En este vídeo compartimos con ustedes unas breves notas sobre el significado de la ceniza que se nos impone al comienzo de la cuaresma, así como el origen de esta práctica.
En la primera lectura de hoy (Mi 7,14-15.18-20) encontramos la confesión de fe del profeta Miqueas. Una fe que comprende la magnitud y el alcance de la misericordia divina. Una fe que confía en la fidelidad de Dios a pesar de nuestras infidelidades: “¿Qué Dios como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia”. Es la fe que permite al profeta denunciar las infidelidades de su pueblo y seguir adelante con la certeza de que el Dios que los ha enviado mantendrá su fidelidad para con él por siempre.
Muchas veces cargamos nuestra fe de ritos y preceptos que se tornan en campanas huecas, pues abandonamos lo esencial que es el amor y la misericordia divina, que cuando se derrama en nuestros corazones nos hace comprender que la voluntad del Padre está precisamente en el Amor, y en repartir ese Amor entre nuestros hermanos. Como he dicho en ocasiones anteriores, muchas veces nuestra fe se limita a dar “cumplimiento” a unos preceptos (nos convertimos en fariseos), pero somos incapaces de practicar la caridad y la justicia con nuestros hermanos, especialmente los más necesitados. Por eso se dice que la palabra “cumplimiento” está compuesta por dos palabras: “cumplo” y “miento”.
El Salmo (84,2-4.5-6.7-8), aunque con la mentalidad del Antiguo Testamento, nos enfatiza la misericordia divina: “Señor, has sido bueno con tu tierra, has restaurado la suerte de Jacob, has perdonado la culpa de tu pueblo, has sepultado todos sus pecados, has reprimido tu cólera, has frenado el incendio de tu ira”.
El evangelio de hoy (Mt 12,46-50) nos presenta a Jesús quien, ante la llamada de sus familiares, contestó: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: “Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”.
Algunos ven en esas palabras del Jesús un gesto de menosprecio hacia su Madre. Sin embargo, analizando las palabras de Jesús, hemos de preguntarnos: ¿Quién cumplió la voluntad del Padre mejor que su madre María? Si tomamos en cuenta que los relatos evangélicos (especialmente el evangelio según san Lucas) nos muestran a María totalmente entregada a escuchar la Palabra de Dios (Cfr. Lc 1,38), estas palabras se convierten en una verdadera alabanza de parte de Jesús a su Madre. Jesús quiere enfatizar que al “nuevo pueblo de Dios”, que es el sujeto de la Nueva Alianza, ya no se pertenece por herencia ni lazos de sangre (como era con el pueblo judío y la Antigua Alianza) sino por lazos de Amor, por escuchar la Palabra del Padre y cumplir su voluntad.
Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Somos verdaderamente hermanos de Jesús? Hay una forma fácil de determinarlo, un “test”: ¿hago la voluntad del padre? Lo bueno de esta prueba es que el mismo Jesús nos ha dado la contestación. San Juan de la Cruz lo resumió en una hermosa frase: “al atardecer de la vida nos examinarán del amor”.
Hoy la liturgia nos ofrece como primera
lectura el pasaje del segundo libro de los Reyes (5,1-15a) sobre Naamán, el
general del ejército sirio que padecía de lepra, y una criada judía le
recomendó a su esposa que fuera a Israel a ver al “profeta de Samaria”, quien
lo curaría. Debemos recordar que Siria era un país que vivía en constante
guerra con Israel. La sierva que dirige al general al profeta había sido
llevada a Siria como esclava. El general era un hombre poderoso, pero estaba
afectado por la lepra, una enfermedad catastrófica en su época (y considerada
producto del pecado). A aquella sierva no le importó que hubiese sido llevada a
Siria como esclava ni que aquél hombre fuera pagano. Estaba enfermo, necesitaba
curación. Ella se compadeció de él, no le importó su religión, practicó la
misericordia. “Ojalá mi señor fuera a ver al profeta de Samaria: él lo libraría
de su enfermedad”. Se refería al profeta Eliseo.
El rey sirio envió a Naamán con una carta ante
el rey de Israel para que dirigiera a su general ante el profeta. Cuando
finalmente llegó ante la puerta de Eliseo “con sus caballos y su carroza” y los
tesoros que había traído (como si con ellos pudiera comprar su salud), se
molestó porque Eliseo ni tan siquiera le recibió, sino que mandó a decirle: “Ve
a bañarte siete veces en el Jordán, y tu carne quedará limpia”. Él se molestó
porque Eliseo no salió a recibirle y, luego de decir: “Yo me imaginaba que
saldría en persona a verme, y que, puesto en pie, invocaría al Señor, su Dios,
pasaría la mano sobre la parte enferma y me libraría de mi enfermedad”, dio
media vuelta y se marchó.
Si no es porque sus siervos, tal vez por ser
más sencillos, intervinieron y le dijeron: “Señor, si el profeta te hubiera
prescrito algo difícil, lo harías. Cuanto más si lo que te prescribe para
quedar limpio es simplemente que te bañes”. Naamán se bañó siete veces en el Jordán
como había dicho el profeta, y quedó limpio de su lepra.
Naamán estaba acostumbrado al ritualismo
pagano, vacío. El gesto sencillo de bañarse en el Jordán no tenía sentido. Le
faltaba la fe. La fe es la que nos sana y nos salva. Los ritos, los sacrificios,
el incienso, las fórmulas sacramentales, no tienen sentido, no tienen efecto,
si nos falta la fe. Lo mismo nos pasa a nosotros al acercarnos a los
sacramentos. Algo tan sencillo como bañarse en el Jordán, acompañado de la fe,
podía limpiar aquél hombre de su lepra. Sus siervos le transmitieron la fe. Él
creyó, se bañó, y fue sanado. No basta con creer, hay que actuar conforme a lo
que creemos.
“Y muchos leprosos había en Israel en tiempos
del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán,
el sirio”, nos dice Jesús en la lectura evangélica de hoy (Lc 4,24-30). Se
refería a la falta de fe de los suyos. El orgullo, el considerarse miembros del
“pueblo elegido” les hacía creerse “salvados”. No tenían la humildad de
reconocer su “lepra” y acercarse a Dios con humildad. Por eso no creyeron en
Él.
En este tiempo de Cuaresma, pidamos al Señor
la humildad de reconocer la “lepra” de nuestros pecados y experimentar la
necesidad de volvernos hacia Él, con la certeza de que “una palabra [s]uya
bastará para sanarnos”.
Las lecturas que nos presenta la liturgia para
hoy nos confrontan con la hipocresía religiosa del pueblo. En la primera
lectura (Is 1,10.16-20), el profeta pronuncia un oráculo de Yahvé en el que
repudia los sacrificios que le ofrece el pueblo mientras sus corazones están cada vez más alejados de
Él. Si leemos el pasaje completo, incluyendo los vv. 11-15, notamos que este
oráculo aparenta haber sido proclamado en medio de una celebración litúrgica,
pues hace referencia a los “holocaustos de carneros y grasa de animales
cebados”, “incienso”, y “manos extendidas”. Yahvé hace claro que está “harto”,
que “detesta” esos rituales vacíos, esas celebraciones litúrgicas falsas, que
se han convertido para Él en “una abominación”, en una “carga” que no está
dispuesto a soportar. Llega al punto de comparar su generación con la de Sodoma
y Gomorra.
Hace claro que ese no es el sacrificio
agradable a Él. Por el contrario, les exhorta: “Cesad de obrar mal, aprended a
obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano,
proteged a la viuda”. La primacía del amor, de la caridad, sobre la ley y el
ritualismo vacío. A Él no le interesan los sacrificios ni holocaustos. Si, por
el contrario, obramos el bien y nos apartamos del pecado, “aunque vuestros
pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como
escarlata, quedarán como lana”. El profeta nos señala en qué consiste el
verdadero culto religioso: en obras de caridad (misericordia-amor).
En el pasaje del Evangelio (Mt 23,1-12), que es
el preámbulo de las “siete maldiciones” que Jesús lanza contra los escribas y
fariseos, Jesús arremete contra la hipocresía de los escribas y fariseos que se
han sentado en la cátedra de Moisés (el “autor” de la Ley) y “no hacen lo que
dicen”. “Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente
en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar”.
Se refería Jesús a todos los numerosos preceptos (613 en total) en que los
fariseos habían convertido la Ley de Moisés y que, por su número eran
prácticamente imposible cumplir.
Se consideraban superiores, mejores que los
demás (de hecho, “fariseo” significa “separado”). Toda su actitud iba dirigida
a ostentar su superioridad (que pretendía ser producto de su “santidad”) ante
todos: las vestimentas y otros accesorios, como las filacterias (unas bandas
que llevaban en la frente o en los puños, con unos cofrecitos que contenían
textos de la Ley), los primeros lugares, los asientos de honor, las reverencias
que esperaban, los títulos. Todo era apariencia exterior, “sepulcros
blanqueados” (Mt 23, 27-28). Y por dentro, ¿qué?
El Concilio Vaticano II hizo un gran esfuerzo
para eliminar la “pompa” en nuestros ritos y celebraciones litúrgicas,
inculturándolos a nuestros respectivos países. Pero, ¿logró acabar con el
fariseísmo?
En esta Cuaresma, hagamos examen de
conciencia: ¿Me gusta recibir honores?, ¿reconocimiento?, ¿me siento mejor o superior
a los demás? Señor, ayúdame a recordar que todos somos hermanos, y que “el que
se humilla será enaltecido”, como Aquél que vino a servir y no a ser servido
(Mt 20,28), de modo que al llevar a cabo mi misión pastoral pueda tener “olor
de oveja”.
Lo repito; el papa Francisco no está diciendo
nada nuevo; simplemente está leyendo el Evangelio…
Las lecturas que nos presenta la liturgia para
hoy nos confrontan con la hipocresía religiosa del pueblo. En la primera
lectura (Is 1,10.16-20), el profeta pronuncia un oráculo de Yahvé en el que
repudia los sacrificios que le ofrece el pueblo mientras sus corazones están cada vez más alejados de
Él. Si leemos el pasaje completo, incluyendo los vv. 11-15, notamos que este
oráculo aparenta haber sido proclamado en medio de una celebración litúrgica,
pues hace referencia a los “holocaustos de carneros y grasa de animales
cebados”, “incienso”, y “manos extendidas”. Yahvé hace claro que está “harto”,
que “detesta” esos rituales vacíos, esas celebraciones litúrgicas falsas, que
se han convertido para Él en “una abominación”, en una “carga” que no está
dispuesto a soportar. Llega al punto de comparar su generación con la de Sodoma
y Gomorra.
Hace claro que ese no es el sacrificio
agradable a Él. Por el contrario, les exhorta: “Cesad de obrar mal, aprended a
obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano,
proteged a la viuda”. La primacía del amor, de la caridad, sobre la ley y el
ritualismo vacío. A Él no le interesan los sacrificios ni holocaustos. Si, por
el contrario, obramos el bien y nos apartamos del pecado, “aunque vuestros
pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como
escarlata, quedarán como lana”. El profeta nos señala en qué consiste el
verdadero culto religioso: en obras de caridad (misericordia-amor).
En el pasaje del Evangelio (Mt 23,1-12), que es
el preámbulo de las “siete maldiciones” que Jesús lanza contra los escribas y
fariseos, Jesús arremete contra la hipocresía de los escribas y fariseos que se
han sentado en la cátedra de Moisés (el “autor” de la Ley) y “no hacen lo que
dicen”. “Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente
en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar”.
Se refería Jesús a todos los numerosos preceptos (613 en total) en que los
fariseos habían convertido la Ley de Moisés y que, por su número eran
prácticamente imposible cumplir.
Se consideraban superiores, mejores que los
demás (de hecho, “fariseo” significa “separado”). Toda su actitud iba dirigida
a ostentar su superioridad (que pretendía ser producto de su “santidad”) ante
todos: las vestimentas y otros accesorios, como las filacterias (unas bandas
que llevaban en la frente o en los puños, con unos cofrecitos que contenían
textos de la Ley), los primeros lugares, los asientos de honor, las reverencias
que esperaban, los títulos. Todo era apariencia exterior, “sepulcros
blanqueados” (Mt 23, 27-28). Y por dentro, ¿qué?
El Concilio Vaticano II hizo un gran esfuerzo
para eliminar la “pompa” en nuestros ritos y celebraciones litúrgicas,
inculturándolos a nuestros respectivos países. Pero, ¿logró acabar con el
fariseísmo?
En esta Cuaresma, hagamos examen de
conciencia: ¿Me gusta recibir honores?, ¿reconocimiento?, ¿me siento mejor o superior
a los demás? Señor, ayúdame a recordar que todos somos hermanos, y que “el que
se humilla será enaltecido”, como Aquél que vino a servir y no a ser servido
(Mt 20,28), de modo que al llevar a cabo mi misión pastoral pueda tener “olor
de oveja”.
Lo repito; el papa Francisco no está diciendo
nada nuevo; simplemente está leyendo el Evangelio…
En la primera lectura de hoy (Mi 7,14-15.18-20)
encontramos la confesión de fe del profeta Miqueas. Una fe que comprende la
magnitud y el alcance de la misericordia divina. Una fe que confía en la
fidelidad de Dios a pesar de nuestras infidelidades: “¿Qué Dios como tú, que
perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá
por siempre la ira, pues se complace en la misericordia”. Es la fe que permite
al profeta denunciar las infidelidades de su pueblo y seguir adelante con la
certeza de que el Dios que los ha enviado mantendrá su fidelidad para con él
por siempre.
Muchas veces cargamos nuestra fe de ritos y
preceptos que se tornan en campanas huecas, pues abandonamos lo esencial que es
el amor y la misericordia divina, que cuando se derrama en nuestros corazones
nos hace comprender que la voluntad del Padre está precisamente en el Amor, y en
repartir ese Amor entre nuestros hermanos. Como he dicho en ocasiones
anteriores, muchas veces nuestra fe se limita a dar “cumplimiento” a unos
preceptos, pero somos incapaces de practicar la caridad y la justicia con
nuestros hermanos, especialmente los más necesitados. Por eso se dice que la
palabra “cumplimiento” está compuesta por dos palabras: “cumplo” y “miento”.
El Salmo (84,2-4.5-6.7-8), aunque con la mentalidad
del Antiguo Testamento, nos enfatiza la misericordia divina: “Señor, has sido
bueno con tu tierra, has restaurado la suerte de Jacob, has perdonado la culpa
de tu pueblo, has sepultado todos sus pecados, has reprimido tu cólera, has
frenado el incendio de tu ira”.
El evangelio de hoy (Mt 12,46-50) nos presenta
a Jesús quien, ante la llamada de sus familiares, contestó: “¿Quién es mi madre
y quiénes son mis hermanos?” Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: “Éstos
son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo,
ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”.
Algunos ven en esas palabras del Jesús un
gesto de menosprecio hacia su Madre. Sin embargo, analizando las palabras de
Jesús, hemos de preguntarnos: ¿Quién cumplió la voluntad del Padre mejor que su
madre María? Si tomamos en cuenta que los relatos evangélicos (especialmente el
evangelio según san Lucas) nos muestran a María totalmente entregada a escuchar
la Palabra de Dios (Cfr. Lc 1,38), estas palabras se convierten en una
verdadera alabanza de parte de Jesús a su Madre. Jesús quiere enfatizar que al
“nuevo pueblo de Dios”, que es el sujeto de la Nueva Alianza, ya no se
pertenece por herencia ni lazos de sangre (como era con el pueblo judío y la
Antigua Alianza) sino por lazos de Amor, por escuchar la Palabra del Padre y
cumplir su voluntad.
Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Somos
verdaderamente hermanos de Jesús? Hay una forma fácil de determinarlo, un
“test”: ¿hago la voluntad del padre? Lo bueno de esta prueba es que el mismo
Jesús nos ha dado la contestación. San Juan de la Cruz lo resumió en una
hermosa frase: “a la tarde de la vida te examinarán en el amor”.
Las lecturas que nos presenta la liturgia para
hoy nos confrontan con la hipocresía religiosa del pueblo. En la primera
lectura (Is 1,10.16-20), el profeta pronuncia un oráculo de Yahvé en el que
repudia los sacrificios que le ofrece el pueblo mientras sus corazones están cada vez más alejados de
Él. Si leemos el pasaje completo, incluyendo los vv. 11-15, notamos que este
oráculo aparenta haber sido proclamado en medio de una celebración litúrgica,
pues hace referencia a los “holocaustos de carneros y grasa de animales
cebados”, “incienso”, y “manos extendidas”. Yahvé hace claro que está “harto”,
que “detesta” esos rituales vacíos, esas celebraciones litúrgicas falsas, que
se han convertido para Él en “una abominación”, en una “carga” que no está
dispuesto a soportar. Llega al punto de comparar su generación con la de Sodoma
y Gomorra.
Hace claro que ese no es el sacrificio
agradable a Él. Por el contrario, les exhorta: “Cesad de obrar mal, aprended a
obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano,
proteged a la viuda”. La primacía del amor, de la caridad, sobre la ley y el
ritualismo vacío. A Él no le interesan los sacrificios ni holocaustos. Si, por
el contrario, obramos el bien y nos apartamos del pecado, “aunque vuestros
pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como
escarlata, quedarán como lana”. El profeta nos señala en qué consiste el
verdadero culto religioso: en obras de caridad (misericordia-amor).
En el pasaje del Evangelio (Mt 23,1-12), que es
el preámbulo de las “siete maldiciones” que Jesús lanza contra los escribas y
fariseos, Jesús arremete contra la hipocresía de los escribas y fariseos que se
han sentado en la cátedra de Moisés (el “autor” de la Ley) y “no hacen lo que
dicen”. “Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente
en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar”.
Se refería Jesús a todos los numerosos preceptos (613 en total) en que los
fariseos habían convertido la Ley de Moisés y que, por su número eran
prácticamente imposible cumplir.
Se consideraban superiores, mejores que los
demás (de hecho, “fariseo” significa “separado”). Toda su actitud iba dirigida
a ostentar su superioridad (que pretendía ser producto de su “santidad”) ante
todos: las vestimentas y otros accesorios, como las filacterias (unas bandas
que llevaban en la frente o en los puños, con unos cofrecitos que contenían
textos de la Ley), los primeros lugares, los asientos de honor, las reverencias
que esperaban, los títulos. Todo era apariencia exterior, “sepulcros
blanqueados” (Mt 23, 27-28). Y por dentro, ¿qué?
El Concilio Vaticano II hizo un gran esfuerzo
para eliminar la “pompa” en nuestros ritos y celebraciones litúrgicas,
inculturándolos a nuestros respectivos países. Pero, ¿logró acabar con el
fariseísmo?
En esta Cuaresma, hagamos examen de
conciencia: ¿Me gusta recibir honores?, ¿reconocimiento?, ¿me siento mejor o superior
a los demás? Señor, ayúdame a recordar que todos somos hermanos, y que “el que
se humilla será enaltecido”, como Aquél que vino a servir y no a ser servido
(Mt 20,28), de modo que al llevar a cabo mi misión pastoral pueda tener “olor
de oveja”.
Lo repito; el papa Francisco no está diciendo
nada nuevo; simplemente está leyendo el Evangelio…
El evangelio que leemos en la liturgia de hoy
(Mt 23,23-26) es una continuación del de ayer que, como expresáramos el pasado
sábado, forma parte de ese discurso contra la actitud de los escribas y fariseos
que Mateo pone en boca de Jesús en el capítulo 23 de su relato evangélico. Cada
una de las críticas va precedida de un “¡Ay!”, que es una traducción bastante
libre de la palabra griega en el original Quai,
a falta de una palabra equivalente en español. Pero la palabra original lo que
expresa, más que una maldición, es dolor, indignación.
Tanto el evangelio de ayer (Mt 23,13-22) como
el de hoy, tienen una línea de pensamiento subyacente: Jesús desprecia con
vehemencia la hipocresía de los fariseos. Personas que se quedan en los ritos
externos y en el “cumplimiento” (palabra compuesta por otras dos: “cumplo” y
“miento”) de unos preceptos creados por ellos mismos para su propio beneficio,
mientras “descuidan lo más grave de la ley: el derecho, la compasión y la
sinceridad”. Fíjense que Jesús no condena los ritos ni la observancia de la ley
(Cfr. Mt 5,18), lo que condena es el
quedarse en los ritos y observancia externos sin que estos reflejen una actitud
interior conforme a lo que se practica: “Esto es lo que habría que practicar,
aunque sin descuidar aquello”.
A diario vemos los “fariseos” de nuestro
tiempo, esas personas que gustan de ocupar los primeros puestos en todas las
actividades y celebraciones litúrgicas de la Iglesia, en la oración
comunitaria, en las lecturas de la celebración eucarística, en los sacramentos;
pero su vida personal, su conducta “fuera del templo”, no guarda relación
alguna con esa “religiosidad” demostrada en el Templo. Son meros actores
interpretando un “papel” para “las gradas”. Esa es la actitud que Jesús condena
cuando dice: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por
fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y
desenfreno!” Es lo que el campesino puertorriqueño compara con la hoja del
yagrumo, que cuando usted la ve de un lado tiene un color, pero cuando la vira
del otro lado, tiene un color diferente.
Son pocas las veces que vemos a Jesús
verdaderamente molesto, indignado. Aunque el evangelio no describe la actitud
de Jesús cuando pronuncia las palabras que leemos en el pasaje de hoy, no
resulta difícil imaginarse hasta el tono de voz que utilizó; el de una persona
bien molesta, indignada, como cuando echó a los mercaderes del Templo (Jn
2,13-25).
Jesús nos está diciendo que el verdadero
cristiano es una persona “genuina”, sin dobleces, transparente, que practica lo
que predica. Nos está diciendo que, aunque no debemos menospreciar los ritos
externos (la purificación exterior de “la copa y el plato”), estos tienen menos
importancia que la pureza interior. Cuando lleguemos a ese día que nos espera a
todos en que tengamos que enfrentarnos a nuestra vida, no se nos preguntará
cuántas veces acudimos al templo, ni cuántas veces participamos en los ritos religiosos,
ni cuánto diezmamos; se nos preguntará cuánto amamos. Como dijo san Juan de la
Cruz: “A la tarde de la vida te examinarán en el amor”.
En la primera lectura de hoy (Mi 7,14-15.18-20) encontramos la confesión de fe del profeta Miqueas. Una fe que comprende la magnitud y el alcance de la misericordia divina. Una fe que confía en la fidelidad de Dios a pesar de nuestras infidelidades: “¿Qué Dios como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia”. Es la fe que permite al profeta denunciar las infidelidades de su pueblo y seguir adelante con la certeza de que el Dios que los ha enviado mantendrá su fidelidad para con él por siempre.
Muchas veces cargamos nuestra fe de ritos y preceptos que se tornan en campanas huecas, pues abandonamos lo esencial que es el amor y la misericordia divina, que cuando se derrama en nuestros corazones nos hace comprender que la voluntad del Padre está precisamente en el Amor, y en repartir ese Amor entre nuestros hermanos. Como he dicho en ocasiones anteriores, muchas veces nuestra fe se limita a dar “cumplimiento” a unos preceptos, pero somos incapaces de practicar la caridad y la justicia con nuestros hermanos, especialmente los más necesitados. Por eso se dice que la palabra “cumplimiento” está compuesta por dos palabras: “cumplo” y “miento”.
En el evangelio de hoy (Mt 12,46-50) Jesús, ante la llamada de sus familiares, contestó: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: “Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”.
Algunos ven en esas palabras del Jesús un gesto de menosprecio hacia su Madre. Analizando las palabras de Jesús hemos de preguntarnos: ¿Quién cumplió la voluntad del Padre mejor que su madre María? Si tomamos en cuenta que los relatos evangélicos (especialmente Lucas) nos muestran a María totalmente entregada a escuchar la Palabra de Dios (Cfr. Lc 1,38), estas palabras se convierten en una verdadera alabanza a la Madre de Jesús. Jesús quiere enfatizar que al “nuevo pueblo de Dios”, que es el sujeto de la Nueva Alianza ya no se pertenece por lazos de sangre (como era con el pueblo Judío y la Antigua Alianza) sino por lazos de Amor, por escuchar la Palabra del Padre y cumplir su voluntad.
Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Somos verdaderamente hermanos de Jesús? Hay una forma fácil de determinarlo, un “test”: ¿hago la voluntad del padre? Lo bueno de esta prueba es que el mismo Jesús nos ha dado la contestación. San Juan de la Cruz lo resumió en una hermosa frase: “a la tarde de la vida te examinarán en el amor”.
¿Cómo escribir una reflexión de alrededor de quinientas palabras sobre una lectura tan rica como la que nos presenta el Evangelio de este cuarto domingo de Cuaresma (el pasaje de la samaritana – Jn 4,5-42)? Basta con citar algunas de las palabras pronunciadas por Jesús en el mismo para percatarnos de la profundidad del mensaje.
“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (vv. 13-14).
“Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad” (vv. 23-24).
Vemos en las dos citas que anteceden esa relación entre el agua y el Espíritu, que nos refiere a las aguas bautismales y las palabras de Jesús a Nicodemo: “Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5). El culto de los judíos estaba basado en los ritos y el cumplimiento externo de la Ley. Jesús nos propone un culto “en espíritu y verdad” como el culto agradable al Padre. De ahí la contraposición entre el agua del pozo (“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed) y la que Jesús ofrece (“pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed).
El agua que Jesús promete es la única que calmará nuestra sed por siempre, y “se convertirá dentro de [nosotros] en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”. Esa “agua” es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y se convierte en un manantial inagotable capaz de fecundizar y hacer crecer nuestra vida y la de todo el que entra en contacto con nosotros. Y ese Espíritu no es otra cosa que el Amor de Dios: “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5 – segunda lectura de hoy).
El anuncio del amor incondicional de Dios es el núcleo central del mensaje evangélico. “Yo para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Y la palabra hebrea utilizada en el Antiguo Testamento para designar la “verdad” es emet, que en la mentalidad judía significa la solidez del amor incondicional de Dios.
En uno de mis libros favoritos, Te he llamado por tu nombre, su autor Piet van Breemen nos dice: “Si comprendemos esto con todo nuestro corazón, podremos a la vez amar a Dios, y su amor nos hará capaces, a su vez, de amar a nuestro prójimo. Si yo me sé amado por Dios, su amor llenará mi corazón y se desbordará, porque un corazón humano es demasiado pequeño para contenerlo todo entero. Así amaré a mi prójimo con ese mismo amor. En eso consiste todo el Evangelio”.
Ese, queridos hermanos, es el culto de adoración “en espíritu y verdad” que agrada al Padre.
¿Quieres de esa agua que saciará tu sed para toda la eternidad? El Padre te espera en su Casa. ¿Qué esperas? Anda, ve y bebe…