REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOSEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 19-07-22

“El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”.

En la primera lectura de hoy (Mi 7,14-15.18-20) encontramos la confesión de fe del profeta Miqueas. Una fe que comprende la magnitud y el alcance de la misericordia divina. Una fe que confía en la fidelidad de Dios a pesar de nuestras infidelidades: “¿Qué Dios como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia”. Es la fe que permite al profeta denunciar las infidelidades de su pueblo y seguir adelante con la certeza de que el Dios que los ha enviado mantendrá su fidelidad para con él por siempre.

Muchas veces cargamos nuestra fe de ritos y preceptos que se tornan en campanas huecas, pues abandonamos lo esencial que es el amor y la misericordia divina, que cuando se derrama en nuestros corazones nos hace comprender que la voluntad del Padre está precisamente en el Amor, y en repartir ese Amor entre nuestros hermanos. Como he dicho en ocasiones anteriores, muchas veces nuestra fe se limita a dar “cumplimiento” a unos preceptos (nos convertimos en fariseos), pero somos incapaces de practicar la caridad y la justicia con nuestros hermanos, especialmente los más necesitados. Por eso se dice que la palabra “cumplimiento” está compuesta por dos palabras: “cumplo” y “miento”.

El Salmo (84,2-4.5-6.7-8), aunque con la mentalidad del Antiguo Testamento, nos enfatiza la misericordia divina: “Señor, has sido bueno con tu tierra, has restaurado la suerte de Jacob, has perdonado la culpa de tu pueblo, has sepultado todos sus pecados, has reprimido tu cólera, has frenado el incendio de tu ira”.

El evangelio de hoy (Mt 12,46-50) nos presenta a Jesús quien, ante la llamada de sus familiares, contestó: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: “Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”.

Algunos ven en esas palabras del Jesús un gesto de menosprecio hacia su Madre. Sin embargo, analizando las palabras de Jesús, hemos de preguntarnos: ¿Quién cumplió la voluntad del Padre mejor que su madre María? Si tomamos en cuenta que los relatos evangélicos (especialmente el evangelio según san Lucas) nos muestran a María totalmente entregada a escuchar la Palabra de Dios (Cfr. Lc 1,38), estas palabras se convierten en una verdadera alabanza de parte de Jesús a su Madre. Jesús quiere enfatizar que al “nuevo pueblo de Dios”, que es el sujeto de la Nueva Alianza, ya no se pertenece por herencia ni lazos de sangre (como era con el pueblo judío y la Antigua Alianza) sino por lazos de Amor, por escuchar la Palabra del Padre y cumplir su voluntad.

Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Somos verdaderamente hermanos de Jesús? Hay una forma fácil de determinarlo, un “test”: ¿hago la voluntad del padre? Lo bueno de esta prueba es que el mismo Jesús nos ha dado la contestación. San Juan de la Cruz lo resumió en una hermosa frase: “al atardecer de la vida nos examinarán del amor”.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TRIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (1) 04-11-21

“Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.

La liturgia de hoy (Lc 15,1-10) nos presenta como lectura evangélica las primeras dos de las llamadas parábolas de la misericordia que ocupan el capítulo 15 de Lucas, la “oveja perdida” y la “dracma perdida”. La introducción de la lectura (versículos uno al tres) nos apunta a quiénes van dirigidas estas parábolas: a nosotros los pecadores.

El pasaje comienza con la crítica de los escribas y fariseos contra Jesús, a quien acusaban de acoger y compartir la mesa con los publicanos y pecadores (tema recurrente en los relatos evangélicos). Para entender el alcance de esta actitud de los fariseos, tenemos que comprender lo que significaba compartir la mesa para la mentalidad judía de la época. Uno solo se sentaba a compartir la mesa con alguien afín, alguien que gozara de la misma dignidad, alguien que fuera nuestro igual. Y los pecadores, especialmente los pecadores públicos como los publicanos, eran tenidos por indignos, despreciables, “excluidos” de la compañía de los “justos” obedientes de la Ley. Por eso la actitud de Jesús les resultaba escandalosa.

La primera de las parábolas nos narra la historia del hombre que tiene cien ovejas, se le pierde una, y deja las noventa y nueve en el campo para ir tras la descarriada. Y cuando finalmente la encuentra, se la carga sobre los hombros, se presenta lleno de la alegría a sus amigos, y les dice: “¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. El mismo Jesús explica el sentido de la parábola: “Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.

El mensaje de Jesús es claro. Él vino para redimir a los pecadores, Él es la Misericordia Divina encarnada. En un relato similar de Mateo, Jesús dice a sus detractores (parafraseando a Os 6,6-7): “Vayan y aprendan qué significa: ‘Yo quiero misericordia y no sacrificios’. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,13).

La palabra misericordia viene del latín, y se forma de miser (miserable o desdichado), y cor (corazón). Esta palabra de refiere a la capacidad de sentir compasión ante la desdicha de los demás. Si examinamos los textos originales que utilizan el término en las sagradas escrituras (e.g. el Salmo 50 – Miserere), la palabra hebrea utilizada es rahamîn, que se deriva de rehem, que quiere decir útero, lo que denota el amor de la madre. Ese amor que todo lo perdona no importa la magnitud de la ofensa. ¿Qué madre no está siempre dispuesta a perdonar al hijo de sus entrañas?

San Juan Pablo II, en su carta encíclica Dives in misericordia lo resumía así: “Sobre ese trasfondo psicológico, rahamîn engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la disposición a perdonar”.

Por eso la alegría desbordante de Dios cuando un pecador se arrepiente, y mientras más grande el pecado, mayor será la alegría. Y Él, como Madre amorosa no se cansa de esperar… Anda, ¡reconcíliate!, verás qué rico se siente ese abrazo.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 21-07-20

Estaba Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con él.

En la primera lectura de hoy (Mi 7,14-15.18-20) encontramos la confesión de fe del profeta Miqueas. Una fe que comprende la magnitud y el alcance de la misericordia divina. Una fe que confía en la fidelidad de Dios a pesar de nuestras infidelidades: “¿Qué Dios como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia”. Es la fe que permite al profeta denunciar las infidelidades de su pueblo y seguir adelante con la certeza de que el Dios que los ha enviado mantendrá su fidelidad para con él por siempre.

Muchas veces cargamos nuestra fe de ritos y preceptos que se tornan en campanas huecas, pues abandonamos lo esencial que es el amor y la misericordia divina, que cuando se derrama en nuestros corazones nos hace comprender que la voluntad del Padre está precisamente en el Amor, y en repartir ese Amor entre nuestros hermanos. Como he dicho en ocasiones anteriores, muchas veces nuestra fe se limita a dar “cumplimiento” a unos preceptos, pero somos incapaces de practicar la caridad y la justicia con nuestros hermanos, especialmente los más necesitados. Por eso se dice que la palabra “cumplimiento” está compuesta por dos palabras: “cumplo” y “miento”.

El Salmo (84,2-4.5-6.7-8), aunque con la mentalidad del Antiguo Testamento, nos enfatiza la misericordia divina: “Señor, has sido bueno con tu tierra, has restaurado la suerte de Jacob, has perdonado la culpa de tu pueblo, has sepultado todos sus pecados, has reprimido tu cólera, has frenado el incendio de tu ira”.

El evangelio de hoy (Mt 12,46-50) nos presenta a Jesús quien, ante la llamada de sus familiares, contestó: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: “Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”.

Algunos ven en esas palabras del Jesús un gesto de menosprecio hacia su Madre. Sin embargo, analizando las palabras de Jesús, hemos de preguntarnos: ¿Quién cumplió la voluntad del Padre mejor que su madre María? Si tomamos en cuenta que los relatos evangélicos (especialmente el evangelio según san Lucas) nos muestran a María totalmente entregada a escuchar la Palabra de Dios (Cfr. Lc 1,38), estas palabras se convierten en una verdadera alabanza de parte de Jesús a su Madre. Jesús quiere enfatizar que al “nuevo pueblo de Dios”, que es el sujeto de la Nueva Alianza, ya no se pertenece por herencia ni lazos de sangre (como era con el pueblo judío y la Antigua Alianza) sino por lazos de Amor, por escuchar la Palabra del Padre y cumplir su voluntad.

Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Somos verdaderamente hermanos de Jesús? Hay una forma fácil de determinarlo, un “test”: ¿hago la voluntad del padre? Lo bueno de esta prueba es que el mismo Jesús nos ha dado la contestación. San Juan de la Cruz lo resumió en una hermosa frase: “a la tarde de la vida te examinarán en el amor”.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TRIGÉSIMO PRIMERA SEMANA DEL T.O. (1) 07-11-19

La liturgia de hoy (Lc 15,1-10) nos presenta como lectura evangélica las primeras dos de las tres llamadas parábolas de la misericordia que ocupan el capítulo 15 de Lucas (la “oveja perdida”, la “dracma perdida” y el “hijo pródigo”). La introducción de la lectura (versículos uno al tres) nos apunta a quiénes van dirigidas estas parábolas: a nosotros los pecadores.

El pasaje comienza con la crítica de los escribas y fariseos contra Jesús, a quien acusaban de acoger y compartir la mesa con los publicanos y pecadores (tema recurrente en los relatos evangélicos). Para entender el alcance de esta actitud de los fariseos, tenemos que comprender lo que significaba compartir la mesa para la mentalidad judía de la época. Uno solo se sentaba a compartir la mesa con alguien afín, alguien que gozara de la misma dignidad, alguien que fuera nuestro igual. Y los pecadores, especialmente los pecadores públicos como los publicanos, eran tenidos por indignos, despreciables, “excluidos” de la compañía de los “justos” obedientes de la Ley. Por eso la actitud de Jesús les resultaba escandalosa.

La primera de las parábolas nos narra la historia del hombre que tiene cien ovejas, se le pierde una, y deja las noventa y nueve en el campo para ir tras la descarriada. Y cuando finalmente la encuentra, se la carga sobre los hombros, se presenta lleno de la alegría a sus amigos, y les dice: “¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. El mismo Jesús explica el sentido de la parábola: “Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.

El mensaje de Jesús es claro. Él vino para redimir a los pecadores, Él es la Misericordia Divina encarnada. En un relato similar de Mateo, Jesús dice a sus detractores (parafraseando a Os 6,6-7): “Vayan y aprendan qué significa: ‘Yo quiero misericordia y no sacrificios’. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,13).

La palabra misericordia viene del latín, y se forma de miser (miserable o desdichado), y cor (corazón). Esta palabra de refiere a la capacidad de sentir compasión ante la desdicha de los demás. Si examinamos los textos originales que utilizan el término en las sagradas escrituras (e.g. el Salmo 50 – Miserere), la palabra hebrea utilizada es rahamîn, que se deriva de rehem, que quiere decir útero, lo que denota el amor de la madre. Ese amor que todo lo perdona, no importa la magnitud de la ofensa. ¿Qué madre no está siempre dispuesta a perdonar al hijo de sus entrañas?

San Juan Pablo II, en su carta encíclica Dives in misericordia lo resumía así: “Sobre ese trasfondo psicológico, rahamîn engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la disposición a perdonar”.

Por eso la alegría desbordante de Dios cuando un pecador se arrepiente, y mientras más grande el pecado, mayor será la alegría. Y Él, como Madre amorosa no se cansa de esperar… Anda, ¡reconcíliate!, verás qué rico se siente ese abrazo.