En este corto reflexionamos nuevamente sobre por qué invocamos la intercesión de la Santísima Virgen María en las Letanías como “causa de nuestra alegría”, haciendo una exhortación a ser portadores de esa alegría a todo el mundo.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Lc 17,11-19) es el relato de la curación de los diez leprosos. Esta
narración, exclusiva de Lucas, nos dice que mientras Jesús se dirigía a
Jerusalén “vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a
gritos le decían: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’.” Continúa
diciendo la narración que Jesús se limitó a decirles: “ld a presentaros a los
sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.
En tiempos de Jesús los leprosos eran
separados de la sociedad (Cfr. Lv 13), no podían acercarse a las
personas sanas, quienes tampoco podían acercarse a ellos para no quedar
“impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro tenían que ir
tocando una campanilla, mientras gritaban “¡impuro, impuro!”, para que nadie se
les acercara. Si alguno de ellos se sanaba, solo los sacerdotes podían
declararlos curados, “puros”. Entonces podían reintegrarse a la sociedad. Por
eso todo el diálogo entre Jesús y los leprosos tiene lugar con estos “a lo
lejos”.
Notamos que en este relato Jesús ni tan
siquiera les dijo que quedaban curados, se limitó a decirles que fueran ante
los sacerdotes para que estos certificaran su curación y les devolvieran su
dignidad. Los leprosos no cuestionaron las instrucciones de Jesús, confiaron en
su palabra y se dirigieron hacia los sacerdotes. Ese acto de fe los curó: “Y,
mientras iban de camino, quedaron limpios”.
Esta parte del relato sirve de preámbulo a la
parte verdaderamente importante del pasaje. Al percatarse de que habían sido
sanados, solo uno, un samaritano, un “no creyente”, uno que no pertenecía al
“pueblo elegido”, alabó a Dios, regresó corriendo donde Jesús, se echó por
tierra a sus pies, y le dio las gracias. Solo uno, un “proscrito”. De ahí que
Jesús le pregunte: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde
están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”
Tal vez el samaritano fue el único que
experimentó la curación considerándola como un don, mientras los otros nueve la
consideraron un “derecho” por pertenecer al pueblo elegido. Más aún, contrario
a los demás, que fueron directamente a cumplir con la prescripción legal de
comparecer al sacerdote para que les declarara puros, este antepuso la alabanza
y el agradecimiento al que le había curado, por encima del cumplimiento de la
letra de la ley. Esa fe del samaritano es la que hace que Jesús le diga como
frase conclusiva del pasaje: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. Los otros
nueve quedaron curados de su enfermedad física. El samaritano, con su fe, y su
reconocimiento de la misericordia divina, encontró la salvación.
Tenemos que preguntarnos, ¿alabo al Padre y me
postro a los pies de Jesús, dándole gracias por los dones recibidos de su
bondad y misericordia? ¿O me creo que por el hecho de “portarme bien”, asistir
a misa y acercarme a los sacramentos me merezco todo lo que me da?
Hoy, demos gracias a Dios por todos los dones
recibidos de su misericordia divina, reconociendo que los recibimos por pura
gratuidad suya, como una muestra de su amor infinito hacia nosotros.
“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda de que
la vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un
regalo, un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta
con el Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro
encontrarás la respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a
no dejar de orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Lc 17,11-19) es el relato de la curación de los diez leprosos. Esta
narración, exclusiva de Lucas, nos dice que mientras Jesús se dirigía a
Jerusalén “vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a
gritos le decían: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’.” Continúa
diciendo la narración que Jesús se limitó a decirles: “ld a presentaros a los
sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.
En tiempos de Jesús los leprosos eran
separados de la sociedad (Cfr. Lv 13), no podían acercarse a las
personas sanas, quienes tampoco podían acercarse a ellos para no quedar
“impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro tenían que ir
tocando una campanilla, mientras gritaban “¡impuro, impuro!”, para que nadie se
les acercara. Si alguno de ellos se sanaba, solo los sacerdotes podían
declararlos curados, “puros”. Entonces podían reintegrarse a la sociedad. Por
eso todo el diálogo entre Jesús y los leprosos tiene lugar con estos “a lo
lejos”.
Notamos que en este relato Jesús ni tan
siquiera les dijo que quedaban curados, se limitó a decirles que fueran ante
los sacerdotes para que estos certificaran su curación y les devolvieran su
dignidad. Los leprosos no cuestionaron las instrucciones de Jesús, confiaron en
su palabra y se dirigieron hacia los sacerdotes. Ese acto de fe los curó: “Y,
mientras iban de camino, quedaron limpios”.
Esta parte del relato sirve de preámbulo a la
parte verdaderamente importante del pasaje. Al percatarse de que habían sido
sanados, solo uno, un samaritano, un “no creyente”, uno que no pertenecía al
“pueblo elegido”, alabó a Dios, regresó corriendo donde Jesús, se echó por
tierra a sus pies, y le dio las gracias. Solo uno, un “proscrito”. De ahí que
Jesús le pregunte: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde
están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”
Tal vez el samaritano fue el único que
experimentó la curación considerándola como un don, mientras los otros nueve la
consideraron un “derecho” por pertenecer al pueblo elegido. Más aún, contrario
a los demás, que fueron directamente a cumplir con la prescripción legal de
comparecer al sacerdote para que les declarara puros, este antepuso la alabanza
y el agradecimiento al que le había curado, por encima del cumplimiento de la
letra de la ley. Esa fe del samaritano es la que hace que Jesús le diga como
frase conclusiva del pasaje: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. Los otros
nueve quedaron curados de su enfermedad física. El samaritano, con su fe, y su
reconocimiento de la misericordia divina, encontró la salvación.
Tenemos que preguntarnos, ¿alabo al Padre y me
postro a los pies de Jesús, dándole gracias por los dones recibidos de su
bondad y misericordia? ¿O me creo que por el hecho de “portarme bien”, asistir
a misa y acercarme a los sacramentos me merezco todo lo que me da?
Hoy, demos gracias a Dios por todos los dones
recibidos de su misericordia divina, reconociendo que los recibimos por pura
gratuidad suya, como una muestra de su amor infinito hacia nosotros.