REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 26-09-22

“El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”.

Desde hace una semana la liturgia nos ha estado presentando como primera lectura los libros sapienciales contenidos en el Antiguo Testamento de nuestra Biblia Católica. Hasta ahora hemos contemplado pasajes de Proverbios, Sabiduría y Eclesiastés (los libros sapienciales son siete, pero a la Biblia protestante le faltan dos: Sabiduría y Eclesiástico). Hoy tomados el inicio del libro de Job (1,6-22), que nos presenta la historia de un hombre recto y temeroso de Dios, a quien este había favorecido con toda clase de bendiciones.

La lectura, haciendo uso de esos antropomorfismos que encontramos en la Biblia, nos relata una conversación casual entre Dios y Satanás en la cual Dios se ufana ante este último de lo bueno que era su siervo Job. Satanás le responde que con todas las bendiciones que ha recibido, cualquiera puede ser bueno y temeroso de Dios. En una especie de “reto”, con el consentimiento de Dios, Satanás en un solo día le priva de sus hijos, sus rebaños, sus pastores y su salud. Es aquí cuando Job pronuncia su célebre exclamación: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”. Es la respuesta que se espera de un verdadero creyente. En lugar de maldecir y renegar de Dios, Job acepta su sufrimiento y continúa alabando y bendiciendo el nombre del Señor. Pero este pasaje no es más que el primer episodio de un drama que se irá desenvolviendo a lo largo del libro. Job ganó el primer “round”, pero Satanás no se dará por vencido; volverá al ataque.

El libro de Job nos plantea la milenaria pregunta de por qué los justos, los inocentes, sufren. La respuesta de Job, aunque imperfecta, es un atisbo de la respuesta definitiva que Jesús habrá de brindarnos cinco siglos más tarde. Jesús, el “justo” por excelencia, despojado de todo, torturado, crucificado y muerto en la cruz. La pregunta lleva implícita otra sobre la retribución en el más allá, en la vida eterna, donde hemos de recibir esa corona de gloria que no se marchita (Cfr. 1Pe 5,4; 1Co 9,25). Y la contestación definitiva la encontraremos en Su gloriosa resurrección.

Este pasaje pretende enseñarnos que todo lo que tenemos es por pura gratuidad de Dios y que, por tanto, nada nos pertenece. “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24; Cfr. Mc 10,17; Lc 18,18-23). La pregunta que debemos meditar hoy es: ¿Cuando sirvo a Dios y a mis hermanos, lo hago pensando en el “premio” que espero recibir en este mundo, o lo hago verdaderamente por amor a Dios y al prójimo? Piensa en lo más preciado que tienes y pregúntate: Si Dios me lo quitara hoy, ¿podría decir como Job “el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”? De la contestación a esa pregunta puede depender tu salvación…

Que pasen una hermosa semana llena de bendiciones, y de la PAZ que solo Dios puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 17-05-22

Cuando me enfrento a mis sufrimientos, ¿puedo ver en ellos esa prueba que me purifica como el oro en el crisol, y me permitirá ser enaltecido ante Dios en el día final?

La liturgia de Pascua para hoy nos presenta como primera lectura (Hc 14,19-28) la conclusión del primer viaje misionero de Pablo. Si leemos cuidadosamente notaremos que a su regreso, Pablo y Bernabé hacen el viaje original a la inversa, pasando por las mismas ciudades que ya habían visitado, con el propósito de afianzar la fe de aquellos nuevos cristianos, convertidos en su mayoría del paganismo. Lo mismo hará Pablo posteriormente mediante las cartas que dirigirá a otras comunidades. Pablo estaba consciente que la semilla de la fe tiene que ser irrigada, abonada y podada en tiempo para que germine y de fruto.

El pasaje comienza con la lapidación de Pablo por parte de unos judíos que resentían la forma en que el Evangelio de Jesús se iba propagando. Luego de apedrearlo, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo dejaron por muerto. Pero lejos de amilanarlo, esa experiencia le dio nuevos bríos para continuar predicando. Nos evoca las palabras del Señor a Ananías en el pasaje de la conversión de Pablo, cuando refiriéndose a Pablo le dijo: “Ve a buscarlo, porque es un instrumento elegido por mí para llevar mi Nombre a todas las naciones, a los reyes y al pueblo de Israel. Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre” (Hc 9,15-16).

Pablo había vivido esas palabras. Por eso lo encontramos al final del pasaje de hoy “animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios”. Ese es un tema recurrente en la predicación de Pablo. Nuestra fe en el Resucitado no suprime la tribulación, las pruebas; por el contrario, parecería que acompañan al que decide seguir los pasos de Jesús. La diferencia es que para el cristiano ese sufrimiento adquiere un significado distinto, adquiere sentido. Y aunque para quien no tiene fe parezca un contrasentido, es también motivo de alegría.

Sabemos que de la misma manera que Jesús fue glorificado en su pasión para luego ser resucitado e ir a reinar junto al Padre por toda la eternidad, nuestro sufrimiento es un “paso”, un peldaño, en esa escalera que nos conduce al Reino de Dios en donde reinaremos junto a Él “por los siglos de los siglos” (Ap 22,5).

Cuando me enfrento a mis sufrimientos, ¿puedo ver en ellos esa prueba que me purifica como el oro en el crisol, y me permitirá ser enaltecido ante Dios (Cfr. Sir 2,1-6) en el día final?

La lectura evangélica (Jn 14,27-31a) nos muestra a Jesús anunciando a sus discípulos que con su pasión iba destronar a Satanás como “príncipe de este mundo”. “Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el Príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda yo lo hago”. Y eso implica que padezca, muera, y sea resucitado, para que todos crean en Él, y todo el que crea en Él se salve. Ese es el mismo camino que estamos llamados a seguir los que nos llamamos sus discípulos: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9,22-23).

No es cuestión de valor; se trata de creer en el Resucitado y creer en su Palabra. Y tú, ¿le crees?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 03-02-22

Jesús envió a los doce apóstoles a predicar el Evangelio.

“Jesús instituyó a Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Así nos dice el Evangelio según san Marcos al narrarnos la “vocación” de los doce. De ahí en adelante vemos cómo Marcos constantemente nos presenta a “Jesús con sus discípulos” enfrentándose a las multitudes que se agolpaban frente a Él, frente a los adversarios que querían eliminarlo, frente a los incrédulos, haciéndole frente al maligno, expulsando demonios. Los discípulos, especialmente los “doce”, han seguido sus pasos, se han sentado a sus pies a escuchar sus enseñanzas, has sido testigos del anuncio de la Buena Noticia por parte de Jesús, han aceptado compartir su destino. En otras palabras, se han comportado como verdaderos discípulos.

El relato evangélico de hoy (Mc 6,7-13) nos presenta el momento de la “prueba”. Ha terminado el período de adiestramiento. Llegó la hora de la verdad. Jesús llama a los doce y por primera vez los “envía” como verdaderos apóstoles. Solos, sin el maestro, en su primer “vuelo de práctica”. Pero los envía de dos en dos. Ese gesto de Jesús, como todos sus actos, tiene un fin pedagógico. La misión evangelizadora es una labor de equipo, no hay (o no debe haber) lugar para protagonismos.

Y al enviarlos, les dio “autoridad sobre los espíritus inmundos”. Esta frase tenemos que leerla en el contexto religioso-cultural de la época de Jesús en la cual sus contemporáneos veían a Satanás en todas partes. Lo cierto es que la Palabra que ellos iban a proclamar no era una campaña publicitaria para vender algo que va a “hacernos sentir bien”, a la manera de algunas sectas. No, la Palabra de Dios, “cortante como espada de dos filos” (Hb 4,12), nos hace enfrentarnos a nuestros pecados, a nuestros propios demonios.

En palabras de Bruno Maggioni, “la misión es, como dice Marcos, una lucha contra el maligno; donde llega la palabra del discípulo, Satanás no tiene más remedio que manifestarse, tienen que salir a la luz el pecado, la injusticia, la ambición; hay que contar con la oposición y con la resistencia. Por eso el discípulo no es únicamente un maestro que enseña, sino un testigo que se compromete en la lucha contra Satanás de parte de la verdad, de la libertad y del amor”.

Como parte esencial de las “instrucciones” (me imagino a Jesús como el “coach” de un equipo de fútbol, dando las últimas instrucciones a sus jugadores antes del primer partido de la temporada), les encargó que viajaran livianos, que llevaran “un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto”. Dos lecciones. Nada que pueda preocuparles perder; nada que desvíe su atención de la misión que se les ha encomendado. Segundo: confiar en la providencia divina. El que los envió, se encargará de proveer.

Finalmente, les prepara para el rechazo, compañero inseparable del misionero. Y la instrucción es sencilla y al grano: “si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies”. El mensaje de Jesús interpela, no nos puede dejar neutrales e indiferentes; lo aceptamos o lo rechazamos. Y muchos optan por el rechazo, la vía más fácil. En ese caso, vayamos a “sembrar” en otros campos.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 08-10-21

“Si echa los demonios es por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios”.

La liturgia de hoy continúa presentándonos el Evangelio según san Lucas (11,15-26), específicamente el pasaje en que, ante el magnífico poder demostrado por Jesús para expulsar demonios, algunos “de entre la multitud”, le acusaban de echar demonios por parte de Belzebú, el príncipe de los demonios, o sea Satanás. Debemos recordar que la mentalidad bíblica concibe el universo, y la vida de la humanidad como una batalla entre el bien y el mal, entre los espíritus que “amarran” al hombre a lo natural, y el Espíritu de Dios que lo “libera” permitiéndole participar de la libertad divina. Es la batalla entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal que se refleja en la literatura apocalíptica (de la cual La guerra de las galaxias es un magnífico ejemplo), en la cual al final siempre ha de prevalecer el bien.

Jesús, luego de enfatizar la importancia de la unidad para poder vencer las fuerzas del mal, anuncia: “si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros”. Con esta aseveración Jesús quiere señalar que un nuevo Reino acaba de instaurarse sobre la tierra, el Reino de Dios, el único capaz de destruir el reino de Satanás, “el gran acusador”, como se nos presenta en esa gran batalla final que nos narra el capítulo 12 del libro del Apocalipsis. La traducción de la frase “el reino de Dios ha llegado a vosotros” que encontramos en la lectura de hoy, suena más contundente en el original griego: “el reino de Dios os ha llegado por sorpresa… de súbito”. Tan de sorpresa que ni el mismo Satanás ha tenido tiempo de esquivar el “golpe” que se le vino encima.

Es el poder del “dedo de Dios”, que en términos bíblicos representa la potencia divina, ya que Dios, con tan solo mover la punta del dedo realiza los actos más portentosos (Cfr. Ex 8,15). No hay duda. Jesús tiene el poder del “dedo de Dios”, el único capaz de derrotar a Satanás.

En esta versión de Lucas encontramos además una alusión al “hombre más fuerte” (algunas versiones dicen “más poderoso”) que puede vencer a su adversario, en una clara alusión al nombre que Juan el Bautista había dado al Mesías (Lc 3,16). Otra señal de la divinidad de Jesús.

Y como para cerrar con broche de oro, Jesús enfatiza una vez más a sus discípulos la radicalidad del seguimiento, la intransigencia que se espera de ellos (y de nosotros) al momento de elegir entre los dos reinos: “El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama”. Si en algo Jesús es claro es en esto; no hay tal cosa como términos medios. O eres frío o eres caliente; porque Él no te quiere tibio (Cfr. Ap 3,15-16).

Hoy, pidamos al Señor, por la intercesión de Nuestra Señora María, la Virgen del Rosario, que nos conceda el don de discernimiento para decir “SÍ”, y escoger y mostrar siempre preferencia por el reino de Dios.

Pidamos también al “más fuerte” que venga en nuestro auxilio y el de nuestro pueblo, para que con el poder del “dedo de Dios”, eche todos los demonios que nos mantienen esclavizados.

¡Hermoso fin de semana!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 04-02-21

En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. 

“Jesús instituyó a Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Así nos dice el Evangelio según san Marcos al narrarnos la “vocación” de los doce. De ahí en adelante vemos cómo Marcos constantemente nos presenta a “Jesús con sus discípulos” enfrentándose a las multitudes que se agolpaban frente a Él, frente a los adversarios que querían eliminarlo, frente a los incrédulos, haciéndole frente al maligno, expulsando demonios. Los discípulos, especialmente los “doce”, han seguido sus pasos, se han sentado a sus pies a escuchar sus enseñanzas, has sido testigos del anuncio de la Buena Noticia por parte de Jesús, han aceptado compartir su destino. En otras palabras, se han comportado como verdaderos discípulos.

El relato evangélico de hoy (Mc 6,7-13) nos presenta el momento de la “prueba”. Ha terminado el período de adiestramiento. Llegó la hora de la verdad. Jesús llama a los doce y por primera vez los “envía” como verdaderos apóstoles. Solos, sin el maestro, en su primer “vuelo de práctica”. Pero los envía de dos en dos. Ese gesto de Jesús, como todos sus actos, tiene un fin pedagógico. La misión evangelizadora es una labor de equipo, no hay (o no debe haber) lugar para protagonismos.

Y al enviarlos, les dio “autoridad sobre los espíritus inmundos”. Esta frase tenemos que leerla en el contexto religioso-cultural de la época de Jesús en la cual sus contemporáneos veían a Satanás en todas partes. Lo cierto es que la Palabra que ellos iban a proclamar no era una campaña publicitaria para vender algo que va a “hacernos sentir bien”, a la manera de algunas sectas. No, la Palabra de Dios, “cortante como espada de dos filos” (Hb 4,12), nos hace enfrentarnos a nuestros pecados, a nuestros propios demonios.

En palabras de Bruno Maggioni, “la misión es, como dice Marcos, una lucha contra el maligno; donde llega la palabra del discípulo, Satanás no tiene más remedio que manifestarse, tienen que salir a la luz el pecado, la injusticia, la ambición; hay que contar con la oposición y con la resistencia. Por eso el discípulo no es únicamente un maestro que enseña, sino un testigo que se compromete en la lucha contra Satanás de parte de la verdad, de la libertad y del amor”.

Como parte esencial de las “instrucciones” (me imagino a Jesús como el “coach” de un equipo de fútbol, dando las últimas instrucciones a sus jugadores antes del primer partido de la temporada), les encargó que viajaran livianos, que llevaran “un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto”. Dos lecciones. Nada que pueda preocuparles perder; nada que desvíe su atención de la misión que se les ha encomendado. Segundo: confiar en la providencia divina. El que los envió, se encargará de proveer.

Finalmente, les prepara para el rechazo, compañero inseparable del misionero. Y la instrucción es sencilla y al grano: “si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies”. El mensaje de Jesús interpela, no nos puede dejar neutrales e indiferentes; lo aceptamos o lo rechazamos. Y muchos optan por el rechazo, la vía más fácil. En ese caso, vayamos a “sembrar” en otros campos.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 09-10-20

“Si echa los demonios es por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios”.

La liturgia de hoy continúa presentándonos el Evangelio según san Lucas (11,15-26), específicamente el pasaje en que, ante el magnífico poder demostrado por Jesús para expulsar demonios, algunos “de entre la multitud”, le acusaban de echar demonios por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, o sea Satanás. Debemos recordar que la mentalidad bíblica concibe el universo, y la vida de la humanidad como una batalla entre el bien y el mal, entre los espíritus que “amarran” al hombre a lo natural, y el Espíritu de Dios que lo “libera” permitiéndole participar de la libertad divina. Es la batalla entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal que se refleja en la literatura apocalíptica (de la cual, La guerra de las galaxias es un magnífico ejemplo), en la cual al final siempre ha de prevalecer el bien.

Jesús, luego de enfatizar la importancia de la unidad para poder vencer las fuerzas del mal, anuncia: “si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros”. Con esta aseveración Jesús quiere señalar que un nuevo Reino acaba de instaurarse sobre la tierra, el Reino de Dios, el único capaz de destruir el reino de Satanás, “el gran acusador”, como se nos presenta en esa gran batalla final que nos narra el capítulo 12 del libro del Apocalipsis. La traducción de la frase “el reino de Dios ha llegado a vosotros” que encontramos en la lectura de hoy, suena más contundente en el original griego: “el reino de Dios os ha llegado por sorpresa… de súbito”. Tan de sorpresa que ni el mismo Satanás ha tenido tiempo de esquivar el “golpe” que se le vino encima.

Es el poder del “dedo de Dios”, que en términos bíblicos representa la potencia divina, ya que Dios, con tan solo mover la punta del dedo realiza los actos más portentosos (Cfr. Ex 8,15). No hay duda. Jesús tiene el poder del “dedo de Dios”, el único capaz de derrotar a Satanás.

En esta versión de Lucas encontramos además una alusión al “hombre más fuerte” (algunas versiones dicen “más poderoso”) que puede vencer a su adversario, en una clara alusión al nombre que Juan el Bautista había dado al Mesías (Lc 3,16). Otra señal de la divinidad de Jesús.

Y como para cerrar con broche de oro, Jesús enfatiza una vez más a sus discípulos la radicalidad del seguimiento, la intransigencia que se espera de ellos (y de nosotros) al momento de elegir entre los dos reinos: “El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama”. Si en algo Jesús es claro es en esto; no hay tal cosa como términos medios. O eres frío o eres caliente; porque Él no te quiere tibio (Cfr. Ap 3,15-16).

Hoy, pidamos al Señor, por la intercesión de Nuestra Señora María, la Virgen del Rosario, que nos conceda el don de discernimiento para decir “SÍ”, y escoger y mostrar siempre preferencia por el reino de Dios.

Pidamos también al “más fuerte” que venga en nuestro auxilio y el de nuestro pueblo, para que con el poder del “dedo de Dios”, eche todos los demonios que nos mantienen esclavizados.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 28-09-20

“Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”.

Desde hace una semana la liturgia nos ha estado presentando como primera lectura los libros sapienciales contenidos en el Antiguo Testamento de nuestra Biblia Católica. Hasta ahora hemos contemplado pasajes de Proverbios, Sabiduría y Eclesiastés (los libros sapienciales son siete, pero a la Biblia protestante le faltan dos: Sabiduría y Eclesiástico). Hoy tomados el inicio del libro de Job (1,6-22), que nos presenta la historia de un hombre recto y temeroso de Dios, a quien este había favorecido con toda clase de bendiciones.

La lectura, haciendo uso de esos antropomorfismos que encontramos en la Biblia, nos relata una conversación casual entre Dios y Satanás en la cual Dios se ufana ante este último de lo bueno que era su siervo Job. Satanás le responde que con todas las bendiciones que ha recibido, cualquiera puede ser bueno y temeroso de Dios. En una especie de “reto”, con el consentimiento de Dios, Satanás en un solo día le priva de sus hijos, sus rebaños, sus pastores y su salud. Es aquí cuando Job pronuncia su célebre exclamación: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”. Es la respuesta que se espera de un verdadero creyente. En lugar de maldecir y renegar de Dios, Job acepta su sufrimiento y continúa alabando y bendiciendo el nombre del Señor. Pero este pasaje no es más que el primer episodio de un drama que se irá desenvolviendo a lo largo del libro. Job ganó el primer “round”, pero Satanás no se dará por vencido; volverá al ataque.

El libro de Job nos plantea la milenaria pregunta de por qué los justos, los inocentes, sufren. La respuesta de Job, aunque imperfecta, es un atisbo de la respuesta definitiva que Jesús habrá de brindarnos cinco siglos más tarde. Jesús, el “justo” por excelencia, despojado de todo, torturado, crucificado y muerto en la cruz. La pregunta lleva implícita otra sobre la retribución en el más allá, en la vida eterna, donde hemos de recibir esa corona de gloria que no se marchita (Cfr. 1Pe 5,4; 1Co 9,25). Y la contestación definitiva la encontraremos en Su gloriosa resurrección.

Este pasaje pretende enseñarnos que todo lo que tenemos es por pura gratuidad de Dios y que, por tanto, nada nos pertenece. “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24; Cfr. Mc 10,17; Lc 18,18-23). La pregunta que debemos meditar hoy es: ¿Cuando sirvo a Dios y a mis hermanos, lo hago pensando en el “premio” que espero recibir en este mundo, o lo hago verdaderamente por amor a Dios y al prójimo? Piensa en lo más preciado que tienes y pregúntate: Si Dios me lo quitara hoy, ¿podría decir como Job “el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”? De la contestación a esa pregunta puede depender tu salvación…

Que pasen una hermosa semana llena de bendiciones, y de la PAZ que solo Dios puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 12-05-20

Cuando me enfrento a mis sufrimientos, ¿puedo ver en ellos esa prueba que me purifica como el oro en el crisol, y me permitirá ser enaltecido ante Dios en el día final?

La liturgia de Pascua para hoy nos presenta como primera lectura (Hc 14,19-28) la conclusión del primer viaje misionero de Pablo. Si leemos cuidadosamente notaremos que a su regreso, Pablo y Bernabé hacen el viaje original a la inversa, pasando por las mismas ciudades que ya habían visitado, con el propósito de afianzar la fe de aquellos nuevos cristianos, convertidos en su mayoría del paganismo. Lo mismo hará Pablo posteriormente mediante las cartas que dirigirá a otras comunidades. Pablo estaba consciente que la semilla de la fe tiene que ser irrigada, abonada y podada en tiempo para que germine y de fruto.

El pasaje comienza con la lapidación de Pablo por parte de unos judíos que resentían la forma en que el Evangelio de Jesús se iba propagando. Luego de apedrearlo, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo dejaron por muerto. Pero lejos de amilanarlo, esa experiencia le dio nuevos bríos para continuar predicando. Nos evoca las palabras del Señor a Ananías en el pasaje de la conversión de Pablo, cuando refiriéndose a Pablo le dijo: “Ve a buscarlo, porque es un instrumento elegido por mí para llevar mi Nombre a todas las naciones, a los reyes y al pueblo de Israel. Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre” (Hc 9,15-16).

Pablo había vivido esas palabras. Por eso lo encontramos al final del pasaje de hoy “animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios”. Ese es un tema recurrente en la predicación de Pablo. Nuestra fe en el Resucitado no suprime la tribulación, las pruebas; por el contrario, parecería que acompañan al que decide seguir los pasos de Jesús. La diferencia es que para el cristiano ese sufrimiento adquiere un significado distinto, adquiere sentido.

Sabemos que, de la misma manera que Jesús fue glorificado en su pasión, para luego ser resucitado e ir a reinar junto al Padre por toda la eternidad, nuestro sufrimiento es un “paso”, un peldaño, en esa escalera que nos conduce al Reino de Dios en donde reinaremos junto a Él “por los siglos de los siglos” (Ap 22,5).

Cuando me enfrento a mis sufrimientos, ¿puedo ver en ellos esa prueba que me purifica como el oro en el crisol, y me permitirá ser enaltecido ante Dios (Cfr. Sir 2,1-6) en el día final?

La lectura evangélica (Jn 14,27-31a) nos muestra a Jesús anunciando a sus discípulos que con su pasión iba destronar a Satanás como “príncipe de este mundo”. “Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el Príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda yo lo hago”. Y eso implica que padezca, muera, y sea resucitado, para que todos crean en Él, y todo el que crea en Él se salve. Ese es el mismo camino que estamos llamados a seguir los que nos llamamos sus discípulos: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9,22-23).

No es cuestión de valor; se trata de creer en el Resucitado y creer en su Palabra.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 06-02-20

“En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos”.

“Jesús instituyó a Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Así nos dice el Evangelio según san Marcos al narrarnos la “vocación” de los doce. De ahí en adelante vemos cómo Marcos constantemente nos presenta a “Jesús con sus discípulos” enfrentándose a las multitudes que se agolpaban frente a Él, frente a los adversarios que querían eliminarlo, frente a los incrédulos, haciéndole frente al maligno, expulsando demonios. Los discípulos, especialmente los “doce”, han seguido sus pasos, se han sentado a sus pies a escuchar sus enseñanzas, has sido testigos del anuncio de la Buena Noticia por parte de Jesús, han aceptado compartir su destino. En otras palabras, se han comportado como verdaderos discípulos.

El relato evangélico de hoy (Mc 6,7-13) nos presenta el momento de la “prueba”. Ha terminado el período de adiestramiento. Llegó la hora de la verdad. Jesús llama a los doce y por primera vez los “envía” como verdaderos apóstoles. Solos, sin el maestro, en su primer “vuelo de práctica”. Pero los envía de dos en dos. Ese gesto de Jesús, como todos sus actos, tiene un fin pedagógico. La misión evangelizadora es una labor de equipo, no hay (o no debe haber) lugar para protagonismos.

Y al enviarlos, les dio “autoridad sobre los espíritus inmundos”. Esta frase tenemos que leerla en el contexto religioso-cultural de la época de Jesús en la cual sus contemporáneos veían a Satanás en todas partes. Lo cierto es que la Palabra que ellos iban a proclamar no era una campaña publicitaria para vender algo que va a “hacernos sentir bien”, a la manera de algunas sectas. No, la Palabra de Dios, “cortante como espada de dos filos” (Hb 4,12), nos hace enfrentarnos a nuestros pecados, a nuestros propios demonios.

En palabras de Bruno Maggioni, “la misión es, como dice Marcos, una lucha contra el maligno; donde llega la palabra del discípulo, Satanás no tiene más remedio que manifestarse, tienen que salir a la luz el pecado, la injusticia, la ambición; hay que contar con la oposición y con la resistencia. Por eso el discípulo no es únicamente un maestro que enseña, sino un testigo que se compromete en la lucha contra Satanás de parte de la verdad, de la libertad y del amor”.

Como parte esencial de las “instrucciones” (me imagino a Jesús como el “coach” de un equipo de fútbol, dando las últimas instrucciones a sus jugadores antes del primer partido de la temporada), les encargó que viajaran livianos, que llevaran “un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto”. Dos lecciones. Nada que pueda preocuparles perder; nada que desvíe su atención de la misión que se les ha encomendado. Segundo: confiar en la providencia divina. El que los envió, se encargará de proveer.

Finalmente, les prepara para el rechazo, compañero inseparable del misionero. Y la instrucción es sencilla y al grano: “si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies”. El mensaje de Jesús interpela, no nos puede dejar neutrales e indiferentes; lo aceptamos o lo rechazamos. Y muchos optan por el rechazo, la vía más fácil. En ese caso, vayamos a “sembrar” en otros campos.