En esta micro-reflexión vemos cómo la Liturgia continúa preparándonos para el gran evento de Pentecostés mostrado la acción del Espíritu Santo en la Iglesia primitiva, en cumplimiento de la promesa de Jesús antes de ascender.
El evangelio que nos presenta la liturgia para hoy (Lc 9,51-62), marca el comienzo de la parte central del evangelio según san Lucas, que abarca hasta el capítulo 19 y nos narra la “subida” de Jesús de Galilea a la ciudad santa de Jerusalén, donde habría de culminar su misión redentora, con su pasión, muerte, resurrección y glorificación (su “misterio pascual”).
El primer versículo de la lectura nos señala la solemnidad de esta travesía: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”. Jesús había comenzado su ministerio en Galilea; sabía cuál era la culminación de ese ministerio. Ya se lo había anunciado a sus discípulos (Lc 9,22). Él sabe lo que le espera en Jerusalén, pero enfrenta su misión con valentía. Sus discípulos aún no han captado la magnitud de lo que les espera, pero le siguen.
Al pasar por Samaria piden posada y se les niega, no tanto por ser judíos, sino porque se dirigían al Templo de Jerusalén. Los discípulos reaccionan utilizando criterios humanos: “Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” (Cfr. 2 Re 1,10). Ya los discípulos conocen el poder de Jesús, pero aparentemente no han captado la totalidad de su mensaje. ¡Cuán soberbios se muestran los discípulos! Se creen que por andar con Jesús tienen la verdad “agarrada por el rabo”; que pueden disponer del “fuego divino” para acabar con sus enemigos.
Por eso Jesús “se volvió y les regañó”. En lugar de castigar o maldecir a los que los que los despreciaron, Jesús se limitó a “marcharse a otra aldea”. Ante esta lectura debemos preguntarnos: ¿cuántas veces quisiéramos ver “el fuego de Dios” caer sobre los enemigos de la Iglesia, sobre los que nos injurian, o se burlan de nosotros por seguir a Jesús, o por proclamar su Palabra? El mensaje de Jesús es claro: “Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45).
La segunda parte de la lectura nos reitera la radicalidad que implica el seguimiento de Jesús. Ante el llamado de Jesús uno le dice: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”; a lo que Jesús replica: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. Otro le dice: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia”. A este, Jesús le contestó: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”.
Esta exigencia contrasta con la vocación de Eliseo que nos narra la primera lectura (1 Re 19,16b.19-21), en la que éste le dice a Elías que le permita decir adiós a sus padres, y el profeta le contesta: “Ve y vuelve; ¿quién te lo impide?”. Luego de ofrecer un sacrificio, dio de comer a los suyos y se marchó tras Elías.
Jesús nos está planteando que las exigencias del Reino son radicales. El seguimiento de Jesús tiene que ser incondicional. Seguirle implica dejar TODO para ir tras de Él. No hay términos medios: “¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca” (Ap 3,15b-16).
Hoy celebramos la gran solemnidad de Pentecostés,
que conmemora (y actualiza) la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles mientras
se encontraban reunidos en oración, junto a la María, la madre de Jesús, y
otros discípulos, siguiendo las instrucciones y esperando el cumplimiento de la
promesa del Señor quien, según la narración de Lucas en el libro de los Hechos
de los Apóstoles, en el momento en que iba a ascender al Padre les pidió que no
se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre. La promesa “que yo
les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados
en el Espíritu Santo, dentro de pocos días” (Hc 1,4b-5). Y luego añadió: “recibirán
la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos
en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”
(1,8).
Se refería Jesús a la promesa que Jesús les
había hecho de enviarles su Santo Espíritu: “Os conviene que yo me vaya; porque
si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré”
(Jn 16,7). Jesús ya vislumbra en el horizonte aquella Iglesia a la cual Él
confiaría continuar su misión. Hasta ahora han estado juntos, él ha permanecido
con ellos. Pero tienen que “ir a todo el mundo a proclamar el Evangelio”. Cada
cual por su lado; y Él no puede físicamente acompañarlos a todos. Al enviarles
el Espíritu Santo, este podrá acompañarlos a todos. Así podrá hacer cumplir la
promesa que les hizo antes de marcharse: “Y he aquí que yo estoy con ustedes
todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
En ocasiones anteriores hemos dicho que la fe
es la acción del creer, es actuar conforme a lo que creemos, es confiar
plenamente en la palabra de Dios. Más que creer en Dios es creerle a Dios,
creer en sus promesas.
Los apóstoles llevaron a cabo un acto de fe.
Creyeron en Jesús y le creyeron a Jesús. Por tanto, estaban actuando de
conformidad: Permanecieron en Jerusalén, y perseveraban en la oración con la
certeza de que el Señor enviaría su Santo Espíritu sobre ellos. Y como sucede
cada vez que llevamos a cabo un acto de fe, vemos manifestada la gloria y el
poder de Dios. En este caso ese acto de fe se
tradujo en la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y María la
madre de Jesús, episodio que nos narra la primera lectura de hoy (Hc 2,1-11).
Nos dice la lectura que “de repente, un ruido del cielo, como de un viento
recio, resonó en toda la casa donde se encontraban”.
Cuando pensamos en Pentecostés siempre
pensamos en las “lengüitas de fuego”, y pasamos por alto la ráfaga de viento
que precedió a las lenguas de fuego. Las últimas representan, no al Espíritu en
sí, sino a una de sus manifestaciones, el carisma de hablar en lenguas
extranjeras (xenoglosia). El poder pleno del Espíritu que recibieron aquél día
está representado en la ráfaga de viento. De ahí que la Iglesia, congregada
alrededor de María, recibió algo más; recibió la plenitud del Espíritu y con él
la valentía, el arrojo para salir al mundo y enfrentar la persecución, la
burla, la difamación que enfrenta todo el que acepta ese llamado de Jesús:
“sígueme”. Así, aquellos hombres y mujeres que habían estado encerrados por
miedo a las autoridades que habían asesinado a Jesús, se lanzan a predicar la
buena nueva de Jesús resucitado a todo el mundo.
Si invocamos el Espíritu Santo no hay nada que
nos dispongamos a hacer por el Reino que no podamos lograr. Y tú, ¿lo has invocado?
Hoy celebramos la Solemnidad de la Ascensión
del Señor. En la actualidad esta solemnidad se celebra el séptimo domingo de
Pascua, en lugar del jueves de la sexta semana (como se celebraba antes), que
es cuando se cumplen los cuarenta días desde la Resurrección. Y las lecturas
obligadas son las dos narraciones de la Ascensión que nos hace san Lucas en Lc
24,46-53 y Hc 1,1-11. La cuarentena surge del relato de Hechos de los Apóstoles
(1,3b). No obstante, en su relato evangélico, el mismo Lucas da la impresión de
que la Ascensión tuvo lugar el mismo día de la Resurrección, inmediatamente
después aparecerse a los discípulos, cuando los de Emaús estaban narrándoles su
encuentro con el Resucitado. Pero eso se lo dejamos a los exégetas.
La solemnidad de la Ascensión nos sirve de
preámbulo a la Fiesta de Pentecostés que observaremos el próximo domingo, cuando
se ha de cumplir la promesa de Jesús a sus discípulos antes de su Ascensión: “Pero
recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán
mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la
tierra” (Hc 1,8; Cfr. Lc 24,49).
La Ascensión es la culminación de la misión
redentora de Jesús. Deja el mundo y regresa al mismo lugar de donde “descendió”
al momento de su encarnación: a la derecha del Padre. Pero no regresa solo.
Lleva consigo aquella multitud imposible de contar de todos los justos que le
antecedieron en el mundo y fueron redimidos por su muerte de cruz. Las puertas
del paraíso que se habían cerrado con el pecado de Adán, estaban abiertas
nuevamente.
San Cirilo de Alejandría lo expresa con gran
elocuencia: “El Señor sabía que muchas de sus moradas ya estaban preparadas y
esperaban la llegada de los amigos de Dios. Por esto, da otro motivo a su
partida: preparar el camino para nuestra ascensión hacia estos lugares del
Cielo, abriendo el camino, que antes era intransitable para nosotros. Porque el
Cielo estaba cerrado a los hombres y nunca ningún ser creado había penetrado en
este dominio santísimo de los ángeles. Es Cristo quien inaugura para nosotros
este sendero hacia las alturas. Ofreciéndose él mismo a Dios Padre como
primicia de los que duermen el sueño de la muerte, permite a la carne mortal
subir al cielo. Él fue el primer hombre que penetra en las moradas celestiales…
Así, pues, Nuestro Señor Jesucristo inaugura para nosotros este camino nuevo y
vivo: ‘ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de
su carne’ (Hb 10,20)”.
Ahora que el Resucitado vive en la Gloria de
Dios Padre, pidámosle que envíe sobre nosotros su Santo Espíritu para que, al
igual que los apóstoles tengamos el valor para continuar su obra salvadora en
este mundo, para que ni uno solo de sus pequeños se pierda (Mt 18,14).
“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que
descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8). Esa promesa de Jesús se
hace realidad en la primera lectura que nos ofrece la liturgia de hoy (Hc
8,1-8). Él les había pedido a los apóstoles que no se alejaran de Jerusalén y
esperaran la promesa del Padre (la promesa del Espíritu Santo). De hecho,
durante los primeros siete capítulos de los Hechos de los Apóstoles, estos
permanecen en Jerusalén.
La lectura de hoy nos narra que luego del
martirio de Esteban se desató una violenta persecución contra la Iglesia en
Jerusalén, que hizo que todos, menos los apóstoles, se dispersaran por Judea y
Samaria. Y cumpliendo el mandato de Jesús, “al ir de un lugar para otro, los
prófugos iban difundiendo el Evangelio”. Así comenzó la expansión de la Iglesia
por el mundo entero, una misión que al día de hoy continúa.
La lectura nos recalca que el mayor
perseguidor de la Iglesia era Saulo de Tarso: “Saulo se ensañaba con la
Iglesia; penetraba en las casas y arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres”.
Sí, el mismo Saulo de Tarso que luego sería responsable de expandir la Iglesia
por todo el mundo pagano, mereciendo el título de “Apóstol de los gentiles”.
Son esos misterios de Dios que no alcanzamos a comprender.
Jesús vio a Pablo y entendió que esa era la
persona que Él necesitaba para llevar a cabo la titánica labor de evangelizar el
mundo pagano. Un individuo en quien convergían tres grandes culturas, la judía
(fariseo), la griega (criado en la ciudad de Tarso) y la romana (era ciudadano
romano). Decide “enamorarlo” y se le aparece en el camino a Damasco en ese
episodio que todos conocemos, mostrándole toda su gloria. Ahí se cumple lo que
Él mismo nos dice en la lectura evangélica de hoy (Jn 6,35-40): “Esta es la
voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (v. 40). Pablo vio a Jesús ya
glorificado, creyó en Él, y recibió la promesa de vida eterna.
Continuamos leyendo el capítulo 6 de Juan, el
llamado “discurso del pan de vida”. El versículo final del pasaje de hoy que
acabamos de citar se da en el contexto de que Jesús dice a sus discípulos (y a
nosotros), que Él no está aquí para hacer Su voluntad, “sino la voluntad del
que me ha enviado”. Y la voluntad del Padre es que todos nos salvemos, “que no
pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día”.
Y esa salvación, esa vida eterna, la
comenzamos a disfrutar desde ahora, en la medida en que creamos en el
Resucitado y nos hagamos uno con Él. En la fe, y por la fe, recibimos su
llamada amorosa, creemos, y nos ponemos en marcha hacia la meta que es Él
mismo.
Lo bueno es que todos estamos invitados, sin
excepción: “al que venga a mí no lo echaré afuera”. El hombre fue echado del
Paraíso, pero en Jesús encontramos el perdón y la gracia que nos devuelven el
favor de Dios y la vida eterna.
Que esa promesa guie nuestra vida y nuestra
oración.
El evangelio que nos presenta la liturgia para hoy (Lc 9,51-56), marca el comienzo de la parte central del evangelio según san Lucas, que abarca hasta el capítulo 19 y nos narra la “subida” de Jesús de Galilea a la ciudad santa de Jerusalén, donde habría de culminar su misión redentora con su pasión, muerte, resurrección y glorificación (su “misterio pascual”).
El primer versículo de la lectura nos señala
la solemnidad de esta travesía: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser
llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”. Jesús había
comenzado su ministerio en Galilea; sabía cuál era la culminación de ese
ministerio. Ya se lo había anunciado a sus discípulos (Lc 9,22). Él sabe lo que
le espera en Jerusalén, pero enfrenta su misión con valentía. Sus discípulos
aún no han captado la magnitud de lo que les espera, pero le siguen.
Al pasar por Samaria piden posada y se les
niega, no tanto por ser judíos, sino porque se dirigían al Templo de Jerusalén.
Los discípulos reaccionan utilizando criterios humanos: “Señor, ¿quieres que
mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” (Cfr. 2 Re 1,10). Ya los
discípulos conocen el poder de Jesús, pero aparentemente no han captado la
totalidad de su mensaje. ¡Cuán soberbios se muestran los discípulos! Se creen
que por andar con Jesús tienen la verdad “agarrada por el rabo”; que pueden
disponer del “fuego divino” para acabar con sus enemigos.
Por eso Jesús “se volvió y les regañó”. En
lugar de castigar o maldecir a los que los que los despreciaron, Jesús se
limitó a “marcharse a otra aldea”. Más adelante, al designar a “los setenta y
dos”, les instruirá: “Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban,
salgan a las plazas y digan: ‘¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido
a nuestros pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino
de Dios está cerca’” (10,10-11). A lo largo de su subida a Jerusalén, Jesús
continuará instruyéndoles, especialmente mediante las “parábolas de la
misericordia” contenidas en el capítulo 15 de Lucas.
Ante esta lectura debemos preguntarnos:
¿cuántas veces quisiéramos ver “el fuego de Dios” caer sobre los enemigos de la
Iglesia, sobre los que nos injurian, o se burlan de nosotros por seguir a Jesús,
o por proclamar su Palabra? El mensaje de Jesús es claro: “Amen a sus enemigos,
rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo,
porque él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre
justos e injustos” (Mt 5,44-45). En ocasiones anteriores hemos dicho que esta
es tal vez la parte más difícil del seguimiento; pero es lo que nos ha de
distinguir como verdaderos discípulos de Cristo.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda la valentía
para, imitando el ejemplo de Jesús, llevar a cabo nuestra misión. Pidamos
también la humildad para amar de corazón a nuestros “enemigos” y así, mediante
nuestro ejemplo, facilitar su conversión.
Hoy celebramos la gran solemnidad de Pentecostés,
que conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles mientras se
encontraban reunidos en oración, junto a la María, la madre de Jesús, y otros
discípulos, siguiendo las instrucciones y esperando el cumplimiento de la
promesa del Señor quien, según la narración de Lucas en el libro de los Hechos
de los Apóstoles, en el momento en que iba a ascender al Padre les pidió que no
se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre. La promesa “que yo
les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados
en el Espíritu Santo, dentro de pocos días” (Hc 1,4b-5). Y luego añadió: “recibirán
la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos
en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”
(1,8).
Se refería Jesús a la promesa que Jesús les
había hecho de enviarles su Santo Espíritu: “Os conviene que yo me vaya; porque
si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré”
(Jn 16,7). Jesús ya vislumbra en el horizonte aquella Iglesia a la cual Él
confiaría continuar su misión. Hasta ahora han estado juntos, él ha permanecido
con ellos. Pero tienen que “ir a todo el mundo a proclamar el Evangelio”. Cada
cual por su lado; y Él no puede físicamente acompañarlos a todos. Al enviarles
el Espíritu Santo, este podrá acompañarlos a todos. Así podrá hacer cumplir la
promesa que les hizo antes de marcharse: “Y he aquí que yo estoy con ustedes
todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
En ocasiones anteriores hemos dicho que la fe
es la acción del creer, es actuar conforme a lo que creemos, es confiar
plenamente en la palabra de Dios. Más que creer en Dios es creerle a Dios,
creer en sus promesas.
Los apóstoles llevaron a cabo un acto de fe.
Creyeron en Jesús y le creyeron a Jesús. Por tanto, estaban actuando de
conformidad: Permanecieron en Jerusalén, y perseveraban en la oración con la
certeza de que el Señor enviaría su Santo Espíritu sobre ellos. Y como sucede
cada vez que llevamos a cabo un acto de fe, vemos manifestada la gloria y el
poder de Dios. En este caso ese acto de fe se
tradujo en la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y María la
madre de Jesús, episodio que nos narra la primera lectura de hoy (Hc 2,1-11).
Nos dice la lectura que “de repente, un ruido del cielo, como de un viento
recio, resonó en toda la casa donde se encontraban”.
Cuando pensamos en Pentecostés siempre
pensamos en las “lengüitas de fuego”, y pasamos por alto la ráfaga de viento
que precedió a las lenguas de fuego. Las últimas representan, no al Espíritu en
sí, sino a una de sus manifestaciones, el carisma de hablar en lenguas
extranjeras (xenoglosia). El poder pleno del Espíritu que recibieron aquél día
está representado en la ráfaga de viento. De ahí que la Iglesia, congregada
alrededor de María, recibió algo más; recibió la plenitud del Espíritu y con él
la valentía, el arrojo para salir al mundo y enfrentar la persecución, la
burla, la difamación que enfrenta todo el que acepta ese llamado de Jesús:
“sígueme”. Así, aquellos hombres que habían estado encerrados por miedo a las
autoridades que habían asesinado a Jesús, se lanzan a predicar la buena nueva
de Jesús resucitado a todo el mundo.
Si invocamos el Espíritu Santo, no hay nada
que nos dispongamos a hacer por el Reino que no podamos lograr. Y tú, ¿lo has
invocado?
Justo antes de su Ascensión, Jesús le había
pedido a los apóstoles que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa
del Padre (la promesa del Espíritu Santo que se haría realidad en Pentecostés):
“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán
mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la
tierra” (Hc 1,8). Esa promesa de Jesús se hace realidad en la primera lectura
que nos ofrece la liturgia de hoy (Hc 8,1-8). De hecho, durante los primeros
siete capítulos del libro de los Hechos de los Apóstoles, estos permanecen en
Jerusalén.
La lectura de hoy nos narra que luego del
martirio de Esteban se desató una violenta persecución contra la Iglesia en
Jerusalén, que hizo que todos, menos los apóstoles, se dispersaran por Judea y
Samaria. Y cumpliendo el mandato de Jesús, “al ir de un lugar para otro, los
prófugos iban difundiendo el Evangelio”. Así comenzó la expansión de la Iglesia
por el mundo entero, una misión que al día de hoy continúa.
La lectura nos recalca que el mayor perseguidor
de la Iglesia era Saulo de Tarso: “Saulo se ensañaba con la Iglesia; penetraba
en las casas y arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres”. Sí, el mismo Saulo
de Tarso que luego sería responsable de expandir la Iglesia por todo el mundo greco-romano,
mereciendo el título de “Apóstol de los gentiles”. Son esos misterios de Dios
que no alcanzamos a comprender. Jesús escogió como paladín de su causa al más
ensañado de sus perseguidores.
Jesús vio a Pablo y entendió que esa era la
persona que Él necesitaba para llevar a cabo la titánica labor de evangelizar el
mundo pagano. Un individuo en quien convergían tres grandes culturas, la judía
(fariseo), la griega (criado en la ciudad de Tarso) y la romana (era ciudadano
romano). Decide “enamorarlo” y se le aparece en el camino a Damasco en ese
episodio que todos conocemos, mostrándole toda su gloria. Nunca sabremos que
ocurrió en aquél instante enceguecedor en que Pablo cayó por tierra. Lo cierto
es que Pablo vio a Jesús ya glorificado, creyó en Él, y recibió la promesa de
vida eterna.
Y al recibir el Espíritu Santo por imposición
de manos de Ananías (Hc 9,17), partió de inmediato y comenzó la obra
evangelizadora que persiste hoy a través de la Iglesia, guiada por el mismo
Espíritu.
La lectura evangélica (Jn 6,35-40) continúa presentándonos
el llamado discurso del pan de vida. El versículo final del pasaje de hoy que
acabamos de citar se da en el contexto de que Jesús dice a sus discípulos (y a
nosotros), que Él no está aquí para hacer Su voluntad, “sino la voluntad del
que me ha enviado”. Y la voluntad del Padre es que todos nos salvemos, “que no
pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día”.
Ese fue el secreto de Saulo de Tarso: él
creyó. Tuvo un encuentro con el Resucitado que cambió su vida para siempre.
Creyó en Él, y le creyó; creyó en su promesa de Vida eterna: “Esta es la
voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.
¡Señor yo creo, pero aumenta mi fe! ¡Espíritu
Santo, ven a mí!
La primera lectura de hoy nos presenta el cántico
que sirve de conclusión al libro de Oseas (14,2-10); un último intento de
Dios-Madre para que su hijo, el pueblo de Israel, regrese a su regazo. Inclusive
pone en boca del pueblo las palabras que debe decir para ganar Su favor,
asegurándoles que curará sus extravíos, que los amará sin que lo merezcan, como
solo una madre puede hacerlo.
La historia nos revela que el pueblo no hizo
caso y continuó su camino de pecado que le apartó más de Dios, hasta que se
hizo realidad la sentencia contenida en el versículo inmediatamente anterior a
la lectura de hoy (14,1): “Samaria recibirá su castigo por haberse revelado
contra Yahvé: sus habitantes serán acuchillados, sus niños serán pisoteados y
les abrirán el vientre a sus mujeres embarazadas”. Las diez tribus que
componían el reino de Israel fueron cautivadas y deportadas a Nínive,
finalizando así el Reino de Israel en el año 722 a.C.
El salmo (Sal 50), por su parte, nos remite
una vez más al amor maternal de Dios: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi
pecado”. El salmista está arrepentido de su pecado y apela al amor, a la
misericordia de Dios.
Y decimos que el salmista apela al amor
maternal porque la palabra hebrea utilizada para lo que se traduce como
“misericordia”, es rah mîn, que se deriva del vocablo rehem que
significa la matriz, el útero materno. Con esto se enfatiza que el amor de Dios
es comparable al que solo una madre es capaz de sentir por el hijo de sus
entrañas.
En el evangelio (Mt 10,16-23), Jesús continúa
sus instrucciones a los apóstoles antes de partir en misión. Les advierte que
su misión no va a ser fácil (Cfr. Lc 2,34). Les dice que los envía “como
ovejas entre lobos” y reitera la importancia de la perseverancia: “Todos os
odiarán por mi nombre; el que persevere hasta el final se salvará”.
Jesús nos está recordando que la grandeza del
Reino de Dios se revela en la debilidad de sus mensajeros. Más tarde Pablo nos
dirá que la fortaleza de Dios encuentra su cumplimiento en la debilidad (2 Cor
12,9). Por otro lado, Jesús nos advierte que debemos mantener los ojos bien
abiertos, que no debemos exponernos innecesariamente, que debemos ser cautos, “sagaces
como serpientes”; pero conservando la candidez, la simplicidad, presentándonos
sin dobleces, sin segundas intenciones, “sencillos como palomas”, para que
nuestro mensaje tenga credibilidad.
A veces la persecución, la zancadilla viene de
adentro, de los “nuestros”: “Los hermanos entregarán a sus hermanos para que
los maten, los padres a los hijos; se rebelarán los hijos contra sus padres, y
los matarán…” (Mt 10,21). Jesús nos sugiere una sola solución: perseverar,
aguantar, poner nuestra confianza en Él, que ha de venir en nuestro auxilio, pondrá
palabras en nuestra boca, nos “librará del lazo del cazador y el azote de la
desgracia”, nos “cubrirá con su plumas”, y “hallaremos refugio bajo sus alas”
(Sal 90).
Pidamos a nuestro Señor el don de la
perseverancia para continuar nuestra misión de anunciar la Buena Noticia.
Hoy celebramos la gran solemnidad de Pentecostés,
que conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles mientras se
encontraban reunidos en oración, junto a la María, la madre de Jesús, y otros
discípulos, siguiendo las instrucciones y esperando el cumplimiento de la
promesa del Señor quien, según la narración de Lucas en el libro de los Hechos
de los Apóstoles, en el momento en que iba a ascender al Padre les pidió que no
se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre. La promesa “que yo
les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados
en el Espíritu Santo, dentro de pocos días” (Hc 1,4b-5). Y luego añadió: “recibirán
la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos
en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”
(1,8).
Se refería Jesús a la promesa que Jesús les
había hecho de enviarles su Santo Espíritu: “Os conviene que yo me vaya; porque
si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré”
(Jn 16,7). Jesús ya vislumbra en el horizonte aquella Iglesia a la cual Él
confiaría continuar su misión. Hasta ahora han estado juntos, él ha permanecido
con ellos. Pero tienen que “ir a todo el mundo a proclamar el Evangelio”. Cada
cual por su lado; y Él no puede físicamente acompañarlos a todos. Al enviarles
el Espíritu Santo, este podrá acompañarlos a todos. Así podrá hacer cumplir la
promesa que les hizo antes de marcharse: “Y he aquí que yo estoy con ustedes
todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
En ocasiones anteriores hemos dicho que la fe
es la acción del creer, es actuar conforme a lo que creemos, es confiar
plenamente en la palabra de Dios. Más que creer en Dios es creerle a Dios,
creer en sus promesas.
Los apóstoles llevaron a cabo un acto de fe.
Creyeron en Jesús y le creyeron a Jesús. Por tanto, estaban actuando de
conformidad: Permanecieron en Jerusalén, y perseveraban en la oración con la
certeza de que el Señor enviaría su Santo Espíritu sobre ellos. Y como sucede
cada vez que llevamos a cabo un acto de fe, vemos manifestada la gloria y el
poder de Dios. En este caso ese acto de fe se
tradujo en la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y María la
madre de Jesús, episodio que nos narra la primera lectura de hoy (Hc 2,1-11).
Nos dice la lectura que “de repente, un ruido del cielo, como de un viento
recio, resonó en toda la casa donde se encontraban”.
Cuando pensamos en Pentecostés siempre pensamos en las “lengüitas de fuego”, y pasamos por alto la ráfaga de viento que precedió a las lenguas de fuego. Las últimas representan, no al Espíritu en sí, sino a una de sus manifestaciones, el carisma de hablar en lenguas extranjeras (xenoglosia). El poder pleno del Espíritu que recibieron aquél día está representado en la ráfaga de viento. De ahí que la Iglesia, congregada alrededor de María, recibió algo más; recibió la plenitud del Espíritu y con él la valentía, el arrojo para salir al mundo y enfrentar la persecución, la burla, la difamación que enfrenta todo el que acepta ese llamado de Jesús: “sígueme”. Así, aquellos hombres que habían estado encerrados por miedo a las autoridades que habían asesinado a Jesús, se lanzan a predicar la buena nueva de Jesús resucitado a todo el mundo.
Si invocamos el Espíritu Santo, no hay nada
que nos dispongamos a hacer por el Reino que no podamos lograr. Y tú, ¿lo has
invocado?