REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TRIGÉSIMA CUATRA SEMANA DEL T.O. (2) 26-11-22

“Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir”.

Hoy concluimos el año litúrgico. Mañana comienza un nuevo año con ese “tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido contemplando en días recientes.

Luego de la frase de esperanza que pronunciara en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la del final de los tiempos, la parusía. A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final, que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular. Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra”.

Jesús, que es verdadero Dios y verdadero hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima “como la trampa de un cazador”. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.

Jesús nunca nos pide algo sin darnos las “herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2 Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Fil, 4). Leí en algún lugar que “la oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).

Si examinamos las vidas de los grandes santos y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos vivir las palabras de la primera lectura de hoy (Ap 22,1-7), uno de mis pasajes favoritos de la Biblia: “Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos”. Yo quiero estar allí. ¿Y tú?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 25-11-22

“Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.

Estamos en las postrimerías del tiempo ordinario. Mañana en la noche, con las vísperas del primer domingo de Adviento, comenzamos un nuevo año litúrgico.

La lectura evangélica (Lc 21,29-33) nos refiere a la segunda venida de Jesús en toda su gloria a instaurar su Reino que “no pasará”. Pero primero nos invita a estar atentos a los “signos de los tiempos” para que sepamos cuándo ha de ser. Como suele hacerlo, Jesús echa mano de las experiencias cotidianas de sus contemporáneos, que conocen de la agricultura: “Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.

Esa figura de los árboles que “echan brotes”, nos apunta a la primavera, que anuncia un “nuevo comienzo”, el “nuevo tiempo” que ha de representar el Reinado definitivo de Dios, la “nueva Jerusalén” del final de los tiempos. Ese Reino que Jesús inauguró hace casi dos mil años y que la Iglesia, pueblo de Dios, continúa madurando, como los brotes de los árboles en primavera, hasta que florezca y alcance su plenitud.

Muchos imperios, reinados, gobiernos, ideologías, ha surgido y desaparecido. Pero la Palabra de Dios se mantiene incólume a lo largo de la historia. Y la Iglesia (nosotros) está encargada de asegurarse que esa Palabra siga floreciendo para que la salvación alcance a todos. “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”.

La primera lectura (Ap 20,1-4.11-21), por su parte, también nos remite la segunda venida de Jesús y al juicio que la acompañará, y cómo en ese momento seremos juzgados según nuestras obras: “Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras”… “La Muerte y el Hades fueron arrojados al lago de fuego –este lago de fuego es la muerte segunda– y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego”.

De nada nos vale ir a misa diaria, ni participar en incontables ceremonias litúrgicas, si no amamos, si no practicamos las obras de misericordia (Cfr. Mt 12,7; 25,31; St 2,17-18). Bien lo dijo San Juan de la Cruz: “En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”.

En una homilía con relación a la parábola de las diez vírgenes (Mt 25,1-13), el papa Francisco también nos exhortaba a ver los signos de los tiempos y estar preparados para ese encuentro con Jesús en su segunda venida, para que no nos sorprenda dormidos.

Estamos a escasas horas del Adviento, y la liturgia de ese tiempo especial nos invita a estar atentos a esa segunda venida de Jesús y al nacimiento del Niño Dios, no solo en Belén, sino en nuestros corazones. Es momento propicio para hacer introspección y preguntarnos: Cuando me llegue el momento de ponerme de pie ante el “gran trono blanco”, ¿estará escrito mi nombre en el “libro de la vida”?

Todavía estamos a tiempo…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 22-11-22

“Alguien como un Hijo de hombre, que tenía en la cabeza una corona de oro y en su mano una hoz afilada”.

En la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy (Lc 21,5-11), un fragmento del Evangelio que leímos el pasado domingo XXXIII de este ciclo C, Jesús utiliza un lenguaje simbólico muy familiar para los judíos de su época, el llamado género apocalíptico, una especie de “código” que todos comprendían.

Esta lectura nos sitúa en el comienzo del último discurso de Jesús, el llamado “discurso escatológico”, en el cual se mezclan dos eventos: el fin de Jerusalén y el fin del mundo, siendo el primero un símbolo del segundo. De hecho, todas las lecturas que hemos estado contemplando durante el final del tiempo ordinario tienen sabor escatológico; tratan de la destrucción de Jerusalén, el final de los tiempos, el juicio, y la instauración del Reinado de Dios al final de la historia.

En otras ocasiones hemos dicho que, al enfrentarnos a estas lecturas, no podemos hacer una lectura literal de los textos, so pena de caer en interpretaciones erróneas y pasar por alto su sentido profundo.

La primera lectura (Ap 14,14-19), participa del mismo género y nos presenta dos eventos distintos.

En el primero el “Hijo del Hombre” (Cfr. Dn 7,13-14) siega la mies metiendo su oz afilada, “y la tierra quedó segada”, y nos apunta, por un lado, al Juicio por parte del Hijo, a quien el Padre “le ha dado poder para juzgar porque es Hijo del Hombre” (Jn 5,27), y por otro lado al que Él mismo nos presenta en la parábola de cizaña (Mt 25,31-34), donde esta será quemada y el trigo recogido en el granero del Señor.

Al comienzo del pasaje que contemplamos hoy, Juan nos presenta un detalle importante sobre este Hijo del Hombre. Nos dice que “tenía en la cabeza una corona de oro”. Esto apunta su Señorío, a su carácter del Rey del Universo cuya solemnidad celebramos el último domingo del tiempo ordinario; el que ha de juzgar a las naciones (Jl 4,12).

El segundo episodio, distinto al primero, nos presenta la siega de las uvas, no por manos del Hijo de Hombre, sino por un ángel que sale del santuario y es instruido a meter la oz y vendimiar las uvas, echándola luego en “el gran lagar de la ira de Dios”. El lagar es el lugar donde se pisan las uvas para extraer el mosto.  Esta imagen nos remite a Ap 19,15: “De su boca sale una espada afilada para herir con ella a los paganos; él los regirá con cetro de hierro; él pisa el lagar del vino de la furiosa cólera de Dios, el Todopoderoso”. El juicio de los impíos.

No hay duda, el Juicio es real y todos seremos sometidos a él. Allí se separarán los justos de los impíos, los buenos de los malos, las ovejas de las cabras, el trigo de la cizaña. Y los primeros entrarán a la casa del Padre, y los otros al fuego eterno, donde será el “llanto y el rechinar de dientes” (Lc 13,28).

Nosotros los cristianos no debemos preocuparnos ni perder sueño por el día ni la hora. Lo importante es estar preparados, para que cuando llegue el novio, nos encuentre con las lámparas encendidas y aceite para alimentarlas. Así entraremos con Él a la sala nupcial (Mt 25,1-13).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 18-11-22

Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”.

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Ap 10,8-12; Lc 19 45-48), aunque a primera vista parecerían no estar relacionadas, tratan el mismo tema.

La primera, tomada del libro del Apocalipsis, nos muestra a Juan recibiendo una orden de comerse un libro: “Cógelo y cómetelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor”. Juan hizo lo que le ordenaba el ángel y en efecto así sucedió. Entonces le dijeron: “Tienes que profetizar todavía contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”.

Los exégetas interpretan ese símbolo de comerse el libro, como “alimentarse de la palabra y del pensamiento que contiene”. Esa palabra que cuando la recibimos se nos muestra dulce al paladar, con una dosis sobreabundante de amor y misericordia. Pero cuando la digerimos, es decir, cuando vemos las realidades de nuestro alrededor y vemos cómo esa Palabra es ignorada, pisoteada, y hasta manipulada y utilizada para fines contrarios a ella, sentimos amargura.

Entonces esa Palabra, “cortante como espada de doble filo” (Hb 4,12), nos dice que no podemos permanecer indiferentes, que tenemos que salir a profetizar y protestar, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2) contra todo aquello que cause desigualdad, discrimen, odio y violencia; todo aquello que esté en contra del mensaje liberador de Jesús, y que debe provocar tristeza y amargura en el corazón de Dios. Esa triste realidad fue la hizo que Jesús llorara ante la vista de la ciudad de Jerusalén (Lc 19,41).

“Todos los días Jesús enseñaba en el Templo”, y el pueblo escuchaba su Palabra: “el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”. Jesús nos trajo una nueva forma de culto, sustituyendo el culto meramente ritual que practicaban los judíos por un culto “en espíritu y verdad”, en el que su Palabra y nuestra oración cobran un papel importantísimo, y nos conducen al centro de la liturgia que es Él mismo que se hace presente en la Eucaristía. Por eso toda la primera parte de la misa es la “enseñanza” de Jesús, precisamente en el mismo lugar que Él lo hacía, en el Templo.

La denuncia de Jesús que escuchamos en el Evangelio, cuando nos dice: “‘Mi casa es casa de oración’; pero vosotros la habéis convertido en una ‘cueva de bandidos’”, nos hace preguntarnos: Nuestros templos, ¿son “casa de oración”? Basta con entrar en algunos templos y ver que, por el nivel de ruido y falta de reconocimiento a Jesús Eucaristía que está presente, parecen más una plaza pública que una casa de oración. Y en nuestros templos, ¿hay mercaderes como los que Jesús expulsó? ¿Se muestra un interés desmedido por los aspectos económicos, aún por encima de la oración y la caridad? En las reuniones de nuestros consejos parroquiales, ¿le prestamos más atención al “presupuesto” y las finanzas parroquiales que a la pastoral?

Ahora que estamos prácticamente en el umbral del Adviento, hagamos un poco de introspección comunitaria. Esa Palabra “dulce al paladar” que recibimos, ¿nos causa “ardor” al digerirla? Entonces es tiempo de asumir la misión profética para la que se nos ungió en el bautismo.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 15-11-22

“Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.

La liturgia de hoy nos presenta como lectura evangélica la historia de Zaqueo, el publicano (Lc 19,1-10). Como hemos meditado esta lectura hace apenas dos semanas, hoy nos concentraremos en le primera lectura, tomada del libro del Apocalipsis (3,1-6.14-22).

Esta lectura, como todas que hemos venido leyendo en la liturgia de finales del tiempo ordinario, tiene un sabor escatológico, del final de los tiempos, y abarca las cartas que Juan, repitiendo las palabas que el Señor le instruye, envía a las iglesias (comunidades) de Sardes (1-6) y Laodicea (14-22).

El tono de estas cartas, aunque parece ser un tanto pesimista, en realidad es una llamada de alerta para aquellas comunidades que, a pesar de haber recibido la Palabra de Dios y aceptado su mensaje, han perdido el ardor inicial de la conversión y caído en la rutina. Algo así como lo que nos pasa cuando asistimos a un retiro y salimos de allí enardecidos a “llevarnos el mundo de frente”, pero con el tiempo comenzamos a enfriarnos.

Aquellas comunidades, cuya fe se había enardecido por las persecuciones y la “inminencia” del fin de los tiempos, se habían “acostumbrado” a las persecuciones que se habían convertido en parte del diario vivir y parecían menos cruentas, dejando ser un signo de la cercanía del Reino. También habían sido testigos de la caída de Jerusalén y la destrucción de Templo sin que llegara el día final, lo que hacía que esos eventos perdieran su significado escatológico. Habían caído en la tibieza espiritual…

Por eso les dice a los de Sardes: “tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto”, y a los de Laodicea: “Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca”. Una fe vacía, sin obras (Cfr. St 2.15).

La actitud de aquellas primeras comunidades cristianas no dista mucho de nuestras comunidades del siglo XXI. Hemos caído en la rutina, hemos perdido la capacidad de interpretar los signos de los tiempos, las persecuciones de los cristianos parecela algo distante; nuestra fe se ha entibiado, hemos perdido el sentido del anuncio del Reino.

Pero el Señor siempre viene en nuestro auxilio. Nosotros podremos entibiarnos, y hasta enfriarnos, pero el ardor de Su amor infinito y su deseo de que todos nos salvemos (1 Tim 2,4) permanece inalterado.

Por eso nos dice: “sé vigilante y reanima lo que te queda y que estaba a punto de morir …  Acuérdate de cómo has recibido y escuchado mi palabra, y guárdala y conviértete”; y luego remata con esa hermosa afirmación llena de amor: “Yo, a cuantos amo, reprendo y corrijo; ten, pues, celo y conviértete. Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.

El Señor nos está “regañando”, pero lo hace con la dulzura y el amor que una madre corrige al hijo de sus entrañas.

Hoy te pregunto: ¿le abrirás tu puerta? Todavía estamos a tiempo.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 14-11-22

“Recobra la vista, tu fe te ha salvado”.

Ya en la recta final del tiempo ordinario, la primera lectura (Ap 1,1-4; 2,1-5a) y el Evangelio (Lc 18,35-43) que nos presentan la liturgia para hoy, tienen un denominador común: la importancia de perseverar en la fe. En la primera, el ángel de la Iglesia de Éfeso le dice: “Conozco tus obras, tu fatiga y tu aguante; sé que no puedes soportar a los malvados, que pusiste a prueba a los que se llamaban apóstoles sin serlo y descubriste que eran unos embusteros. Eres tenaz, has sufrido por mi y no te has rendido a la fatiga; pero tengo en contra tuya que has abandonado el amor primero. Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”.

Es un retrato de nuestro propio proceso de conversión; esa conversión (metanoia) que comienza con nuestro primer “enamoramiento” con Jesús, y que no termina hasta que cerramos los ojos por última vez. Luego de esa primera experiencia íntima con Jesús nos lanzamos a laborar en la construcción de Reino con un entusiasmo y confianza absolutos, impulsados por el amor, con la certeza de que sin Él nada, y con Él todo. Pero con el pasar del tiempo seguimos nuestro trabajo pastoral, y cada vez dependemos menos y menos de Él; nos creemos “creciditos” y que ya no necesitamos de Él. Comenzamos a depender de nuestras propias habilidades. Caemos en la rutina. Abandonamos el “primer amor”. No nos damos cuenta, pero nuestra fe se ha debilitado. Y el Señor, rico en misericordia (Sal 86,15), lejos de castigarnos, nos reprende e instruye: “Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”. A veces necesitamos una caída, un golpe que nos despierte de nuestro letargo espiritual. Entonces el Señor nos tiende su mano y nos “enamora” de nuevo.

El Evangelio, por su parte, nos muestra lo que es la perseverancia en la fe. “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”, le grita el ciego a Jesús, aunque no puede verlo. El ejemplo perfecto de un acto de fe. Mas cuando le regañan y le piden que calle, él no se rinde. Lo que hace es gritar con más fuerza: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. El ejemplo perfecto de perseverancia en la fe. Y Jesús, conmovido por la perseverancia de aquel ciego (que el paralelo de Marcos nos dice que se llamaba Bartimeo), pidió que se lo acercaran y le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” “Señor, que vea otra vez”, contestó el ciego. A lo que Jesús le responde: “Recobra la vista, tu fe te ha salvado”. De nuevo el ingrediente indispensable para los milagros: la fe. “Todo lo que pidan con fe, lo alcanzarán” (Mt 21,22); “Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán” (Mc 11,24).

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que no olvidemos aquel “primer amor” que nos hizo entregarnos a Él en cuerpo y alma, con la certeza de que “sin Él nada, y con Él todo”. Y si nos hemos apartado de ese amor, que reconozcamos que hemos caído, y tengamos la humildad de reconocer nuestra ceguera espiritual pidiéndole: “Señor, que vea otra vez”. Créanme, Él nos va “enamorar” nuevamente.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS 01-11-22

“Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero”.

“Entonces oí el número de los marcados con el sello: ciento cuarenta y cuatro mil sellados, de todas las tribus de los hijos de Israel. Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero»” (Ap 7,4.9-10). Este pasaje, que forma parte de la primera lectura de hoy, es uno de mis favoritos de toda la Sagrada Escritura. Cada vez que lo leo no puedo evitar hacerme una imagen mental de la escena, con efectos audiovisuales y todo. Y como todo cristiano, mi aspiración, como debe ser la de todos, es llegar a formar parte de esa muchedumbre inmensa. Se me eriza la piel de tan solo imaginarlo.

Y esa lectura es muy apropiada para la Solemnidad de todos los Santos que celebramos hoy. Porque si bien la Iglesia nos propone como modelos y canoniza a unos que llamamos “Santos” y “Santas”, son cientos de miles los que componen esa multitud, “imposible de contar” que conforma el grupo de los elegidos, de los que han forjado su santidad a base de oración y amor al prójimo, a base del seguimiento de los pasos de Jesús.

Y de la misma manera en que la patria honra a los héroes anónimos de las grandes guerras con un monumento al “soldado desconocido”, así la Iglesia honra, mediante esta Solemnidad, la memoria de aquellos que vivieron y murieron en olor de santidad, y cuya obra pasó a veces desapercibida para la humanidad, mas no ante los ojos de Dios, quien recibió con agrado la oblación de sus vidas santas.

“Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42): la santidad personal. La santidad no es algo que está reservado a unas cuantas almas “privilegiadas”. Todos estamos llamados a ser “santos”. Dios no nos quiere buenos, nos quiere santos. Santa Teresita del Niño Jesús decía que “la santidad consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, y confiados -aun con nuestro cuerpo- en su bondad paternal”. Ya desde el Antiguo Testamento, Yahvé Dios dijo a su pueblo: “Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo” (Lv 19,2). Pablo llama “santos” a todos los cristianos de esas primeras comunidades; así, por ejemplo, le dice a los Corintios “que han sido santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos, junto con todos aquellos que en cualquier parte invocan el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, Señor de ellos y nuestro” (1 Cor 1,2).

Hoy mi alma reboza de alegría, porque la Iglesia universal honra la memoria de mi santa madre y mi padre ejemplar, que estoy seguro se encuentran de pie, ante el trono del Cordero, con sus vestiduras blancas y palmas en las manos, alabando y bendiciendo al Señor, intercediendo por mí y mi familia, mientras gritan con fuerte voz: “La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero”. ¡Santa Milagros y San Ernesto, rueguen por nosotros!

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LOS ARCÁNGELES MIGUEL, GABRIEL Y RAFAEL 29-09-22

Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel (Cfr. CEC 329).

Hoy celebramos la Fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. La existencia de esos “seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama ángeles, es una vedad de fe” (Catecismo de la Iglesia Católica 328). Continúa diciendo el CEC que estos seres “en tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales e inmortales (Cfr. Lc 20,36). Superan en perfección a todas las criaturas visibles” (330). De ahí que en la Carta a los Hebreos, se nos diga: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el Hijo del hombre para que lo tomes en cuenta? Por un momento lo hiciste más bajo que los ángeles;… (Hb 2,6-7)”.

Vemos a los ángeles interviniendo como mensajeros de Dios a lo largo de toda la historia de la salvación. La Biblia y la Tradición nos enumeran a los ángeles en tres jerarquías divididas en tres coros cada una, para un total de nueve coros u órdenes angélicos. En la tercera jerarquía se cuentan los “Principados”, los “Arcángeles” y los “Ángeles”.

San Agustín dice al respecto que “[e]l nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel” (Cfr. CEC 329). Así cada uno de los ángeles tiene un oficio, como aquellos encargados de custodiarnos (los llamados ángeles custodios o ángeles de la guarda, cuya memoria celebramos el 2 de octubre). De hecho, el significado de sus nombres apunta hacia su oficio. Miguel significa “¿quién como Dios?”, Gabriel significa “fuerza de Dios”, y Rafael significa “Dios ha curado” o “medicina de Dios”.

A los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael los encontramos interviniendo directamente en la vida de los hombres (Cfr. Ex 23,20) para llevar a cabo una misión encomendada por el mismo Dios. Sus nombres se mencionan en la Sagrada Escritura. Así por ejemplo, encontramos a San Miguel en el libro de Daniel (10,13; 12,1; Ap 12,7-9); a San Gabriel en Dn 9,21; Lc 1,26 (la Anunciación); y a Rafael en Tb 12,15. Por eso celebramos esta fiesta litúrgica.

La liturgia de hoy nos presenta dos textos alternativos como primera lectura (Dn 7,9-10, o Ap 12,7-12a). El primero nos presenta una visión del profeta sobre la corte celestial con miles de ángeles sirviéndole. El segundo es el conocido texto de la batalla final entre Miguel, al mando de las legiones angélicas, contra el “dragón” que intentaba comerse el hijo de la “mujer”, y cómo éste queda derrotado y es arrojado para siempre del cielo.

Sin pretender entrar en una exégesis de este pasaje tan provocador, baste señalar que podemos ver cómo Dios se vale de sus seres angélicos para proteger a los que le creen. Por tanto, siendo seres que están cerca de Dios, no debemos vacilar en pedir su intercesión.

La lectura evangélica (Jn 1,47-51), por su parte, nos narra la vocación de Bartolomé, a quien Juan llama Natanael, que la liturgia coloca dentro de esta fiesta por la sentencia pronunciada por Jesús al final del pasaje, que confirma la existencia de los ángeles: “En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE SAN BARTOLOMÉ, APÓSTOL 24-08-22

Hoy celebramos la Fiesta de san Bartolomé, apóstol. A Bartolomé se le menciona, y aparece en las llamadas “listas apostólicas” de los sinópticos y Hechos de los apóstoles, como uno de los doce apóstoles (Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,14; Hch 1,13). No así en el evangelio según san Juan. En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (Jn 1,45-51) para la Fiesta de san Bartolomé, se habla de un tal Natanael, a quien la tradición le identifica con éste, en parte, por el hecho de que su nombre aparece inmediatamente después de Felipe en tres de esas “listas apostólicas”.

En este pasaje, lleno de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento, típicas de los escritos de san Juan, que por la brevedad de estas líneas no podemos elaborar, nos narra la vocación de Natanael (Bartolomé), inmediatamente después de la de Felipe, a quien Jesús utiliza como instrumento para “reclutarlo”. Como hemos señalado en ocasiones anteriores la palabra vocación viene del verbo latino vocare que quiere decir llamar.

Al igual que hizo con Felipe y Natanael en el relato de hoy, y con los demás apóstoles, Jesús nos llama a todos a seguirle. A unos nos llama directamente, como lo hizo con Felipe (“sígueme”), a otros nos llama por medio de aquellos que ya le siguen, como en el caso de Bartolomé, a quien Felipe le dijo: “Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.” Y ante el escepticismo de Bartolomé (“¿De Nazaret puede salir algo bueno?”), Felipe insistió: “Ven y verás”. Bartolomé le siguió, vio, y creyó: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.

Felipe había tenido un encuentro personal con Jesús, y como todo el que pasa por esa experiencia, sintió una urgencia inexplicable en comunicar a otros “eso” que había encontrado; como aquellos a quienes Jesús curaba y les pedía que no dijeran a nadie lo ocurrido, que no bien había Jesús terminado de decirlo, ellos salían corriendo a contarle a todos ese encuentro maravilloso que había cambiado sus vidas para siempre. Es lo que Jesús más adelante verbalizaría en su mandato: “Vayan y hagan discípulos” (Mt 28,19).

Bartolomé no solo aceptó la invitación, sino que se convirtió en discípulo. Más tarde, Jesús lo escogería como uno de los doce apóstoles sobre los que Jesús instituyó su Iglesia, cuyos nombres están inscritos en los doce basamentos de la Nueva Jerusalén que Juan describe en la visión que nos narra en la primera lectura de hoy, tomada del libro del Apocalipsis (21,9b-14). Como tal, saldría a predicar, a “hacer discípulos”.

Aunque es uno de los apóstoles de quien menos se sabe, la tradición lo coloca evangelizando en Armenia y en la India, siendo objeto de especial veneración en este último país.

Jesús nos ha llamado a todos de diversas maneras. Y si vamos a ser verdaderos seguidores de Jesús acataremos su mandato: “Vayan y hagan discípulos”. ¿Aceptas el reto?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 18-08-22

“Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda.”

El Evangelio de hoy (Mt 22,1-14) nos presenta otra de las parábolas del Reino. Esta vez Jesús compara el Reino con un banquete de bodas. En la lectura que contemplamos hoy, Jesús continúa enfatizando la apertura del Reino a todos por igual, sin distinción entre “malos y buenos”.

En esta ocasión el mensaje gira en torno a la invitación, al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se deriva de vocare = llamar) que todos recibimos para participar del “banquete” del Reino (nuestra vocación a la santidad), y la respuesta que damos a la misma.

Nos narra la parábola que un rey celebraba la boda de su hijo con un gran banquete y envió a sus criados a invitar a sus numerosos invitados y ninguno aceptó. Envió nuevamente a los criados, pero algunos convidados prefirieron atender sus asuntos (“uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”), mientras los restantes mataron a los criados. Esto provocó que el rey montara en cólera y mandara matar a los asesinos e incendiar su ciudad.

Entonces el rey dijo a sus criados: “‘La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda’. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos”.

Esta parábola pone de relieve que normalmente cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora, porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.

Otra característica de la invitación de Jesús expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos, de llamarnos a su mesa (Cfr. Ap 3,20). Jesús quiere que TODOS nos salvemos. Por eso el rey recibió a todos, “malos y buenos”, hasta que “la sala de banquetes se llenó de comensales”.

Pero, como hemos dicho en ocasiones anteriores, la invitación de Jesús viene acompañada de lo que yo llamo la “letra chica”, las condiciones del seguimiento, que muchos encuentran “duras” (Cfr. Jn 6,60), por lo que optan por rechazar la invitación, mientras otros pretenden aceptar la invitación al banquete sin “vestirse de fiesta”. Ante estos últimos el rey dijo a sus criados: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. “Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”.

Señor, dame la gracia para aceptar tu invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan asistir “vestido de fiesta” para ser contado entre el grupo de los “escogidos” a participar del banquete de bodas del Cordero (Cfr. Ap 19,9).