En esta micro-reflexión vemos cómo la Liturgia continúa preparándonos para el gran evento de Pentecostés mostrado la acción del Espíritu Santo en la Iglesia primitiva, en cumplimiento de la promesa de Jesús antes de ascender.
Ya estamos en el umbral de la Navidad, y la liturgia continúa orientándonos hacia ella y preparándonos para la Gran Noche. Se nos ha presentado el poder de Dios que hace posible que mujeres estériles, incluso de edad avanzada, conciban y den a luz hijos que intervendrán en la historia humana para hacer posible la historia de la salvación. María será la culminación: Una criatura nacida de una virgen, un regalo absoluto de Dios, el inicio de una nueva humanidad.
La primera lectura de hoy (1 Sam 1,24-28) nos narra la presentación de Samuel a Elí por parte de su madre Ana, una mujer estéril que había orado para que Dios le concediera el don de la maternidad: “Este niño es lo que yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo cedo al Señor de por vida, para que sea suyo”. Ana está consciente de que ese hijo, producto de la gracia de Dios, no le pertenece. María llevará ese gesto a su máxima expresión al entregar a su Hijo a toda la humanidad. Cuando María dio a luz al Niño Dios lo colocó en un pesebre, en vez de estrecharlo contra su pecho, como sería el instinto de toda madre. Así lo puso a disposición de todos nosotros.
La lectura que se nos presenta como salmo es el llamado Cántico de Ana, tomado también del libro de Samuel (1 Sam 2,1.4-5.6-7). Este es el cántico de alabanza que Ana entona después que entrega y consagra a su hijo al templo. Todos los exégetas reconocen en este cántico de alabanza la inspiración para el hermoso canto del Magníficat, que contemplamos hoy como lectura evangélica (Lc 1,46-56). Este cántico nos demuestra además que no importa cuán “estéril” de buenas obras haya sido nuestra vida, el Señor es capaz de “levantarnos del polvo”, “hacernos sentar entre príncipes” y “heredar el trono de gloria”, pues es Dios quien “da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”. Tan solo tenemos que confiar en Dios y dejarnos llevar por el Espíritu.
Ambas mujeres, María y Ana, reconocen su pequeñez ante Dios. Nos demuestran que si confiamos en el Señor Él obrará maravillas en nosotros; que Dios es el Dios de los pobres, los anawim. En este sentido María representa la culminación de la espera de siglos del pueblo de Israel, especialmente los pobres y los oprimidos; ella es la realización de las promesas que le han mantenido vigilante. Al humillarse ante Dios se ha enaltecido ante Él (Cfr. Lc 14,11).
Cuando María nos dice que “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”, no lo dice por ella misma ni por sus méritos, pues acaba de declararse “esclava” del Señor, sino por las maravillas que el Señor ha obrado en ella. Así mismo lo hará con todo el que escuche Su Palabra y la ponga en práctica. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 123).
Dios no desampara un corazón contrito y humillado (Sal 50). En estos dos días que restan del Adviento, pidamos al Señor la humildad necesaria para que Él fije su mirada en nosotros y haga morada en nuestros corazones, como lo hizo en el de María.
En el Evangelio de ayer (Lc 17,1-6) Jesús nos exhortaba a no “escandalizar” con nuestra conducta, a vivir una vida acorde a sus enseñanzas. Ayer también en la primera lectura (Ti 1,1-9), Pablo instruía a Tito, a quien había dejado a cargo de terminar de organizar la comunidad de Creta, sobre las características que debían adornar a los presbíteros y obispos, insistiendo que debían ser personas “intachables”, que sirvieran de ejemplo a la comunidad.
En la primera lectura de hoy (Ti 2,1-7a.11-14), secuela de la de ayer, Pablo aconseja a Tito sobre lo que debe, a su vez, aconsejar a todos los feligreses de su comunidad; tanto a los ancianos y ancianas, como a los jóvenes.
“Di a los ancianos que sean sobrios, serios y prudentes; que estén robustos en la fe, en el amor y en la paciencia. A las ancianas, lo mismo: que sean decentes en el porte, que no sean chismosas ni se envicien con el vino, sino maestras en lo bueno, de modo que inspiren buenas ideas a las jóvenes, enseñándoles a amar a los maridos y a sus hijos, a ser moderadas y púdicas, a cuidar de la casa, a ser bondadosas y sumisas a los maridos, para que no se desacredite la palabra de Dios. A los jóvenes, exhórtalos también a ser prudentes, presentándote en todo como un modelo de buena conducta”. Pablo exhorta a Tito a practicar lo que predica, pidiéndole que se presente él mismo como modelo, “para que la parte contraria se abochorne, no pudiendo criticarnos en nada”.
Estos consejos de Pablo podrían, a primera vista, parecer una lección de urbanismo, de prácticas para la buena convivencia social. Pero si continuamos leyendo vemos que Pablo va más allá; sus consejos van dirigidos a prepararnos para algo más importante: “Porque ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo”.
La conducta sobria y prudente a que nos exhorta Pablo no es otra cosa que el seguimiento de Cristo, quien supo renunciar a los deseos mundanos, incluyendo la fama, el poder y la gloria, en aras del verdadero valor: el Reino. Ese Reino que “ya” está aquí, pero que “todavía” aguarda “la dicha que esperamos”, la segunda venida de Cristo que ha de marcar el final de los tiempos, para su culminación.
Está claro también que Pablo está consciente que solos no podemos llevar esa conducta intachable que nos exige el seguimiento de Cristo, que necesitamos de “la gracia de Dios” para “enseñarnos” a hacerlo. Por eso tenemos que invocar el Espíritu Santo para que esa “gracia de Dios” se derrame sobre nosotros y nos permita, por nuestra conducta, ser contados entre los enumerados en el “libro de la vida” (Cfr. Fil 4,3; Ap 3,5; 13,8; 20,12; 21,27).
“Sed perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto”. Con esa frase pronunciada por Jesús termina la lectura evangélica
que la liturgia nos propone para hoy (Mt 5,43-48). Y esa perfección se
manifiesta en el amor que Dios prodiga a toda la humanidad, sin distinción, aún
sobre los que no le conocen, aquellos que lo ignoran, aquellos que lo odian.
Esa es la medida que se nos exige. ¡Uf!
“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu
prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros
enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre
que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la
lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio
tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?”
La ley del amor. Jesús la repite sin
cansancio. No podemos acercarnos a Él sin toparnos de frente con ese mensaje.
Jesús nos ofrece la filiación divina (¡qué regalo!). Hay un solo requisito:
amar; amar sin distinción y sin excepciones, especialmente a aquellos que nos
hacen la vida imposible, aquellos que nos traicionan, nos odian, aquellos que
son “diferentes”… Y más aún, orar por los que nos persiguen, los que nos hacen
daño. Tú nos has mostrado el camino: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lc 23,34). Señor, ¡qué difícil se nos hace seguirte!
Tú siempre nos hablas claro, sin dobleces: “Les
doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he
amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). ¿No será eso
nada más que un sueño, un ideal, una ilusión, una quimera, una ingenuidad de Tu
parte, Señor?
Pero Tú nunca nos pides nada que no podamos
lograr; y mientras más difícil la encomienda, más cerca de nosotros estás para
ayudarnos. En este caso nos dejaste el Espíritu de Verdad que iba a venir y
hacer morada en nosotros: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo
no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen,
porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,16-17).
Durante este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos
hace un llamado a la conversión. Esa conversión de corazón es una obra de la
Gracia de Dios. Como nos dice el libro de las Lamentaciones: “Conviértenos
Señor, y nos convertiremos” (Lm 5,21). Y esa Gracia que obra la conversión en
nosotros la recibimos cuando le abrimos nuestro corazón a ese Espíritu de la Verdad
y le permitimos que haga morada en nosotros; ese Espíritu que es el Amor entre
el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Solo entonces podremos decir
con san Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál
2,20).
Ya estamos en el umbral de la Navidad, y la
liturgia continúa orientándonos hacia ella y preparándonos para la Gran Noche.
Se nos ha presentado el poder de Dios que hace posible que mujeres estériles,
incluso de edad avanzada, conciban y den a luz hijos que intervendrán en la
historia humana para hacer posible la historia de la salvación. María será la
culminación: Una criatura nacida de una virgen, un regalo absoluto de Dios, el
inicio de una nueva humanidad.
La primera lectura de hoy (1 Sam 1,24-28) nos
narra la presentación de Samuel a Elí por parte de su madre Ana, una mujer
estéril que había orado para que Dios le concediera el don de la maternidad: “Este
niño es lo que yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo
cedo al Señor de por vida, para que sea suyo”. Ana está consciente de que ese
hijo, producto de la gracia de Dios, no le pertenece. María llevará ese gesto a
su máxima expresión al entregar a su Hijo a toda la humanidad. Cuando María dio
a luz al Niño Dios lo colocó en un pesebre, en vez de estrecharlo contra su
pecho, como sería el instinto de toda madre. Así lo puso a disposición de todos
nosotros.
La lectura que se nos presenta como salmo es
el llamado Cántico de Ana, tomado
también del libro de Samuel (1 Sam 2,1.4-5.6-7). Este es el cántico de alabanza
que Ana entona después que entrega y
consagra a su hijo al templo. Todos los exégetas reconocen en este cántico de
alabanza la inspiración para el hermoso canto del Magníficat, que contemplamos
hoy como lectura evangélica (Lc 1,46-56). Este cántico nos demuestra además que
no importa cuán “estéril” de buenas obras haya sido nuestra vida, el Señor es
capaz de “levantarnos del polvo”, “hacernos sentar entre príncipes” y “heredar
el trono de gloria”, pues es Dios quien “da la muerte y la vida, hunde en el
abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”. Tan solo
tenemos que confiar en Dios y dejarnos llevar por el Espíritu.
Ambas mujeres, María y Ana, reconocen su
pequeñez ante Dios. Nos demuestran que si confiamos en el Señor Él obrará
maravillas en nosotros; que Dios es el Dios de los pobres, los anawim. En este sentido María representa
la culminación de la espera de siglos del pueblo de Israel, especialmente los
pobres y los oprimidos; ella es la realización de las promesas que le han
mantenido vigilante. Al humillarse ante Dios se ha enaltecido ante Él (Cfr. Lc 14,11).
Cuando María nos dice que “Desde ahora me
felicitarán todas las generaciones”, no lo dice por ella misma ni por sus
méritos, pues acaba de declararse “esclava” del Señor, sino por las maravillas
que el Señor ha obrado en ella. Así mismo lo hará con todo el que escuche Su
Palabra y la ponga en práctica. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que
hizo el cielo y la tierra” (Sal 123).
Dios no desampara un corazón contrito y
humillado (Sal 50). En estos dos días que restan del Adviento, pidamos al Señor
la humildad necesaria para que Él fije su mirada en nosotros y haga morada en
nuestros corazones, como lo hizo en el de María.
La primera lectura que nos brinda la liturgia
para hoy es el comienzo de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo
(1,1-2.12-14). Esta carta, junto a la segunda carta al mismo Timoteo y la carta
a Tito, conforman las tres cartas de Pablo que se conocen como “cartas pastorales”.
Los primeros dos versículos nos permiten
apreciar el profundo amor y respeto que Pablo siente por su discípulo, al
llamarlo “verdadero hijo en la fe”, y desearle “la gracia, la misericordia y la
paz de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro”. Pablo había dejado a
Timoteo a cargo de la comunidad de Éfeso cuando partió para Macedonia.
El resto del pasaje (vv.12-14) nos muestra la
humildad de Pablo, quien reconoce su vida anterior de pecado (“antes era un
blasfemo, un perseguidor y un insolente”) y que todo lo que ha logrado,
especialmente su fe, se lo debe a la compasión que Dios ha tenido con él, y a la
gracia que Dios le ha prodigado. Esa gracia y compasión le permitieron
reconocer sus pecados, experimentar la verdadera conversión y ponerse al
servicio del Señor. De otro modo no hubiese podido guiar a otros hacia ese
camino de conversión verdadera.
En la lectura evangélica para hoy (Lc 6,39-42)
Jesús utiliza la figura de la vista (“ciego” – “ojo”), que nos evoca la
contraposición luz-tinieblas (Cfr. Jn
12,46), para recordarnos que no debemos seguir a nadie a ciegas, como tampoco
podemos guiar a otros si no conocemos la luz. “¿Acaso puede un ciego guiar a
otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. El mensaje es claro: No podemos
guiar a nadie hacia la verdad si no conocemos la verdad. No podemos proclamar
el Evangelio si no lo vivimos, porque terminaremos apartándonos de la verdad y
arrastrando a otros con nosotros.
Ese peligro se hace más patente cuando caemos
en la tentación de juzgar a otros sin antes habernos juzgado a nosotros mismos,
cuando pretendemos enseñarle a otros cómo poner su casa en orden cuando la
nuestra está en desorden: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en
el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu
hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga
que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces
verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”.
Con toda probabilidad Jesús estaba pensando en
los fariseos cuando pronunció esas palabras tan fuertes. Pero esa verdad no se
limita a los fariseos. Somos muy dados a juzgar a los demás con severidad, pero
cuando se trata de nosotros, buscamos (y encontramos) toda clase de
justificaciones e inclusive nos negamos a ver nuestras propias faltas.
“Te pedimos, Señor: Danos ojos limpios y
claros para mirar dentro de nuestro corazón y nuestra conciencia, pero
empáñalos tenuemente con las sombras del amor cuando veamos las faltas de los
que nos rodean. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén” (de la
Oración colecta).
“Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. Con esa frase pronunciada por Jesús termina la lectura evangélica que la liturgia nos propone para hoy (Mt 5,43-48). Y esa perfección se manifiesta en el amor que Dios prodiga a toda la humanidad, sin distinción, aún sobre los que no le conocen, aquellos que lo ignoran, aquellos que lo odian. Esa es la medida que se nos exige. ¡Uf!
“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu
prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros
enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre
que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la
lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio
tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?”
La ley del amor. Jesús la repite sin cansancio. No podemos acercarnos a Él sin toparnos de frente con ese mensaje. Jesús nos ofrece la filiación divina (¡qué regalo!). Hay un solo requisito: amar; amar sin distinción y sin excepciones, especialmente a aquellos que nos hacen la vida imposible, aquellos que nos traicionan, nos odian, aquellos que son “diferentes”… Y más aún, orar por los que nos persiguen, los que nos hacen daño. Tú nos has mostrado el camino: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Señor, ¡qué difícil se nos hace seguirte!
Tú siempre nos hablas claro, sin dobleces: “Les
doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he
amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). ¿No será eso
nada más que un sueño, un ideal, una ilusión, una quimera, una ingenuidad de Tu
parte, Señor?
Pero Tú nunca nos pides nada que no podamos
lograr; y mientras más difícil la encomienda, más cerca de nosotros estás para
ayudarnos. En este caso nos dejaste el Espíritu de Verdad que iba a venir y
hacer morada en nosotros: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo
no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen,
porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,16-17).
Durante este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos hace un llamado a la conversión. Esa conversión de corazón es una obra de la Gracia de Dios. Como nos dice el libro de las Lamentaciones: “Conviértenos Señor, y nos convertiremos” (Lm 5,21). Y esa Gracia que obra la conversión en nosotros la recibimos cuando le abrimos nuestro corazón a ese Espíritu de la Verdad y le permitimos que haga morada en nosotros; ese Espíritu que es el Amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Solo entonces podremos decir con san Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
Ya estamos en el umbral de la Navidad, y la liturgia
continúa orientándonos hacia ella y preparándonos para la Gran Noche. Se nos ha
presentado el poder de Dios que hace posible que mujeres estériles, incluso de
edad avanzada, conciban y den a luz hijos que intervendrán en la historia
humana para hacer posible la historia de la salvación. María será la
culminación: Una criatura nacida de una virgen, un regalo absoluto de Dios, el
inicio de una nueva humanidad.
La primera lectura de hoy (1 Sam 1,24-28) nos narra la
presentación de Samuel a Elí por parte de su madre Ana, una mujer estéril que había
orado para que Dios le concediera el don de la maternidad: “Este niño es lo que
yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo cedo al Señor de
por vida, para que sea suyo”. Ana está consciente de que ese hijo, producto de
la gracia de Dios, no le pertenece. María llevará ese gesto a su máxima
expresión al entregar a su Hijo a toda la humanidad. Cuando María dio a luz al
Niño Dios lo colocó en un pesebre, en vez de estrecharlo contra su pecho, como
sería el instinto de toda madre. Así lo puso a disposición de todos nosotros.
La lectura que se nos presenta como salmo es el llamado Cántico de Ana, tomado también del libro
de Samuel (1 Sam 2,1.4-5.6-7). Este es el cántico de alabanza que Ana entona después que entrega y consagra
a su hijo al templo. Todos los exégetas reconocen en este cántico de alabanza la
inspiración para el hermoso canto del Magníficat, que contemplamos hoy como
lectura evangélica (Lc 1,46-56). Este cántico nos demuestra además que no
importa cuán “estéril” de buenas obras haya sido nuestra vida, el Señor es
capaz de “levantarnos del polvo”, “hacernos sentar entre príncipes” y “heredar
el trono de gloria”, pues es Dios quien “da la muerte y la vida, hunde en el
abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”. Tan solo
tenemos que confiar en Dios y dejarnos llevar por el Espíritu.
Ambas mujeres, María y Ana, reconocen su pequeñez ante Dios.
Nos demuestran que si confiamos en el Señor Él obrará maravillas en nosotros;
que Dios es el Dios de los pobres, los anawim.
En este sentido María representa la culminación de la espera de siglos del
pueblo de Israel, especialmente los pobres y los oprimidos; ella es la
realización de las promesas que le han mantenido vigilante. Al humillarse ante
Dios se ha enaltecido ante Él (Cfr.
Lc 14,11).
Cuando María nos dice que “Desde ahora me felicitarán todas
las generaciones”, no lo dice por ella misma ni por sus méritos, pues acaba de
declararse “esclava” del Señor, sino por las maravillas que el Señor ha obrado
en ella. Así mismo lo hará con todo el que escuche Su Palabra y la ponga en
práctica. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la
tierra” (Sal 123).
Dios no desampara un corazón contrito y humillado (Sal 50).
En estos dos días que restan del Adviento, pidamos al Señor la humildad
necesaria para que Él fije su mirada en nosotros y haga morada en nuestros
corazones, como lo hizo en el de María.
En el Evangelio que hubiéramos leído ayer, de no haber coincidido con la Fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán (Lc 17,1-6), Jesús nos exhortaba a no “escandalizar” con nuestra conducta, a vivir una vida acorde a sus enseñanzas. Ayer también en la primera lectura (Ti 1,1-9), Pablo instruía a Tito, a quien había dejado a cargo de terminar de organizar la comunidad de Creta, sobre las características que debían adornar a los presbíteros y obispos, insistiendo que debían ser personas “intachables”, que sirvieran de ejemplo a la comunidad.
En la primera lectura de hoy (Ti 2,1-7a.11-14),
secuela de la de ayer, Pablo aconseja a Tito sobre lo que debe, a su vez,
aconsejar a todos los feligreses de su comunidad; tanto a los ancianos y
ancianas, como a los jóvenes.
“Di a los ancianos que sean sobrios, serios y
prudentes; que estén robustos en la fe, en el amor y en la paciencia. A las
ancianas, lo mismo: que sean decentes en el porte, que no sean chismosas ni se
envicien con el vino, sino maestras en lo bueno, de modo que inspiren buenas
ideas a las jóvenes, enseñándoles a amar a los maridos y a sus hijos, a ser
moderadas y púdicas, a cuidar de la casa, a ser bondadosas y sumisas a los
maridos, para que no se desacredite la palabra de Dios. A los jóvenes,
exhórtalos también a ser prudentes, presentándote en todo como un modelo de
buena conducta”. Pablo exhorta a Tito a practicar lo que predica, pidiéndole
que se presente él mismo como modelo, “para que la parte contraria se
abochorne, no pudiendo criticarnos en nada”.
Estos consejos de Pablo podrían, a primera vista, parecer una lección de urbanismo, de prácticas para la buena convivencia social (además de un tanto machistas, reflejo de la cultura de la época). Pero si continuamos leyendo vemos que Pablo va más allá; sus consejos van dirigidos a prepararnos para algo más importante: “Porque ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo”.
La conducta sobria y prudente a que nos
exhorta Pablo no es otra cosa que el seguimiento de Cristo, quien supo
renunciar a los deseos mundanos, incluyendo la fama, el poder y la gloria, en
aras del verdadero valor: el Reino. Ese Reino que “ya” está aquí, pero que
“todavía” aguarda “la dicha que esperamos”, la segunda venida de Cristo que ha
de marcar el final de los tiempos, para su culminación.
Está claro también que Pablo está consciente
que solos no podemos llevar esa conducta intachable que nos exige el
seguimiento de Cristo, que necesitamos de “la gracia de Dios” para “enseñarnos”
a hacerlo. Por eso tenemos que invocar el Espíritu Santo para que esa “gracia
de Dios” se derrame sobre nosotros y nos permita, por nuestra conducta, ser
contados entre los enumerados en el “libro de la vida” (Cfr. Fil 4,3; Ap
3,5; 13,8; 20,12; 21,27).
La primera lectura que nos brinda la liturgia
para hoy es el comienzo de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo
(1,1-2.12-14). Esta carta, junto a la segunda carta al mismo Timoteo y la carta
a Tito, conforman las tres cartas de Pablo que se conocen como “cartas pastorales”.
Los primeros dos versículos nos permiten
apreciar el profundo amor y respeto que Pablo siente por su discípulo, al
llamarlo “verdadero hijo en la fe”, y desearle “la gracia, la misericordia y la
paz de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro”. Pablo había dejado a
Timoteo a cargo de la comunidad de Éfeso cuando partió para Macedonia.
El resto del pasaje (vv.12-14) nos muestra la
humildad de Pablo, quien reconoce su vida anterior de pecado (“antes era un
blasfemo, un perseguidor y un insolente”) y que todo lo que ha logrado,
especialmente su fe, se lo debe a la compasión que Dios ha tenido con él, y a la
gracia que Dios le ha prodigado. Esa gracia y compasión le permitieron
reconocer sus pecados, experimentar la verdadera conversión y ponerse al
servicio del Señor. De otro modo no hubiese podido guiar a otros hacia ese
camino de conversión verdadera.
En la lectura evangélica para hoy (Lc 6,39-42)
Jesús utiliza la figura de la vista (“ciego” – “ojo”), que nos evoca la
contraposición luz-tinieblas (Cfr. Jn
12,46), para recordarnos que no debemos seguir a nadie a ciegas, como tampoco
podemos guiar a otros si no conocemos la luz. “¿Acaso puede un ciego guiar a
otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. El mensaje es claro: No podemos
guiar a nadie hacia la verdad si no conocemos la verdad. No podemos proclamar
el Evangelio si no lo vivimos, porque terminaremos apartándonos de la verdad y
arrastrando a otros con nosotros.
Ese peligro se hace más patente cuando caemos
en la tentación de juzgar a otros sin antes habernos juzgado a nosotros mismos,
cuando pretendemos enseñarle a otros cómo poner su casa en orden cuando la
nuestra está en desorden: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en
el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu
hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga
que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces
verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”.
Con toda probabilidad Jesús estaba pensando en
los fariseos cuando pronunció esas palabras tan fuertes. Pero esa verdad no se
limita a los fariseos. Somos muy dados a juzgar a los demás con severidad, pero
cuando se trata de nosotros, buscamos (y encontramos) toda clase de
justificaciones e inclusive nos negamos a ver nuestras propias faltas.
“Te pedimos, Señor: Danos ojos limpios y
claros para mirar dentro de nuestro corazón y nuestra conciencia, pero
empáñalos tenuemente con las sombras del amor cuando veamos las faltas de los
que nos rodean. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén” (de la
Oración colecta).