En este corto comentamos la “parábola del banquete” y el mensaje que nos transmite sobre nuestra vocación común a la santidad que nos permitirá participar del banquete del Reino para celebrar la boda del Cordero.
La liturgia de hoy nos presenta como primera lectura un pasaje del libro más corto de la Biblia (2 Jn 4-9), tan corto que ni tan siquiera está dividido en capítulos y tiene apenas trece versículos. La carta está dirigida a una comunidad desconocida, a quien el apóstol se refiere como “Señora elegida”.
Dos temas se tratan en la carta: el mandamiento y primacía del amor, y la importancia de la creencia en la encarnación de Cristo.
Sobre el primero Juan le expresa a la comunidad que no les dice nada nuevo, que meramente desea reiterar “el mandamiento que tenemos desde el principio, amarnos unos a otros”, y que debe regir nuestra conducta como cristianos. A renglón seguido añade que “amar significa seguir los mandamientos de Dios”. Una fórmula tan sencilla como compleja por sus profundas implicaciones.
El mismo Juan dirá más adelante al escribir su relato evangélico que Jesús resumió todos los mandamientos en uno: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,34-35). En otras palabras, el que ama cumple todos los mandamientos, pues todos los mandamientos tienen como denominador común el amor; amor a Dios y amor al prójimo.
El segundo tema que plantea Juan en su carta se refiere a los herejes que negaban la encarnación del Verbo (herejía que aún persiste en nuestro tiempo): “Es que han salido en el mundo muchos embusteros, que no reconocen que Jesucristo vino en la carne. El que diga eso es el embustero y el anticristo”. Juan fue el primero en utilizar la palabra “anticristo” para referirse a aquellos que se oponen o pretenden sustituir a Cristo (Cfr. 1 Jn 2,18; 4,3).
El apóstol enfatiza a los destinatarios de esta carta que todo el que se “propasa” y no permanece en la doctrina de Cristo no posee a Dios. Esta aseveración es consistente con las palabras que el mismo Juan pone en boca de Jesús en su Evangelio: “Nadie va al Padre, sino por mí. Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto. El que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14,6b-7.9b). Está claro que si Cristo no se hubiera encarnado no habríamos tenido la plena revelación de Dios, que se concretiza cuando “llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley” (Gal 4,4). En otras palabras, solo encontramos a Dios en la “encarnación de Dios”, en Jesucristo.
Gracias Padre, porque te dignaste encarnar a tu Hijo para que conociéndolo a Él llegáramos al conocimiento de tu persona, y de tu infinito amor que has derramado sobre nosotros por el Espíritu Santo que nos has dado (Rm, 5,5).
Las lecturas que nos presenta la liturgia para
este lunes de la primera semana de Cuaresma giran en torno al amor, y a la
máxima expresión de este: la misericordia.
La primera, tomada del libro del Levítico (19,1-2.11-18),
nos presenta el llamado “código de santidad” que fue presentado por Moisés al
pueblo de Israel para que pudiera estar a la altura de lo que Dios, que es
santo, espera de nosotros: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios,
soy santo”. Además de las leyes acerca del culto debido a Dios y las reglas de
convivencia con el prójimo (no matar, no robar, no explotar al trabajador, no
tomar venganza, etc.), termina con una sentencia: “amarás a tu prójimo como a
ti mismo”. Dios nos está pidiendo que seamos santos como Él es santo, que le
honremos con nuestras obras, no con nuestras palabras. Dios nos ama hasta
morir, y espera que nosotros hagamos lo propio. De ahí que Jesús elevará más
aún ese mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos cuando nos diga:
“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).
En la lectura evangélica de hoy (Mt 25,31-46),
Mateo nos estremece con el pasaje del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda
que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a
ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra
conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de
misericordia. Y seremos nosotros mismos quienes hemos de dictar la sentencia.
Mateo pone en boca de los que escuchaban a
Jesús, la pregunta: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con
sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo
y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La
contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con
uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en
la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o
desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es
igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los
humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”.
Durante ese tiempo de Cuaresma se nos propone
el compromiso de amar al prójimo como preparación para la “gran noche” de la
Pascua de resurrección. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no
odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el
pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese
hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a
quien abandonamos (pienso en nuestros viejos). “En el atardecer de nuestras
vidas, seremos juzgados en el amor” (san Juan de la Cruz).
Un día vamos a tomar el examen de nuestras
vidas, y Jesús nos está dando las preguntas y contestaciones por adelantado.
¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende… Que pasen una hermosa
semana.
En la lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Lc 11,42-46), Jesús continúa su condena a los fariseos y
doctores de la ley, lanzando contra ellos “ayes” que resaltan su hipocresía al
“cumplir” con la ley, mientras “pasan por alto el derecho y el amor de Dios”.
Jesús sigue insistiendo en la primacía del amor y la pureza de corazón por
encima del ritualismo vacío de aquellos que buscan agradar a los hombres más
que a Dios o, peor aún, acallar su propia conciencia ante la vida desordenada
que llevan. Todos los reconocimientos y elogios que su conducta pueda propiciar
no les servirán de nada ante los ojos del Señor, que ve en lo más profundo de
nuestros corazones, por encima de las apariencias (Cfr. Salmo 138; 1 Sam
16,7).
Así, critica también inmisericordemente a
aquellos a quienes les encantan los reconocimientos y asientos de honor en las
sinagogas (¡cuántos de esos tenemos hoy en día!), y a los que estando en
posiciones de autoridad abruman a otros con cargas muy pesadas que ellos mismos
no están dispuestos a soportar.
El Señor nos está pidiendo que practiquemos el
derecho y el amor de Dios ante todo; que no nos limitemos a hablar grandes
discursos sobre la fe, demostrando nuestro conocimiento de la misma, sino que asumamos
nuestra responsabilidad como cristianos de practicar la justicia y el derecho,
que no es otra cosa que cumplir la Ley del amor. De lo contrario seremos
cristianos de “pintura y capota”, “sepulcros blanqueados”, hipócritas, que
presentamos una fachada admirable y hermosa ante los hombres, mientras por
dentro estamos podridos.
Somos muy dados a juzgar a los demás, a ver la
paja en el ojo ajeno ignorando la viga que tenemos en el nuestro (Cfr.
Mt 7,3), olvidándonos que nosotros también seremos juzgados. Es a lo que se
refiere san Pablo en la primera lectura de hoy (Rm 2,1-11) cuando nos dice: “Y
tú, que juzgas a los que hacen eso, mientras tú haces lo mismo, ¿te figuras que
vas a escapar de la sentencia de Dios?”.
Ese es el problema del hipócrita; que le
presenta una cara al mundo mientras su corazón está lleno de mezquindad y
pecado. Podrá engañar a la gente, pero no a Dios “que ve en lo secreto”. Ese es
incapaz de recibir el beneficio del sacrificio de la Cruz, porque llega el
momento en que se cree que “es” el personaje que está interpretando.
En muchas ocasiones el papa Francisco nos ha
invitado todos, al pueblo santo de Dios que es la Iglesia, a poner el énfasis
en la misericordia por encima de la rigidez de las instituciones, de los
títulos y la jerarquía. La Iglesia del siglo XXI ha de ser la Iglesia de los
pobres, de los marginados. De ellos se nutre y a ellos se debe.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda un corazón
puro que nos permita guiar nuestras obras por la justicia y el amor a Dios y al
prójimo, no por los méritos o reconocimiento que podamos recibir por las
mismas.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mc 12,28b-34) es la misma que contemplamos el viernes de la
tercera semana de Cuaresma. Nos dice la Escritura que un escriba se acercó a
Jesús y le preguntó cuál mandamiento es el primero de todos. Los escribas
tenían prácticamente una obsesión con el tema de los mandamientos y los
pecados. La Mitzvá contiene 613
preceptos (248 mandatos y 365 prohibiciones), y los escribas y fariseos
gustaban de discutir sobre ellos, enfrascándose en polémicas sobre cuales eran
más importantes que otros.
Como dijéramos anteriormente, la respuesta de Jesús no se hizo esperar: “‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’ (Dt 6,4-5). El segundo es éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Lv 19,18). No hay mandamiento mayor que éstos”.
“Escucha…” Tenemos que ponernos a la escucha
de esa Palabra que es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos (Hb
4,12-13), que nos interpela. Una Palabra ante la cual no podemos permanecer
indiferentes. La aceptamos o la rechazamos. No se trata pues, de una escucha
pasiva; Dios espera una respuesta de nuestra parte. Cuando la aceptamos no
tenemos otra alternativa que ponerla en práctica, como los Israelitas cuando le
dijeron a Moisés: “acércate y escucha lo que dice el Señor, nuestro Dios, y
luego repítenos todo lo que él te diga. Nosotros lo escucharemos y lo pondremos
en práctica”. O como le dijo Jesús a los que le dijeron que su madre y sus
hermanos le buscaban: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra
de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21). Hay que actuar conforme a esa
Palabra. No se trata tan solo de “creer” en Dios, tenemos que “creerle” a Dios
y actuar de conformidad. El principio de la fe. Ya en otras ocasiones hemos
dicho que la fe es algo que se ve.
¿Y qué nos dice el texto de la Ley citado por
Jesús? “Amarás al Señor tu Dios”. ¿Y cómo ha de ser ese amar? “Con todo tu
corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. Que no quede
duda. Quiere abarcar todas las maneras posibles, todas las facultades de amar.
Amor absoluto, sin dobleces, incondicional. Corresponder al Amor que Dios nos profesa.
Pero no se detiene ahí. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Consecuencia
inevitable de abrirnos al Amor de Dios. El escriba lo comprendió: “amar al
prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Por
eso Jesús le dice: “No estás lejos del Reino de Dios”.
La fórmula que nos propone Jesús es sencilla.
Dos mandamientos cortos. Cumpliéndolos cumplimos todos los demás. La dificultad
está en la práctica. Se trata de escuchar la Palabra y “ponerla en práctica”.
Nadie dijo que era fácil (Dios los sabe), pero si queremos estar cada vez más
cerca del Reino tenemos que seguir intentándolo.
La liturgia de hoy nos presenta como primera
lectura un pasaje del libro más corto de la Biblia (2 Jn 4-9), tan corto que ni
tan siquiera está dividido en capítulos y tiene apenas trece versículos. La
carta está dirigida a una comunidad desconocida, a quien el apóstol se refiere
como “Señora elegida”.
Dos temas se tratan en la carta: el
mandamiento y primacía del amor, y la importancia de la creencia en la
encarnación de Cristo.
Sobre el primero Juan le expresa a la
comunidad que no les dice nada nuevo, que meramente desea reiterar “el
mandamiento que tenemos desde el principio, amarnos unos a otros”, y que debe
regir nuestra conducta como cristianos. A renglón seguido añade que “amar
significa seguir los mandamientos de Dios”. Una fórmula tan sencilla como
compleja por sus profundas implicaciones.
El mismo Juan dirá más adelante al escribir su
relato evangélico que Jesús resumió todos los mandamientos en uno: “Les doy un
mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado,
ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que
ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn
13,34-35). En otras palabras, el que ama cumple todos los mandamientos, pues
todos los mandamientos tienen como denominador común el amor; amor a Dios y
amor al prójimo.
El segundo tema que plantea Juan en su carta
se refiere a los herejes que negaban la encarnación del Verbo (herejía que aún
persiste en nuestro tiempo): “Es que han salido en el mundo muchos embusteros,
que no reconocen que Jesucristo vino en la carne. El que diga eso es el
embustero y el anticristo”. Juan fue el primero en utilizar la palabra
“anticristo” para referirse a aquellos que se oponen o pretenden sustituir a
Cristo (Cfr. 1 Jn 2,18; 4,3).
El apóstol enfatiza a los destinatarios de
esta carta que todo el que se “propasa” y no permanece en la doctrina de Cristo
no posee a Dios. Esta aseveración es consistente con las palabras que el mismo
Juan pone en boca de Jesús en su Evangelio: “Nadie va al Padre, sino por mí. Si
ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y
lo han visto. El que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14,6b-7.9b). Está
claro que si Cristo no se hubiera encarnado no habríamos tenido la plena
revelación de Dios, que se concretiza cuando “llegada la plenitud de los
tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley” (Gal
4,4). En otras palabras, solo encontramos a Dios en la “encarnación de Dios”,
en Jesucristo.
Gracias Padre, porque te dignaste encarnar a
tu Hijo para que conociéndolo a Él llegáramos al conocimiento de tu persona, y
de tu infinito amor que has derramado sobre nosotros por el Espíritu Santo que
nos has dado (Rm, 5,5).
Las lecturas que nos presenta la liturgia para
este lunes de la primera semana de Cuaresma giran en torno al amor, y a la
máxima expresión de este: la misericordia.
La primera, tomada del libro del Levítico (19,1-2.11-18),
nos presenta el llamado “código de santidad” que fue presentado por Moisés al
pueblo de Israel para que pudiera estar a la altura de lo que Dios, que es
santo, espera de nosotros: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios,
soy santo”. Además de las leyes acerca del culto debido a Dios y las reglas de
convivencia con el prójimo (no matar, no robar, no explotar al trabajador, no
tomar venganza, etc.), termina con una sentencia: “amarás a tu prójimo como a
ti mismo”. Dios nos está pidiendo que seamos santos como Él es santo, que le
honremos con nuestras obras, no con nuestras palabras. Dios nos ama hasta
morir, y espera que nosotros hagamos lo propio. De ahí que Jesús elevará más
aún ese mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos cuando nos diga:
“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).
En la lectura evangélica de hoy (Mt 25,31-46),
Mateo nos estremece con el pasaje del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda
que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a
ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra
conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de
misericordia. Y seremos nosotros mismos quienes hemos de dictar la sentencia.
Mateo pone en boca de los que escuchaban a
Jesús, la pregunta: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con
sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo
y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La
contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con
uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en
la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o
desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es
igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los
humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”.
Durante ese tiempo de Cuaresma se nos propone
el compromiso de amar al prójimo como preparación para la “gran noche” de la
Pascua de resurrección. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no
odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el
pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese
hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a
quien abandonamos (pienso en nuestros viejos). “En el atardecer de nuestras
vidas, seremos juzgados en el amor” (san Juan de la Cruz).
Un día vamos a tomar el examen de nuestras
vidas, y Jesús nos está dando las preguntas y contestaciones por adelantado.
¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende… Que pasen una hermosa
semana.
En la lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Lc 11,42-46), Jesús continúa su condena a los fariseos y
doctores de la ley, lanzando contra ellos “ayes” que resaltan su hipocresía al
“cumplir” con la ley, mientras “pasan por alto el derecho y el amor de Dios”.
Jesús sigue insistiendo en la primacía del amor y la pureza de corazón por
encima del ritualismo vacío de aquellos que buscan agradar a los hombres más
que a Dios o, peor aún, acallar su propia conciencia ante la vida desordenada
que llevan. Todos los reconocimientos y elogios que su conducta pueda propiciar
no les servirán de nada ante los ojos del Señor, que ve en lo más profundo de
nuestros corazones, por encima de las apariencias (Cfr. Salmo 138; 1 Sam
16,7).
Así, critica también inmisericordemente a
aquellos a quienes les encantan los reconocimientos y asientos de honor en las
sinagogas (¡cuántos de esos tenemos hoy en día!), y a los que estando en
posiciones de autoridad abruman a otros con cargas muy pesadas que ellos mismos
no están dispuestos a soportar.
El Señor nos está pidiendo que practiquemos el
derecho y el amor de Dios ante todo; que no nos limitemos a hablar grandes
discursos sobre la fe, demostrando nuestro conocimiento de la misma, sino que asumamos
nuestra responsabilidad como cristianos de practicar la justicia y el derecho,
que no es otra cosa que cumplir la Ley del amor. De lo contrario seremos
cristianos de “pintura y capota”, “sepulcros blanqueados”, hipócritas, que
presentamos una fachada admirable y hermosa ante los hombres, mientras por
dentro estamos podridos.
Somos muy dados a juzgar a los demás, a ver la
paja en el ojo ajeno ignorando la viga que tenemos en el nuestro (Cfr.
Mt 7,3), olvidándonos que nosotros también seremos juzgados. Es a lo que se
refiere san Pablo en la primera lectura de hoy (Rm 2,1-11) cuando nos dice: “Y
tú, que juzgas a los que hacen eso, mientras tú haces lo mismo, ¿te figuras que
vas a escapar de la sentencia de Dios?”.
Ese es el problema del hipócrita; que le
presenta una cara al mundo mientras su corazón está lleno de mezquindad y
pecado. Podrá engañar a la gente, pero no a Dios “que ve en lo secreto”. Ese es
incapaz de recibir el beneficio del sacrificio de la Cruz, porque llega el
momento en que se cree que “es” el personaje que está interpretando.
En muchas ocasiones el papa Francisco nos ha
invitado todos, al pueblo santo de Dios que es la Iglesia, a poner el énfasis
en la misericordia por encima de la rigidez de las instituciones, de los
títulos y la jerarquía. La Iglesia del siglo XXI ha de ser la Iglesia de los
pobres, de los marginados. De ellos se nutre y a ellos se debe.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda un corazón
puro que nos permita guiar nuestras obras por la justicia y el amor a Dios y al
prójimo, no por los méritos o reconocimiento que podamos recibir por las
mismas.
“Sed perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto”. Con esa frase pronunciada por Jesús termina la lectura evangélica
que la liturgia nos propone para hoy (Mt 5,43-48). Y esa perfección se
manifiesta en el amor que Dios prodiga a toda la humanidad, sin distinción, aún
sobre los que no le conocen, aquellos que lo ignoran, aquellos que lo odian,
aquellos que blasfeman contra Él. Esa es la medida que se nos exige. ¡Uf!
“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu
prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros
enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre
que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la
lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio
tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?”
La ley del amor. Jesús la repite sin
cansancio. No podemos acercarnos a Él sin toparnos de frente con ese mensaje. Jesús
nos ofrece la filiación divina (¡qué regalo!). Hay un solo requisito: amar;
amar sin distinción y sin excepciones, especialmente a aquellos que nos hacen
la vida imposible, aquellos que nos traicionan, nos odian, aquellos que son
“diferentes”… Y más aún, orar por los que nos persiguen, los que nos hacen
daño. Tú nos has mostrado el camino: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lc 23,34). ¡Señor, qué difícil se nos hace seguirte!
Tú siempre nos hablas claro, sin dobleces: “Les
doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he
amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). ¿No será eso
nada más que un sueño, un ideal, una ilusión, una quimera, una ingenuidad de Tu
parte, Señor?
Pero Tú nunca nos pides nada que no podamos
lograr; y mientras más difícil la encomienda, más cerca de nosotros estás para
ayudarnos. En este caso nos dejaste el Espíritu de Verdad que iba a venir y
hacer morada en nosotros: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo
no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen,
porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,16-17).
Durante este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos
invita a la conversión. Esa conversión de corazón es una obra de la Gracia de
Dios. Como nos dice el libro de las Lamentaciones: “Conviértenos Señor, y nos
convertiremos” (Lm 5,21). Y esa Gracia que obra la conversión en nosotros la
recibimos cuando le abrimos nuestro corazón a ese Espíritu de la Verdad y le
permitimos que haga morada en nosotros; ese Espíritu que es el Amor entre el
Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Solo entonces podremos decir con
san Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mc 12,28b-34) es la misma que contemplamos el viernes de la tercera semana de Cuaresma. Nos dice la Escritura que un escriba se acercó a Jesús y le preguntó cuál mandamiento es el primero de todos. Los escribas tenían prácticamente una obsesión con el tema de los mandamientos y los pecados. La Mitzvá contiene 613 preceptos (248 mandatos y 365 prohibiciones), y los escribas y fariseos gustaban de discutir sobre ellos, enfrascándose en polémicas sobre cuales eran más importantes que otros.
Como dijimos anteriormente, la respuesta de Jesús no se hizo esperar: “‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’ (Dt 6,4-5). El segundo es éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Lv 19,18). No hay mandamiento mayor que éstos”.
“Escucha…” Tenemos que ponernos a la escucha de esa Palabra que es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos (Hb 4,12-13), que nos interpela. Una Palabra ante la cual no podemos permanecer indiferentes. La aceptamos o la rechazamos. No se trata pues, de una escucha pasiva; Dios espera una respuesta de nuestra parte. Cuando la aceptamos no tenemos otra alternativa que ponerla en práctica, como los Israelitas cuando le dijeron a Moisés: “acércate y escucha lo que dice el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que él te diga. Nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica”. O como le dijo Jesús a los que le dijeron que su madre y sus hermanos le buscaban: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21). Hay que actuar conforme a esa Palabra. No se trata tan solo de “creer” en Dios, tenemos que “creerle” a Dios y actuar de conformidad. El principio de la fe. Ya en otras ocasiones hemos dicho que la fe es algo que se ve.
¿Y qué nos dice el texto de la Ley citado por Jesús? “Amarás al Señor tu Dios”. ¿Y cómo ha de ser ese amar? “Con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. Que no quede duda. Quiere abarcar todas las maneras posibles, todas las facultades de amar. Amor absoluto, sin dobleces, incondicional. Corresponder al Amor que Dios nos profesa. Pero no se detiene ahí. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Consecuencia inevitable de abrirnos al Amor de Dios. El escriba lo comprendió: “amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Por eso Jesús le dice: “No estás lejos del Reino de Dios”.
La fórmula que nos propone Jesús es sencilla. Dos mandamientos cortos. Cumpliéndolos cumplimos todos los demás. La dificultad está en la práctica. Se trata de escuchar la Palabra y “ponerla en práctica”. Nadie dijo que era fácil (Dios los sabe), pero si queremos estar cada vez más cerca del Reino tenemos que seguir intentándolo.