“Por lo tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor…”
A Isaías se le llama el “profeta del Adviento”, porque su profecía domina la liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. En Isaías encontramos la promesa y la esperanza de que se cumplan todos los sueños mesiánicos del pueblo de Israel; esos sueños que hallarán cumplimiento en la persona de Jesús en quien, según nos resalta Mateo en su relato evangélico, se cumplen todas las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Pero no debemos pasar por alto que este tiempo también nos remite, como a los primeros cristianos, a la segunda venida de Jesús al final de los tiempos.
Las normas universales sobre el año litúrgico nos presentan así este tiempo: “El tiempo de Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre” (N.U., 39).
Las lecturas que nos ofrece la liturgia para este primer domingo de Adviento tienen sabor escatológico, es decir, nos remiten a esa “espera” de la parusía, la segunda venida de Jesús. La primera lectura, tomada del libro de Isaías (2,1-5), nos habla del “final de los días” en que todos los pueblos convergerán en la ciudad santa de Jerusalén (Cfr. Ap 21,9-27), y ya la guerra y la violencia serán cosa del pasado. “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas”.
La segunda lectura, tomada de la carta del Apóstol san Pablo a los Romanos (13,11-14), nos exhorta a estar vigilantes a esa segunda venida de Jesús: “La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”. Lo cierto es que con el nacimiento de Jesús se inauguró el Reino que el pueblo esperaba, ese Reino que ya ha comenzado pero que no está concretizado. El “final de los tiempos” es aquí y ahora, hasta tanto llegue el Hijo del hombre cubierto de gloria para dejar instaurado su Reinado por toda la eternidad. De ahí el llamado a estar vigilantes, pues no sabemos el día ni la hora. En ocasiones anteriores hemos recalcado que para cada uno de nosotros ese “día” puede ser en cualquier momento, incluso hoy mismo. Entonces pasaremos a ese estado en que el tiempo lineal desaparece, y solo existe el hoy de la eternidad. De ahí que san Pablo nos exhorta a estar “vestidos” de nuestro Señor Jesucristo, para que esa “hora” no nos sorprenda en pecado.
Así nos advierte la lectura evangélica (Mt 24,37-44): “Por lo tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor… estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.
Aunque nuestra vida debería ser un constante Adviento, este tiempo nos invita a convertirnos en otros “cristos” de manera que, llegada la hora, podamos reinar junto a Él por toda la eternidad (Cfr. Ap 22,5).
“Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir”.
Hoy concluimos el año litúrgico. Mañana comienza un nuevo año con ese “tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido contemplando en días recientes.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la del final de los tiempos, la parusía. A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final, que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular. Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima “como la trampa de un cazador”. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las “herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2 Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Fil, 4). Leí en algún lugar que “la oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos vivir las palabras de la primera lectura de hoy (Ap 22,1-7), uno de mis pasajes favoritos de la Biblia: “Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos”. Yo quiero estar allí. ¿Y tú?
El confesionario está abierto… ¡Todavía estamos a tiempo!
Ya estamos en el umbral de la Pasión. Es
Miércoles Santo. Mañana celebraremos la Misa vespertina “en la cena del Señor”,
y pasado mañana será el Viernes Santo. El pasaje evangélico que nos presenta la
liturgia para hoy es precisamente la preparación de la cena, y la versión de
Mateo de la traición de Judas (Mt 26,14-25). Pero el énfasis parece estar en la
traición de Judas, pues comienza y termina con esta. Los preparativos y la cena
parecen ser un telón de fondo para el drama de traición.
La lectura comienza así: “En aquel tiempo, uno
de los Doce, llamado Judas Iscariote, se presentó a los sumos sacerdotes y les
propuso: ‘¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?’ Ellos se ajustaron
con él en treinta monedas (Mateo es el único que menciona la cantidad acordada
de “treinta monedas” Marcos y Lucas solo mencionan “dinero”). Y desde entonces
andaba buscando ocasión propicia para entregarlo”.
La trama de la traición continúa
desarrollándose durante la cena: “Os aseguro que uno de vosotros me va a
entregar”. Luego sigue un intercambio entre Jesús y sus discípulos, que culmina
con Judas preguntando: “¿Soy yo acaso, Maestro?”, a lo que Jesús respondió: “Tú
lo has dicho”. Esto ocurría justo antes de la institución de la Eucaristía.
Siempre que escucho la historia de la traición
de Judas, recuerdo mis días de infancia y adolescencia cuando en mi pueblo
natal se celebraba la quema de una réplica de Judas. Era como si emprendiéndola
contra Judas, el pueblo entero tratara de echarle a este toda la culpa por la
muerte de Jesús; como si dijéramos: “Si yo hubiese estado allí, no lo hubiese
permitido”.
La realidad es que la traición de Judas fue el
último evento de una conspiración de los poderes ideológico-religiosos de su
tiempo, que llevaban tiempo planificando la muerte de Jesús. La suerte de Jesús
estaba echada. Judas fue un hombre débil de carácter que sucumbió ante la
tentación y se convirtió en un “tonto útil” en manos de los poderosos.
Es fácil echarle culpa a otro; eso nos hace
sentir bien, nos justifica. Pero se nos olvida que Jesús murió por los pecados
de toda la humanidad, cometidos y por cometer. Eso nos incluye a todos, sin
excepción. Todos apuntamos el dedo acusador contra Judas, pero, ¿y qué de
Pedro? ¿Acaso no traicionó también a Jesús? ¡Ah, pero Pedro se arrepintió y
siguió dirigiendo la Iglesia, mientras Judas se ahorcó! Esta aseveración
suscita tres preguntas, que cada cual debe contestarse: ¿Creen ustedes que Dios
dejó de amar a Judas a raíz de la traición? ¿Existe la posibilidad de que Judas
se haya arrepentido en el último instante de su vida? De ser así, ¿puede Dios
haberlo perdonado?
¿Y qué de los demás discípulos, quienes a la
hora de la verdad lo abandonaron, dejándolo solo en la cruz?
No pretendo
justificar a Judas. Tan solo quiero recalcar que él no fue
el único que traicionó a Jesús, ni será el último. ¿Quiénes somos nosotros para
juzgarlo? Hoy debemos preguntarnos: ¿Cuántas veces te he traicionado, Señor?
¿Cuáles han sido mis “treinta monedas”?
El confesionario está abierto… ¡Todavía estamos a tiempo!
“En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”.
Las lecturas que nos presenta la liturgia para
este lunes de la primera semana de Cuaresma giran en torno al amor, y a la
máxima expresión de este: la misericordia.
La primera, tomada del libro del Levítico (19,1-2.11-18),
nos presenta el llamado “código de santidad” que fue presentado por Moisés al
pueblo de Israel para que pudiera estar a la altura de lo que Dios, que es
santo, espera de nosotros: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios,
soy santo”. Además de las leyes acerca del culto debido a Dios y las reglas de
convivencia con el prójimo (no matar, no robar, no explotar al trabajador, no
tomar venganza, etc.), termina con una sentencia: “amarás a tu prójimo como a
ti mismo”. Dios nos está pidiendo que seamos santos como Él es santo, que le
honremos con nuestras obras, no con nuestras palabras. Dios nos ama hasta
morir, y espera que nosotros hagamos lo propio. De ahí que Jesús elevará más
aún ese mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos cuando nos diga:
“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).
En la lectura evangélica de hoy (Mt 25,31-46),
Mateo nos estremece con el pasaje del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda
que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a
ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra
conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de
misericordia. Y seremos nosotros mismos quienes hemos de dictar la sentencia.
Mateo pone en boca de los que escuchaban a
Jesús, la pregunta: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con
sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo
y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La
contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con
uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en
la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o
desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es
igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los
humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”.
Durante ese tiempo de Cuaresma se nos propone
el compromiso de amar al prójimo como preparación para la “gran noche” de la
Pascua de resurrección. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no
odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el
pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese
hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a
quien abandonamos (pienso en nuestros viejos). “En el atardecer de nuestras
vidas, seremos juzgados en el amor” (san Juan de la Cruz).
Un día vamos a tomar el examen de nuestras
vidas, y Jesús nos está dando las preguntas y contestaciones por adelantado.
¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende… Que pasen una hermosa
semana.
“Os voy a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad hago esto”.
En la primera lectura para hoy (Núm
24,2-7.15-17a) encontramos un anuncio temprano de la venida del futuro Mesías.
Lo curioso del caso es que el anuncio viene de un pagano, Balaán, “vidente” a
quien el rey de Moab había encargado
maldecir al pueblo de Israel, que tenía intenciones de atravesar su
territorio, ya a finales del Éxodo, luego de cuarenta años de marcha a través
del desierto de Sinaí.
No podemos perder de vista que el éxodo es el
resultado de la primera vez que Dios decide “intervenir” en la historia y tomar
partido con su pueblo que vivía esclavizado en Egipto. Por tanto, no podía
permanecer con los brazos cruzados. Ante las pretensiones del rey moabita, Dios
“toca el corazón” del vidente pagano, quien lejos de maldecir, bendice al
pueblo de Israel y profetiza el futuro mesiánico, que vendrá, no solo para el
pueblo de Israel, sino para todo el mundo. Inicialmente esta profecía se
entendió cumplida en la persona del rey David, pero más adelante se interpretó
por el pueblo, y los primeros cristianos, que se refería al Mesías esperado.
Hemos dicho que el tiempo de Adviento es
tiempo de preparación, de espera, de anticipación, de encaminarse hacia… Dios
viene al encuentro de todos los que le esperan, pero no se impone a nadie. Él
“toca a la puerta”, pero no nos obliga a recibirle. Se trata de un acto de fe.
El que no quiere creer no va a aceptar ningún argumento, explicación ni
evidencia, por más contundente que sea. Así, quien no quiere dejarse convencer
por la persona y las palabras de Jesús, tampoco podrá serlo por ninguna
discusión.
Ese es el caso que nos presenta la lectura
evangélica de hoy (Mt 21,23-27). Luego de echar a los mercaderes del Templo,
Jesús continúa moviéndose en sus alrededores y, estando allí, se le acercan
unos sumos sacerdotes y ancianos para cuestionarle con qué autoridad les había
echado: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?”.
Jesús les responde con otra pregunta: “Os voy
a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con
qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del cielo o de
los hombres?”. Ellos saben que no importa cómo contesten van a quedar en
evidencia, pues si dicen que del cielo, quedan como no-creyentes, y si dicen
que de los hombres, se ganan el desprecio del pueblo que tiene a Juan como un
gran profeta, lo que en aquellos tiempos podía acarrearles incluso el
linchamiento por blasfemos. Ante esa disyuntiva prefieren pasar por ignorantes:
“No sabemos”. A lo que Jesús replicó: “Pues tampoco yo os digo con qué
autoridad hago esto”.
La réplica de Jesús había sido una invitación
a recapacitar; más aún, una invitación a la conversión. Aquellos miembros del
consejo se negaban a reconocer que Juan había sido enviado para allanar el
camino para la llegada del Mesías: Jesús de Nazaret. Por eso se niegan a
reconocer (o les resulta conveniente ignorar) el nuevo tiempo de salvación
inaugurado con Jesús.
Hoy día no es diferente. Jesús se nos presenta
como nuestro Salvador. Y el Adviento es buen tiempo para recapacitar, para la
conversión. Solo así podremos reconocerle y aceptar su mensaje de salvación.
“Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir”.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la
liturgia y el año litúrgico. Con las primeras vísperas de esta noche comienza ese
“tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este
día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su
pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido
contemplando en días recientes.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la
liturgia y el año litúrgico. Con las primeras vísperas de esta noche comienza ese
“tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este
día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su
pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido
contemplando en días recientes.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara
en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía.
A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final,
que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento
también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular.
Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del
mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos
brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y
las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre
ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la
tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero
hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí
su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de
este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos
el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa
de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las
preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las
“herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo
exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2
Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Filem, 4). Leí en algún lugar que “la
oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que
Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan
poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos
y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y
mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos
escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos
“comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Por eso, especialmente durante
este tiempo de Adviento que comienza mañana, hagamos el firme propósito de orar
con mayor frecuencia e intensidad, al punto que convirtamos nuestras vidas en
oración.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara
en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía.
A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final,
que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento
también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular.
Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del
mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos
brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y
las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre
ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la
tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero
hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí
su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de
este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos
el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa
de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las
preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las
“herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo
exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2
Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Filem, 4). Leí en algún lugar que “la
oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que
Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan
poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos
y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y
mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos
escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos
“comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Por eso, especialmente durante
este tiempo de Adviento que comienza mañana, hagamos el firme propósito de orar
con mayor frecuencia e intensidad, al punto que convirtamos nuestras vidas en
oración.
Ya estamos en el umbral de la Pasión. Es
Miércoles Santo. Mañana celebraremos la Misa vespertina “en la cena del Señor”,
y pasado mañana será el Viernes Santo. El pasaje evangélico que nos presenta la
liturgia para hoy es precisamente la preparación de la cena, y la versión de
Mateo de la traición de Judas (Mt 26,14-25). Pero el énfasis parece estar en la
traición de Judas, pues comienza y termina con esta. Los preparativos y la cena
parecen ser un telón de fondo para el drama de traición.
La lectura comienza así: “En aquel tiempo, uno
de los Doce, llamado Judas Iscariote, se presentó a los sumos sacerdotes y les
propuso: ‘¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?’ Ellos se ajustaron
con él en treinta monedas (Mateo es el único que menciona la cantidad acordada
de “treinta monedas” Marcos y Lucas solo mencionan “dinero”). Y desde entonces
andaba buscando ocasión propicia para entregarlo”.
La trama de la traición continúa
desarrollándose durante la cena: “Os aseguro que uno de vosotros me va a
entregar”. Luego sigue un intercambio entre Jesús y sus discípulos, que culmina
con Judas preguntando: “¿Soy yo acaso, Maestro?”, a lo que Jesús respondió: “Tú
lo has dicho”. Esto ocurría justo antes de la institución de la Eucaristía.
Siempre que escucho la historia de la traición
de Judas, recuerdo mis días de infancia y adolescencia cuando en mi pueblo
natal se celebraba la quema de una réplica de Judas. Era como si emprendiéndola
contra Judas, el pueblo entero tratara de echarle a este toda la culpa por la
muerte de Jesús; como si dijéramos: “Si yo hubiese estado allí, no lo hubiese
permitido”.
La realidad es que la traición de Judas fue el
último evento de una conspiración de los poderes ideológico-religiosos de su
tiempo, que llevaban tiempo planificando la muerte de Jesús. La suerte de Jesús
estaba echada. Judas fue un hombre débil de carácter que sucumbió ante la
tentación y se convirtió en un “tonto útil” en manos de los poderosos.
Es fácil echarle culpa a otro; eso nos hace
sentir bien, nos justifica. Pero se nos olvida que Jesús murió por los pecados
de toda la humanidad, cometidos y por cometer. Eso nos incluye a todos, sin
excepción. Todos apuntamos el dedo acusador contra Judas, pero, ¿y qué de
Pedro? ¿Acaso no traicionó también a Jesús? ¡Ah, pero Pedro se arrepintió y
siguió dirigiendo la Iglesia, mientras Judas se ahorcó! Esta aseveración
suscita tres preguntas, que cada cual debe contestarse: ¿Creen ustedes que Dios
dejó de amar a Judas a raíz de la traición? ¿Existe la posibilidad de que Judas
se haya arrepentido en el último instante de su vida? De ser así, ¿puede Dios
haberlo perdonado?
¿Y qué de los demás discípulos, quienes a la
hora de la verdad lo abandonaron, dejándolo solo en la cruz?
No pretendo
justificar a Judas. Tan solo quiero recalcar que él no fue
el único que traicionó a Jesús, ni será el último. ¿Quiénes somos nosotros para
juzgarlo? Hoy debemos preguntarnos: ¿Cuántas veces te he traicionado, Señor?
¿Cuáles han sido mis “treinta monedas”?
El confesionario está abierto… Todavía estamos
a tiempo.
“Os voy a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad hago esto”.
En la primera lectura para hoy (Núm 24,2-7.15-17a)
encontramos un anuncio temprano de la venida del futuro Mesías. Lo curioso del
caso es que el anuncio viene de un pagano, Balaán, “vidente” a quien el rey de
Moab había encargado maldecir al pueblo
de Israel, que tenía intenciones de atravesar su territorio, ya a finales del
Éxodo, luego de cuarenta años de marcha a través del desierto de Sinaí.
No podemos perder de vista que el éxodo es el resultado de
la primera vez que Dios decide “intervenir” en la historia y tomar partido con
su pueblo que vivía esclavizado en Egipto. Por tanto, no podía permanecer con
los brazos cruzados. Ante las pretensiones del rey moabita, Dios “toca el
corazón” del vidente pagano, quien lejos de maldecir, bendice al pueblo de
Israel y profetiza el futuro mesiánico, que vendrá, no solo para el pueblo de
Israel, sino para todo el mundo. Inicialmente esta profecía se entendió
cumplida en la persona del rey David,
pero más adelante se interpretó por el pueblo, y los primeros cristianos, que
se refería al Mesías esperado.
Hemos dicho que el tiempo de Adviento es tiempo de
preparación, de espera, de anticipación, de encaminarse hacia… Dios viene al
encuentro de todos los que le esperan, pero no se impone a nadie. Él “toca a la
puerta”, pero no nos obliga a recibirle. Se trata de un acto de fe. El que no
quiere creer no va a aceptar ningún argumento, explicación ni evidencia, por
más contundente que sea. Así, quien no quiere dejarse convencer por la persona
y las palabras de Jesús, tampoco podrá serlo por ninguna discusión.
Ese es el caso que nos presenta la lectura evangélica de hoy
(Mt 21,23-27). Luego de echar a los mercaderes del Templo, Jesús continúa
moviéndose en sus alrededores y, estando allí, se le acercan unos sumos
sacerdotes y ancianos para cuestionarle con qué autoridad les había echado: “¿Con
qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?”.
Jesús les responde con otra pregunta: “Os voy a hacer yo
también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad
hago esto. El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?”. Ellos
saben que no importa cómo contesten van a quedar en evidencia, pues si dicen
que del cielo, quedan como no-creyentes, y si dicen que de los hombres, se
ganan el desprecio del pueblo que tiene a Juan como un gran profeta, lo que en
aquellos tiempos podía acarrearles incluso el linchamiento por blasfemos. Ante
esa disyuntiva prefieren pasar por ignorantes: “No sabemos”. A lo que Jesús
replicó: “Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto”.
La réplica de Jesús había sido una invitación a recapacitar;
más aún, una invitación a la conversión. Aquellos miembros del consejo se
negaban a reconocer que Juan había sido enviado para allanar el camino para la
llegada del Mesías: Jesús de Nazaret. Por eso se niegan a reconocer (o les
resulta conveniente ignorar) el nuevo tiempo de salvación inaugurado con Jesús.
Hoy día no es diferente. Jesús se nos presenta como nuestro Salvador.
Y el Adviento es buen tiempo para recapacitar, para la conversión. Solo así
podremos reconocerle y aceptar su mensaje de salvación.
Esta semana encenderemos la primera vela de la corona de Adviento, color morada, como signo de vigilancia.
Hace unas horas publicamos en este blog un corto mensaje sobre la Liturgia del Adviento. Allí señalábamos que las lecturas para el primer domingo de Adviento nos remiten a la espera de segunda venida del Señor, la parusía. Por eso las lecturas nos exhortan a estar vigilantes.
De ahí que la palabra clave para este primer domingo de
Adviento es VIGILANCIA. Por eso, tanto las lecturas como la predicación son una
invitación que se resume en las palabras con las que comienza el Evangelio para
hoy (Mc 13,33-37): “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento”. Esta
semana encenderemos la primera vela de la corona de Adviento, color morada,
como signo de vigilancia.
La primera lectura, tomada del profeta Isaías (63,16b-17.19b;64,2b-7),
llamado el profeta del Adviento, nos recuerda que nunca es tarde para
comenzar a prepararnos para esa “segunda venida” del Señor que se dará en el
momento menos pensado (Cfr. Mt 24,36). Tan solo tenemos que entregarnos
en sus manos: “Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el
alfarero: somos todos obra de tu mano”.
En la segunda lectura, que contiene el saludo y acción de
gracias al comienzo de la primera carta del san Pablo a los Corintios (1,3-9),
el apóstol nos recuerda que es por la gracia que hemos recibido de Dios que
podemos mantenernos vigilantes y firmes hasta esa segunda venida: “Pues por él
habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en
vosotros se ha probado el testimonio de Cristo. De hecho, no carecéis de ningún
don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os
mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día
de Jesucristo, Señor nuestro”.
En el Evangelio Jesús utiliza la parábola del hombre que se
fue de viaje (Jesús hasta su segunda venida) y dejó a cada uno de sus criados
(nosotros) una tarea (una misión), exhortándonos una vez más a la vigilancia: “Velad
entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o
a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga
inesperadamente y os encuentre dormidos”.
Siempre que pensamos en esa “segunda venida” de Jesús,
vienen a nuestras mentes las imágenes apocalípticas del fin de mundo, del
“final de los tiempos”. Pero lo cierto es que ese encuentro definitivo con
Jesús puede ser en cualquier momento para cada uno de nosotros; al final de
nuestra vida terrena, cuando enfrentemos nuestro juicio particular. Puede ser
hoy…
El Señor ha dado a cada uno de nosotros unos dones, unos
carismas, y nos ha encomendado una tarea. Si el Señor llegara “inesperadamente”
esta noche en mi sueño (¡cuántos no despertarán mañana!), ¿qué cuentas voy a
darle sobre la “tarea” que me encomendó? De ahí la exhortación a estar
vigilantes y con nuestra “tarea” al día, teniendo presente que, si la
encontramos difícil, tan solo tenemos que recordar las palabras de Isaías: “Señor,
tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra
de tu mano”.
Estamos comenzando el Adviento. Tiempo de anticipación, de
conversión, de vigilante espera para el nacimiento del Niño Dios en nuestros
corazones. Anda, reconcíliate con Él y con tus hermanos, ¡no vaya a ser que
llegue y te encuentre dormido!
“Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir”.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la liturgia. Mañana
comienza ese “tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación.
Y para este día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús
antes de su pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos
venido contemplando en días recientes.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara en el
versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero mis
palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía. A veces nos concentramos tanto en el
final de los tiempos, en el juicio final, que olvidamos que el final de cada
cual puede llegar en cualquier momento también, y en ese momento tendremos que
enfrentar nuestro juicio particular. Por eso tenemos que estar siempre
vigilantes, sin permitir que las “cosas” del mundo desvíen nuestra atención de las
palabras de vida eterna que Jesús nos brinda: “Tengan cuidado de no dejarse
aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para
que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque
sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero hombre, conoce
nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí su constante
exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de este mundo, a
mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos el momento de
nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima “como la trampa de un cazador”.
Por eso no debemos permitir que los placeres ni las preocupaciones emboten
nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las “herramientas” para
lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo
lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre”.
Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo exhortaba a los suyos a hacer
(Cfr. 2 Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10;
Col 1,3; Fil, 4). Leí en algún lugar que “la oración es fuente de poder”. De
hecho, la oración es el arma más poderosa que Jesús nos legó en nuestro arsenal
para el combate espiritual; un arma tan poderosa que es capaz de expulsar
demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos y santas de la
historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y mujeres de
oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos escucharon
la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de
perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos vivir las
palabras de la primera lectura de hoy (Ap 22,1-7), uno de mis pasajes favoritos
de la Biblia: “Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. Y ya no
habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol,
porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos”. Yo
quiero estar allí. ¿Y tú?