REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 02-06-22

“… que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.

La liturgia de hoy nos presenta como lectura evangélica (Jn 17,20-26) la tercera y última parte del “discurso de despedida” de Jesús a sus discípulos, que transcurre en el trasfondo de la sobremesa de la última cena. A partir de este momento vemos que la oración de Jesús al Padre por sus discípulos inmediatos se convierte también en oración por todos los que en el futuro habríamos de convertirnos en sus discípulos por la palabra de aquellos: “Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. En otras palabras, ora por la Iglesia que habría de fundarse sobre la fe de los apóstoles. Ora por nosotros… Imagínate; ¡Cristo ha orado por ti!

La súplica de Jesús al Padre es que haya unidad entre todos sus discípulos, los contemporáneos y los futuros; y el modelo, el marco de referencia que utiliza, es la unidad entre el Padre y Él, para que esa unidad se convierta en predicación, en testimonio de la Verdad, que es testimonio del Amor entre el Padre y el Hijo. De esta manera Jesús puede continuar la revelación del Padre a través de su Palabra y de la comunión de los creyentes.

Y nuestra misión, la misión de todos los bautizados que hemos recibido el Espíritu Santo, es difundir esa Palabra para que a través de ella otros crean también. Y el contenido de esa Palabra es solamente uno: que el Padre ha enviado al Hijo por pura gratuidad en el acto de amor más sublime en la historia. Y la manera de reciprocar ese amor es a través de nuestros hermanos. Así se crea la comunión, la unidad: “que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros”. Y esa comunión, ese amor, será el distintivo de los verdaderos discípulos de Jesús (Cfr. Jn 13,15).

Esta es la última plegaria de Jesús antes de entrar en su Pasión. Nos está diciendo qué le mueve a aceptar voluntariamente su Pasión, a entregar su vida. Ese es, podríamos decir, su testamento, su última voluntad; que todos seamos uno, que vivamos en la unidad. Eso es lo que Él quiere para la Iglesia que Él vislumbra en el horizonte. Ut unum sint!

Las últimas palabras de Jesús en esta plegaria “sellan” la misma y nos muestran el propósito de sus palabras: “para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”. Ese Amor que sirve de hilo conductor y a su vez de agente catalítico al mensaje de Jesús, que Juan nos expone de manera contundente en su relato evangélico; Amor que tiene nombre y apellido: el Espíritu Santo que los discípulos recibirían en Pentecostés, y que tú y yo recibimos el día de nuestro Bautismo.

¡Espíritu Santo, ven a mí!

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 21-05-22

“Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra”.

En la lectura del evangelio que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 15,18-21), que forma parte de la gran oración de Jesús en la última cena, Él le dice a los apóstoles: “Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia”. En el evangelio que leíamos ayer ya Jesús les había manifestado que fue él quien les eligió, y hoy vemos que a reglón seguido les advierte que han de seguir su misma suerte. Ya desde la presentación en el Templo, Simeón había profetizado que el niño iba a ser signo de contradicción (Lc 2,34).

Jesús nos ha “sacado de este mundo” para que anunciemos a todos un nuevo modo de comprender el mundo y la vida, la Buena Noticia, que es Palabra de Dios, palabra que es viva y eficaz “y más cortante que espada alguna de dos filos”, que “penetra hasta la última división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón (Hb 4,12). Por eso, los que están “en el mundo” se sienten señalados y se incomodan ante el anuncio de la Palabra. De ahí que el mundo nos “odie”, nos persiga, como lo hicieron con Él.

Jesús sigue invitándonos a seguir sus pasos, a compartir su destino, pero nos advierte que el precio puede ser alto. Y tú, ¿estás dispuesto a seguirle?

Antes de contestar esa pregunta, echemos un vistazo a la primera lectura (Hc 16,1-10), en la que continuamos viendo la acción decidida del Espíritu Santo en la expansión de la Iglesia por el mundo greco-romano, y cómo guía a los discípulos en esa misión: “Como el Espíritu Santo les impidió anunciar la palabra en la provincia de Asia, atravesaron Frigia y Galacia. Al llegar a la frontera de Misia, intentaron entrar en Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo consintió. Entonces dejaron Misia a un lado y bajaron a Troas”.  Aquella noche Pablo tuvo una visión en la que se le apareció un macedonio, de pie, que le rogaba ir a Macedonia a ayudarlos. Pablo y Timoteo partieron de inmediato para Macedonia, seguros de que Dios los llamaba a predicar el Evangelio a los macedonios.

Está claro, es Jesús quien escoge y convoca a sus discípulos, y a través de su Santo Espíritu los envía y les dice cuándo y dónde tienen que evangelizar. Por eso tenemos que aprender a orar, invocar, adorar, y ser dóciles al Espíritu Santo. Si intentamos valernos tan solo de nuestras propias fuerzas y capacidades, y llevar el mensaje de salvación a donde nos parezca, nuestra predicación será estéril. Tal vez podremos presentar una imagen “estática” de Jesús, pero seremos incapaces de transmitir el fuego que solo la experiencia del amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo puede brindarnos.

Que pasen un hermoso fin de semana, recordando visitar la Casa del Padre.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 19-05-22

“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor”.

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Jn 15,9-11) es continuación de la de ayer, que situábamos en la sobremesa de la última cena, que Juan nos presenta, no como la cena pascual de los sinópticos, sino como una cena de despedida que se celebra el día de la preparación de la pascua. El pasaje que contemplamos hoy forma parte del “discurso de despedida” de Jesús. Jesús aprovecha este discurso para afianzar la fe de sus discípulos como preparación para la misión que les espera. Ayer veíamos la insistencia de Jesús a sus discípulos para que permanecieran en Él.

Hoy les profesa su amor infinito e incondicional; amor que se compara con el que el Padre le profesa a Él, subrayando que permanecer en Él significa permanecer en Su amor: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.

“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”… Si no viniera de labios de Jesús, diríamos que es mentira, parece increíble. ¡Jesús nos está diciendo que nuestra unión amorosa con Él es comparable a la de Él con el Padre! Tratemos por un momento de imaginar la magnitud de ese amor entre el Padre y el Hijo. Sí, ese mismo amor que se derrama sobre nosotros y tiene nombre y apellido: Espíritu Santo.

Ese anuncio del amor de Dios es el núcleo central del mensaje evangélico. Piet Van Breemen nos dice que “si yo me sé amado por Dios, su amor llenará mi corazón y se desbordará, porque un corazón humano es demasiado pequeño para contenerlo todo entero. Así amaré a mi prójimo con ese mismo amor”.

Jesús nos está pidiendo que “permanezcamos” (otra vez ese verbo), no solo en Él, sino en Su amor. Pero como siempre, no nos obliga, reconoce y respeta nuestro libre albedrío. Nos dice que “si” guardamos sus mandamientos, permanecemos en Su amor. Para recalcar la identidad entre el amor que el Padre le tiene y el que Él nos tiene, no nos pide nada que Él mismo no esté dispuesto a hacer: “lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. Como siempre, Jesús nos muestra el camino a seguir (“Yo soy el Camino”), nos proporciona el modelo.

Ese “si…”, esa condición sujeta a nuestra libertad es la que va a determinar nuestra relación, nuestra unión con Dios. Jesús nos promete Su alegría, llevada a plenitud: “para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.” Se trata del gozo eterno que podemos comenzar a disfrutar desde ahora. ¿Te animas?

Señor Jesús, ayúdanos a permanecer en Tu amor, de la misma manera que Tú has guardado fielmente los mandamientos del Padre y permaneces en Su amor. Así encontraremos Tu alegría y la podremos llevar a su plenitud.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 26-04-22

“Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes?”

Nicodemo es un personaje que aparece solamente en el relato evangélico de Juan; personaje importante porque sirve de contrapunto en un diálogo profundo con Jesús que ocupa una buena parte del capítulo 3 del relato. Durante ese primer encuentro con Jesús, es que se desarrolla el diálogo que se recoge parcialmente en la lectura que nos ofrece la liturgia para hoy (Jn 3,5a.7b-15).

En el pasaje que le precede inmediatamente, y que hubiésemos leído ayer, de no haber coincidido con la Fiesta de san Marcos, evangelista, veríamos cómo, cuando Jesús le dijo que “el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios”, Nicodemo le preguntó: “¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?”.

Y es esa pregunta de Nicodemo la que provoca las palabras de Jesús con que comienza la lectura de hoy: “Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”.

Nicodemo es incapaz de comprender lo que le dice Jesús. Su mentalidad de fariseo no le permitía ver más allá de la Ley y su cumplimiento. Jesús le está hablando de la verdadera Libertad que solo el Espíritu (que es el Amor entre el Padre y el Hijo) puede darnos. Ese concepto de libertad en el Espíritu que Jesús le planteaba resultaba incomprensible para él.

La idea de “nacer de nuevo” resulta irrisoria, imposible, para todo aquél que no ha conocido el Amor de Dios, ese Amor que nos hace comprender que para Dios todo es posible y que solo podemos alcanzar la Libertad plena abrazando la Cruz de su Hijo.

Entonces Jesús le dice: “Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo?” El cielo del que le habla Jesús a Nicodemo (y a nosotros) no hay que buscarlo en las alturas; es la experiencia de hacerse uno con el Padre como Él lo es. Es esa toma de conciencia grande y profunda de que Dios está con uno y uno está con Dios, en un pacto producto de la Libertad que solo puede provenir del Amor.

“Si permanecéis en mi palabra, verdaderamente sois mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32); libres, no para “hacer lo que nos dé la gana”, sino libres para amar. Porque como hemos dicho en ocasiones anteriores, la “verdad” a la que se refiere Jesús es el Amor incondicional de Dios. Ese es el concepto de Libertad que nos plantea Jesús; libertad que le hizo optar libremente por la Cruz, y que Él trata de comunicar a Nicodemo pero que este no puede entender: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Y tú, ¿le crees?

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 12-03-22

“Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen”.

“Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. Con esa frase pronunciada por Jesús termina la lectura evangélica que la liturgia nos propone para hoy (Mt 5,43-48). Y esa perfección se manifiesta en el amor que Dios prodiga a toda la humanidad, sin distinción, aún sobre los que no le conocen, aquellos que lo ignoran, aquellos que lo odian. Esa es la medida que se nos exige. ¡Uf!

“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?”

La ley del amor. Jesús la repite sin cansancio. No podemos acercarnos a Él sin toparnos de frente con ese mensaje. Jesús nos ofrece la filiación divina (¡qué regalo!). Hay un solo requisito: amar; amar sin distinción y sin excepciones, especialmente a aquellos que nos hacen la vida imposible, aquellos que nos traicionan, nos odian, aquellos que son “diferentes”… Y más aún, orar por los que nos persiguen, los que nos hacen daño. Tú nos has mostrado el camino: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Señor, ¡qué difícil se nos hace seguirte!

Tú siempre nos hablas claro, sin dobleces: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). ¿No será eso nada más que un sueño, un ideal, una ilusión, una quimera, una ingenuidad de Tu parte, Señor?

Pero Tú nunca nos pides nada que no podamos lograr; y mientras más difícil la encomienda, más cerca de nosotros estás para ayudarnos. En este caso nos dejaste el Espíritu de Verdad que iba a venir y hacer morada en nosotros: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,16-17).

Durante este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos hace un llamado a la conversión. Esa conversión de corazón es una obra de la Gracia de Dios. Como nos dice el libro de las Lamentaciones: “Conviértenos Señor, y nos convertiremos” (Lm 5,21). Y esa Gracia que obra la conversión en nosotros la recibimos cuando le abrimos nuestro corazón a ese Espíritu de la Verdad y le permitimos que haga morada en nosotros; ese Espíritu que es el Amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Solo entonces podremos decir con san Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).

“Conviértenos Señor, y nos convertiremos”.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 20-05-21

“… que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.

La liturgia de hoy nos presenta como lectura evangélica (Jn 17,20-26) la tercera y última parte del “discurso de despedida” de Jesús a sus discípulos, que transcurre en el trasfondo de la sobremesa de la última cena. A partir de este momento vemos que la oración de Jesús al Padre por sus discípulos inmediatos se convierte también en oración por todos los que en el futuro habríamos de convertirnos en sus discípulos por la palabra de aquellos: “Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. En otras palabras, ora por la Iglesia que habría de fundarse sobre la fe de los apóstoles. Ora por nosotros… Imagínate; ¡Cristo ha orado por ti!

La súplica de Jesús al Padre es que haya unidad entre todos sus discípulos, los contemporáneos y los futuros; y el modelo, el marco de referencia que utiliza, es la unidad entre el Padre y Él, para que esa unidad se convierta en predicación, en testimonio de la Verdad, que es testimonio del Amor entre el Padre y el Hijo. De esta manera Jesús puede continuar la revelación del Padre a través de su Palabra y de la comunión de los creyentes.

Y nuestra misión, la misión de todos los bautizados que hemos recibido el Espíritu Santo, es difundir esa Palabra para que a través de ella otros crean también. Y el contenido de esa Palabra es solamente uno: que el Padre ha enviado al Hijo por pura gratuidad en el acto de amor más sublime en la historia. Y la manera de reciprocar ese amor es a través de nuestros hermanos. Así se crea la comunión, la unidad: “que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros”. Y esa comunión, ese amor, será el distintivo de los verdaderos discípulos de Jesús (Cfr. Jn 13,15).

Esta es la última plegaria de Jesús antes de entrar en su Pasión. Nos está diciendo qué le mueve a aceptar voluntariamente su Pasión, a entregar su vida. Ese es, podríamos decir, su testamento, su última voluntad; que todos seamos uno, que vivamos en la unidad. Eso es lo que Él quiere para la Iglesia que Él vislumbra en el horizonte. Ut unum sint!

Las últimas palabras de Jesús en esta plegaria “sellan” la misma y nos muestran el propósito de sus palabras: “para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”. Ese Amor que sirve de hilo conductor y a su vez de agente catalítico al mensaje de Jesús, que Juan nos expone de manera contundente en su relato evangélico; Amor que tiene nombre y apellido: el Espíritu Santo que los discípulos recibirían en Pentecostés, y que tú y yo recibimos el día de nuestro Bautismo.

¡Espíritu Santo, ven a mí!

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 08-05-21

“Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra”.

En la lectura del evangelio que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 15,18-21), que forma parte de la gran oración de Jesús en la última cena, Él le dice a los apóstoles: “Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia”. En el evangelio que leíamos ayer ya Jesús les había manifestado que fue él quien les eligió, y hoy vemos que a reglón seguido les advierte que han de seguir su misma suerte. Ya desde la presentación en el Templo, Simeón había profetizado que el niño iba a ser signo de contradicción (Lc 2,34).

Jesús nos ha “sacado de este mundo” para que anunciemos a todos un nuevo modo de comprender el mundo y la vida, la Buena Noticia, que es Palabra de Dios, palabra que es viva y eficaz “y más cortante que espada alguna de dos filos”, que “penetra hasta la última división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón (Hb 4,12). Por eso, los que están “en el mundo” se sienten señalados y se incomodan ante el anuncio de la Palabra. De ahí que el mundo nos “odie”, nos persiga, como lo hicieron con Él.

Jesús sigue invitándonos a seguir sus pasos, a compartir su destino, pero nos advierte que el precio puede ser alto. Y tú, ¿estás dispuesto a seguirle?

Antes de contestar esa pregunta, echemos un vistazo a la primera lectura (Hc 16,1-10), en la que continuamos viendo la acción decidida del Espíritu Santo en la expansión de la Iglesia por el mundo greco-romano, y cómo guía a los discípulos en esa misión: “Como el Espíritu Santo les impidió anunciar la palabra en la provincia de Asia, atravesaron Frigia y Galacia. Al llegar a la frontera de Misia, intentaron entrar en Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo consintió. Entonces dejaron Misia a un lado y bajaron a Troas”.  Aquella noche Pablo tuvo una visión en la que se le apareció un macedonio, de pie, que le rogaba ir a Macedonia a ayudarlos. Pablo y Timoteo partieron de inmediato para Macedonia, seguros de que Dios los llamaba a predicar el Evangelio a los macedonios.

Está claro, es Jesús quien escoge y convoca a sus discípulos, y a través de su Santo Espíritu los envía y les dice cuándo y dónde tienen que evangelizar. Por eso tenemos que aprender a orar, invocar, adorar, y ser dóciles al Espíritu Santo. Si intentamos valernos tan solo de nuestras propias fuerzas y capacidades, y llevar el mensaje de salvación a donde nos parezca, nuestra predicación será estéril. Tal vez podremos presentar una imagen “estática” de Jesús, pero seremos incapaces de transmitir el fuego que solo la experiencia del amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo puede brindarnos.

Que pasen un hermoso fin de semana, recordando visitar la Casa del Padre, observando los protocolos pertinentes.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 13-04-21

“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Como decíamos en nuestra reflexión de ayer, Nicodemo es un personaje que aparece solamente en el relato evangélico de Juan; personaje importante porque sirve de contrapunto en un diálogo profundo con Jesús que ocupa una buena parte del capítulo 3 del relato. Durante ese primer encuentro con Jesús es que se desarrolla el diálogo que se recoge parcialmente entre la lectura evangélica de ayer y la que nos ofrece la liturgia para hoy (Jn 3,5a.7b-15).

Ayer leíamos cómo, cuando Jesús le dijo que “el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios”, Nicodemo le preguntó: “¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?”.

Y es esa pregunta de Nicodemo la que provoca las palabras de Jesús con que comienza la lectura de hoy: “Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”.

Nicodemo es incapaz de comprender lo que le dice Jesús. Su mentalidad de fariseo no le permitía ver más allá de la Ley y su cumplimiento. Jesús le está hablando de la verdadera Libertad que solo el Espíritu (que es el Amor entre el Padre y el Hijo) puede darnos. Ese concepto de libertad en el Espíritu que Jesús le planteaba resultaba incomprensible para él.

La idea de “nacer de nuevo” resulta irrisoria, imposible, para todo aquél que no ha conocido el Amor de Dios, ese Amor que nos hace comprender que para Dios todo es posible y que solo podemos alcanzar la Libertad plena abrazando la Cruz de su Hijo.

Entonces Jesús le dice: “Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo?” El cielo del que le habla Jesús a Nicodemo (y a nosotros) no hay que buscarlo en las alturas; es la experiencia de hacerse uno con el Padre como Él lo es. Es esa toma de conciencia grande y profunda de que Dios está con uno y uno está con Dios, en un pacto producto de la Libertad que solo puede provenir del Amor.

“Si permanecéis en mi palabra, verdaderamente sois mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32); libres, no para “hacer lo que nos dé la gana”, sino libres para amar. Porque como hemos dicho en ocasiones anteriores, la “verdad” a la que se refiere Jesús es el Amor incondicional de Dios. Ese es el concepto de Libertad que nos plantea Jesús; libertad que le hizo optar libremente por la Cruz, y que Él trata de comunicar a Nicodemo pero que este no puede entender: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Y tú, ¿le crees?

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 27-02-21

“Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen”.

“Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. Con esa frase pronunciada por Jesús termina la lectura evangélica que la liturgia nos propone para hoy (Mt 5,43-48). Y esa perfección se manifiesta en el amor que Dios prodiga a toda la humanidad, sin distinción, aún sobre los que no le conocen, aquellos que lo ignoran, aquellos que lo odian. Esa es la medida que se nos exige. ¡Uf!

“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?”

La ley del amor. Jesús la repite sin cansancio. No podemos acercarnos a Él sin toparnos de frente con ese mensaje. Jesús nos ofrece la filiación divina (¡qué regalo!). Hay un solo requisito: amar; amar sin distinción y sin excepciones, especialmente a aquellos que nos hacen la vida imposible, aquellos que nos traicionan, nos odian, aquellos que son “diferentes”… Y más aún, orar por los que nos persiguen, los que nos hacen daño. Tú nos has mostrado el camino: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Señor, ¡qué difícil se nos hace seguirte!

Tú siempre nos hablas claro, sin dobleces: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). ¿No será eso nada más que un sueño, un ideal, una ilusión, una quimera, una ingenuidad de Tu parte, Señor?

Pero Tú nunca nos pides nada que no podamos lograr; y mientras más difícil la encomienda, más cerca de nosotros estás para ayudarnos. En este caso nos dejaste el Espíritu de Verdad que iba a venir y hacer morada en nosotros: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,16-17).

Durante este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos hace un llamado a la conversión. Esa conversión de corazón es una obra de la Gracia de Dios. Como nos dice el libro de las Lamentaciones: “Conviértenos Señor, y nos convertiremos” (Lm 5,21). Y esa Gracia que obra la conversión en nosotros la recibimos cuando le abrimos nuestro corazón a ese Espíritu de la Verdad y le permitimos que haga morada en nosotros; ese Espíritu que es el Amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Solo entonces podremos decir con san Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).

“Conviértenos Señor, y nos convertiremos”.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 28-05-20

“…para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.

La liturgia de hoy nos presenta como lectura evangélica (Jn 17,20-26) la tercera y última parte del “discurso de despedida” de Jesús a sus discípulos que transcurre en el trasfondo de la sobremesa de la última cena. A partir de este momento vemos que la oración de Jesús al Padre por sus discípulos inmediatos se convierte también en oración por todos los que en el futuro habríamos de convertirnos en sus discípulos por la palabra de aquellos: “Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. En otras palabras ora por la Iglesia que habría de fundarse sobre la fe de los apóstoles. Ora por nosotros… Imagínate; ¡Cristo ha orado por ti!

La súplica de Jesús al Padre es que haya unidad entre todos sus discípulos, los contemporáneos y los futuros; y el modelo, el marco de referencia que utiliza, es la unidad entre el Padre y Él, para que esa unidad se convierta en predicación, en testimonio de la Verdad, que es testimonio del Amor entre el Padre y el Hijo. De esta manera Jesús puede continuar la revelación del Padre a través de su Palabra y de la comunión de los creyentes.

Y nuestra misión, la misión de todos los bautizados que hemos recibido el Espíritu Santo, es difundir esa Palabra para que a través de ella otros crean también. Y el contenido de esa Palabra es solamente uno: que el Padre ha enviado al Hijo por pura gratuidad en el acto de amor más sublime en la historia. Y la manera de reciprocar ese amor es a través de nuestros hermanos. Así se crea la comunión, la unidad: “que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros”. Y esa comunión, ese amor, será el distintivo de los verdaderos discípulos de Jesús (Cfr. Jn 13,15).

Esta es la última plegaria de Jesús antes de entrar en su Pasión. Nos está diciendo qué le mueve a aceptar voluntariamente su Pasión, a entregar su vida. Ese es, podríamos decir, su testamento, su última voluntad; que todos seamos uno, que vivamos en la unidad. Eso es lo que Él quiere para la Iglesia que Él vislumbra en el horizonte. Ut unum sint!

Las últimas palabras de Jesús en esta plegaria “sellan” la misma y nos muestran el propósito de sus palabras: “para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”. Ese Amor que sirve de hilo conductor y a su vez de agente catalítico al mensaje de Jesús, que Juan nos expone de manera contundente en su relato evangélico; Amor que tiene nombre y apellido: el Espíritu Santo, que los discípulos recibirían en Pentecostés y que tú y yo recibimos el día de nuestro Bautismo.

¡Espíritu Santo, ven a mí!