REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 25-05-22

Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que Jesús nos encomendó.

La liturgia continúa preparándonos para la Fiesta de Pentecostés que estaremos celebrando dentro de poco más de una semana. Tanto el libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos ha venido mostrando el papel protagónico del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia primitiva, como el relato evangélico de Juan con las promesas de Jesús respecto al Defensor, nos ponen en perspectiva para “saborear” el evento de Pentecostés en toda su grandeza.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 16,12-15), Jesús nos revela la tarea fundamental del Espíritu que hemos recibido de Él: nos “guiará hasta la verdad plena”; porque es “el Espíritu de la verdad”. Y esa verdad plena no es otra que Dios es amor. Un Padre que nos ama “hasta el extremo”; que ha sido capaz de sacrificar a su único Hijo para tengamos vida eterna.

Y podemos participar de esa vida eterna gracias al amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo Niceno-Constantinopolitano (el Credo “largo” que rezamos en la liturgia eucarística): “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que los une es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena.

Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).

Jesús nos asegura, además, que lo que el Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que oye y [n]os comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce al Padre (Jn 14,7).

No se trata de que el Espíritu nos revele nuevas verdades. No. La revelación de Dios culminó, terminó, con la persona de Jesucristo. Pero el Espíritu nos conducirá al pleno conocimiento de esa Verdad revelada por Cristo que encontramos en su Palabra, que es Él mismo y que nos conduce al Padre (Cfr. Jn 14,6).

Pidamos al Espíritu Santo que se derrame sobre nosotros para poder acceder al depósito de la fe (constituido por la Palabra y la Santa Tradición) guiados por el Magisterio de la Iglesia, para poder llegar a la “verdad plena” que Jesús nos reveló.

REFLEXIÓN PARA EL SEXTO DOMINGO DE PASCUA 22-05-22

“El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

“El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Con esas palabras de Jesús a sus discípulos comienza el pasaje evangélico (Jn 14,23-29) que nos brinda la liturgia para este sexto domingo de Pascua. Este pasaje forma parte del “discurso de despedida de Jesús”, que transcurre en la sobremesa de la versión de Juan de la última cena.

Durante esta despedida Jesús ha estado enfatizando en la identidad entre el Padre y Él. Hoy insiste nuevamente en esa identidad, mientras prepara a sus discípulos para su partida: “Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo”. Pero les asegura que no los dejará solos, asegurándoles que “el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.

Ya en otras ocasiones hemos dicho que el Espíritu Santo es el amor que se profesan mutuamente el Padre y el Hijo, que se derrama sobre nosotros inundándonos con ese Amor que es la esencia misma de Dios. Por eso donde habitan el Padre y el Hijo habita el Espíritu Santo. El pasaje comenzaba diciendo que si amamos a Jesús y guardamos su Palabra, el Padre también nos amará, y ambos “harán morada en nosotros”. Pensemos el grado de intimidad que implica esa relación en la cual el Padre y el Hijo cohabitan con nosotros. Y el Espíritu, que es el Amor que Ellos a su vez se profesan, inunda toda la morada, es decir, todo nuestro cuerpo y alma.

Es el Espíritu quien nos instruye y nos recuerda las enseñanzas de Jesús. Así, ha guiado a la Iglesia desde sus comienzos, como vemos en la primera lectura de hoy (Hc 15,1-2.22-29), que nos refiere al primer Concilio de la Iglesia, en Jerusalén, en donde vemos al Espíritu Santo actuando en los apóstoles, guiando los primeros pasos de la Iglesia naciente. Los apóstoles y presbíteros, dóciles al Espíritu Santo, se reúnen y comunican así su decisión a los de Antioquía: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”.

Anteriormente hemos señalado que el protagonista del libro de los Hechos de los Apóstoles es el Espíritu Santo; al punto que se le conoce como el “Evangelio del Espíritu Santo”. No hay duda, los apóstoles actuaban asistidos y guiados por El Espíritu Santo que recibieron por partida doble; primero durante la primera aparición de Jesús luego de su Resurrección (Jn 20,22), y posteriormente en Pentecostés, cuando recibieron una “sobredosis” de Espíritu.

Y todo se reduce a una palabra: Amor. Porque “el que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Y esa manifestación tiene nombre y apellido: “Espíritu Santo”.

Es Jesús quien te hace una invitación y un ofrecimiento. ¿Aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 12-05-21

“Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza.” (Rm 5,3-4).

La liturgia continúa preparándonos para la Fiesta de Pentecostés que estaremos celebrando dentro de poco más de una semana. Tanto el libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos ha venido mostrando el papel protagónico del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia primitiva, como el relato evangélico de Juan con las promesas de Jesús respecto al Defensor, nos ponen en perspectiva para “saborear” el evento de Pentecostés en toda su grandeza.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 16,12-15), Jesús nos revela la tarea fundamental del Espíritu que hemos recibido de Él: nos “guiará hasta la verdad plena”; porque es “el Espíritu de la verdad”. Y esa verdad plena no es otra que Dios es amor. Un Padre que nos ama “hasta el extremo”; que ha sido capaz de sacrificar a su único Hijo para tengamos vida eterna.

Y podemos participar de esa vida eterna gracias al amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo Niceno-Constantinopolitano (el Credo “largo” que rezamos en la liturgia eucarística): “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que los une es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena.

Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).

Jesús nos asegura, además, que lo que el Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que oye y [n]os comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce al Padre (Jn 14,7).

No se trata de que el Espíritu nos revele nuevas verdades. No. La revelación de Dios culminó, terminó, con la persona de Jesucristo. Pero el Espíritu nos conducirá al pleno conocimiento de esa Verdad revelada por Cristo que encontramos en su Palabra, que es Él mismo y que nos conduce al Padre (Cfr. Jn 14,6).

Pidamos al Espíritu Santo que se derrame sobre nosotros para poder acceder al depósito de la fe (constituido por la Palabra y la Santa Tradición) guiados por el Magisterio de la Iglesia, para poder llegar a la “verdad plena” que Jesús nos reveló.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 20-05-20

“Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena”.

La liturgia continúa preparándonos para la Fiesta de Pentecostés que estaremos celebrando dentro de poco más de una semana. Tanto el libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos ha venido mostrando el papel protagónico del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia primitiva, como el relato evangélico de Juan con las promesas de Jesús respecto al Defensor, nos ponen en perspectiva para “saborear” el evento de Pentecostés en toda su grandeza.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 16,12-15), Jesús nos revela la tarea fundamental del Espíritu que hemos recibido de Él: nos “guiará hasta la verdad plena”; porque es “el Espíritu de la verdad”. Y esa verdad plena no es otra que Dios es amor. Un Padre que nos ama “hasta el extremo”; que ha sido capaz de sacrificar a su único Hijo para tengamos vida eterna.

Y podemos participar de esa vida eterna gracias al amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo Niceno-Constantinopolitano (el Credo “largo” que rezamos en la liturgia eucarística): “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena.

Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).

Jesús nos asegura, además, que lo que el Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que oye y [n]os comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce al Padre (Jn 14,7).

No se trata de que el Espíritu nos revele nuevas verdades. No. La revelación de Dios culminó, terminó, con la persona de Jesucristo. Pero el Espíritu nos conducirá al pleno conocimiento de esa Verdad revelada por Cristo que encontramos en su Palabra, que es Él mismo y que nos conduce al Padre (Cfr. Jn 14,6).

Pidamos al Espíritu Santo que se derrame sobre nosotros para poder acceder al depósito de la fe (constituido por la Palabra y la Santa Tradición) guiados por el Magisterio de la Iglesia, para poder llegar a la “verdad plena” que Jesús nos reveló.

REFLEXIÓN PARA EL SEXTO DOMINGO DE PASCUA (A) 17-05-20


Ese que “sacará la cara por nosotros”, que hablará por nosotros, e inclusive nos enseñará a orar.

Según se acerca la solemnidad de Pentecostés, el Espíritu Santo continúa dominando la liturgia.

La primera lectura que nos brinda la liturgia para ese sexto domingo de Pascua (Hc 8,5-8.14-17) nos presenta a Felipe predicando en Samaria acompañado de los signos y prodigios que acompañan al que está lleno del Espíritu Santo. Esto causó gran alegría entre los samaritanos que recibieron la Palabra. Pero aún faltaba algo. Por eso cuando los apóstoles se enteraron de que los de Samaria habían recibido la Palabra, “enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo”.

El Espíritu Santo es el dispensador de la gracia divina; esa gracia que recibimos cuando se nos bautiza con la fórmula trinitaria, y el Espíritu Santo desciende sobre nosotros por primera vez, infundiéndonos sus siete dones y las tres virtudes teologales.

Anteriormente hemos señalado que el protagonista del libro de los Hechos de los Apóstoles es el Espíritu Santo; al punto que se le conoce como el “Evangelio del Espíritu Santo”. No hay duda, los apóstoles actuaban asistidos y guiados por El Espíritu Santo que recibieron por partida doble; primero durante la primera aparición de Jesús luego de su Resurrección (Jn 20,22), y posteriormente en Pentecostés, cuando recibieron una “sobredosis” de Espíritu. Por eso podían “repartirlo”; por eso los presbíteros, diáconos y obispos son los ministros ordinarios del sacramento del Bautismo, porque han recibido el Espíritu cuando menos por partida triple, en el Bautismo, la Confirmación, y el sacramento del Orden, recibiendo en este último de manera especial, como parte de la gracia sacramental propia del mismo al imponérseles las manos por el obispo, la facultad de transmitir el Espíritu en el Bautismo (sin perjuicio de que, por excepción, en circunstancias extraordinarias todos podemos bautizar).

La segunda lectura (1 Pe 3,1.15-18), que contiene el fundamento para la apologética, al llamarnos a estar siempre dispuestos a “dar razón” de nuestra esperanza, finaliza enfatizando el papel del Espíritu Santo en la Resurrección de Jesús: “Como [Jesús] poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida”.

La lectura evangélica (Jn 14,15-21), es el pasaje en el que Jesús anuncia a sus discípulos que tiene que partir, pero les (nos) va a dejar otro defensor (paráclito) que estará siempre a nuestro lado, ese que “sacará la cara por nosotros”, que hablará por nosotros (Lc 12,12), e inclusive nos enseñará a orar (Rm 8,15).

Y el requisito para recibir ese don se reduce a una palabra: Amor. Porque “el que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.” (Jn 14,21). Y esa manifestación tiene nombre y apellido: “Espíritu Santo”.

Es Jesús quien te hace una invitación y un ofrecimiento. ¿Aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 20-05-19

“… pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os enseñe todo y os vaya recordando todo lo que yo os he dicho”.

“Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”. Con estas palabras de Jesús concluye el Evangelio de hoy (Jn 14,21-26).

A partir de hoy, según vayamos acercándonos a ese gran acontecimiento de Pentecostés, cuando el Espíritu se derrama sobre los apóstoles reunidos en oración en torno a María, la madre de Jesús, veremos cómo la liturgia nos irá preparando para ese día. Según la Cuaresma nos fue preparando para la Pascua, la Pascua nos sirve de preparación para Pentecostés. Según nos acerquemos a Pentecostés, las lecturas que nos presenta la liturgia continuarán intensificando las alusiones al Espíritu Santo. Ese Espíritu que infundió a los apóstoles el celo de la predicación para salir a conquistar el mundo para Cristo, a instaurar el Reino de Dios en la tierra.

Pero sabemos que esa tarea no ha concluido, que corresponde a nosotros, la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, continuarla. Por eso tenemos que invocar continuamente el Espíritu Santo para que se derrame sobre nosotros como lo hizo en aquél primer Pentecostés, y nos de la valentía y la fortaleza para continuar proclamando la Palabra de Dios en todas partes y en todo lugar, a tiempo y a destiempo, y de ese modo ayudar en la instauración del Reino que ya ha llegado pero que todavía espera su culminación en la parusía (segunda venida de Jesús).

Los santos Pablo y Bernabé nos proporcionan un ejemplo del celo apostólico que debe caracterizar a todo discípulo de Jesús. La primera lectura de hoy (Hc 14,5-18) nos presenta estos dos predicando, primero en Licaonia, y luego en Listra y Derbe.

Nos cuenta el pasaje que “había en Listra un hombre lisiado y cojo de nacimiento, que nunca había podido andar”. Este hombre escuchaba con tanta atención la predicación de Pablo, que este, “viendo que tenía una fe capaz de curarlo, le gritó, mirándolo: ‘Levántate, ponte derecho’”. Inmediatamente el hombre dio un salto y echó a andar. El poder de la Palabra, que cuando se une a un acto de fe, es capaz de mover montañas (Cfr. Mt 17,20); la Palabra de Dios, que hace morada en nuestros corazones y es capaz de desatar su poder a través de nosotros. Como nos dice Jesús en el Evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

Los que estaban allí, al ver el milagro, creyeron que Pablo y Bernabé eran dioses y quisieron adorarles ofreciéndoles sacrificios. Ambos tuvieron que reprender vigorosamente a todos hasta disuadirlos de que les ofrecieran sacrificios.

Esta es una tentación que continuamente sale al paso de todo los que predicamos la Palabra; la adulación de los que atribuyen el poder de la Palabra al mensajero y no pueden, o no quieren a ver al Autor. En esos momentos tenemos que mantener los pies en la tierra y proclamar con humildad que nuestra predicación viene del Espíritu, y al igual que Pablo y Bernabé, afirmar que tan solo somos unos instrumentos, mortales e imperfectos, del Evangelio de Nuestro Señor.

Que pasen un hermoso día y una semana llena de bendiciones.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 09-05-18

La liturgia continúa preparándonos para la Fiesta de Pentecostés que estaremos celebrando dentro de poco más de una semana. Tanto el libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos ha venido mostrando el papel protagónico del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia primitiva, como el relato evangélico de Juan con las promesas de Jesús respecto al Defensor, nos ponen en perspectiva para “saborear” el evento de Pentecostés en toda su grandeza.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 16,12-15), Jesús nos revela la tarea fundamental del Espíritu que hemos recibido de Él: nos “guiará hasta la verdad plena”; porque es “el Espíritu de la verdad”. Y esa verdad plena no es otra que Dios es amor. Un Padre que nos ama “hasta el extremo”; que ha sido capaz de sacrificar a su único Hijo para tengamos vida eterna.

Y podemos participar de esa vida eterna gracias al amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo Niceno-Constantinopolitano (el Credo “largo” que rezamos en la liturgia eucarística): “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena.

Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).

Jesús nos asegura, además, que lo que el Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que oye y [n]os comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce al Padre (Jn 14,7).

No se trata de que el Espíritu nos revele nuevas verdades. No. La revelación de Dios culminó, terminó, con la persona de Jesucristo. Pero el Espíritu nos conducirá al pleno conocimiento de esa Verdad revelada por Cristo que encontramos en su Palabra, que es Él mismo y que nos conduce al Padre (Cfr. Jn 14,6).

Pidamos al Espíritu Santo que se derrame sobre nosotros para poder acceder al depósito de la fe (constituido por la Palabra y la Santa Tradición), guiados por el Magisterio de la Iglesia, para poder llegar a la “verdad plena” que Jesús nos reveló.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 08-05-18

“Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia”. Palabras pronunciadas por Pablo y Silas al carcelero, al despertarse por la sacudida tan violenta que hizo temblar los cimientos de la cárcel en que se encontraban presos.

La primera lectura de hoy (Hc 16,22-34) nos presenta el final de la estadía de Pablo en Filipos, en donde fundaron una comunidad de creyentes. La predicación había sido bien acogida, hasta que ocurrió el evento que provocó la reacción tan violenta que nos narra el pasaje que leemos hoy, en el cual la gente se amotinó contra Pablo y Silas, lo que hizo que los magistrados dieran orden de que los desnudaran y apalearan, para luego encarcelarlos. ¿Qué causó esa reacción?

La respuesta es sencilla: expulsaron un espíritu adivino que poseía a una esclava, a quien sus amos explotaban sacándole gran beneficio económico. Ese decir, todo iba bien hasta que afectaron sus bolsillos. En lugar de alegrarse porque la mujer había sido liberada de un espíritu, se enfurecieron por la pérdida económica que esa liberación implicaba. ¡Cuántas veces vemos cómo las personas anteponen su interés económico a los intereses del Reino! Tan solo tenemos que recordar el pasaje del joven rico (Mt 19,16-23).

Una vez encarcelados, Pablo y Silas oraban cantando himnos al Señor mientras los otros presos los escuchaban. Me pregunto qué pensarían esos presos al sentir a esos “locos” cantando himnos, heridos por la paliza y en medio de aquella mazmorra inmunda. Lo cierto es que, asistidos y fortalecidos por el Espíritu Santo, estaban viviendo las palabras del Evangelio: “Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron” (Mt 5,11-12).

Esa alegría, producto de sentirse acompañados por el Paráclito en el cumplimiento del mandato de Jesús (Cfr. Mc 16,5), al punto que fueron liberados de sus cadenas, fue la que hizo que el carcelero se contagiara, se arrojara a los pies de Pablo y Silas, y les preguntara: “Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?”, provocando la contestación que citamos al comienzo de esta reflexión.

El poder de la Palabra de Dios hizo morada en aquél carcelero, quien se los llevó a su casa “a aquellas horas de la noche, les lavó las heridas, y se bautizó en seguida con todos los suyos, los subió a su casa, les preparó la mesa, y celebraron una fiesta de familia por haber creído en Dios”. Esta escena nos evoca el episodio de Zaqueo, el jefe de publicanos, a quien Jesús le dijo al recibirle en su casa en medio de un ambiente festivo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19,9; Cfr. Lc 15,7).

La lectura evangélica de hoy (Jn 16,5-11) nos apunta a la necesidad de que Jesús se fuera al Padre y enviara el Paráclito a los discípulos. El Espíritu podía acompañarles a todos, todo el tiempo y en todo lugar, sin que fuera necesaria la presencia física de Jesús.

Por eso tenemos que alabar y bendecir al Señor en todo momento y en todo lugar, invocando el auxilio del Espíritu defensor, especialmente en los momentos de tribulación, de prueba. Y entonces veremos cómo se manifiesta la gloria de Dios en nuestras vidas, y cómo esa manifestación “toca” a otros. Esa es la mejor predicación que podemos llevar a cabo.

Ya “huele” a Pentecostés…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 30-04-18

“Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”. Con estas palabras de Jesús concluye el Evangelio de hoy (Jn 14,21-26).

A partir de hoy, según vayamos acercándonos a ese gran acontecimiento de Pentecostés, cuando el Espíritu se derrama sobre los apóstoles reunidos en oración en torno a María, la madre de Jesús, veremos cómo la liturgia nos irá preparando para ese día.

Según la Cuaresma nos fue preparando para la Pascua, la Pascua nos sirve de preparación para Pentecostés. Según nos acerquemos a Pentecostés, las lecturas que nos presenta la liturgia continuarán intensificando las alusiones al Espíritu Santo. Ese Espíritu que infundió a los apóstoles el celo de la predicación para salir a conquistar el mundo para Cristo, a instaurar el Reino de Dios en la tierra.

Pero sabemos que esa tarea no ha concluido, que corresponde a nosotros, la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, continuarla. Por eso tenemos que invocar continuamente el Espíritu Santo para que se derrame sobre nosotros como lo hizo en aquél primer Pentecostés, y nos de la valentía y la fortaleza para continuar proclamando la Palabra de Dios en todas partes y en todo lugar, a tiempo y a destiempo, y de ese modo ayudar en la instauración del Reino que ya ha llegado pero que todavía espera su culminación en la parusía (segunda venida de Jesús).

Los santos Pablo y Bernabé nos proporcionan un ejemplo del celo apostólico que debe caracterizar a todo discípulo de Jesús. La primera lectura de hoy (Hc 14,5-18) nos presenta estos dos predicando, primero en Licaonia, y luego en Listra y Derbe.

Nos cuenta el pasaje que “había en Listra un hombre lisiado y cojo de nacimiento, que nunca había podido andar”. Este hombre escuchaba con tanta atención la predicación de Pablo, que este, “viendo que tenía una fe capaz de curarlo, le gritó, mirándolo: ‘Levántate, ponte derecho’”. Inmediatamente el hombre dio un salto y echó a andar. El poder de la Palabra, que cuando se une a un acto de fe, es capaz de mover montañas (Cfr. Mt 17,20); la Palabra de Dios, que hace morada en nuestros corazones y es capaz de desatar su poder a través de nosotros. Como nos dice Jesús en el Evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

Los que estaban allí, al ver el milagro, creyeron que Pablo y Bernabé eran dioses y quisieron adorarles ofreciéndoles sacrificios. Ambos tuvieron que reprender vigorosamente a todos hasta disuadirlos de que les ofrecieran sacrificios.

Esta es una tentación que continuamente sale al paso de todo los que predicamos la Palabra; la adulación de los que atribuyen el poder de la Palabra al mensajero y no pueden, o no quieren a ver al Autor. En esos momentos tenemos que mantener los pies en la tierra y proclamar con humildad que nuestra predicación viene del Espíritu, y al igual que Pablo y Bernabé, afirmar que tan solo somos unos instrumentos, mortales e imperfectos, del Evangelio de Nuestro Señor.

Que pasen un hermoso día y una semana llena de bendiciones.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 24-05-17

La liturgia continúa preparándonos para la Fiesta de Pentecostés que estaremos celebrando dentro de poco más de una semana. Tanto el libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos ha venido mostrando el papel protagónico del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia primitiva, como el relato evangélico de Juan con las promesas de Jesús respecto al Defensor, nos ponen en perspectiva para “saborear” el evento de Pentecostés en toda su grandeza.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 16,12-15), Jesús nos revela la tarea fundamental del Espíritu que hemos recibido de Él: nos “guiará hasta la verdad plena”; porque es “el Espíritu de la verdad”. Y esa verdad plena no es otra que Dios es amor. Un Padre que nos ama “hasta el extremo”; que ha sido capaz de sacrificar a su único Hijo para tengamos vida eterna.

Y podemos participar de esa vida eterna gracias al amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo Niceno-Constantinopolitano (el Credo “largo” que rezamos en la liturgia eucarística): “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena.

Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).

Jesús nos asegura, además, que lo que el Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que oye y [n]os comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce al Padre (Jn 14,7).

No se trata de que el Espíritu nos revele nuevas verdades. No. La revelación de Dios culminó, terminó, con la persona de Jesucristo. Pero el Espíritu nos conducirá al pleno conocimiento de esa Verdad revelada por Cristo que encontramos en su Palabra, que es Él mismo y que nos conduce al Padre (Cfr. Jn 14,6).

Pidamos al Espíritu Santo que se derrame sobre nosotros para poder acceder al depósito de la fe (constituido por la Palabra y la Santa Tradición) guiados por el Magisterio de la Iglesia, para poder llegar a la “verdad plena” que Jesús nos reveló.