REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 14-12-22

“ld a anunciar a Juan lo que habéis visto y oído”.

“¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?” Con esa pregunta dirigida a Jesús envía Juan el Bautista a sus discípulos en la lectura evangélica que contemplamos en la liturgia para este miércoles de la tercera semana de Adviento (Lc 7,19-23).

Para entender la pregunta o, más bien, el porqué de la misma, tenemos que enmarcarla en su contexto histórico y en la misión profética del propio Juan, quien como todos los judíos de su tiempo, esperaba un Mesías libertador, uno que los iba a liberar y purificar con fuego: “Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego; tomará en su mano el bieldo, y limpiará su era, guardará después el trigo en su granero, y quemará la paja con fuego que no se apaga” (Lc 3,16b-17).

A pesar que él mismo había sido testigo de la teofanía que acompañó al bautismo de Jesús (Lc3, 21-22), todavía estaba latente en su interior el concepto mesiánico del pueblo judío.

A nosotros a veces nos pasa lo mismo. Nos preguntamos: ¿Dónde estás Señor? ¿Dónde los signos de tu poder? Nos cegamos buscando milagros portentosos, y esa ceguera nos impide ver su Misericordia que se manifiesta día tras día ante nuestros propios ojos.

Jesús, consciente de esa realidad, antes que contestar la interrogante, se limitó a actuar, a practicar la Misericordia. Así, “curó a muchos de enfermedades, achaques y malos espíritus, y a muchos ciegos les otorgó la vista”.

Entonces dijo a los mensajeros de Juan: “ld a anunciar a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio”.

Con sus gestos, Jesús se inserta en la tradición judía, haciendo realidad las prefiguraciones del profeta Isaías (29,18-19; 35,5-6). No hay duda, los tiempos mesiánicos han llegado. Pero se trata de un Mesías que demuestra su poder, no con signos de grandeza, sino con gestos de amor, de Misericordia; sirviendo a los demás, especialmente a los pobres. El que no vino a ser servido sino a servir… (Mt 20,28).

El tiempo de Adviento nos hace revivir la espera del Mesías; ese que viene a liberarnos de nuestras esclavitudes, de todo aquello que nos oprime, que nos aleja de Él, comenzando con nuestro egoísmo. Solo así podremos alegrarnos del bien que otros reciben, producto de la Misericordia de Dios, aunque nosotros sigamos en espera: “Dichoso (Bienaventurado) el que no se escandalice de mí”. ¿Una nueva Bienaventuranza?

Estamos en tiempo de Adviento. Y no podemos olvidar que Dios viene para todos. Él no hace distinción. Así nos lo dice Isaías en la primera lectura de hoy (45,6b-8.18.21b-25): “Volveos hacia mí para salvaros, confines de la tierra, pues yo soy Dios, y no hay otro… “Ante mí se doblará toda rodilla, por mí jurará toda lengua… “A él vendrán avergonzados los que se enardecían contra él”. (Cfr. Gn 22,18).

De eso se trata el Adviento; de la llegada del Cristo que cambia los corazones. ¿Estás preparado para recibirlo?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 06-12-22

“Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado”.

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para hoy, tomada del profeta Isaías (40,1-11), nos brinda el pasaje citado en el Evangelio que leíamos el pasado año (Ciclo C) para el segundo domingo de Adviento (Lc 3,1-6): “Una voz grita: ‘En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos –ha hablado la boca del Señor’”. Es un anuncio de los tiempos mesiánicos unido a un llamado a la preparación para esos tiempos en que el Señor ha de llegar para liberar a su pueblo; preparación que en términos nuestros implica un proceso de conversión que allane el camino para que Dios pueda llegar a nuestros corazones.

Concluye el pasaje haciendo uso de la imagen que vemos a menudo en el Antiguo Testamento de Dios como “pastor” y su pueblo como “rebaño”: “Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres”. Así ha de venir el Mesías esperado, como un pastor que cuida de sus ovejas. Y esa imagen del pastor que reúne a su rebaño y “toma en brazos los corderos y hace recostar las madres”, nos presenta el buen pastor que se preocupa por sus ovejas, las reúne y las cuida.

La lectura evangélica de hoy (Mt 18,12-14) nos presenta la parábola del pastor que tiene cien ovejas, una se le pierde, y deja las noventa y nueve que le quedan para ir en busca de la que se extravió. Jesús está familiarizado con la vida pastoril, sabe que una oveja sola está indefensa, no puede sobrevivir. Nos dice que el Padre que está en los cielos es como el buen pastor de la parábola, no deja de preocuparse por ninguna de sus ovejas, aunque se aleje. Cuando un alma de aleja de Él, no puede mantenerse indiferente. Esta parábola nos presenta a un Dios que no quiere que nos perdamos, que viene a nuestro encuentro. Y cuando nos encuentra se alegra más por habernos encontrado que por aquellas que ya estaban en el redil. Y ese día habrá fiesta en la casa del Padre “porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado” (Lc 15,24).

Nos está diciendo que a Él no le importa la razón por la cual nos hayamos alejado; tan solo quiere que regresemos a su lado. Él nos está buscando, se hace cercano a nosotros. La misericordia de Dios, ese misterio de la actitud de Dios ante el pecado del hombre. Él quiere a todas sus ovejas, pero se siente especialmente alegre cuando encuentra una que estaba perdida; y estoy seguro que sonreirá cada vez que la vea junto a las demás ovejas de su rebaño.

Habíamos dicho que la palabra clave en esta segunda semana de Adviento es “conversión”; conversión que nos permitirá “preparar el camino” para que Dios, Buen Pastor, venga a nuestro encuentro, y podamos recibirlo en nuestros corazones. ¡Ven a mi encuentro, Señor, haz morada en mi corazón, y no permitas que me aleje de Ti!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOSEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 19-07-22

“El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”.

En la primera lectura de hoy (Mi 7,14-15.18-20) encontramos la confesión de fe del profeta Miqueas. Una fe que comprende la magnitud y el alcance de la misericordia divina. Una fe que confía en la fidelidad de Dios a pesar de nuestras infidelidades: “¿Qué Dios como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia”. Es la fe que permite al profeta denunciar las infidelidades de su pueblo y seguir adelante con la certeza de que el Dios que los ha enviado mantendrá su fidelidad para con él por siempre.

Muchas veces cargamos nuestra fe de ritos y preceptos que se tornan en campanas huecas, pues abandonamos lo esencial que es el amor y la misericordia divina, que cuando se derrama en nuestros corazones nos hace comprender que la voluntad del Padre está precisamente en el Amor, y en repartir ese Amor entre nuestros hermanos. Como he dicho en ocasiones anteriores, muchas veces nuestra fe se limita a dar “cumplimiento” a unos preceptos (nos convertimos en fariseos), pero somos incapaces de practicar la caridad y la justicia con nuestros hermanos, especialmente los más necesitados. Por eso se dice que la palabra “cumplimiento” está compuesta por dos palabras: “cumplo” y “miento”.

El Salmo (84,2-4.5-6.7-8), aunque con la mentalidad del Antiguo Testamento, nos enfatiza la misericordia divina: “Señor, has sido bueno con tu tierra, has restaurado la suerte de Jacob, has perdonado la culpa de tu pueblo, has sepultado todos sus pecados, has reprimido tu cólera, has frenado el incendio de tu ira”.

El evangelio de hoy (Mt 12,46-50) nos presenta a Jesús quien, ante la llamada de sus familiares, contestó: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: “Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”.

Algunos ven en esas palabras del Jesús un gesto de menosprecio hacia su Madre. Sin embargo, analizando las palabras de Jesús, hemos de preguntarnos: ¿Quién cumplió la voluntad del Padre mejor que su madre María? Si tomamos en cuenta que los relatos evangélicos (especialmente el evangelio según san Lucas) nos muestran a María totalmente entregada a escuchar la Palabra de Dios (Cfr. Lc 1,38), estas palabras se convierten en una verdadera alabanza de parte de Jesús a su Madre. Jesús quiere enfatizar que al “nuevo pueblo de Dios”, que es el sujeto de la Nueva Alianza, ya no se pertenece por herencia ni lazos de sangre (como era con el pueblo judío y la Antigua Alianza) sino por lazos de Amor, por escuchar la Palabra del Padre y cumplir su voluntad.

Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Somos verdaderamente hermanos de Jesús? Hay una forma fácil de determinarlo, un “test”: ¿hago la voluntad del padre? Lo bueno de esta prueba es que el mismo Jesús nos ha dado la contestación. San Juan de la Cruz lo resumió en una hermosa frase: “al atardecer de la vida nos examinarán del amor”.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O (2) 16-06-22

“Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino”…

La lectura evangélica que contemplamos hoy (Mt 6,7-15) es la misma que leímos el martes de la primera semana de cuaresma. Se trata de la versión de Mateo del Padrenuestro, esa oración que rezamos los cristianos y que el mismo Jesús nos enseñó. La versión de Lucas (11,1-4) está precedida de una petición por parte de sus discípulos para que les enseñara a orar como Juan había enseñado a sus discípulos. No se trataba de que les enseñara a orar propiamente, sino más bien que les enseñara una oración que les distinguiera de los demás grupos, cada uno de los cuales tenía su propia “fórmula”. Jesús les da una oración que habría de ser el distintivo de todos sus discípulos, y que contiene una especie de “resumen” de la conducta que se espera de cada uno de ellos, respecto a Dios y al prójimo.

El relato de Mateo se da dentro del contexto del discurso evangélico de Jesús, el “Sermón de la Montaña”. Aquí, nos enfatiza que la actitud interior es lo verdaderamente importante, no la palabrería hueca, repetida sin sentido: “No uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis”.

Además de enseñarnos a dirigirnos al Padre como “Abba”, el nombre con que los niños hebreos se dirigían a su padre (“Abba nuestro…”), cuyo Reino esperamos, a aceptar Su santa voluntad, y a confiar en Su divina providencia y protección contra las acechanzas del maligno, nos establece la norma, la medida, en que vamos a ser acreedores de Su perdón cuando le fallamos (que para la mayoría de nosotros es a diario): “perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.

Además de repetirlo mecánicamente (como los gentiles cuya “palabrería” Él critica), ¿en algún momento nos detenemos a pensar en lo que estamos diciendo respecto al perdón? Si le pedimos al Padre que nos perdone en la misma medida que perdonamos a los que nos ofenden, ¿seremos acreedores de Su perdón? ¡Uf! Una vez más Jesús nos la pone difícil. ¿Quién dijo que el seguimiento de Jesús era fácil? “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23).

Nuevamente tenemos que decir: ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. Él nos advirtió que el camino iba a ser empinado, pero nos dio la herramienta para hacerlo llevadero. Hace dos días Él mismo nos decía: “Amad a vuestros enemigos”. El Padre nos perdona porque nos ama, porque el perdón es fruto del amor. Si le escuchamos y seguimos en lo primero (amar incluso a nuestros enemigos), lo segundo (perdonar a los que nos ofenden) es consecuencia lógica, obligada. Dios nos ama con amor de Madre, y nos pide que nos amemos unos a otros como Él nos ama (Jn 13,34b). ¿Qué madre no perdona a su hijo?

“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Y si abrimos nuestro corazón a ese Amor, se desbordará sobre nuestros hermanos, y el perdón no se hará esperar. Ni de nosotros a nuestros hermanos, ni de Dios a nosotros. ¡Entonces viviremos el Padrenuestro!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 29-04-22

“En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 3,16-21) es la culminación del diálogo de Jesús con Nicodemo que hemos venido comentando. Algunos exégetas sostienen que esta parte del diálogo no fue pronunciada por Jesús, sino que es una conclusión teológica que el autor añade a lo que pudo ser el diálogo original. Lo cierto es que en esta parte del diálogo Jesús llega a una mayor profundidad en la revelación de su propio misterio.

“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único” … Todo es iniciativa de Dios, iniciativa de amor y su máxima expresión: la Misericordia. Todo el relato evangélico de Juan, toda su teología, gira en torno a este principio del amor gratuito, incondicional, e infinito de Dios, que es el Amor mismo. Analicemos esta frase. El uso del superlativo “tanto”, implica que ese amor no tiene límites, es hasta el fin, hasta el extremo (Jn 13,2). Juan no cesa de repetirlo. Dios nos ama con locura, con pasión; y ese amor lo llevó a regalarnos a su propio Hijo, para que todos podamos salvarnos, “para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Tanto nos ama Jesús, tanto te ama, tanto me ama…

Y todo el que conoce ese amor incondicional de Dios cree en Él. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él” (1 Jn 4,16).

Pero Dios nos ama tanto que respeta nuestra libertad, nuestro libre albedrío; nos da la opción del aceptar el regalo o rechazarlo: “El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”. Para mostrar su punto, Juan echa mano de la contraposición entre la luz y las tinieblas: “El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

En el mismo Evangelio Jesús dirá más adelante: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida” (Jn 8,12)

En el pasaje que nos ocupa hoy vemos que la contraposición entre la luz y las tinieblas no depende del conocimiento de Jesús y su doctrina, sino de nuestras obras. “El que obra perversamente detesta a Luz… el que realiza la verdad se acerca a la Luz, para que vea que sus obras están hechas según Dios”. Es claro: todo el que ha conocido el amor de Dios no tiene más remedio que reciprocarlo, y esa reciprocidad se traduce en obras. Es “la fe que se ve” … “La fe, si no va acompañada de las obras, está completamente muerta”… “el hombre no es justificado sólo por la fe, sino también por las obras” (St 2,17.24). En eso consiste el plan de salvación que Jesús nos presenta.

Dios es amor. Él no condena a nadie como lo haría un juez humano. Cada uno de nosotros, según nuestro modo de actuar, estamos forjando nuestra salvación o condenación. El cielo, la salvación, comienza aquí. ¡Manos a la obra!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 01-04-22

“Yo no vengo por mi cuenta, sino enviado por el que es veraz”.

El pasaje que nos presenta la liturgia de hoy como primera lectura (Sab 2,1a.12-22) parece un adelanto (como esos que nos dan en el cine) del drama de la Pasión que vamos a contemplar al final de la Cuaresma. El libro de la Sabiduría es uno de los llamados “deuterocanónicos” que no forman parte de la Biblia protestante. Fue escrito durante la era de la restauración, luego del destierro en Babilonia. Sin este libro la Biblia se quedaría “coja”, pues el mismo sirve como una especie de “puente” entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento.

Cuando leemos este pasaje nos parece estar escuchando a los perseguidores de Jesús. Luego de reprochar su conducta, enfatizando su osadía al llamarse “Hijo del Señor”, deciden acabar con Él: “Veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él”.

Esta lectura nos sirve de preámbulo al pasaje del Evangelio según san Juan que contemplamos hoy (Jn 7,1-2.10.25-30). Este es uno de esos pasajes que la liturgia nos presenta fragmentados, por lo que es recomendable leerlo en su totalidad (los versículos 1-30), para poder entenderlo.

Juan nos reafirma la persona de Jesús como enviado del Padre, el único que le conoce y, por tanto, el único vehículo para conocer al Padre. “A mí me conocéis, y conocéis de dónde vengo. Sin embargo, yo no vengo por mi cuenta, sino enviado por el que es veraz; a ése vosotros no lo conocéis; yo lo conozco, porque procedo de él, y él me ha enviado”.

Pero la trama sigue complicándose. Vemos cómo el cerco va cerrándose cada vez más alrededor de la persona de Jesús, cómo va desarrollándose la conspiración que dentro de unos días se concretizará. Él está viviendo la experiencia de sentirse acorralado, rodeado de odio. Ve acercarse el fin… Tiene que ser cuidadoso, mide sus actuaciones, porque “todavía no ha llegado su hora”.

Dentro de todo este drama, Jesús se mantiene cauteloso pero sereno. Sabe quién le ha enviado y para qué ha sido enviado. Tiene que cumplir su misión salvadora. Se siente amado por el Padre y conoce sus secretos. Todo está en manos del Padre.

Jesús nos revela que Dios es nuestro Padre (Mt 6,9, Lc 11,2), por eso, al igual que Él, somos hijos de Dios (Jn 1,12; Rm 8,15-30) y coherederos de la gloria.

Contemplamos la serenidad, la paz de Jesús en medio de la persecución y el odio que le rodeaba, y sabemos que esa paz es producto de saberse amado por el Padre. Ese amor que le permite sentirse acompañando en medio del desierto. Vivía esa intimidad con el Padre, que se nutría de la oración constante.

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de vivir como Él esa intimidad con el Padre, para que seamos reconfortados por Su presencia en medio de la tribulación. Abandonarnos a Su misericordia, como un niño en brazos de su padre o, mejor aún, su madre. Ese es el secreto.

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA (C) 20-03-22

“Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

“El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles”. Así finaliza el salmo responsorial de la liturgia para hoy (Sal 102).

La lectura evangélica de hoy nos presenta un pasaje compuesto de dos partes. La primera contiene una catequesis de Jesús sobre las desgracias que ocurren a diario en las que perecen varias personas y su relación con la retribución, y la segunda parte nos brinda la parábola de la higuera (Lc 13,1-9): “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?’ Pero el viñador contestó: ‘Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas’”.

En la primera parte Jesús hace ver que, contrario a la creencia de su época que toda desgracia era producto del pecado, todos estamos sujetos a morir repentinamente. Dios no puede desearnos mal, por eso Jesús deja claro que las muertes que se reseñan no son “castigo de Dios”. Pero termina con un llamado a la conversión y una advertencia: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”.

La parábola nos presenta la misericordia divina (representada en la persona del viñador), y la urgencia de escuchar el llamado a la conversión. La parábola nos recuerda que esas muertes repentinas que vemos a nuestro alrededor deben provocar un proceso de introspección en nosotros. No sabemos el día ni la hora. Nuestro tiempo es finito y debemos aprovecharlo.

El día de nuestro bautismo el Espíritu Santo plantó en nosotros tres semillas: la fe, la esperanza y la caridad. Y desde ese momento el Señor está esperando que den fruto. Dios se nos presenta como el Dios de la paciencia. Él no castiga; Él espera, como el viñador (“déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto”). Nos allana el camino a la conversión y nos invita a seguirle. Pero no sabemos cuándo llegará nuestra hora. Y si para entonces no hemos dado fruto…

Dios es un Dios de amor y misericordia; es infinitamente paciente, nos da una y otra, y otra oportunidad (conoce nuestra débil naturaleza y nuestra inclinación al pecado). Pero también es un Dios justo.

Esta Cuaresma nos ofrece “otra oportunidad” de conversión (Él no se cansa). No sabemos si el Viñador ya le dijo al Dueño: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 15-12-21

“ld a anunciar a Juan lo que habéis visto y oído”.

“¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?” Con esa pregunta dirigida a Jesús envía Juan el Bautista a sus discípulos en la lectura evangélica que contemplamos en la liturgia para este miércoles de la tercera semana de Adviento (Lc 7,19-23).

Para entender la pregunta o, más bien, el porqué de la misma, tenemos que enmarcarla en su contexto histórico y en la misión profética del propio Juan, quien como todos los judíos de su tiempo, esperaba un Mesías libertador, uno que los iba a liberar y purificar con fuego: “Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego; tomará en su mano el bieldo, y limpiará su era, guardará después el trigo en su granero, y quemará la paja con fuego que no se apaga” (Lc 3,16b-17).

A pesar que él mismo había sido testigo de la teofanía que acompañó al bautismo de Jesús (Lc3, 21-22), todavía estaba latente en su interior el concepto mesiánico del pueblo judío.

A nosotros a veces nos pasa lo mismo. Nos preguntamos: ¿Dónde estás Señor? ¿Dónde los signos de tu poder? Nos cegamos buscando milagros portentosos, y esa ceguera nos impide ver su Misericordia que se manifiesta día tras día ante nuestros propios ojos.

Jesús, consciente de esa realidad, antes que contestar la interrogante, se limitó a actuar, a practicar la Misericordia. Así, “curó a muchos de enfermedades, achaques y malos espíritus, y a muchos ciegos les otorgó la vista”.

Entonces dijo a los mensajeros de Juan: “ld a anunciar a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio”.

Con sus gestos, Jesús se inserta en la tradición judía, haciendo realidad las prefiguraciones del profeta Isaías (29,18-19; 35,5-6). No hay duda, los tiempos mesiánicos han llegado. Pero se trata de un Mesías que demuestra su poder, no con signos de grandeza, sino con gestos de amor, de Misericordia; sirviendo a los demás, especialmente a los pobres. El que no vino a ser servido sino a servir… (Mt 20,28).

El tiempo de Adviento nos hace revivir la espera del Mesías; ese que viene a liberarnos de nuestras esclavitudes, de todo aquello que nos oprime, que nos aleja de Él, comenzando con nuestro egoísmo. Solo así podremos alegrarnos del bien que otros reciben, producto de la Misericordia de Dios, aunque nosotros sigamos en espera: “Dichoso (Bienaventurado) el que no se escandalice de mí”. ¿Una nueva Bienaventuranza?

Estamos en tiempo de Adviento. Y no podemos olvidar que Dios viene para todos. Él no hace distinción. Así nos lo dice Isaías en la primera lectura de hoy (45,6b-8.18.21b-25): “Volveos hacia mí para salvaros, confines de la tierra, pues yo soy Dios, y no hay otro… “Ante mí se doblará toda rodilla, por mí jurará toda lengua… “A él vendrán avergonzados los que se enardecían contra él”. (Cfr. Gn 22,18).

De eso se trata el Adviento; de la llegada del Cristo que cambia los corazones. ¿Estás preparado para recibirlo?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 07-12-21

“Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la perdida?”

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para hoy, tomada del profeta Isaías (40,1-11), nos brinda el pasaje citado por Jesús en el Evangelio que leíamos este segundo domingo de Adviento (Lc 3,1-6): “Una voz grita: ‘En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos –ha hablado la boca del Señor’”. Es un anuncio de los tiempos mesiánicos unido a un llamado a la preparación para esos tiempos en que el Señor ha de llegar para liberar a su pueblo; preparación que en términos nuestros implica un proceso de conversión que allane el camino para que Dios pueda llegar a nuestros corazones.

Concluye el pasaje haciendo uso de la imagen que vemos a menudo en el Antiguo Testamento de Dios como “pastor” y su pueblo como “rebaño”: “Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres”. Así ha de venir el Mesías esperado, como un pastor que cuida de sus ovejas. Y esa imagen del pastor que reúne a su rebaño y “toma en brazos los corderos y hace recostar las madres”, nos presenta el buen pastor que se preocupa por sus ovejas, las reúne y las cuida.

La lectura evangélica de hoy (Mt 18,12-14) nos presenta la parábola del pastor que tiene cien ovejas, una se le pierde, y deja las noventa y nueve que le quedan para ir en busca de la que se extravió. Jesús está familiarizado con la vida pastoril, sabe que una oveja sola está indefensa, no puede sobrevivir. Nos dice que el Padre que está en los cielos es como el buen pastor de la parábola, no deja de preocuparse por ninguna de sus ovejas, aunque se aleje. Cuando un alma de aleja de Él, no puede mantenerse indiferente. Esta parábola nos presenta a un Dios que no quiere que nos perdamos, que viene a nuestro encuentro. Y cuando nos encuentra se alegra más por habernos encontrado que por aquellas que ya estaban en el redil. Y ese día habrá fiesta en la casa del Padre “porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado” (Lc 15,24).

Nos está diciendo que a Él no le importa la razón por la cual nos hayamos alejado; tan solo quiere que regresemos a su lado. Él nos está buscando, se hace cercano a nosotros. La misericordia de Dios, ese misterio de la actitud de Dios ante el pecado del hombre. Él quiere a todas sus ovejas, pero se siente especialmente alegre cuando encuentra una que estaba perdida; y estoy seguro que sonreirá cada vez que la vea junto a las demás ovejas de su rebaño.

Habíamos dicho que la palabra clave en esta segunda semana de Adviento es “conversión”; conversión que nos permitirá “preparar el camino” para que Dios, Buen Pastor, venga a nuestro encuentro, y podamos recibirlo en nuestros corazones.

¡Ven a mi encuentro, Señor, haz morada en mi corazón, y no permitas que me aleje de Ti!

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO (C) 05-12-21

“Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”.

La liturgia continúa su recorrido por el Adviento y nos hallamos en el segundo domingo. La liturgia para el primer domingo nos traía como tema principal la espera de la segunda venida del Señor, el “mañana”, el sentido escatológico del Adviento. Por eso la liturgia nos invitaba a estar “vigilantes”, en espera.

En esta segunda semana el tema de las lecturas es la venida del Señor en el tiempo presente, el “hoy”. La liturgia de este domingo nos invita a la conversión, que es la nota predominante de la predicación de Juan el Bautista en el Evangelio que leemos hoy (Lc 3,1-6) y se proyectará hasta la tercera semana de Adviento. Durante esta semana la liturgia nos exhorta a reflexionar sobre las palabras de Juan: “Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”, porque Jesús llega. Lucas nos quiere dejar saber que la actividad de Juan es el cumplimiento de la profecía de Isaías, y para eso echa mano de un texto del profeta (40,3-5): “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios”.

Y, ¿qué mejor manera de “preparar el camino” que buscando reconciliarnos con el Señor? En aquél entonces Juan predicaba un “bautismo de conversión para perdón de los pecados” como preparación para la llegada del Salvador. Hoy, durante esta segunda semana de Adviento, la Iglesia nos invita a acudir al sacramento de la reconciliación, que nos reconcilia con Dios y nos devuelve la amistad que habíamos perdido por el pecado. De este modo, cuando llegue la Navidad, estaremos en posición de unirnos sacramentalmente con Jesús y nuestros hermanos en la Eucaristía, del mismo modo que los discípulos de Juan Bautista estuvieron en disposición de recibir y aceptar a Jesús cuando se hizo entre ellos.

Durante esta semana podemos buscar en los diferentes templos que tenemos cerca, los horarios de confesiones disponibles, para que cuando llegue la Navidad, estemos bien preparados interiormente, uniéndonos a Jesús y a nuestros hermanos en la Eucaristía. No dejemos pasar esta oportunidad que se nos brinda. El momento es AHORA. Créeme, no te vas a arrepentir. Entonces sentiremos el bálsamo sanador de la Misericordia de Dios y podremos decir con el salmista: “Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares… El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres…”

“Oh Dios, Padre nuestro: Ahora en nuestro tiempo sabemos cómo perforar montañas, y nivelar colinas para construir autopistas, pero hemos perdido el camino que nos lleva al corazón de los otros y hacia ti. Que tu Hijo venga a nosotros para hacernos lo bastante creativos y audaces para construir avenidas de justicia y amor que nos hagan encontrarnos los unos a los otros y encontrarte a ti, nuestro Dios vivo. Te lo pedimos en el nombre de aquél a quien esperamos y que nos espera, Jesucristo nuestro Señor” (Oración Colecta).