“Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Esas palabras, pronunciadas por Jesús a sus discípulos, conforman el Evangelio de hoy (Lc 21,12-19).
Jesús continúa su “discurso escatológico” que comenzara ayer; habla de lo que habría de suceder a sus discípulos antes de la destrucción la ciudad de Jerusalén y del Templo (año 70 d.C.). Curiosamente, cuando Lucas escribe su relato evangélico, ya esto había sucedido (Lucas escribe su evangelio entre los años 80 y 90). El mismo Lucas, en Hechos de los Apóstoles, nos narra las peripecias de los apóstoles Pedro, Pablo, Juan, Silas, y otros, y cómo los apresan, los desnudan, los apalean, y los meten en la cárcel por predicar el Evangelio, y cómo tienen que comparecer ante reyes y magistrados. Tal y como Jesús anuncia que habría de ocurrir.
El mismo libro nos narra que ellos salían de la cárcel contentos, “dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús” (Hc 5,41). Contentos además porque habían tenido la oportunidad de predicar el Evangelio, no solo en la cárcel, sino ante reyes y magistrados. Más aún, confiados en las palabras del mismo Jesús cuando les dijo: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. El llamado es a la confianza y la perseverancia; características del discípulo-apóstol; ese que escucha el llamado, lo acoge, y se lanza a la misión que Dios le ha encomendado. Discípulos de la verdad; verdad que hemos dicho es la fidelidad del Amor de Dios que nos lleva a confiar plenamente en Él y en sus promesas; Amor que hace que Jesús diga a sus discípulos: “En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). La promesa va más allá de salvar la vida: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.
Lo hermoso de la Biblia es su consistencia. Ya Isaías nos transmitía la Palabra de Dios: “Ahora, así dice Yahvé tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. ‘No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador’” (Is 43,1-3). Promesa poderosa… ¿Cómo no poner nuestra confianza en ese Dios?
Jesús es consistente en sus exigencias, pero igual lo es en sus promesas. Y nosotros podremos fallarle, pero Él nunca se retracta de sus promesas.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este vigésimo séptimo domingo del tiempo ordinario (Lc 17,5-10), se divide en dos partes.
La primera está relacionada con los versículos inmediatamente anteriores a la lectura (Lc 3b-4) que se refieren a la corrección fraterna y, sobre todo, el perdón. Jesús sabe que somos imperfectos, una Iglesia santa compuesta por pecadores. Sabe que podemos ofender y nos pueden ofender. Por eso nos dice: “Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ‘Lo siento’, lo perdonarás”. ¡Ahí es donde eso de ser cristiano se pone difícil! Es el amor sin límites que nos impone el seguimiento de Jesús; el mismo Amor que nos profesa el Padre del cielo. Eso solo se logra mediante una adhesión incondicional a Jesús. Y esa adhesión incondicional solo es posible mediante un acto de fe. Creer en Jesús y creerle a Jesús.
Con ese trasfondo podemos comprender mejor la lectura de hoy. Los discípulos, al enfrentarse a las exigencias de Jesús, están conscientes de que solos no pueden, del gran abismo que les separa de Él en términos de fe. Por eso le imploran: “Auméntanos la fe”. Jesús, al contestarles, les establece la medida de fe que espera de ellos (nosotros): “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería”. Con más razón necesitamos implorar al Señor que aumente nuestra fe.
Hemos dicho en innumerables ocasiones que creer y tener fe, no son sinónimos. Se puede creer y no tener fe. La fe implica no solo creer en Jesús, sino también creerle a Jesús. Eso nos lleva a actuar conforme a Su Palabra.
La mayoría de nosotros nos consideramos personas de fe; pero hagamos un alto en ese camino hacia la santidad a la que todos somos llamados, y examinemos nuestra “fe”. ¿Cuántos milagros hemos logrado últimamente? ¿Y durante nuestras vidas? ¿Quiere eso decir que nuestra fe es tan pequeña que palidece ante un grano de mostaza? Mirémoslo de otro punto de vista. Olvidémonos de milagros espectaculares como mover montañas o árboles, echar demonios, curar enfermos, o revivir muertos. Hablemos de mantener la calma y la esperanza ante la adversidad, ante las desgracias, pérdidas o tragedias personales o familiares. ¿No es eso un “milagro”? Contéstate esa interrogante.
La segunda parte de la lectura puede parecer desconcertante, pues podría interpretarse que Dios es un malagradecido que no sabe apreciar los servicios que le prestamos a diario los que decidimos seguirle. Sin embargo, la lectura se refiere en realidad a nosotros, quienes en ocasiones creemos que si servimos a Dios con fidelidad, Él “nos debe”, es decir, que hemos comprado su favor. De nuevo, nuestra mentalidad “pequeña”, nuestra falta de fe, nos traicionan. Se nos olvida que nuestra “recompensa” no la tendremos en este mundo, sino en la vida eterna. Si decidimos seguir a Jesús tenemos que estar dispuestos a soportar todas las pruebas que ese seguimiento implica (Cfr. Sir 2,1-6).
“Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.
Que pasen un hermoso domingo lleno de bendiciones y de la PAZ que solo Él puede brindarnos.
“Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos
a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores,
por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no
preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no
podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros
padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos
de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra
cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Esas
palabras, pronunciadas por Jesús a sus discípulos, conforman el Evangelio de
hoy (Lc 21,12-19).
Jesús continúa su “discurso escatológico” que
comenzara ayer; habla de lo que habría de suceder a sus discípulos antes de la
destrucción la ciudad de Jerusalén y del Templo (año 70 d.C.). Curiosamente,
cuando Lucas escribe su relato evangélico, ya esto había sucedido (Lucas
escribe su evangelio entre los años 80 y 90). El mismo Lucas, en Hechos de los
Apóstoles, nos narra las peripecias de los apóstoles Pedro, Pablo, Juan, Silas,
y otros, y cómo los apresan, los desnudan, los apalean, y los meten en la
cárcel por predicar el Evangelio, y cómo tienen que comparecer ante reyes y magistrados.
Tal y como Jesús anuncia que habría de ocurrir.
El mismo libro nos narra que ellos salían de
la cárcel contentos, “dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por
el nombre de Jesús” (Hc 5,41). Contentos además porque habían tenido la
oportunidad de predicar el Evangelio, no solo en la cárcel, sino ante reyes y
magistrados. Más aún, confiados en las palabras del mismo Jesús cuando les
dijo: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia
salvaréis vuestras almas”. El llamado es a la confianza y la perseverancia;
características del discípulo-apóstol; ese que escucha el llamado, lo acoge, y
se lanza a la misión que Dios le ha encomendado. Discípulos de la verdad;
verdad que hemos dicho es la fidelidad del Amor de Dios que nos lleva a confiar
plenamente en Él y en sus promesas; Amor que hace que Jesús diga a sus
discípulos: “En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido
al mundo” (Jn 16,33). La promesa va más allá de salvar la vida: “Con vuestra
perseverancia salvaréis vuestras almas”.
Lo hermoso de la Biblia es su consistencia. Ya
Isaías nos transmitía la Palabra de Dios: “Ahora, así dice Yahvé tu creador,
Jacob, tu plasmador, Israel. ‘No temas, que yo te he rescatado, te he llamado
por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por
los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama
prenderá en ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador’”
(Is 43,1-3). Promesa poderosa… ¿Cómo no poner nuestra confianza en ese Dios?
Jesús es consistente en sus exigencias, pero
igual lo es en sus promesas. Y nosotros podremos fallarle, pero Él nunca se
retracta de sus promesas.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda de que
la vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un
regalo, un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta
con el Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro
encontrarás la respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a
no dejar de orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
En el pasaje evangélico de ayer (Mt 5,38-42)
Jesús nos instaba a “poner la otra mejilla” al que nos abofetee, a darle la
capa al que quiera quitarnos la túnica, a caminar “la milla extra” por el que
nos pida acompañamiento, a darle al que nos pida, y a no rehuir al que nos pida
prestado. Decíamos que esa conducta está reñida con el mundo secular en que nos
ha tocado vivir, y cómo puede resultar difícil, y hasta absurda, a nuestros
contemporáneos.
Si creíamos que esas exigencias del
seguimiento de Jesús eran difíciles, en la lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Mt 5,43-48), Jesús las lleva al extremo.
“Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que
os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace
salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo
también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de
extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
Este pasaje da significado a lo dicho por Juan
al final del prólogo de su relato evangélico: “la Ley fue dada por medio de
Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (1,17). Es
el cumplimiento de la profecía del Antiguo Testamento: “Llegarán los días
–oráculo del Señor– en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel
y la casa de Judá. No será como la Alianza que establecí con sus padres el día
en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza
que ellos rompieron, aunque yo era su dueño –oráculo del Señor–. Esta es la
Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días
–oráculo del Señor–: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus
corazones” (Jr 31,31-33).
Lo que parece imposible, amar a nuestros
enemigos, se hace, no solo posible, sino que es consecuencia inevitable del
llamado que Jesús nos hace: “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es
perfecto”. “Ser perfecto” significa amar sin medida, como Él nos ama, a pesar
de todas nuestras afrentas, nuestras tibiezas, nuestras traiciones. “Ser
perfecto” es aprender a ver el rostro de Jesús en todos nuestros hermanos, aun
en aquellos que nos hace la vida difícil, aquellos que nos ponen la zancadilla,
que entorpecen nuestra labor o, pero aun, nos causan daño con toda
deliberación. Es a esos a quienes Jesús dice que tenemos que amar. ¿Difícil?
Sí. ¿Imposible? No.
Si abrimos nuestros corazones al Amor de Dios,
y conocemos ese amor, y lo reciprocamos, no tenemos otra alternativa que amar a
todos como lo hace Él (Cfr. Jn 14,5),
que fue capaz de perdonar a sus verdugos (Lc 23,34).
Leí en algún lugar que amar es una decisión, y
que el resultado de esa decisión es el amor. Comienza por ahí. Toma la decisión
a amar a tus “enemigos”, añádele el Amor del Padre, y ya no será una mera
decisión; será un imperativo de vida. Entonces serás perfecto, como nuestro
Padre celestial es perfecto.
“Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las
sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por
causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no
preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no
podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros
padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos
de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra
cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Esas
palabras, pronunciadas por Jesús a sus discípulos, conforman el Evangelio de
hoy (Lc 21,12-19).
Jesús continúa su “discurso escatológico” que comenzara ayer;
habla de lo que habría de suceder a sus discípulos antes de la destrucción la
ciudad de Jerusalén y del Templo (año 70 d.C.). Curiosamente, cuando Lucas
escribe su relato evangélico, ya esto había sucedido (Lucas escribe su evangelio
entre los años 80 y 90). El mismo Lucas, en Hechos de los Apóstoles, nos narra
las peripecias de los apóstoles Pedro, Pablo, Juan, Silas, y otros, y cómo los
apresan, los desnudan, los apalean, y los meten en la cárcel por predicar el
Evangelio, y cómo tienen que comparecer ante reyes y magistrados. Tal y como
Jesús anuncia que habría de ocurrir.
El mismo libro nos narra que ellos salían de la cárcel
contentos, “dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre
de Jesús” (Hc 5,41). Contentos además porque habían tenido la oportunidad de
predicar el Evangelio, no solo en la cárcel, sino ante reyes y magistrados. Más
aún, confiados en las palabras del mismo Jesús cuando les dijo: “Pero ni un
cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis
vuestras almas”. El llamado es a la confianza y la perseverancia;
características del discípulo-apóstol; ese que escucha el llamado, lo acoge, y
se lanza a la misión que Dios le ha encomendado. Discípulos de la verdad;
verdad que hemos dicho es la fidelidad del Amor de Dios que nos lleva a confiar
plenamente en Él y en sus promesas; Amor que hace que Jesús diga a sus
discípulos: “En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido
al mundo” (Jn 16,33). La promesa va más allá de salvar la vida: “Con vuestra
perseverancia salvaréis vuestras almas”.
Lo hermoso de la Biblia es su consistencia. Ya Isaías nos
transmitía la Palabra de Dios: “Ahora, así dice Yahvé tu creador, Jacob, tu
plasmador, Israel. ‘No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu
nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos,
no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en
ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador’” (Is 43,1-3).
Promesa poderosa… ¿Cómo no poner nuestra confianza en ese Dios?
Jesús es consistente en sus exigencias, pero igual lo es en
sus promesas. Y nosotros podremos fallarle, pero Él nunca se retracta de sus
promesas.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalara que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
En el pasaje evangélico de ayer (Mt 5,38-42)
Jesús nos instaba a “poner la otra mejilla” al que nos abofetee, a darle la
capa al que quiera quitarnos la túnica, a caminar “la milla extra” por el que
nos pida acompañamiento, a darle al que nos pida, y a no rehuir al que nos pida
prestado. Decíamos que esa conducta está reñida con el mundo secular en que nos
ha tocado vivir, y cómo puede resultar difícil, y hasta absurda, a nuestros
contemporáneos.
Si creíamos que esas exigencias del
seguimiento de Jesús eran difíciles, en la lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Mt 5,43-48), Jesús las lleva al extremo.
“Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que
os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace
salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo
también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de
extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
Este pasaje da significado a lo dicho por Juan
al final del prólogo de su relato evangélico: “la Ley fue dada por medio de
Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (1,17). Es
el cumplimiento de la profecía del Antiguo Testamento: “Llegarán los días
–oráculo del Señor– en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel
y la casa de Judá. No será como la Alianza que establecí con sus padres el día
en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza
que ellos rompieron, aunque yo era su dueño –oráculo del Señor–. Esta es la
Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días
–oráculo del Señor–: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus
corazones” (Jr 31,31-33).
Lo que parece imposible, amar a nuestros
enemigos, se hace, no solo posible, sino que es consecuencia inevitable del
llamado que Jesús nos hace: “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es
perfecto”. “Ser perfecto” significa amar sin medida, como Él nos ama, a pesar
de todas nuestras afrentas, nuestras tibiezas, nuestras traiciones. “Ser
perfecto” es aprender a ver el rostro de Jesús en todos nuestros hermanos, aun
en aquellos que nos hace la vida difícil, aquellos que nos ponen la zancadilla,
que entorpecen nuestra labor o, pero aun, nos causan daño con toda
deliberación. Es a esos a quienes Jesús dice que tenemos que amar. ¿Difícil?
Sí. ¿Imposible? No.
Si abrimos nuestros corazones al Amor de Dios,
y conocemos ese amor, y lo reciprocamos, no tenemos otra alternativa que amar a
todos como lo hace Él (Cfr. Jn 14,5),
que fue capaz de perdonar a sus verdugos (Lc 23,34).
Leí en algún lugar que amar es una decisión, y
que el resultado de esa decisión es el amor. Comienza por ahí. Toma la decisión
a amar a tus “enemigos”, añádele el Amor del Padre, y ya no será una mera
decisión; será un imperativo de vida. Entonces serás perfecto, como nuestro
Padre celestial es perfecto.
“Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Esas palabras, pronunciadas por Jesús a sus discípulos, conforman el Evangelio de hoy (Lc 21,12-19).
Jesús continúa su “discurso escatológico” que comenzara ayer; habla de lo que habría de suceder a sus discípulos antes de la destrucción la ciudad de Jerusalén y del Templo (año 70 d.C.). Curiosamente, cuando Lucas escribe su relato evangélico, ya esto había sucedido (Lucas escribe su evangelio entre los años 80 y 90). El mismo Lucas, en Hechos de los Apóstoles, nos narra las peripecias de los apóstoles Pedro, Pablo, Juan, Silas, y otros, y cómo los apresan, los desnudan, los apalean, y los meten en la cárcel por predicar el Evangelio, y cómo tienen que comparecer ante reyes y magistrados. Tal y como Jesús anuncia que habría de ocurrir.
El mismo libro nos narra que ellos salían de la cárcel contentos, “dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús” (Hc 5,41). Contentos además porque habían tenido la oportunidad de predicar el Evangelio, no solo en la cárcel, sino ante reyes y magistrados. Más aún, confiados en las palabras del mismo Jesús cuando les dijo: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. El llamado es a la confianza y la perseverancia; características del discípulo-apóstol; ese que escucha el llamado, lo acoge, y se lanza a la misión que Dios le ha encomendado. Discípulos de la Verdad; verdad que hemos dicho es la fidelidad del Amor de Dios que nos lleva a confiar plenamente en Él y en sus promesas; Amor que hace que Jesús diga a sus discípulos: “En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). La promesa va más allá de salvar la vida: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.
Lo hermoso de la Biblia es su consistencia. Ya Isaías nos transmitía la Palabra de Dios: “Ahora, así dice Yahvé tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. ‘No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador’” (Is 43,1-3). Promesa poderosa… ¿Cómo no poner nuestra confianza en ese Dios?
Jesús es consistente en sus exigencias, pero igual lo es en sus promesas. Y nosotros podremos fallarle, pero Él nunca se retracta de sus promesas.
El Evangelio que nos propone la liturgia para este décimo tercer domingo del tiempo ordinario (Mt 10,37-42), es uno de esos que nos estremece, sobre todo los primeros versículos, por la dureza y radicalidad del lenguaje que Jesús utiliza para describirnos en forma gráfica lo que Él espera de los que respondemos “Sí” a su llamado. Si en algo Jesús es consistente es en esa radicalidad que Él espera en el seguimiento: “El que pone la mano en el arado” … “Vende todo lo que tienes” … “Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente,” …
Sin embargo, el pasaje que contemplamos hoy va más allá. Describe, no solo la actitud que espera de sus apóstoles (evangelizadores), sino también del que los escucha (evangelizados). Por eso podemos dividirlo en dos partes.
En los primeros tres versículos Jesús nos pide que para ser dignos de Él no podemos querer a nuestra familia inmediata más que a Él, que tenemos que coger nuestra cruz de cada día y seguirlo, y remata diciéndonos que “el que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará”. Palabras fuertes, duras, difíciles de asimilar; que hicieron que muchos de los que le seguían decidieran abandonarlo y pusieron a pensar inclusive a los Doce, al punto que Jesús, percibiéndolo, les preguntó: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,66-67).
Por otro lado, según de radical es en sus exigencias, así de firme es también en sus promesas: “el que pierda su vida por mí la encontrará”. A eso se refiere Pablo en la segunda lectura (Rm 6,3-4.8-11) cuando dice a los de Roma: “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva… pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más…” Esa fe era la que llevaba a aquellos primeros cristianos de Roma a abrazar el martirio entonando cánticos de alabanza.
La segunda parte del Evangelio va dirigida a los que acogemos el mensaje de Evangelio y a los portadores de este: “El que os recibe a vosotros…” Del mismo modo que los primeros versículos nos incomodan, los últimos nos tranquilizan, nos apaciguan, nos llenan de esperanza. Jesús promete a todo el que recibe y acoge a sus enviados, aunque sea con un gesto tan sencillo como “un vaso de agua”, su justa recompensa en la vida eterna. Y si sabemos reconocer a Jesús en cada uno de “estos pobrecillos”, lo que hagamos por ellos lo estaremos haciendo por Él, y seremos acreedores a “nuestra paga”.
La magnanimidad de Dios con los que acogen a sus enviados es una constante en las Escrituras. Así lo vemos en la primera lectura (1Re 4,8-11.14-16a) cuando aquella mujer reconoció en la persona de Eliseo a “un hombre de Dios”, a “un santo”, y eso fue suficiente para que le brindara comida y albergue. Ese gesto, agradable ante los ojos de Dios le valió su “justa paga” en la forma de una maternidad tardía.
Estas lecturas, especialmente el Evangelio, nos invitan a hacer introspección y preguntarnos: ¿seré acreedor a mi “justa paga”?