desierto es lugar de tentación, y el número cuarenta es también simbólico, un tiempo largo e indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”. Así, vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús, que quedará manifestado al final de la Cuaresma con su muerte y resurrección.

La lectura nos presenta al diablo tentando a Jesús en el desierto. Hacia el final, Jesús sintió hambre, fue entonces cuando el maligno redobló su tentación (siempre actúa así). Aprovechándose de esa necesidad básica del hombre, y reconociendo que Jesús es Dios y tiene el poder, le propuso convertir una piedra en pan para calmar el hambre física. Creyó que lo tenía “arrinconado”. Pero Jesús, fortalecido por cuarenta días de oración y ayuno, venció la tentación.

Del mismo modo Jesús vence las otras dos tentaciones del diablo: primero tentándolo para que haga alarde de su divinidad saltando al vacío sin que su cuerpo sufra daño alguno, y luego prometiéndole poder y gloria terrenales a cambio de postrarse ante él. Finalmente, el demonio tuvo que retirarse del lugar sin lograr que Jesús cayera en la tentación.

La versión de Lucas de este pasaje (4,1-13) dice que el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así mismo se comporta con nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido la tentación, cuando ya el maligno está buscando la forma de tentarnos nuevamente, “como un león rugiente” (Cfr 1 Pe 5,8), pendiente al primer momento de debilidad para atacar.

Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, tiempo de penitencia. Durante este tiempo la liturgia nos invita a tornarnos hacia Él con confianza para decirle: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (Sal 50).

Reconcíliate con Dios, reconcíliate con tu hermano…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE CENIZA 07-03-14

"¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos?"

“¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos?”

Continuamos adentrándonos en el tiempo fuerte de la Cuaresma, ese tiempo de conversión en que se nos llama a practicar tres formas de penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy tratan la práctica del ayuno.

La primera, tomada del libro del profeta Isaías (58,1-9a), nos habla del verdadero ayuno que agrada al Señor. Comienza denunciando la práctica “exterior” del ayuno por parte del pueblo de Dios; aquél ayuno que podrá mortificar el cuerpo pero no está acompañado de, ni provocado por, un cambio de actitud interior, la verdadera “conversión” de corazón. El pueblo se queja de que Dios no presta atención al ayuno que practica, a lo que Dios, por voz del profeta les responde: “¿Es ése el ayuno que el Señor desea para el día en que el hombre se mortifica?, mover la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza, ¿a eso lo llamáis ayuno, día agradable al Señor?”

No, el ayuno agradable a Dios, el que Él desea, se manifiesta en el arrepentimiento y la conversión: “El ayuno que yo quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, en seguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá: ‘Aquí estoy’”.

De nada nos vale privarnos de alimento, o como hacen algunos, privarse de bebidas alcohólicas durante la cuaresma, para luego tomarse todo lo que no se tomaron durante ese tiempo en una juerga, diz que para celebrar la Pascua de Resurrección, sin ningún vestigio de conversión. Eso no deja de ser una caricatura del ayuno.

El Salmo que leemos hoy (50), el “miserere”, pone de manifiesto el sacrificio agradable a Dios: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Ese es el sacrificio, el “ayuno” agradable a Dios.

La lectura evangélica (Mt 9,14-15) nos presenta el pasaje de los discípulos de Juan que criticaban a los de Jesús por no observar rigurosamente el ayuno ritual (debemos recordar que según la tradición, Juan el Bautista pertenecía al grupo de los esenios, quienes eran más estrictos que los fariseos en cuanto a las prácticas rituales). Jesús les contesta: “¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”. “Boda”: ambiente de fiesta; “novio”: nos evoca el desposorio de Dios con la humanidad, esa figura de Dios-esposo y pueblo-esposa que utiliza el Antiguo Testamento para describir la relación entre Dios y su pueblo. Es ocasión de fiesta, gozo, alegría, júbilo. Nos está diciendo que los tiempos mesiánicos han llegado. No hay por qué ayunar, pues no se trata de ayunar por ayunar.

Luego añade: “Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”. Es el primer anuncio de su Pasión por parte de Jesús en Mateo. Nos hace mirar al final de la Cuaresma, la culminación de su pacto de amor con la humanidad, su Misterio Pascual.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DESPUÉS DE CENIZA 06-03-14

seguimiento cruz

Estamos comenzando el tiempo de Cuaresma, y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este “jueves después de ceniza” es la versión de Lucas del primer anuncio de la Pasión (Lc 9,22-25). Siempre nos ha llamado la atención el hecho de que los anuncios de la Pasión de Jesús van unidos al anuncio de su gloriosa Resurrección. “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

Pero Jesús va más allá. Nos invita a seguirle, señalándonos de paso el camino de la salvación: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. Vemos que la fórmula que Jesús nos propone está matizada por tres verbos: “negarse”, “tomar la cruz” y “seguirle”. Examinemos brevemente el significado y alcance de cada uno.

El “negarse a sí mismo” implica que el verdadero discípulo de Jesús tiene que ser capaz de relegar a un segundo plano su interés propio para atender las necesidades del prójimo; tiene que superar la cultura del “yo”; tiene que “vaciarse”. Es decir, tiene que estar completamente libre para “darse” a los demás tal como lo hizo Jesús. Esta opción de vida generalmente implica privaciones, dolor y sufrimiento, que asociamos también a “cargar con la cruz”.

El “cargar con la cruz” tiene un significado más profundo de lo que aparenta a primera vista. Para comprenderlo a plenitud tenemos que adentrarnos en la ambiente cultural de la época de Jesús. “Cargar con la cruz” era el último acto del condenado a la ignominiosa muerte de cruz; era recorrer el camino al lugar donde se iba a efectuar la ejecución llevando a cuestas el madero (“patibulum”), mientras todos le abucheaban, le escupían y se burlaban de él. Más terrible aún era tal vez el sentimiento de sentirse despreciado por todos y expulsado de la sociedad, al punto que esa persona se consideraba muerta para todos los fines legales, sin derechos ni defensa alguna, solo, abandonado. De igual modo los que nos llamamos discípulos de Jesús tenemos que estar prestos a cargar con nuestra “cruz de cada día” soportando la soledad, la burla y el desprecio, aún de los nuestros, pensando, no en el dolor ni en la humillación del momento, sino en la resurrección del día final (Cfr. Jn 6,54).

El “seguirle”, como hemos visto, implica mucho más que un mero seguimiento exterior, un dirigirse en la misma dirección. El seguimiento de Jesús va mucho más allá. Se trata de un seguimiento interior, una adhesión a Su proyecto de vida, una comunión de vida, un estar dispuesto a compartir el destino del Maestro. Es el camino que vamos a recorrer durante esta Cuaresma, en la cual acompañaremos a Jesús camino a su Pasión y muerte, pero con la mirada fija en la Gran Noche; la Vigilia Pascual, que es la antesala de la culminación del Misterio Pascual de Jesús: su Resurrección gloriosa. ¡Vivimos para esa Noche!

¡Esa es nuestra fe!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE CENIZA 05-03-14

ceniza med

Hoy celebramos el miércoles de ceniza, que marca el inicio de ese tiempo “fuerte” que llamamos Cuaresma, durante el cual la Iglesia nos invita a la conversión para prepararnos dignamente a celebrar, o mejor dicho, vivir el Misterio Pascual (la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús). La palabra “conversión” resonará durante todo este tiempo vigoroso, comenzando con el rito austero de la imposición de la ceniza que forma parte de la celebración litúrgica para hoy, cuando al imponérsenos la ceniza en la cabeza se nos dice: “Conviértete y cree en el Evangelio” (Cfr. Mc1,15), o “Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás” (Cfr. Gn 18,27), invitándonos de ese modo a reflexionar sobre la caducidad y fragilidad de nuestra vida y la necesidad de conversión.

Ya el año pasado compartimos con ustedes una reflexión sobre las lecturas que la liturgia nos ofrece para este día, a la cual les remitimos e invitamos a meditar presionando este enlace. Hoy compartiremos con ustedes unas breves notas sobre el significado de la ceniza y el origen de esta práctica.

La palabra ceniza viene del latín “cinis” y designa lo que queda luego de quemar algo. De ese modo adquirió desde la antigüedad un sentido simbólico de muerte y caducidad, que se convirtió también en una forma de mostrar públicamente luto y arrepentimiento o penitencia. Así, por ejemplo, vemos cómo en tiempos de Jonás el rey de Nínive se sentó sobre ceniza para significar su conversión (Jon 3,6). Igualmente encontramos a Daniel vestido de saco y sentado sobre cenizas (Dn 9,3) mientras suplicaba el perdón de Yahvé a nombre del pueblo de Judá (ver además, Jdt 4,11; Jr 6,26).

El uso de la ceniza en la Iglesia al comienzo de la Cuaresma se remonta a sus primeros siglos, cuando se acostumbraba que los penitentes hicieran penitencia pública durante la Cuaresma salpicándoseles con ceniza en la cabeza y vestidos de saco hasta el Jueves Santo, cuando se reconciliaban con la Iglesia. Hacia el siglo X, al caer en desuso la penitencia pública, la Iglesia conservó el rito sustituyendo la práctica por la colocación de un poco de ceniza en la cabeza de los feligreses el primer día de la Cuaresma, que ya desde el siglo VII era el miércoles antes del primer domingo de Cuaresma (para lograr cuarenta días de ayuno, ya que los domingos no se ayuna).

En la actualidad, se dibuja una cruz en la frente de los feligreses con la ceniza que se obtiene al quemar las palmas usadas en la celebración del Domingo de Ramos del año anterior.

Que al recibir la ceniza en la frente en el día de hoy, resuene en nuestras almas la invitación de Dios por voz del profeta Joel en la primera lectura: “Ahora, oráculo del Señor, convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones y no las vestiduras; convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; y se arrepiente de las amenazas (Jl 2,12-13).

Para leer la reflexión sobre las lecturas ir a: http://delamanodemaria.com/?p=284

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2014

Foto ACI Prensa

Foto ACI Prensa

Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cfr.  2 Cor 8, 9)

 

Queridos hermanos y hermanas:

Con ocasión de la Cuaresma os propongo algunas reflexiones, a fin de que os  sirvan para el camino personal y comunitario de conversión. Comienzo recordando  las palabras de san Pablo: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo,  el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su  pobreza» (2 Cor 8, 9). El Apóstol se dirige a los cristianos de  Corinto para alentarlos a ser generosos y ayudar a los fieles de Jerusalén que  pasan necesidad. ¿Qué nos dicen, a los cristianos de hoy, estas palabras de san  Pablo? ¿Qué nos dice hoy, a nosotros, la invitación a la pobreza, a una vida  pobre en sentido evangélico?

La gracia de Cristo

Ante todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se revela mediante el  poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la pobreza: «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros…». Cristo, el Hijo eterno de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo pobre; descendió en  medio de nosotros, se acercó a cada uno de nosotros; se desnudó, se “vació”,  para ser en todo semejante a nosotros (cfr. Flp 2, 7; Heb 4, 15).  ¡Qué gran misterio la encarnación de Dios! La razón de todo esto es el amor  divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda  en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama. La caridad, el amor es  compartir en todo la suerte del amado. El amor nos hace semejantes, crea  igualdad, derriba los muros y las distancias. Y Dios hizo esto con nosotros.  Jesús, en efecto, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad  de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo  verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el  pecado» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22).

La finalidad de Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en sí misma, sino —dice  san Pablo— «…para enriqueceros con su pobreza». No se trata de un juego de  palabras ni de una expresión para causar sensación. Al contrario, es una  síntesis de la lógica de Dios, la lógica del amor, la lógica de la Encarnación y  la Cruz. Dios no hizo caer sobre nosotros la salvación desde lo alto, como la  limosna de quien da parte de lo que para él es superfluo con aparente piedad  filantrópica. ¡El amor de Cristo no es esto! Cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se hace bautizar por Juan el  Bautista, no lo hace porque necesita penitencia, conversión; lo hace para estar  en medio de la gente, necesitada de perdón, entre nosotros, pecadores, y cargar  con el peso de nuestros pecados. Este es el camino que ha elegido para  consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra miseria. Nos sorprende que el  Apóstol diga que fuimos liberados no por medio de la riqueza de Cristo, sino por medio de su pobreza. Y, sin embargo, san Pablo conoce bien la  «riqueza insondable de Cristo» (Ef 3, 8), «heredero de todo» (Heb 1, 2).

¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y nos enriquece? Es  precisamente su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros, como el buen  samaritano que se acerca a ese hombre que todos habían abandonado medio muerto al borde del camino (cfr. Lc 10, 25ss). Lo que nos da  verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor lleno  de compasión, de ternura, que quiere compartir con nosotros. La pobreza de  Cristo que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo carne, cargó con  nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita  de Dios. La pobreza de Cristo es la mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su  confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento,  buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño  que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su  amor y su ternura. La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo,  su relación única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre.  Cuando Jesús nos invita a tomar su “yugo llevadero”, nos invita a enriquecernos  con esta “rica pobreza” y “pobre riqueza” suyas, a compartir con Él su espíritu  filial y fraterno, a convertirnos en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano  Primogénito (cfr Rom 8, 29).

Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos (L. Bloy);  podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos  de Dios y hermanos de Cristo.

Nuestro testimonio

Podríamos pensar que este “camino” de la pobreza fue el de Jesús, mientras que  nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar el mundo con los medios  humanos adecuados. No es así. En toda época y en todo lugar, Dios sigue salvando a los hombres y salvando  el mundo mediante la pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los  Sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, que es un pueblo de pobres. La  riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra riqueza, sino siempre y  solamente a través de nuestra pobreza, personal y comunitaria, animada por el  Espíritu de Cristo.

A imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mirar las  miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar  obras concretas a fin de aliviarlas. La miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin  esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la miseria material, la  miseria moral y la miseria espiritual. La miseria material es la que  habitualmente llamamos pobreza y toca a cuantos viven en una condición que no es  digna de la persona humana: privados de sus derechos fundamentales y de los  bienes de primera necesidad como la comida, el agua, las condiciones higiénicas,  el trabajo, la posibilidad de desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a  esta miseria la Iglesia ofrece su servicio, su diakonia, para responder a  las necesidades y curar estas heridas que desfiguran el rostro de la humanidad.  En los pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo; amando y ayudando a  los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros esfuerzos se orientan  asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las violaciones de la  dignidad humana, las discriminaciones y los abusos, que, en tantos casos, son el  origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero se convierten en  ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa de las riquezas.  Por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la justicia, a la  igualdad, a la sobriedad y al compartir.

No es menos preocupante la miseria moral, que consiste en convertirse en  esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque  alguno de sus miembros —a menudo joven— tiene dependencia del alcohol, las  drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han perdido el sentido de  la vida, están privadas de perspectivas para el futuro y han perdido la  esperanza! Y cuántas personas se ven obligadas a vivir esta miseria por  condiciones sociales injustas, por falta de un trabajo, lo cual les priva de la  dignidad que da llevar el pan a casa, por falta de igualdad respecto de los  derechos a la educación y la salud. En estos casos la miseria moral bien podría  llamarse casi suicidio incipiente. Esta forma de miseria, que también es causa  de ruina económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos  golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no  necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos  bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el  único que verdaderamente salva y libera.

El Evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en cada  ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de que existe  el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama  gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida  eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza!  Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el  tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y dar  esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata de seguir e  imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja  perdida, y lo hizo lleno de amor. Unidos a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y promoción humana.

Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a  la hora de testimoniar a cuantos viven en la miseria material, moral y  espiritual el mensaje evangélico, que se resume en el anuncio del amor del Padre  misericordioso, listo para abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo en  la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció  con su pobreza. La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos hará  bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros  con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza duele: no sería  válido un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de la limosna que no  cuesta y no duele.

Que el Espíritu Santo, gracias al cual «[somos] como pobres, pero que enriquecen  a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo» (2 Cor 6, 10),  sostenga nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la atención y la  responsabilidad ante la miseria humana, para que seamos misericordiosos y agentes de misericordia.  Con este deseo, aseguro mi oración por todos los creyentes. Que cada comunidad  eclesial recorra provechosamente el camino cuaresmal. Os pido que recéis por mí.  Que el Señor os bendiga y la Virgen os guarde.

Vaticano, 26 de diciembre de 2013

Fiesta de San Esteban, diácono y protomártir

FRANCISCO

Tomado de: http://www.vatican.va/holy_father/francesco/messages/lent/documents/papa-francesco_20131226_messaggio-quaresima2014_sp.html