REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE 12-12-22

Hoy Puerto Rico, y toda América Latina, celebra la Fiesta de la Patrona de América Latina, Señora y Madre de los Mexicanos, Patrona de mi ciudad (y Diócesis) natal de Ponce, Puerto Rico, y declarada “Emperatriz de las Américas” por el papa Pío XII, en un mensaje radial a los mexicanos el 12 de octubre de 1945.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para esta Fiesta (Lc 1,39-48) nos narra la visita de la Virgen María a su prima Isabel, y el comienzo del hermoso cántico del Magníficat. María está encinta, y a pesar de su preñez, parte presurosa a ayudar a su parienta, quien es una mujer mayor que se encuentra en sus últimos tres meses del embarazo.

Esa es la Virgen que se presenta a san Juan Diego en el Tepeyac. Si examinamos detenidamente la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, notamos que la parte más iluminada es el vientre, que aparece ligera y delicadamente distendido, como el de una joven mujer al comienzo de su embarazo. Este hecho se confirma por la cinta negra que la Virgen lleva alrededor de la cintura, que es una prenda que usaban las mujeres aztecas cuando estaban embarazadas. ¡Qué imagen tan hermosa! Esta imagen de la Guadalupana es tan rica en símbolos, que resulta imposible ni tan siquiera intentar enumerarlos en tan corto espacio.

Poseyendo la Santísima Virgen un cuerpo glorificado al haber sido asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial (parte del dogma de la Asunción), puede adaptarse, tomar diferentes características físicas: su edad, estatura, apariencia, características étnicas, idioma, vestuario, etc. Así la Virgen se acomoda a la cultura y el lenguaje del vidente con miras a un fin pedagógico. De hecho, toda la simbología de la imagen ha sido descrita como una “escritura jeroglífica”, un “catecismo” especial para que los nuevos conversos, que aún no hablaban el castellano, pudieran entenderla.

En el caso de Nuestra Señora de Guadalupe, notamos además que su rostro no es ni indígena, ni español, sino una mezcla de ambas razas, mestizo. Esta apariencia parece anunciar la aparición de una nueva raza producto de la unión de ambas razas: el pueblo mexicano. Una nueva raza producto de la unión de otras dos con un elemento común: la fe católica. “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emmanuel” (Is 7,14). Así la Guadalupana “da a luz” también a un nuevo pueblo que nace junto a la evangelización de América y tiene como elemento común al Emmanuel, “Dios-en-nosotros”. Una raza, un pueblo genuinamente latinoamericano, que recibió a Jesús en su corazón, tal y como estamos preparándonos nosotros “hoy”, durante el Adviento, para recibirle en los nuestros.

No es por coincidencia, sino por “Diosidencia”, como dice mi esposa, que la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe se celebra durante el Adviento, y durante la parte del Adviento en que se nos llama a la conversión. Es un hecho histórico que en un período tan corto como diez años a partir de la aparición de Nuestra Señora en el Tepeyac, la fe católica se propagó por todo el continente, logrando la conversión de todos los pueblos latinoamericanos.

En esta fecha tan especial, pidamos a nuestro Señor, por la intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe, que nos ayude lograr la conversión que nos permita recibir a su Hijo en nuestros corazones.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 07-03-22

“En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”.

Las lecturas que nos presenta la liturgia para este lunes de la primera semana de Cuaresma giran en torno al amor, y a la máxima expresión de este: la misericordia.

La primera, tomada del libro del Levítico (19,1-2.11-18), nos presenta el llamado “código de santidad” que fue presentado por Moisés al pueblo de Israel para que pudiera estar a la altura de lo que Dios, que es santo, espera de nosotros: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Además de las leyes acerca del culto debido a Dios y las reglas de convivencia con el prójimo (no matar, no robar, no explotar al trabajador, no tomar venganza, etc.), termina con una sentencia: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Dios nos está pidiendo que seamos santos como Él es santo, que le honremos con nuestras obras, no con nuestras palabras. Dios nos ama hasta morir, y espera que nosotros hagamos lo propio. De ahí que Jesús elevará más aún ese mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos cuando nos diga: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).

En la lectura evangélica de hoy (Mt 25,31-46), Mateo nos estremece con el pasaje del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de misericordia. Y seremos nosotros mismos quienes hemos de dictar la sentencia.

Mateo pone en boca de los que escuchaban a Jesús, la pregunta: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”.

Durante ese tiempo de Cuaresma se nos propone el compromiso de amar al prójimo como preparación para la “gran noche” de la Pascua de resurrección. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a quien abandonamos (pienso en nuestros viejos). “En el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor” (san Juan de la Cruz).

Un día vamos a tomar el examen de nuestras vidas, y Jesús nos está dando las preguntas y contestaciones por adelantado. ¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende… Que pasen una hermosa semana.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE 12-12-20

¡Nuestra Señora de Guadalupe, ruega por nosotros!

Hoy Puerto Rico, y toda América Latina, celebra la Fiesta de la Patrona de América Latina, Señora y Madre de los mexicanos, y declarada “Emperatriz de las Américas” por el papa Pío XII, en un mensaje radial a los mexicanos el 12 de octubre de 1945.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para esta Fiesta (Lc 1,39-48) nos narra la visita de la Virgen María a su prima Isabel, y el comienzo del hermoso cántico del Magníficat. María está encinta, y a pesar de su preñez, parte presurosa a ayudar a su parienta, quien es una mujer mayor que se encuentra en sus últimos tres meses del embarazo.

Esa es la Virgen que se presenta a san Juan Diego en el Tepeyac. Si examinamos detenidamente la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, notamos que la parte más iluminada es el vientre, que aparece ligera y delicadamente distendido, como el de una joven mujer al comienzo de su embarazo. Este hecho se confirma por la cinta negra que la Virgen lleva alrededor de la cintura, que es una prenda que usaban las mujeres aztecas cuando estaban embarazadas. ¡Qué imagen tan hermosa! Esta imagen de la Guadalupana es tan rica en símbolos, que resulta imposible ni tan siquiera intentar enumerarlos en tan corto espacio.

Poseyendo la Santísima Virgen un cuerpo glorificado al haber sido asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial (parte del dogma de la Asunción), puede adaptarse, tomar diferentes características físicas: su edad, estatura, apariencia, características étnicas, idioma, vestuario, etc. Así la Virgen se acomoda a la cultura y el lenguaje del vidente con miras a un fin pedagógico. De hecho, toda la simbología de la imagen ha sido descrita como una “escritura jeroglífica”, un “catecismo” especial para que los nuevos conversos, que aún no hablaban el castellano, pudieran entenderla.

En el caso de Nuestra Señora de Guadalupe, notamos además que su rostro no es ni indígena, ni español, sino una mezcla de ambas razas, mestizo. Esta apariencia parece anunciar la aparición de una nueva raza producto de la unión de ambas razas: el pueblo mexicano. Una nueva raza producto de la unión de otras dos con un elemento común: la fe católica. “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel” (Is 7,14). Así la Guadalupana “da a luz” también a un nuevo pueblo que nace junto a la evangelización de América y tiene como elemento común al Emanuel, “Dios-en-nosotros”. Una raza, un pueblo genuinamente latinoamericano, que recibió a Jesús en su corazón, tal y como estamos preparándonos nosotros “hoy”, durante el Adviento, para recibirle en los nuestros.

No es por coincidencia, sino por “Diosidencia”, como dice mi esposa, que la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe se celebra durante el Adviento, y durante la parte del Adviento en que se nos llama a la conversión. Es un hecho histórico que en un período tan corto como diez años a partir de la aparición de Nuestra Señora en el Tepeyac, la fe católica se propagó por todo el continente, logrando la conversión de todos los pueblos latinoamericanos.

Este Adviento que nos ha tocado vivir en medio de una pandemia, tornemos nuestra mirada al rostro amoroso de Santa María de Guadalupe y meditemos sus palabras a San Juan Diego:

“Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante aflictiva. ¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?”

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 02-03-20

“Porque tuve hambre y me disteis de comer”…

Las lecturas que nos presenta la liturgia para este lunes de la primera semana de Cuaresma giran en torno al amor, y a la máxima expresión de este: la misericordia.

La primera, tomada del libro del Levítico (19,1-2.11-18), nos presenta el llamado “código de santidad” que fue presentado por Moisés al pueblo de Israel para que pudiera estar a la altura de lo que Dios, que es santo, espera de nosotros: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Además de las leyes acerca del culto debido a Dios y las reglas de convivencia con el prójimo (no matar, no robar, no explotar al trabajador, no tomar venganza, etc.), termina con una sentencia: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Dios nos está pidiendo que seamos santos como Él es santo, que le honremos con nuestras obras, no con nuestras palabras. Dios nos ama hasta morir, y espera que nosotros hagamos lo propio. De ahí que Jesús elevará más aún ese mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos cuando nos diga: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).

En la lectura evangélica de hoy (Mt 25,31-46), Mateo nos estremece con el pasaje del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de misericordia. Y seremos nosotros mismos quienes hemos de dictar la sentencia.

Mateo pone en boca de los que escuchaban a Jesús, la pregunta: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”.

Durante ese tiempo de Cuaresma se nos propone el compromiso de amar al prójimo como preparación para la “gran noche” de la Pascua de resurrección. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a quien abandonamos (pienso en nuestros viejos). “En el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor” (san Juan de la Cruz).

Un día vamos a tomar el examen de nuestras vidas, y Jesús nos está dando las preguntas y contestaciones por adelantado. ¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende… Que pasen una hermosa semana.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TRIGÉSIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 30-11-19 – FIESTA DE SAN ANDRÉS, APÓSTOL

“Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”.

Hoy es el último día del tiempo ordinario, o tiempo durante el año. Mañana es el primer domingo de Adviento,

También la Iglesia celebra la Fiesta de san Andrés, apóstol, oriundo de Betsaida (Jn 1,44), discípulo de Juan y hermano de Simón-Pedro, fue uno de los cuatro apóstoles originales (junto a Pedro, Santiago y Juan). El relato evangélico que la liturgia dispone para esta Fiesta (Mt 4,18-22), nos narra la vocación de estos primeros discípulos, que eran pescadores en el mar de Galilea. En ocasiones anteriores hemos dicho que la palabra vocación viene del verbo latino vocare, que quiere decir llamar. Así, la vocación es un llamado, en este caso de parte de Jesús.

Y los llamados de Jesús siempre son directos, sin rodeos, al grano. “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Una mirada penetrante y una palabra o una frase; imposible de resistir. Siempre que leo la vocación de cada uno de los apóstoles trato de imaginar los ojos, la mirada de Jesús, y la firmeza de su voz. Y se me eriza la piel. Por eso la respuesta de los discípulos es inmediata y se traduce en acción, no en palabras.

Nos dice la lectura que Andrés y Simón, “inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron”. En cuanto a los hijos de Zebedeo nos dice la lectura que “inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron”. Cabe señalar que en el relato evangélico de Juan, Andrés vio y siguió a Jesús primero, y es él quien va su hermano Simón Pedro y le dice: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41). Tan impactante fue la experiencia de aquél primer encuentro con Jesús, que Juan recuerda la hora en que eso sucedió: “Eran como las cuatro de la tarde” (Jn 1,39). En cuanto a estos últimos, vemos no solo la inmediatez del seguimiento, sino también la radicalidad del mismo. Dejaron, no solo la barca, sino a su padre también. “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26; Mt 10,37). Dejarlo todo con tal de seguir a Jesús.

Mateo utiliza el lenguaje de la pesca en el escenario del mar de Galilea, y la frase “pescadores de hombres” con miras al objetivo de su relato evangélico, dirigido a los judíos que se habían convertido al cristianismo, con el propósito de demostrar que Jesús es el mesías prometido en quien se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. Así, alude a la profecía de Ezequiel, en la que se utiliza la metáfora del mar, la pesca abundante y la variedad de peces (Ez 47,8-10) para significar la misión profética a la que Jesús llama a sus discípulos, dirigida a convertir a todos, judíos y paganos.

Hoy Jesús nos llama a ser “pescadores de hombres”. Y la respuesta que Él espera de nosotros no es una palabra, ni una explicación o excusa (Cfr. Lc 9,59-61); es una acción, como la del mismo Mateo, quien cuando Jesús le dijo: “Sígueme”, “dejándolo todo, se levantó y lo siguió” (Lc 5,27; Mt 9,9; Mc 2,14).