Continuamos celebrando la “octava” de Navidad. Cuando la Iglesia celebra una festividad solemne, como la Navidad, un día no basta; por eso la celebración se prolonga durante ocho días, como si constituyeran un solo día de fiesta. Aunque a lo largo de la historia de la Iglesia se han reconocido varias octavas, hoy la liturgia solo conserva las octavas de las dos principales solemnidades litúrgicas: Pascua y Navidad. Hecho este pequeño paréntesis de formación litúrgica, reflexionemos sobre las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy, quinto día de la infraoctava de Navidad.
Como primera lectura continuamos con la 1ra Carta del apóstol san Juan (2,3-11). En este pasaje Juan sigue planteando la contraposición luz-tinieblas, esta vez respecto a nosotros mismos. Luego de enfatizar “la luz verdadera brilla ya” y ha prevalecido sobre las tinieblas, nos dice cuál es la prueba para saber si somos hijos de la luz o permanecemos aún en las tinieblas: “Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos”. De nuevo la Ley del Amor, ese amor que Dios nos enseñó enviándonos a su único Hijo, ese Niño que nació en Belén hace apenas cuatro días, para que tuviéramos Vida por medio de Él (Cfr. Jn 4-7-9; 15,12-14).
Así, el que ha conocido y asimilado el misterio del amor de Dios en esta Navidad es “hijo de la Luz” y no tiene otro remedio que imitar su gran mandamiento, que es el Amor.
El Evangelio que contemplamos hoy nos presenta el pasaje de la Purificación de María y la Presentación del Niño en el Templo (Lc 2,22-35). Y una vez más la pregunta es obligada: ¿Cómo es posible que sus padres hayan llevado al Niño al Templo para presentárselo a Dios, si ese Niño ES Dios? Esta escena sirve para enfatizar el carácter totalizante del misterio de la Encarnación. Mediante la Encarnación Jesús se hizo uno de nosotros, igual en todo menos en el pecado (Hb 4,15). Por eso sus padres cumplieron con la Ley, significando de ese modo la solidaridad del Mesías con su pueblo, con nosotros. Y para su purificación, María presentó la ofrenda de las mujeres pobres (Lv 12,8), “un par de tórtolas o dos pichones”. La pobreza del pesebre…
Este pasaje nos presenta también el personaje de Simeón y el cántico del Benedictus. Simeón, tocado por el Espíritu Santo, le recuerda a María que ese hijo no le pertenece, que ha sido enviado para ser “luz para alumbrar a las naciones”, y que ella misma habría de ser partícipe del dolor de la pasión redentora de su Hijo: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”.
Lo vimos en la Fiesta de san Esteban Protomártir, al día siguiente de la Navidad, y lo veíamos ayer en la Fiesta de los Santos Inocentes. Hoy se nos recuerda una vez más que el nacimiento de nuestro Salvador y Redentor, nuestra liberación del pecado y la muerte, tiene un precio: la vida de ese Niño cuyo nacimiento todavía estamos celebrando. María lo sabía desde que pronunció el “hágase”. Por amor a Dios, por amor a su Hijo, por amor a ti… ¿Cómo no amar a María?
Hasta ahora la liturgia nos ha estado ofreciendo como primera lectura para el tiempo ordinario, pasajes del Antiguo Testamento. A partir de esta 27ma semana, y hasta el final del tiempo ordinario (semana 34), estaremos contemplando lecturas del Nuevo Testamento, comenzando con las cartas de Pablo.
Y como para “despertarnos”, Pablo (Gál 1,6-12) arremete con ira santa contra aquellos falsos pastores que pretenden predicarnos un evangelio distinto al de Jesucristo, adaptando su mensaje a lo que su feligresía quiere escuchar: “Pues bien, si alguien os predica un evangelio distinto del que os hemos predicado –seamos nosotros mismos o un ángel del cielo–, ¡sea maldito! Lo he dicho y lo repito: Si alguien os anuncia un evangelio diferente del que recibisteis, ¡sea maldito! Cuando digo esto, ¿busco la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿Trato de agradar a los hombres? Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Cristo”.
Y es que como hemos dicho en innumerables ocasiones, el mensaje de Cristo tiene unas exigencias que muchos prefieren ignorar, concentrándose en las partes “bonitas”, como si la Cruz no fuera parte integrante de ese mensaje de salvación. “El que quiera seguirme…”
El Evangelio (Lc 10,25-37), por su parte, nos presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta parábola se han escrito “ríos de tinta” (ahora diríamos gigabytes y gigabytes de data). Además de la historia, edificante por demás, que nos presenta la misma, algunos exégetas ven en la compasión del samaritano una imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del samaritano al final de la parábola una especie de prefiguración del retorno de Cristo al final de los tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un reflejo de la historia de la salvación, al igual que en las “parábolas del Reino”.
Hoy nos limitaremos a señalar que el relato está precedido de una discusión sobre el mandamiento más importante: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30-31); mandamiento que recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus hogares en un receptáculo llamado mezuzah, y el mandato sobre el prójimo contenido en Lev 19,18. Jesús llevará este último mandamiento un paso más allá, al pedirnos que amemos a nuestro prójimo, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado (Jn 13,34).
Lo cierto es que este relato nos enfrenta al pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos en nuestros pecados, al hacer un examen de conciencia, pensamos en las actuaciones en que hemos incurrido que resultan ofensivas a Dios. Robar, matar, fornicar, mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar al prójimo que lo necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde, y si me detengo… “Voy a ensuciarme la ropa…”
“En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él; ¿acaso el mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final” Jesús encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse de cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el que pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”
Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).
¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el levita de la parábola!
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 22,34-40) nos dice que un fariseo se acercó a Jesús y le preguntó: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?”. Los fariseos y los escribas tenían prácticamente una obsesión con el tema de los mandamientos y los pecados. La Mitzvá contiene 613 preceptos (248 mandatos y 365 prohibiciones), y los escribas y fariseos gustaban de discutir sobre ellos, enfrascándose en polémicas sobre cuales eran más importantes que otros.
La respuesta de Jesús no se hizo esperar: “‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser’. (Dt 6,4-5). Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Lv 19,18). Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas”.
Si leemos el libro del Deuteronomio, este mandamiento está precedido por “Escucha, Israel” (el famoso Shemá)… Tenemos que ponernos a la escucha de esa Palabra que es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos (Hb 4,12-13), que nos interpela. Una Palabra ante la cual no podemos permanecer indiferentes. La aceptamos o la rechazamos. No se trata pues, de una escucha pasiva; Dios espera una respuesta de nuestra parte. Cuando la aceptamos no tenemos otra alternativa que ponerla en práctica, como los Israelitas cuando le dijeron a Moisés: “acércate y escucha lo que dice el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que él te diga. Nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica”. O como le dijo Jesús a los que le dijeron que su madre y sus hermanos le buscaban: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21). Hay que actuar conforme a esa Palabra. No se trata tan solo de “creer” en Dios, tenemos que “creerle” a Dios y actuar de conformidad. El principio de la fe. Ya en otras ocasiones hemos dicho que la fe es algo que se ve.
¿Y qué nos dice el texto de la Ley citado por Jesús? “Amarás al Señor tu Dios”. ¿Y cómo ha de ser ese amar? “Con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Que no quede duda. Jesús quiere abarcar todas las maneras posibles, todas las facultades de amar. Amor absoluto, sin dobleces, incondicional (a Jesús no le gustan los términos medios). Corresponder al Amor que Dios nos profesa. Pero no se detiene ahí. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Consecuencia inevitable de abrirnos al Amor de Dios. Cuando nos abrimos al amor de Dios no tenemos otra alternativa que amar de igual manera.
La fórmula que nos propone Jesús es sencilla. Dos mandamientos cortos. Cumpliéndolos cumples todos los demás. La dificultad está en la práctica. Se trata de escuchar la Palabra y “ponerla en práctica”. Nadie dijo que era fácil (Dios los sabe), pero si queremos estar cada vez más cerca del Reino tenemos que seguir intentándolo.
Las lecturas que nos presenta la liturgia para
este lunes de la primera semana de Cuaresma giran en torno al amor, y a la
máxima expresión de este: la misericordia.
La primera, tomada del libro del Levítico (19,1-2.11-18),
nos presenta el llamado “código de santidad” que fue presentado por Moisés al
pueblo de Israel para que pudiera estar a la altura de lo que Dios, que es
santo, espera de nosotros: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios,
soy santo”. Además de las leyes acerca del culto debido a Dios y las reglas de
convivencia con el prójimo (no matar, no robar, no explotar al trabajador, no
tomar venganza, etc.), termina con una sentencia: “amarás a tu prójimo como a
ti mismo”. Dios nos está pidiendo que seamos santos como Él es santo, que le
honremos con nuestras obras, no con nuestras palabras. Dios nos ama hasta
morir, y espera que nosotros hagamos lo propio. De ahí que Jesús elevará más
aún ese mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos cuando nos diga:
“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).
En la lectura evangélica de hoy (Mt 25,31-46),
Mateo nos estremece con el pasaje del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda
que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a
ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra
conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de
misericordia. Y seremos nosotros mismos quienes hemos de dictar la sentencia.
Mateo pone en boca de los que escuchaban a
Jesús, la pregunta: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con
sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo
y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La
contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con
uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en
la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o
desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es
igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los
humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”.
Durante ese tiempo de Cuaresma se nos propone
el compromiso de amar al prójimo como preparación para la “gran noche” de la
Pascua de resurrección. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no
odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el
pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese
hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a
quien abandonamos (pienso en nuestros viejos). “En el atardecer de nuestras
vidas, seremos juzgados en el amor” (san Juan de la Cruz).
Un día vamos a tomar el examen de nuestras
vidas, y Jesús nos está dando las preguntas y contestaciones por adelantado.
¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende… Que pasen una hermosa
semana.
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en
cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la
purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex
13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la
madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado
sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha
tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta
cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico
que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la
Presentación.
La entrada de Jesús en brazos de su Madre en
el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos
como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a
quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.
Como lectura alterna la liturgia nos ofrece la
Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote
compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote
que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.
Está claro; Jesús es Dios, no necesita
presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros,
excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la
obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18):
“No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni
una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo
se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con
nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede
auxiliar a los que ahora pasan por ella”.
Así, el Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el
episodio de la Presentación. Lucas es el único de los evangelistas que nos
narra ese importante evento en la vida de Jesús.
Las palabras de Simeón anuncian el
cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora,
Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos
han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz
para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido
dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al
Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia
al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no
solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba
presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo
estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen
de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a
su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este.
María corredentora…
La liturgia de este trigésimo primer domingo
del Tiempo Ordinario, nos presenta la versión de Marcos (12,28b-34) del pasaje
en que un escriba preguntó a Jesús que cuál de los mandamientos era el más
importante; a lo que Jesús respondió: “El primero es: ‘Escucha, Israel, el
Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. El segundo es
éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay mandamiento mayor que éstos”.
De entrada hay que señalar que su interlocutor
le pregunta cuál es el primero de los mandamientos, y Jesús no se limita a uno.
Echa mano de dos preceptos contenidos en la Ley (Dt 6,4 y Lv 19,18), y los
funde en uno solo, con un elemento común: el Amor. El primero de ellos, el
“Shemá”, que los judíos aún repiten a diario y hasta tienen escrito en un
pequeño rollo que colocan en las jambas de las puertas de sus casas en un
envase que llaman “Mezuzá”. El segundo, tomado de la parte del libro del
Levítico que trata sobre la “humanidad en la vida diaria”.
De esa manera Jesús pone la ley del Amor por
encima del culto ritual que los judíos habían llevado al extremo, convirtiendo
los diez mandamientos originales en 613 preceptos, que se habían convertido en
una “pesada carga” (Cfr. Mt 23,4) casi imposible de llevar. A eso se refería
cuando dijo que no había venido a abolir la ley ni los profetas, sino a darle
plenitud. Y esa plenitud consiste en ver e interpretar la Ley desde la óptica
del Amor. Como dijera el papa San Juan Pablo II: “La relación del hombre con
Dios no es una relación de temor, de esclavitud o de opresión; al contrario, es
una relación de serena confianza, que brota de una libre elección motivada por
el amor”.
Uno de mis autores favoritos, Piet Van Breemen,
nos dice: “Este anuncio del amor de Dios es el núcleo central del mensaje
evangélico. Si comprendemos esto con nuestro corazón, podremos a la vez amar a
Dios, y su amor nos hará capaces, a su vez, de amar a nuestro prójimo”. Es
decir, si nos abrimos al amor de Dios, ese amor va a inundar todo nuestro ser y
se va a proyectar, o más bien “derramar”, sobre nuestro prójimo. Habremos
llegado a la plenitud del Amor, que es Dios. De ahí que san Juan diga que miente
todo el que dice que ama a Dios pero no ama a su prójimo (1Jn 4,20). Porque si
amamos a Dios podremos ver su rostro reflejado en el hermano, especialmente el
más necesitado, y no tendremos más remedio que amarle tal cual es; como Dios
nos ama a nosotros. Cuando amamos de verdad no hay nada que no estemos
dispuestos a hacer por nuestro prójimo. Porque que lo que se hace por amor
adquiere un nuevo significado. El amor hace que cualquier yugo sea suave, y
cualquier carga ligera (Mt 11,30).
Hoy, día del Señor, pidámosle que nos permita
vivir sus mandamientos, especialmente el más importante, no como cargas
“impuestas”, sino como respuesta amorosa. Y no olvides visitarle en su Casa, Él
te espera para derramar su Amor infinito sobre ti.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mt 22,34-40) nos dice que un fariseo se acercó a Jesús y le
preguntó: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?”. Los fariseos
y los escribas tenían prácticamente una obsesión con el tema de los
mandamientos y los pecados. La Mitzvá
contiene 613 preceptos (248 mandatos y 365 prohibiciones), y los escribas y
fariseos gustaban de discutir sobre ellos, enfrascándose en polémicas sobre cuales
eran más importantes que otros.
La respuesta de Jesús no se hizo esperar: “‘Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser’. (Dt
6,4-5). Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a
él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Lv 19,18). Estos dos mandamientos
sostienen la Ley entera y los profetas”.
Si leemos el libro del Deuteronomio, este
mandamiento está precedido por “Escucha, Israel” (el famoso Shemá)…
Tenemos que ponernos a la escucha de esa Palabra que es viva y eficaz, más
cortante que espada de dos filos (Hb 4,12-13), que nos interpela. Una Palabra
ante la cual no podemos permanecer indiferentes. La aceptamos o la rechazamos.
No se trata pues, de una escucha pasiva; Dios espera una respuesta de nuestra
parte. Cuando la aceptamos no tenemos otra alternativa que ponerla en práctica,
como los Israelitas cuando le dijeron a Moisés: “acércate y escucha lo que dice
el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que él te diga. Nosotros lo
escucharemos y lo pondremos en práctica”. O como le dijo Jesús a los que le
dijeron que su madre y sus hermanos le buscaban: “Mi madre y mis hermanos son
los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21). Hay que
actuar conforme a esa Palabra. No se trata tan solo de “creer” en Dios, tenemos
que “creerle” a Dios y actuar de conformidad. El principio de la fe. Ya en
otras ocasiones hemos dicho que la fe es algo que se ve.
¿Y qué nos dice el texto de la Ley citado por
Jesús? “Amarás al Señor tu Dios”. ¿Y cómo ha de ser ese amar? “Con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Que no quede duda. Jesús quiere
abarcar todas las maneras posibles, todas las facultades de amar. Amor
absoluto, sin dobleces, incondicional (a Jesús no le gustan los términos
medios). Corresponder al Amor que Dios nos profesa. Pero no se detiene ahí.
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Consecuencia inevitable de abrirnos al
Amor de Dios. Cuando nos abrimos al amor de Dios no tenemos otra alternativa
que amar de igual manera.
La fórmula que nos propone Jesús es sencilla.
Dos mandamientos cortos. Cumpliéndolos cumples todos los demás. La dificultad
está en la práctica. Se trata de escuchar la Palabra y “ponerla en práctica”.
Nadie dijo que era fácil (Dios los sabe), pero si queremos estar cada vez más
cerca del Reino tenemos que seguir intentándolo.
La liturgia continúa presentándonos el
discurso eclesial de Jesús, llamado así porque en el mismo Jesús aborda las
relaciones entre sus discípulos, es decir, la conducta que deben observar sus
seguidores entre sí. El pasaje que contemplamos hoy (Mt 18,15-20), trata el
tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre
los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a
otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o
tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni
siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe
señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra
“hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús,
en el Evangelio Según san Mateo.
La conducta que Jesús propone a sus discípulos
en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de
los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la
reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la
reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.
Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los
pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera
corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará
atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el
cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los
versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la
comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un
miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos
representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a
Pedro (Mt 16,19).
El principio detrás de todo esto es que el
pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que
existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le
da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su
identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el
amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son
como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene
cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había
perdido por el pecado. La clave está en el Amor.
Por eso san Pablo nos dice: “A nadie le debáis
nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de
la ley. De hecho, [todos los] mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a
tu prójimo como a tí mismo’. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso
amar es cumplir la ley entera” (Rm 13,8-10).
), trata el tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra “hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús, en el Evangelio Según san Mateo.
La conducta que Jesús propone a sus discípulos
en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de
los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la
reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la
reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.
Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los
pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera
corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará
atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el
cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los
versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la
comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un
miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos
representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a
Pedro (Mt 16,19).
El principio detrás de todo esto es que el
pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que
existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le
da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su
identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el
amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son
como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene
cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había
perdido por el pecado. La clave está en el Amor.
Por eso san Pablo nos dice: “A nadie le debáis
nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de
la ley. De hecho, [todos los] mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a
tu prójimo como a tí mismo’. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso
amar es cumplir la ley entera” (Rm 13,8-10).
La liturgia de hoy nos presenta como primera
lectura el pasaje del libro del Levítico (Lv 25,1.8-17) en el cual el Señor establece
el “año del jubileo”, o “año jubilar”. Para entender el significado de este
precepto, tenemos que remontarnos a las promesas de Yahvé a Abraham y la
conquista de la tierra de Canaán por el pueblo de Israel. La tierra, repartida
entre todos, don de Dios y fruto del esfuerzo humano, representa el
cumplimiento de la promesa de Dios.
Con el transcurso del tiempo, las tierras
cambiaban de dueño por diversas transacciones económicas, rompiendo el
desbalance inicial. En este pasaje del Levítico Yahvé instruye a Moisés que
cada año cincuenta (el año después de “siete semanas de años”, siete por siete,
o sea cuarenta y nueve años), cada cual tendrá derecho a recuperar su propiedad
y volver a su pueblo. Y para evitar disputas, el mismo Dios establece la
fórmula a utilizarse al hacer el cómputo para determinar el precio a pagarse
por las tierras, es decir la tasación.
El año jubilar tenía un sentido religioso, de
culto a Dios, unido a un carácter social, de justicia igualitaria. Así, el año jubilar no solo se refería a las
tierras; en ese año también se restablecía la justicia social mediante la
liberación de los esclavos (“promulgaréis la manumisión en el país para todos
sus moradores”).
La lectura evangélica de hoy (Mt 14,1-12) nos
presenta la versión de Mateo del martirio de Juan el Bautista. Algunos ven en
este relato un anuncio de la suerte que habría de correr Jesús a consecuencia
de la radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de muerte por
haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su
tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la
esposa de su hermano Herodes Filipo. Jesús, al denunciar la opresión de los
pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, se ganaría el odio
de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían
asesinándolo.
Juan, el precursor, se nos presenta también
como el prototipo del seguidor de Jesús: recio, valiente, comprometido con la
verdad. La suerte que corrieron tanto Juan el Bautista como Jesús fue extrema:
la muerte. Aunque este pasaje se refiere a algo que ocurrió en un pasado
distante vemos cómo todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay hombres y mujeres
valientes que pierden la vida por predicar el Evangelio de Jesucristo. De ese
modo sus muertes se convierten en el mejor testimonio de su fe. De hecho, la
palabra “mártir” significa “testigo”.
Hemos dicho en innumerables ocasiones que el
seguimiento de Jesús no es fácil, que el verdadero discípulo de Jesús tiene que
estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación,
a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el
amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan
inaceptables para muchos. Quieren el beneficio de las promesas sin las
obligaciones.
Ese doble discurso lo vemos a diario en los
que utilizan el “amor de Dios” para justificar toda clase de conductas que
atentan contra la dignidad del hombre y la familia.
Hermoso fin de semana a todos, y no olviden
visitar la Casa del Padre. Él les espera…