“Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”.
Hoy, jueves posterior a la solemnidad de
Pentecostés, celebramos la Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Por
ello, nos apartamos momentáneamente de las lecturas del tiempo ordinario para
dar paso a las lecturas propias de la Fiesta.
Como primera lectura la liturgia nos ofrece
dos alternativas. La primera de ellas es el “Cuarto canto del Siervo” (Is
52,13-15; 53,1-12). Este pasaje prefigura la pasión de Cristo y su muerte
redentora. Es el que contiene los versículos que leía el eunuco de la reina
Candace de Etiopía (“Como oveja fue llevado al matadero; y como cordero que no
se queja ante el que lo esquila, así él no abrió la boca. En su humillación, le
fue negada la justicia. ¿Quién podrá hablar de su descendencia, ya que su vida
es arrancada de la tierra?”), a quien Felipe se le acercó y se los explicó,
aprovechando para anunciarle la Buena Nueva de Jesús, luego de lo cual, el
etíope pidió ser bautizado (Hc 8,26-40).
Esa imagen del “cordero”, que sin abrir la
boca es conducido al matadero, fue sin duda la que motivó a Juan a referirse a
Jesús como el “cordero de Dios” (Jn 1,36) que quita el pecado del mundo. En
este pasaje, profundo en su contenido y en su significado, encontramos un
diálogo en el que participan Dios y una multitud anónima con la cual podemos
identificarnos. Y si leemos y meditamos el canto, podemos comprender el alcance
de la pasión y muerte redentora de Jesús, que Él mismo constituyó en memorial, “como
sacerdote excelso al frente de la casa de Dios”, mediante la institución de la
Eucaristía (ver la otra lectura alternativa propuesta para hoy – Hb 10,12-23).
La lectura evangélica de hoy es la narración
que nos legó Lucas de la institución de la Eucaristía (Lc 22,14-20). “Con ansia
he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. Esas palabras de
Jesús reflejan su corazón sacerdotal, su deseo de no abandonar a los suyos. Él había
prometido enviarnos “otro” consolador, “otro” paráclito (Jn 14,16). Se refería
a “otro” consolador porque si bien es cierto que el Espíritu Santo nos acompaña
en todo momento y lugar, Él mismo, Jesús-Eucaristía, es también nuestro
consolador. Para eso instituyó la Eucaristía. Él tenía padecer su pasión y
muerte para luego ascender al Padre, pero su amor le movía a permanecer entre
nosotros. Así que decidió quedarse Él mismo con nosotros en las especies
eucarísticas. De paso, como Sumo y Eterno Sacerdote, nos santificó legándonos
el memorial de su pasión.
En nuestro bautismo todos hemos sido
configurados con Cristo como sacerdotes, profetas y reyes. Así, ejerciendo nuestro
sacerdocio común, cada vez que participamos de la celebración eucarística, nos
ofrecernos a nosotros mismos como hostias vivas, uniendo nuestro sacrificio al
único y eterno sacrificio ofrecido por Él para nuestra salvación, en una
completa oblación al Padre.
Hoy es también un día para orar por nuestros
sacerdotes, para que el Señor les brinde las fuerzas y la perseverancia para
ejercer su sacerdocio sacramental, que permite a Jesús, Sumo y Eterno
Sacerdote, continuar ejerciendo el suyo a través de ellos.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Lc 17,11-19) es el relato de la curación de los diez leprosos. Esta
narración, exclusiva de Lucas, nos dice que mientras Jesús se dirigía a
Jerusalén “vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a
gritos le decían: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’.” Continúa
diciendo la narración que Jesús se limitó a decirles: “ld a presentaros a los
sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.
En tiempos de Jesús los leprosos eran
separados de la sociedad (Cfr. Lv 13), no podían acercarse a las
personas sanas, quienes tampoco podían acercarse a ellos para no quedar
“impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro tenían que ir
tocando una campanilla, mientras gritaban “¡impuro, impuro!”, para que nadie se
les acercara. Si alguno de ellos se sanaba, solo los sacerdotes podían
declararlos curados, “puros”. Entonces podían reintegrarse a la sociedad. Por
eso todo el diálogo entre Jesús y los leprosos tiene lugar con estos “a lo
lejos”.
Notamos que en este relato Jesús ni tan
siquiera les dijo que quedaban curados, se limitó a decirles que fueran ante
los sacerdotes para que estos certificaran su curación y les devolvieran su
dignidad. Los leprosos no cuestionaron las instrucciones de Jesús, confiaron en
su palabra y se dirigieron hacia los sacerdotes. Ese acto de fe los curó: “Y,
mientras iban de camino, quedaron limpios”.
Esta parte del relato sirve de preámbulo a la
parte verdaderamente importante del pasaje. Al percatarse de que habían sido
sanados, solo uno, un samaritano, un “no creyente”, uno que no pertenecía al
“pueblo elegido”, alabó a Dios, regresó corriendo donde Jesús, se echó por
tierra a sus pies, y le dio las gracias. Solo uno, un “proscrito”. De ahí que
Jesús le pregunte: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde
están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”
Tal vez el samaritano fue el único que
experimentó la curación considerándola como un don, mientras los otros nueve la
consideraron un “derecho” por pertenecer al pueblo elegido. Más aún, contrario
a los demás, que fueron directamente a cumplir con la prescripción legal de
comparecer al sacerdote para que les declarara puros, este antepuso la alabanza
y el agradecimiento al que le había curado, por encima del cumplimiento de la
letra de la ley. Esa fe del samaritano es la que hace que Jesús le diga como
frase conclusiva del pasaje: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. Los otros
nueve quedaron curados de su enfermedad física. El samaritano, con su fe, y su
reconocimiento de la misericordia divina, encontró la salvación.
Tenemos que preguntarnos, ¿alabo al Padre y me
postro a los pies de Jesús, dándole gracias por los dones recibidos de su
bondad y misericordia? ¿O me creo que por el hecho de “portarme bien”, asistir
a misa y acercarme a los sacramentos me merezco todo lo que me da?
Hoy, demos gracias a Dios por todos los dones
recibidos de su misericordia divina, reconociendo que los recibimos por pura
gratuidad suya, como una muestra de su amor infinito hacia nosotros.
Hoy, pidamos al Señor por nuestros obispos, sacerdotes, diáconos y laicos comprometidos a cargo de los diversos ministerios para que adquieran conciencia de que como mucho se les ha encomendado, mucho se les exigirá; y que mientras más sirvan, mayor será su recompensa.
El Evangelio que contemplamos en la liturgia de
hoy (Lc 12,39-48) es continuación del que leíamos ayer y, de hecho, continúa el
tema de la exhortación a la vigilancia y al servicio como preparación para el
“regreso” inesperado de Jesús. Pero la tónica de hoy se sienta con la pregunta
de Pedro: “Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?” (v.41).
Después de haber invitado a la vigilancia a
todo cristiano Jesús centra su mensaje en aquellos “administradores” que el
“amo” a puesto al frente de su “servidumbre”, es decir a los pastores de la
Iglesia, que tendrán que rendirle cuentas cuando llegue el amo. “Al que mucho
se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá”
(v. 48).
Esta parábola nos evoca el capítulo 34 de
Ezequiel cuando Yahvé, por voz del profeta increpa a los pastores de Israel por
haber descuidado el rebaño que se les confió: “¡Ay de los pastores de Israel
que se apacientan a sí mismos! ¿Acaso los pastores no deben apacentar el
rebaño? Pero ustedes se alimentan con la leche, se visten con la lana,
sacrifican a las ovejas más gordas, y no apacientan el rebaño” (vv. 2-4). “Porque
mis ovejas han sido expuestas a la depredación y se han convertido en presa de
todas las fieras salvajes por falta de pastor; porque mis pastores no cuidan a
mis ovejas; porque ellos se apacientan a sí mismos, y no a mis ovejas” (v. 8).
Tal vez Pedro entendió que como él había sido
nombrado “persona a cargo”, “responsable” (Cfr. Mt 16,18), estaba seguro en su
“puesto”. De nuevo la naturaleza humana interponiéndose, creando esos
“fantasmas” del orgullo que se interponen entre nosotros y el verdadero
seguimiento de Jesús. Pero Jesús no vacila en derrumbar su falso orgullo. Le
dice todo lo contrario; mientras más responsabilidades se nos encomienden, más
estricto será el Señor al momento de exigirnos cuentas.
La tentación de utilizar, oprimir, e ignorar
las necesidades de aquellos que están bajo los que ocupan posiciones de liderato
o autoridad es grande. Las lecturas de hoy nos recuerdan que estos deben practicar
la justicia, convirtiéndose de ese modo en “esclavos” de esta, como exhorta Pablo
a los de Roma en la primera lectura (Rm 6,12-18): “…gracias a Dios, vosotros,
que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquel modelo de
doctrina al que fuisteis entregados y, liberados del pecado, os habéis hecho
esclavos de la justicia”.
El que obra así, estará siempre preparado para
esa hora menos pensada cuando llegue el “Hijo del hombre”. Entonces podrá
decirle como dice el mismo Pablo a los de Corinto: “siendo libre de todos, me
he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda” (1 Cor 9,19).
Hoy, pidamos al Señor por nuestros obispos,
sacerdotes, diáconos y laicos comprometidos a cargo de los diversos ministerios
para que adquieran conciencia de la grave responsabilidad que conlleva su
elección por parte del Señor, y que como mucho se les ha encomendado, mucho se
les exigirá; y que mientras más sirvan, mayor será su recompensa.
“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda de que
la vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un
regalo, un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta
con el Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro
encontrarás la respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a
no dejar de orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
Hoy, jueves posterior a la solemnidad de
Pentecostés, celebramos la Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Por
ello, nos apartamos momentáneamente de las lecturas del tiempo ordinario para
dar paso a las lecturas propias de la Fiesta.
Como primera lectura la liturgia nos ofrece
dos alternativas. La primera de ellas es el “Cuarto canto del Siervo” (Is
52,13-15; 53,1-12). Este pasaje prefigura la pasión de Cristo y su muerte
redentora. Es el que contiene los versículos que leía el eunuco de la reina
Candace de Etiopía (“Como oveja fue llevado al matadero; y como cordero que no
se queja ante el que lo esquila, así él no abrió la boca. En su humillación, le
fue negada la justicia. ¿Quién podrá hablar de su descendencia, ya que su vida
es arrancada de la tierra?”), a quien Felipe se le acercó y se los explicó,
aprovechando para anunciarle la Buena Nueva de Jesús, luego de lo cual, el
etíope pidió ser bautizado (Hc 8,26-40).
Esa imagen del “cordero”, que sin abrir la
boca es conducido al matadero, fue sin duda la que motivó a Juan a referirse a
Jesús como el “cordero de Dios” (Jn 1,36) que quita el pecado del mundo. En
este pasaje, profundo en su contenido y en su significado, encontramos un
diálogo en el que participan Dios y una multitud anónima con la cual podemos
identificarnos. Y si leemos y meditamos el canto, podemos comprender el alcance
de la pasión y muerte redentora de Jesús, que Él mismo constituyó en memorial, “como
sacerdote excelso al frente de la casa de Dios”, mediante la institución de la
Eucaristía (ver la otra lectura alternativa propuesta para hoy – Hb 10,12-23).
La lectura evangélica de hoy es la narración
que nos legó Lucas de la institución de la Eucaristía (Lc 22,14-20). “Con ansia
he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. Esas palabras de
Jesús reflejan su corazón sacerdotal, su deseo de no abandonar a los suyos. Él había
prometido enviarnos “otro” consolador, “otro” paráclito (Jn 14,16). Se refería
a “otro” consolador porque si bien es cierto que el Espíritu Santo nos acompaña
en todo momento y lugar, Él mismo, Jesús-Eucaristía, es también nuestro
consolador. Para eso instituyó la Eucaristía. Él tenía padecer su pasión y
muerte para luego ascender al Padre, pero su amor le movía a permanecer entre
nosotros. Así que decidió quedarse Él mismo con nosotros en las especies
eucarísticas. De paso, como Sumo y Eterno Sacerdote, nos santificó legándonos
el memorial de su pasión.
En nuestro bautismo todos hemos sido
configurados con Cristo como sacerdotes, profetas y reyes. Así, ejerciendo nuestro
sacerdocio común, cada vez que participamos de la celebración eucarística, nos
ofrecernos a nosotros mismos como hostias vivas, uniendo nuestro sacrificio al
único y eterno sacrificio ofrecido por Él para nuestra salvación, en una
completa oblación al Padre.
Hoy es también un día para orar por nuestros
sacerdotes, para que el Señor les brinde las fuerzas y la perseverancia para
ejercer su sacerdocio sacramental, que permite a Jesús, Sumo y Eterno
Sacerdote, continuar ejerciendo el suyo a través de ellos.
El mejor ejemplo de aquellos que lo dejan todo por seguir a Jesús lo encontramos en los sacerdotes y religiosos(as) que abandonan patria y parentela para dedicar su vida al Evangelio.
La liturgia nos brinda hoy la continuación de
la lectura evangélica de ayer, que nos relataba el episodio del hombre rico que
se marchó triste cuando Jesús le dijo que para conseguir la vida eterna tenía
que vender todo lo que tenía y repartir el dinero que obtuviera entre los
pobres. Lo que Jesús le pedía estaba más allá de su capacidad, pues vivía muy
apegado a sus bienes.
Hoy leemos (Mc 10,28-31) cómo, cuando el
hombre se va decepcionado, Pedro toma la palabra y le dice a Jesús: “Ya ves que
nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Aunque Marcos no lo
explicita en su relato, en la versión de Mateo (Mt 19,27b) Pedro le formula una
pregunta: “¿Qué nos tocará a nosotros?” (Otras versiones dicen: “¿Qué
recibiremos?”). Probablemente están pensando todavía en puestos y privilegios…
Jesús le contesta: “Os aseguro que quien deje
casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por
el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos
y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones–, y en la edad futura,
vida eterna. Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”.
Jesús enfatiza el seguimiento radical que Él
espera de los que nos llamamos sus discípulos. Lo hemos repetido en
innumerables ocasiones. En el seguimiento de Jesús no hay términos medios, no
hay condiciones, no hay tiempo de espera. Cuando Jesús nos dice “Sígueme”, o lo
seguimos, o nos quedamos a la vera del camino. Como decimos en Puerto Rico: “Se
nos va la guagua (autobús, colectivo, etc.)”
Lo que Jesús nos pide para alcanzar la
salvación no es fácil. Nos exige romper con todas las estructuras que generan
apegos, para entregarnos de lleno a una nueva vida donde lo verdaderamente
importante son los valores del Reino. Solos no podemos. Entonces podemos
preguntarnos: ¿quién podrá salvarse? Solo Dios salva; solo quien se abandona
totalmente a la voluntad de Dios alcanza la vida eterna. Como decía Jesús a sus
discípulos en la lectura evangélica de ayer: “Es imposible para los hombres, no
para Dios. Dios lo puede todo”.
La promesa de hoy no se trata de cálculos
aritméticos. No podemos esperar “cien casas”, o “cien” hermanos, o padres, o
madres, o hijos biológicos, o tierras a cambio de dejar los que tenemos ahora.
Lo que se nos promete es que vamos a recibir algo mucho más valioso a cambio. Y
no hablamos de valor monetario. ¿Quién puede ponerle precio al amor de Dios; a
la vida eterna; a la “corona de gloria que no se marchita” (1 Pe 5,4)? Para los
que creemos en Jesús y le creemos a Jesús, la vida eterna no es promesa vacía,
es una realidad de mayor valor que todo aquello a que podamos renunciar para
seguirle.
Pero, contrario a la predicación de las
llamadas “iglesias de la prosperidad”, ese premio no viene solo, viene
acompañado de persecuciones, de “cruces” aquí en este mundo. En eso Jesús es
consistente también (Cfr. Mt 16,24;
Lc 14,27). Y para los que le creemos a Jesús, aun esas persecuciones se
convierten en un premio (Cfr. Hc
5,41).
El mejor ejemplo de aquellos que lo dejan todo
por seguir a Jesús lo encontramos en los sacerdotes y religiosos(as) que
abandonan patria y parentela para dedicar su vida al Evangelio. Hoy, pidamos
especialmente por ellos, para que el Señor les colme de alegría, sabiendo que
desde ya están recibiendo su premio.
“La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.
El profeta Isaías continúa prefigurando al Mesías. En la
primera lectura para hoy (Is 30,19-21.23-26), el profeta nos dice: “Pueblo de
Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la
voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan
medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu
Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una
palabra a la espalda: ‘Éste es el camino, camina por él’”. Esta última frase
nos evoca la palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento para “conversión”
(metanoia), que literalmente se
refiere a una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en
que andaba y tomar otra dirección.
Así, vemos cómo en esta lectura también se adelanta el
llamado a la conversión que caracteriza la predicación de Juan Bautista, otra
de las figuras del Adviento: “Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo
monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la
tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios” (Cfr. Lc 3,1-6)
El relato evangélico de hoy (Mt 9,35–10,1.6-8) nos presenta
a un Jesús misericordioso que se apiada ante
el gemido de su pueblo y le responde. Así, la lectura nos dice que “recorría
todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el
Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. Tercer misterio luminoso del
Rosario). Continúa diciendo la lectura que Jesús, “al ver a las gentes, se
compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que
no tienen pastor”.
Este pasaje destaca otra característica de Jesús: que no se
comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya
a Él, sino que Él va a la gente a anunciar la Buena Nueva del Reino.
Luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor
misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que
necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores
a su mies”. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no
se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos
ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el
reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.
“Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que
el reino de los cielos está cerca”. El Señor quiere que todos se salven, esa es
su misión, nuestra misión. Pero para poder hacerlo, primero tenemos que experimentar
nosotros mismos la conversión, que se asocia al arrepentimiento; mas no un
arrepentimiento que denota culpa o remordimiento, sino que es producto de una
transformación entendida como un movimiento interior, en lo más profundo de
nuestro ser, nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos,
iluminados y ayudados por la Gracia Divina. Solo así podremos “contagiar” a
nuestros hermanos y lograr su conversión.
En este tiempo de Adviento, roguemos al dueño de la mies que
derrame su Gracia sobre nosotros para poder convertirnos en sus obreros.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Lc 17,11-19) es el relato de la curación de los diez leprosos. Esta
narración, exclusiva de Lucas, nos dice que mientras Jesús se dirigía a
Jerusalén “vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a
gritos le decían: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’.” Continúa
diciendo la narración que Jesús se limitó a decirles: “ld a presentaros a los
sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.
En tiempos de Jesús los leprosos eran
separados de la sociedad (Cfr. Lv 13), no podían acercarse a las
personas sanas, quienes tampoco podían acercarse a ellos para no quedar
“impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro tenían que ir
tocando una campanilla, mientras gritaban “¡impuro, impuro!”, para que nadie se
les acercara. Si alguno de ellos se sanaba, solo los sacerdotes podían
declararlos curados, “puros”. Entonces podían reintegrarse a la sociedad. Por
eso todo el diálogo entre Jesús y los leprosos tiene lugar con estos “a lo
lejos”.
Notamos que en este relato Jesús ni tan
siquiera les dijo que quedaban curados, se limitó a decirles que fueran ante
los sacerdotes para que estos certificaran su curación y les devolvieran su
dignidad. Los leprosos no cuestionaron las instrucciones de Jesús, confiaron en
su palabra y se dirigieron hacia los sacerdotes. Ese acto de fe los curó: “Y,
mientras iban de camino, quedaron limpios”.
Esta parte del relato sirve de preámbulo a la
parte verdaderamente importante del pasaje. Al percatarse de que habían sido
sanados, solo uno, un samaritano, un “no creyente”, uno que no pertenecía al
“pueblo elegido”, alabó a Dios, regresó corriendo donde Jesús, se echó por
tierra a sus pies, y le dio las gracias. Solo uno, un “proscrito”. De ahí que
Jesús le pregunte: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde
están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”
Tal vez el samaritano fue el único que
experimentó la curación considerándola como un don, mientras los otros nueve la
consideraron un “derecho” por pertenecer al pueblo elegido. Más aún, contrario
a los demás, que fueron directamente a cumplir con la prescripción legal de
comparecer al sacerdote para que les declarara puros, este antepuso la alabanza
y el agradecimiento al que le había curado, por encima del cumplimiento de la
letra de la ley. Esa fe del samaritano es la que hace que Jesús le diga como
frase conclusiva del pasaje: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. Los otros
nueve quedaron curados de su enfermedad física. El samaritano, con su fe, y su
reconocimiento de la misericordia divina, encontró la salvación.
Tenemos que preguntarnos, ¿alabo al Padre y me
postro a los pies de Jesús, dándole gracias por los dones recibidos de su
bondad y misericordia? ¿O me creo que por el hecho de “portarme bien”, asistir
a misa y acercarme a los sacramentos me merezco todo lo que me da?
Hoy, demos gracias a Dios por todos los dones
recibidos de su misericordia divina, reconociendo que los recibimos por pura
gratuidad suya, como una muestra de su amor infinito hacia nosotros.
“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalara que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
“Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”.
El evangelio que nos ofrece la liturgia de hoy
(Mt 11,25-27) contiene una de mis frases favoritas de Jesús: “Te doy gracias,
Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y
entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha
parecido mejor”.
Jesús parece referirse a los “sabios” y
“entendidos” de su tiempo (los escribas, fariseos, sacerdotes, doctores de la
ley), quienes cegados por su conocimiento de la “ley” creían saberlo todo. Por
eso eran incapaces de asimilar el mensaje sencillo pero profundo de Jesús. “Yo
les aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él” (Mc
10,13).
Siempre que leo este pasaje evangélico pienso
en Santa Catalina de Siena, virgen y
doctora de la Iglesia y terciaria dominica, quien a pesar de ser mujer,
sencilla, y analfabeta, logró poseer una profundidad teológica tal que le llevó
a ser consejera de papas, haciéndola acreedora del título de “doctora de la
Iglesia”. Ella, en su sencillez, logró compenetrarse con el misterio de Dios
con la misma intensidad que un niño o niña se lanza en brazos de su padre, al
punto que ya nada más existe…
Jesús nos está pidiendo que nos hagamos como
niños, para que podamos conocer y reconocer al Abba que Él nos presenta: “nadie conoce al Hijo más que el Padre, y
nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar”. Por eso escogió sus discípulos de entre la gente sencilla, creyentes
que no estaban “contaminados” por el ritualismo y legalismo excesivo de los
sacerdotes y fariseos. Escogió la tierra buena sobre a la que estaba llena de abrojos
(Mt 13,1-9; Mc 4,1-9; Lc 8,4-8).
Dios es difícil de alcanzar, nadie lo ha visto
nunca. Por eso nos envió a su Hijo, quien sí le conoce, para que Él nos dé a
conocer al Padre. Pero para conocer al Padre primero tenemos que reconocer
nuestra incapacidad de conocerlo por nosotros mismos. Jesús nos ofrece la
oportunidad de conocerle a Él a través de su Palabra, y a través de Él al Padre.
Parece un trabalenguas, pero el mensaje es sencillo, como aquellos a quienes va
dirigido: Él es el “Camino” que nos conduce al Padre; y quien le conoce a Él
conoce al Padre (Jn 14,6-7).
Padre, Señor de cielo, en este día te pido que
me des la humildad y sencillez de espíritu para reconocer mi incapacidad para
conocerte por mí mismo, y para ver el rostro de tu Hijo en todos mis hermanos,
especialmente los que más necesitan de tu piedad y misericordia y, a través de
Él y de su Palabra, llegar algún día a conocerte.
Así comenzaremos desde ahora a tener un atisbo
de ese día en que finalmente le veamos cara a cara: “Verán su rostro y llevarán
su nombre en la frente. Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de
lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por
los siglos de los siglos” (Ap 22,4-5).