En esta micro-reflexión vemos cómo la Liturgia continúa preparándonos para el gran evento de Pentecostés mostrado la acción del Espíritu Santo en la Iglesia primitiva, en cumplimiento de la promesa de Jesús antes de ascender.
Ese que “sacará la cara por nosotros”, que hablará por nosotros, e inclusive nos enseñará a orar.
Según se acerca la solemnidad de Pentecostés,
el Espíritu Santo continúa dominando la liturgia.
La primera lectura que nos brinda la liturgia
para ese sexto domingo de Pascua (Hc 8,5-8.14-17) nos presenta a Felipe predicando
en Samaria acompañado de los signos y prodigios que acompañan al que está lleno
del Espíritu Santo. Esto causó gran alegría entre los samaritanos que
recibieron la Palabra. Pero aún faltaba algo. Por eso cuando los apóstoles se
enteraron de que los de Samaria habían recibido la Palabra, “enviaron a Pedro y
a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran
el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados
en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el
Espíritu Santo”.
El Espíritu Santo es el dispensador de la
gracia divina; esa gracia que recibimos cuando se nos bautiza con la fórmula
trinitaria, y el Espíritu Santo desciende sobre nosotros por primera vez, infundiéndonos
sus siete dones y las tres virtudes teologales.
Anteriormente hemos señalado que el
protagonista del libro de los Hechos de los Apóstoles es el Espíritu Santo; al
punto que se le conoce como el “Evangelio del Espíritu Santo”. No hay duda, los
apóstoles actuaban asistidos y guiados por El Espíritu Santo que recibieron por
partida doble; primero durante la primera aparición de Jesús luego de su
Resurrección (Jn 20,22), y posteriormente en Pentecostés, cuando recibieron una
“sobredosis” de Espíritu. Por eso podían “repartirlo”; por eso los presbíteros,
diáconos y obispos son los ministros ordinarios del sacramento del Bautismo,
porque han recibido el Espíritu cuando menos por partida triple, en el
Bautismo, la Confirmación, y el sacramento del Orden, recibiendo en este último
de manera especial, como parte de la gracia sacramental propia del mismo al
imponérseles las manos por el obispo, la facultad de transmitir el Espíritu en
el Bautismo (sin perjuicio de que, por excepción, en circunstancias extraordinarias
todos podemos bautizar).
La segunda lectura (1 Pe 3,1.15-18), que
contiene el fundamento para la apologética, al llamarnos a estar siempre
dispuestos a “dar razón” de nuestra esperanza, finaliza enfatizando el papel
del Espíritu Santo en la Resurrección de Jesús: “Como [Jesús] poseía el
Espíritu, fue devuelto a la vida”.
La lectura evangélica (Jn 14,15-21), es el
pasaje en el que Jesús anuncia a sus discípulos que tiene que partir, pero les
(nos) va a dejar otro defensor (paráclito) que estará siempre a nuestro lado, ese
que “sacará la cara por nosotros”, que hablará por nosotros (Lc 12,12), e
inclusive nos enseñará a orar (Rm 8,15).
Y el requisito para recibir ese don se reduce
a una palabra: Amor. Porque “el que acepta mis mandamientos y los guarda, ése
me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a
él.” (Jn 14,21). Y esa manifestación tiene nombre y apellido: “Espíritu Santo”.
Es Jesús quien te hace una invitación y un
ofrecimiento. ¿Aceptas?