REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 19-10-22

El Evangelio que contemplamos en la liturgia de hoy (Lc 12,39-48) tiene un tono apocalíptico que nos exhorta a la vigilancia y al servicio como preparación para el “regreso” inesperado de Jesús: “Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Pero la tónica de hoy se sienta con la pregunta de Pedro: “Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?”.

Después de haber invitado a la vigilancia a todo cristiano Jesús centra su mensaje en aquellos “administradores” que el “amo” ha puesto al frente de su “servidumbre”, es decir a los pastores de la Iglesia, que tendrán que rendirle cuentas cuando llegue el amo. “Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá”.

Esta parábola nos evoca el capítulo 34 de Ezequiel cuando Yahvé, por voz del profeta increpa a los pastores de Israel por haber descuidado el rebaño que se les confió: “¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿Acaso los pastores no deben apacentar el rebaño? Pero ustedes se alimentan con la leche, se visten con la lana, sacrifican a las ovejas más gordas, y no apacientan el rebaño”. “Porque mis ovejas han sido expuestas a la depredación y se han convertido en presa de todas las fieras salvajes por falta de pastor; porque mis pastores no cuidan a mis ovejas; porque ellos se apacientan a sí mismos, y no a mis ovejas”.

Tal vez Pedro entendió que como él había sido nombrado “persona a cargo”, “responsable” (Cfr. Mt 16,18), estaba seguro en su “puesto”. De nuevo la naturaleza humana interponiéndose, creando esos “fantasmas” del orgullo que se interponen entre nosotros y el verdadero seguimiento de Jesús. Pero Jesús no vacila en derrumbar su falso orgullo. Le dice todo lo contrario; mientras más responsabilidades se nos encomienden, más estricto será el Señor al momento de exigirnos cuentas.

La tentación de utilizar, oprimir, e ignorar las necesidades de aquellos que están bajo los que ocupan posiciones de autoridad es grande. El mismo Jesús nos lo advirtió: “Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos.” (Mc 10,42-44).

En la primera lectura de hoy (Ef 3,2-12) Pablo está claro que su ministerio no es obra suya, sino producto de la gracia divina que se le reveló (Cfr. Hc 9,1-18) en el camino a Damasco: “A mí, el más insignificante de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo, aclarar a todos la realización del misterio, escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo”.

Hoy, pidamos al Señor por nuestros obispos, sacerdotes, diáconos y laicos comprometidos a cargo de los diversos ministerios o movimientos, para que adquieran conciencia de la grave responsabilidad que conlleva su elección por parte del Señor, y que como mucho se les ha encomendado, mucho se les exigirá; y que mientras más sirvan, mayor será su recompensa.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 12-09-22

Las lecturas bíblicas que nos propone la liturgia para el día de hoy (1 Cor 11,17-26.33 y Lc 7,1-11), aparentemente desarraigadas entre sí, tienen un vínculo que las une. La primera es uno de los “regaños” de Pablo a la comunidad de Corinto, que tantos dolores de cabeza le causó, por la conducta desordenada que estaban observando en las celebraciones eucarísticas, y la desunión que se manifestaba entre ellos. Pablo aprovecha la oportunidad para enfatizar la importancia y seriedad que reviste esa celebración, narrando el episodio de la institución de la Eucaristía que todos conocemos, pues lo repetimos cada vez que la celebramos.

La lectura evangélica, por su parte, nos narra la curación del criado del centurión. En ese episodio un centurión (pagano), envía unos judíos a hablar con Jesús para que este curara a su siervo, que estaba muy enfermo. Jesús partió hacia la casa del centurión para curarlo, pero cuando iba de camino, llegaron unos emisarios de este que le dijeron a Jesús que les mandaba decir a Jesús: “Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano”. A renglón seguido añade que él está bajo el mando de superiores y a su vez tiene subordinados.

Tenemos ante nosotros a todo un militar de alto rango que reconoce la autoridad de Jesús por encima de la de él, y que la presencia física no es necesaria para que la palabra con autoridad sea efectiva. Pero el centurión no solo le reconoce autoridad a Jesús, se reconoce indigno de Él, se reconoce pecador. Es la misma reacción que observamos en Pedro en el pasaje de la pesca milagrosa: “Apártate de mí, que soy un pecador” (Lc 5,8).  He aquí el vínculo entre la primera y segunda lecturas. ¿Qué decimos inmediatamente antes de la comunión? “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para salvarme”.

Esta actuación del centurión de dar crédito a la Palabra de Jesús y hacer de ella un acto de fe, lleva a Jesús a exclamar: “Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe”. Se trata de una confianza plena en la Palabra de Jesús. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, no se trata de meramente “creer en Jesús”, se trata de “creerle a Jesús”. Es la actitud de Pedro en el episodio de la pesca milagrosa: “Si tú lo dices, echaré las redes” (Lc 5,5). A diferencia de los judíos que exigían signos y requerían presencia para los milagros, este pagano supo confiar en el poder salvífico y sanador de la Palabra de Jesús.

La versión de Mateo sobre este episodio contiene un versículo que Lucas omite, que le da mayor alcance al mismo: “Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes” (Mt 8,11-12). Vino a los suyos y no lo recibieron (Jn 1,11). No lo recibieron porque les faltaba fe. La Nueva Alianza que Jesús viene a traernos se transmite, no por la carne como la Antigua, sino por la infusión del Espíritu. El Espíritu que nos infunde la virtud teologal de la fe, por la cual creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado. Y esa está abierta a todos, judíos y gentiles.

Hoy, pidamos al Señor que acreciente en nosotros la virtud de la fe, para que creyendo en su Palabra y poniéndola en práctica, seamos acreedores de las promesas del Reino.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 06-07-22

“Llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia”.

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (Mt 10,1-7) es el comienzo del llamado discurso misionero, o de envío, de Jesús a sus apóstoles, que ocupa todo capítulo 10 del Evangelio según san Mateo. El pasado domingo XIV del tiempo ordinario para este ciclo C leíamos el envío de los “setenta y dos” (Lc 10,1-9), que irían delante de Jesús a prepararle el camino en los lugares que pensaba visitar. La lectura que Mateo nos presenta hoy es el envío de los “doce”. Ya no se trata de una “avanzada”; se trata de aquellos que van a compartir con Él la responsabilidad de llevar a cabo y continuar la misión que el Padre le había encomendado.

Por eso nos dice la escritura que en primer lugar, “llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia”. Les delegó su autoridad. Los primeros obispos. El primer signo de la Iglesia apostólica.

Luego Mateo se toma el trabajo de mencionarlos a todos por su nombre. Ya no se trata de un grupo anónimo de setenta y dos discípulos. Se trata de los “doce”, a quienes Mateo llama “apóstoles” al identificarlos por sus nombres. Estos son aquellos a quienes Jesús, luego de pasar una noche entera en oración, escogió de entre sus discípulos para que continuaran Su misión, llamándoles apóstoles (Lc 6,12-13).

Luego de delegarles su autoridad, comenzó a darles las instrucciones, la primera de las cuales la que recoge la lectura de hoy: “No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”.

Recordemos que Mateo escribió su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, para demostrarles que Jesús era el Mesías anunciado por los profetas; que en el Él se cumplían todas las profecías y promesas del Antiguo Testamento. Por eso Mateo enfatiza que Jesús envió a los apóstoles en primera instancia a proclamar el anuncio del Reino al pueblo judío, que ellos entendían era el recipiente de todas esas promesas.

Es decir, que a pesar de que luego de su Resurrección nos diría que su mensaje liberador iba dirigido a toda la humanidad (Mt 28,19), instando a los apóstoles a ir a hacer discípulos a todas las naciones, decidió “comenzar por la casa”.

Si examinamos nuestra Iglesia, vemos que, al igual que aquellos primeros apóstoles, debemos comenzar evangelizando, formando a los “nuestros” antes que a los “de afuera”. Fortalecer nuestra Iglesia para entonces poder llevar nuestra misión evangelizadora a todas las gentes. De ahí nuestra insistencia en la formación de nuestra feligresía. Personas cuya fe se “enfría” y terminan alejándose, por desconocimiento de la riqueza de nuestra tradición, nuestra liturgia y, sobre todo, de los fundamentos bíblicos de nuestra Iglesia, la única fundada por Jesucristo. Personas que se “aburren” en nuestras celebraciones litúrgicas, sencillamente porque desconocen lo que está ocurriendo. No se puede amar lo que no se conoce.

Todos estamos llamados a evangelizar. Pero vayamos primeramente “a las ovejas descarriadas” de nuestra Iglesia. Comencemos pues, al igual que “los doce”, por nuestra familia, nuestra comunidad parroquial, especialmente a los que se han alejado…

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA CÁTEDRA DEL APÓSTOL SAN PEDRO 22-02-22

“Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.

Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la Cátedra de San Pedro. Esta festividad se remonta al siglo IV, y con ella se rinde homenaje al primado y la autoridad de Pedro. La palabra “cátedra” literalmente significa “silla” o “trono”, y se refiere al asiento o trono desde el cual un obispo predica. De esta palabra se deriva también la palabra “catedral”, que es el templo donde ubica la cátedra del obispo de una diócesis. Por ejemplo, el Papa es el obispo de Roma y, como tal, tiene su cátedra en la Archibasílica de San Juan de Letrán, que es la Catedral de Roma.

La festividad que celebramos hoy nos recuerda el ministerio especial que el mismo Jesús encomendó a san Pedro como jefe de los apóstoles de “confirmar y guiar a la Iglesia en la unidad de la fe” (JP II). El llamado ministerio petrino, que más que una posición de autoridad es un llamado a servir a todo el pueblo cristiano. Un verdadero Pastor que cuida de sus ovejas.

Y a propósito de la festividad, la liturgia nos presenta como primera lectura un pasaje de la primera carta del apóstol san Pedro (5,1-4), dirigido a los presbíteros que vigilan (episkopoúntes = que cumplen la tarea de vigilar; palabra derivada de epískopos = vigilante), o sea, a los obispos. Pedro echa mano de la figura del pastor que encontramos en el Antiguo Testamento (Cfr. Sal 23), y que Jesús mismo se atribuye (Jn 10,11). Esta figura del pastor vigilante tiene sus raíces en la historia y la tradición del pueblo judío como pueblo nómada. Dios es el Pastor y el pueblo su rebaño. En la misma primera carta, Pedro se refiere a Jesús como epískopos (2,25).

Los consejos que Pedro da a los pastores reflejan el espíritu de servicio y entrega con que éstos deben gobernar al pueblo, “no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño”.

La lectura evangélica (Mt 16,13-19) nos presenta el pasaje del primado de Pedro. En este pasaje Jesús instituye a Pedro como cabeza y jefe de la Iglesia: “Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.

Podríamos dedicar varias reflexiones a analizar y exponer el alcance de estas palabras pronunciadas por Jesús y la autoridad conferida a Pedro mediante las mismas, pero hoy nos limitaremos a señalar que Pedro entendió el alcance de su encomienda a la luz de las enseñanzas del que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Así lo refleja en su primera carta que acabamos de leer hoy.

Ese mismo espíritu lo recogería siglos más tarde el Papa Gregorio Magno al rechazar el título de “cabeza de la Iglesia” y sustituirlo por Servus servorum Dei (Siervo de los siervos de Dios), título que subsiste hoy en día. Desde el comienzo de su papado, el papa Francisco, haciéndose eco de ese mismo espíritu ha llamado a los presbíteros y obispos a ser “pastores con olor a oveja”.

En esta Fiesta les invito a elevar una oración especial por nuestro papa Francisco, para que el Espíritu lo proteja de las acechanzas del maligno y continúe guiándolo en su ministerio para nuestro bien y el de toda Su santa Iglesia.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 03-02-22

Jesús envió a los doce apóstoles a predicar el Evangelio.

“Jesús instituyó a Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Así nos dice el Evangelio según san Marcos al narrarnos la “vocación” de los doce. De ahí en adelante vemos cómo Marcos constantemente nos presenta a “Jesús con sus discípulos” enfrentándose a las multitudes que se agolpaban frente a Él, frente a los adversarios que querían eliminarlo, frente a los incrédulos, haciéndole frente al maligno, expulsando demonios. Los discípulos, especialmente los “doce”, han seguido sus pasos, se han sentado a sus pies a escuchar sus enseñanzas, has sido testigos del anuncio de la Buena Noticia por parte de Jesús, han aceptado compartir su destino. En otras palabras, se han comportado como verdaderos discípulos.

El relato evangélico de hoy (Mc 6,7-13) nos presenta el momento de la “prueba”. Ha terminado el período de adiestramiento. Llegó la hora de la verdad. Jesús llama a los doce y por primera vez los “envía” como verdaderos apóstoles. Solos, sin el maestro, en su primer “vuelo de práctica”. Pero los envía de dos en dos. Ese gesto de Jesús, como todos sus actos, tiene un fin pedagógico. La misión evangelizadora es una labor de equipo, no hay (o no debe haber) lugar para protagonismos.

Y al enviarlos, les dio “autoridad sobre los espíritus inmundos”. Esta frase tenemos que leerla en el contexto religioso-cultural de la época de Jesús en la cual sus contemporáneos veían a Satanás en todas partes. Lo cierto es que la Palabra que ellos iban a proclamar no era una campaña publicitaria para vender algo que va a “hacernos sentir bien”, a la manera de algunas sectas. No, la Palabra de Dios, “cortante como espada de dos filos” (Hb 4,12), nos hace enfrentarnos a nuestros pecados, a nuestros propios demonios.

En palabras de Bruno Maggioni, “la misión es, como dice Marcos, una lucha contra el maligno; donde llega la palabra del discípulo, Satanás no tiene más remedio que manifestarse, tienen que salir a la luz el pecado, la injusticia, la ambición; hay que contar con la oposición y con la resistencia. Por eso el discípulo no es únicamente un maestro que enseña, sino un testigo que se compromete en la lucha contra Satanás de parte de la verdad, de la libertad y del amor”.

Como parte esencial de las “instrucciones” (me imagino a Jesús como el “coach” de un equipo de fútbol, dando las últimas instrucciones a sus jugadores antes del primer partido de la temporada), les encargó que viajaran livianos, que llevaran “un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto”. Dos lecciones. Nada que pueda preocuparles perder; nada que desvíe su atención de la misión que se les ha encomendado. Segundo: confiar en la providencia divina. El que los envió, se encargará de proveer.

Finalmente, les prepara para el rechazo, compañero inseparable del misionero. Y la instrucción es sencilla y al grano: “si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies”. El mensaje de Jesús interpela, no nos puede dejar neutrales e indiferentes; lo aceptamos o lo rechazamos. Y muchos optan por el rechazo, la vía más fácil. En ese caso, vayamos a “sembrar” en otros campos.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 13-12-21

“Os voy a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad hago esto”.

En la primera lectura para hoy (Núm 24,2-7.15-17a) encontramos un anuncio temprano de la venida del futuro Mesías. Lo curioso del caso es que el anuncio viene de un pagano, Balaán, “vidente” a quien el rey de Moab había encargado  maldecir al pueblo de Israel, que tenía intenciones de atravesar su territorio, ya a finales del Éxodo, luego de cuarenta años de marcha a través del desierto de Sinaí.

No podemos perder de vista que el éxodo es el resultado de la primera vez que Dios decide “intervenir” en la historia y tomar partido con su pueblo que vivía esclavizado en Egipto. Por tanto, no podía permanecer con los brazos cruzados. Ante las pretensiones del rey moabita, Dios “toca el corazón” del vidente pagano, quien lejos de maldecir, bendice al pueblo de Israel y profetiza el futuro mesiánico, que vendrá, no solo para el pueblo de Israel, sino para todo el mundo. Inicialmente esta profecía se entendió cumplida en la persona del rey David, pero más adelante se interpretó por el pueblo, y los primeros cristianos, que se refería al Mesías esperado.

Hemos dicho que el tiempo de Adviento es tiempo de preparación, de espera, de anticipación, de encaminarse hacia… Dios viene al encuentro de todos los que le esperan, pero no se impone a nadie. Él “toca a la puerta”, pero no nos obliga a recibirle. Se trata de un acto de fe. El que no quiere creer no va a aceptar ningún argumento, explicación ni evidencia, por más contundente que sea. Así, quien no quiere dejarse convencer por la persona y las palabras de Jesús, tampoco podrá serlo por ninguna discusión.

Ese es el caso que nos presenta la lectura evangélica de hoy (Mt 21,23-27). Luego de echar a los mercaderes del Templo, Jesús continúa moviéndose en sus alrededores y, estando allí, se le acercan unos sumos sacerdotes y ancianos para cuestionarle con qué autoridad les había echado: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?”.

Jesús les responde con otra pregunta: “Os voy a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?”. Ellos saben que no importa cómo contesten van a quedar en evidencia, pues si dicen que del cielo, quedan como no-creyentes, y si dicen que de los hombres, se ganan el desprecio del pueblo que tiene a Juan como un gran profeta, lo que en aquellos tiempos podía acarrearles incluso el linchamiento por blasfemos. Ante esa disyuntiva prefieren pasar por ignorantes: “No sabemos”. A lo que Jesús replicó: “Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto”.

La réplica de Jesús había sido una invitación a recapacitar; más aún, una invitación a la conversión. Aquellos miembros del consejo se negaban a reconocer que Juan había sido enviado para allanar el camino para la llegada del Mesías: Jesús de Nazaret. Por eso se niegan a reconocer (o les resulta conveniente ignorar) el nuevo tiempo de salvación inaugurado con Jesús.

Hoy día no es diferente. Jesús se nos presenta como nuestro Salvador. Y el Adviento es buen tiempo para recapacitar, para la conversión. Solo así podremos reconocerle y aceptar su mensaje de salvación.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 13-09-21

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Lc 7,1-10) nos narra la curación del criado del centurión. En ese episodio un centurión (pagano), envía unos judíos a hablar con Jesús para que este curara a su siervo, que estaba muy enfermo. Jesús partió hacia la casa del centurión para curarlo, pero cuando iba de camino, llegaron unos emisarios de este que le dijeron a Jesús que les mandaba decir a Jesús: “Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano”. A renglón seguido añade que él está bajo el mando de superiores y a su vez tiene subordinados.

Tenemos ante nosotros a todo un militar de alto rango que reconoce la autoridad de Jesús por encima de la de él, y que la presencia física no es necesaria para que la palabra con autoridad sea efectiva. Pero el centurión no solo le reconoce autoridad a Jesús, se reconoce indigno de Él, se reconoce pecador. Es la misma reacción que observamos en Pedro en el pasaje de la pesca milagrosa: “Apártate de mí, que soy un pecador” (Lc 5,8).  Es lo que decimos inmediatamente antes de la comunión: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

Esta actuación de centurión de dar crédito a la Palabra de Jesús y hacer de ella un acto de fe, lleva a Jesús a exclamar: “Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe”. Se trata de una confianza plena en la Palabra de Jesús. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, no se trata de meramente “creer en Jesús”, se trata de “creerle a Jesús”. Es la actitud de Pedro en el episodio de la pesca milagrosa: “Si tú lo dices, echaré las redes” (Lc 5,5). A diferencia de los judíos que exigían signos y requerían presencia para los milagros, este pagano supo confiar en el poder salvífico y sanador de la Palabra de Jesús.

La versión de Mateo sobre este episodio contiene un versículo que Lucas omite, que le da mayor alcance al mismo: “Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes” (Mt 8,11-12). Vino a los suyos y no lo recibieron (Jn 1,11). No lo recibieron porque les faltaba fe. La Nueva Alianza que Jesús viene a traernos se transmite, no por la carne como la Antigua, sino por la infusión del Espíritu. El Espíritu que nos infunde la virtud teologal de la fe, por la cual creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado. Y esa está abierta a todos, judíos y gentiles.

Hoy, pidamos al Señor que acreciente en nosotros la virtud de la fe, para que creyendo en su Palabra y poniéndola en práctica, seamos acreedores de las promesas del Reino.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 29-05-21

“¿Quién te ha dado semejante autoridad?”

Ir por lana y salir trasquilado. Ese refrán popular podría describir lo que le ocurrió en la lectura evangélica de hoy (Mc 11,27-33) a los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos que pretendieron una vez más poner a prueba o, mejor aún, restarle credibilidad a Jesús cuestionando sus acciones en el Templo (acababa de echar a los mercaderes). Ya no encontraban cómo detener su mensaje. La única salida era desprestigiarlo, minar su autoridad: “¿Quién te ha dado semejante autoridad?”

Jesús, que como hemos dicho en ocasiones anteriores es un maestro del debate, los desarma con su respuesta, tan aguda como inesperada. Los pone en “evidencia”, los desarma. “Os voy a hacer una pregunta y, si me contestáis, os diré con qué autoridad hago esto: El bautismo de Juan ¿era cosa de Dios o de los hombres? Contestadme”.

Los sumos sacerdotes, los escribas y los presbíteros son personas inteligentes. Quieren desmerecer a Jesús, pero quieren retener el favor de pueblo. Jesús les ha hecho un planteamiento respecto a una figura importantísima para los judíos: Juan el Bautista. “Si decimos que es de Dios, dirá: ‘¿Y por qué no le habéis creído?” Pero como digamos que es de los hombres…’ (Temían a la gente, porque todo el mundo estaba convencido de que Juan era un profeta). Y respondieron a Jesús: ‘No sabemos’”. Jesús les replicó: “Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto”.

Fueron víctimas de su propio relativismo. Querían desprestigiar Jesús, pero querían mantener el favor del pueblo. En otras palabras, querían estar con Dios y con los hombres. ¿Cuántas veces nos ocurre eso a nosotros? Queremos seguir a Jesús y sus enseñanzas, pero queremos mantener el favor de los que nos rodean. Queremos “disfrazar” la verdad, que las cosas sean como nos gustaría que fueran, no necesariamente como Jesús nos enseñó. Intentamos “acomodar” la doctrina de Jesús a nuestra conducta y a nuestro discurso para no perder el favor de los que nos rodean. Preferimos decir “no sabemos” antes que enfrentarnos a nuestra propia cobardía, a nuestra conciencia moral.

Es lo que el papa emérito Benedicto XVI ha llamado la dictadura del relativismo: “A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse ‘llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina’, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”.

Los fariseos hablan en términos de “autoridad”, pero conciben la autoridad en términos de dominio, de poder, de fuerza, “¿Quién te ha dado semejante autoridad?”. No comprenden que la única autoridad de Jesús es el amor, la capacidad de hacerse igual, hacerse uno con el otro, hacerse cercano. Pierden de vista que en hebreo la palabra procede de una raíz que significa “hacerse igual a”. La “autoridad” de Jesús brota de su amor infinito. Es la autoridad de la Cruz, del que ama hasta el extremo de dar la vida por nosotros. “Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 11,30).

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO 22-02-21

La palabra “cátedra” literalmente significa “silla” o “trono”, y se refiere al asiento o trono desde el cual un obispo predica.

Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la Cátedra de San Pedro. Esta festividad se remonta al siglo IV, y con ella se rinde homenaje al primado y la autoridad de Pedro. La palabra “cátedra” literalmente significa “silla” o “trono”, y se refiere al asiento o trono desde el cual un obispo predica. De esta palabra se deriva también la palabra “catedral”, que es el templo donde ubica la cátedra del obispo de una diócesis. Por ejemplo, el Papa es el obispo de Roma y, como tal, tiene su cátedra en la Archibasílica de San Juan de Letrán, que es la Catedral de Roma.

La festividad que celebramos hoy nos recuerda el ministerio especial que el mismo Jesús encomendó a san Pedro como jefe de los apóstoles de “confirmar y guiar a la Iglesia en la unidad de la fe” (JP II). El llamado ministerio petrino, que más que una posición de autoridad es un llamado a servir a todo el pueblo cristiano. Un verdadero Pastor que cuida de sus ovejas.

Y a propósito de la festividad, la liturgia nos presenta como primera lectura un pasaje de la primera carta del apóstol san Pedro (5,1-4), dirigido a los presbíteros que vigilan (episkopoúntes = que cumplen la tarea de vigilar; palabra derivada de epískopos = vigilante), o sea, a los obispos. Pedro echa mano de la figura del pastor que encontramos en el Antiguo Testamento (Cfr. Sal 23), y que Jesús mismo se atribuye (Jn 10,11). Esta figura del pastor vigilante tiene sus raíces en la historia y la tradición del pueblo judío como pueblo nómada. Dios es el Pastor y el pueblo su rebaño. En la misma primera carta, Pedro se refiere a Jesús como epískopos (2,25).

Los consejos que Pedro da a los pastores reflejan el espíritu de servicio y entrega con que éstos deben gobernar al pueblo, “no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño”.

La lectura evangélica (Mt 16,13-19) nos presenta el pasaje del primado de Pedro. En este pasaje Jesús instituye a Pedro como cabeza y jefe de la Iglesia: “Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.

Podríamos dedicar varias reflexiones a analizar y exponer el alcance de estas palabras pronunciadas por Jesús y la autoridad conferida a Pedro mediante las mismas, pero hoy nos limitaremos a señalar que Pedro entendió el alcance de su encomienda a la luz de las enseñanzas del que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Así lo refleja en su primera carta que acabamos de leer hoy.

Ese mismo espíritu lo recogería siglos más tarde el Papa Gregorio Magno al rechazar el título de “cabeza de la Iglesia” y sustituirlo por Servus servorum Dei (Siervo de los siervos de Dios), título que subsiste hoy en día. Desde el comienzo de su papado, el papa Francisco, haciéndose eco de ese mismo espíritu ha llamado a los presbíteros y obispos a ser “pastores con olor a oveja”.

En esta Fiesta les invito a elevar una oración especial por nuestro papa Francisco, para que el Espíritu lo proteja de las acechanzas del maligno y continúe guiándolo en su ministerio para nuestro bien y el de toda Su santa Iglesia.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 04-02-21

En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. 

“Jesús instituyó a Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Así nos dice el Evangelio según san Marcos al narrarnos la “vocación” de los doce. De ahí en adelante vemos cómo Marcos constantemente nos presenta a “Jesús con sus discípulos” enfrentándose a las multitudes que se agolpaban frente a Él, frente a los adversarios que querían eliminarlo, frente a los incrédulos, haciéndole frente al maligno, expulsando demonios. Los discípulos, especialmente los “doce”, han seguido sus pasos, se han sentado a sus pies a escuchar sus enseñanzas, has sido testigos del anuncio de la Buena Noticia por parte de Jesús, han aceptado compartir su destino. En otras palabras, se han comportado como verdaderos discípulos.

El relato evangélico de hoy (Mc 6,7-13) nos presenta el momento de la “prueba”. Ha terminado el período de adiestramiento. Llegó la hora de la verdad. Jesús llama a los doce y por primera vez los “envía” como verdaderos apóstoles. Solos, sin el maestro, en su primer “vuelo de práctica”. Pero los envía de dos en dos. Ese gesto de Jesús, como todos sus actos, tiene un fin pedagógico. La misión evangelizadora es una labor de equipo, no hay (o no debe haber) lugar para protagonismos.

Y al enviarlos, les dio “autoridad sobre los espíritus inmundos”. Esta frase tenemos que leerla en el contexto religioso-cultural de la época de Jesús en la cual sus contemporáneos veían a Satanás en todas partes. Lo cierto es que la Palabra que ellos iban a proclamar no era una campaña publicitaria para vender algo que va a “hacernos sentir bien”, a la manera de algunas sectas. No, la Palabra de Dios, “cortante como espada de dos filos” (Hb 4,12), nos hace enfrentarnos a nuestros pecados, a nuestros propios demonios.

En palabras de Bruno Maggioni, “la misión es, como dice Marcos, una lucha contra el maligno; donde llega la palabra del discípulo, Satanás no tiene más remedio que manifestarse, tienen que salir a la luz el pecado, la injusticia, la ambición; hay que contar con la oposición y con la resistencia. Por eso el discípulo no es únicamente un maestro que enseña, sino un testigo que se compromete en la lucha contra Satanás de parte de la verdad, de la libertad y del amor”.

Como parte esencial de las “instrucciones” (me imagino a Jesús como el “coach” de un equipo de fútbol, dando las últimas instrucciones a sus jugadores antes del primer partido de la temporada), les encargó que viajaran livianos, que llevaran “un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto”. Dos lecciones. Nada que pueda preocuparles perder; nada que desvíe su atención de la misión que se les ha encomendado. Segundo: confiar en la providencia divina. El que los envió, se encargará de proveer.

Finalmente, les prepara para el rechazo, compañero inseparable del misionero. Y la instrucción es sencilla y al grano: “si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies”. El mensaje de Jesús interpela, no nos puede dejar neutrales e indiferentes; lo aceptamos o lo rechazamos. Y muchos optan por el rechazo, la vía más fácil. En ese caso, vayamos a “sembrar” en otros campos.