En esta micro-reflexión vemos cómo la Liturgia continúa preparándonos para el gran evento de Pentecostés mostrado la acción del Espíritu Santo en la Iglesia primitiva, en cumplimiento de la promesa de Jesús antes de ascender.
“Esto les mando: que se amen unos a otros”.
Con este mandato de parte de Jesús comienza y cierra el evangelio para hoy (Jn
15,12-17). Es con este mandamiento que Jesús “lleva a plenitud la ley”, y nos
libera de aquella “pesada carga” en que los fariseos y sacerdotes de su tiempo
habían convertido la Ley de Moisés. Ya no se trata de un mero cumplimiento
ritualista, se trata de entender y cumplir los mandamientos desde una nueva
óptica; la óptica del amor, conscientes de que hemos sido elegidos por Dios,
por mera gratuidad, por amor, con todos nuestros defectos. Y Él mismo nos ha
destinado para que vayamos y prodiguemos ese amor y demos fruto, y nuestro
fruto perdure.
Este celo de dar a conocer la Buena Nueva del
Reino de Dios, que está cimentado en el amor, es lo que impulsa a los apóstoles
en la primera lectura de hoy (Hc 15,22-31) a enviarles una palabra de aliento a
aquellos primeros cristianos de Antioquía que estaban angustiados ante las
pretensiones de los judaizantes y los fariseos convertidos al cristianismo,
quienes predicaban que los paganos que se convertían tenían que observar las
leyes y preceptos judíos, incluyendo la circuncisión. Ellos se sintieron amados
por Dios, y ese amor es tan intenso que hay que compartirlo con todos, sin
importar que sean “diferentes”.
Y el que dispensa ese amor es el Espíritu
Santo que, como hemos dicho anteriormente, es el Amor que se profesan el Padre
y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Ese Espíritu fue el que llevó a los
participantes de aquél primer sínodo de Jerusalén a decidir que no era
necesario “judaizarse” para hacerse cristiano; que bastaba con creer en Jesús y
en la Buena Noticia del Reino para pertenecer a la Iglesia, el nuevo Pueblo de
Dios. Por eso preceden su mensaje con las palabras: “Hemos decidido, el
Espíritu Santo y nosotros,…”
El mensaje de Jesús es sencillo: “Esto les
mando: que se amen unos otros”. En ese corto mensaje está encerrada toda su doctrina.
Porque su Palabra es la fuente inagotable de alegría; de la verdadera “alegría
del cristiano”. Por eso la primera lectura nos dice que: “Al leer aquellas
palabras alentadoras, se alegraron mucho”.
“Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros”…
¿Invocas al Espíritu Santo cada vez que tienes que tomar una decisión
importante? ¿Te acercas con humildad a María, la madre de Jesús, la
“sobreabundante”, para que comparta contigo esa Gracia divina que ha hecho
maravillas en ella (Cfr. Lc 2,49)?
Hoy Jesús continúa diciéndonos lo mismo: “Esto
les mando: que se amen unos a otros”. ¿De verdad crees en Jesús y le crees a
Jesús? ¡Que se te note!
La liturgia de hoy nos presenta la culminación
del “discurso del pan de vida” (Jn 6,60-69), que hemos estado contemplando
durante los pasados cuatro domingos.
En el Evangelio que contemplábamos el pasado
domingo (Jn 6,51-59) Jesús había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de
“comer su carne” y “beber su sangre” para obtener la vida eterna, en una
alusión al sacramento de la Eucaristía que para ellos resultaba incomprensible.
Esto, en respuesta a los comentarios de los judíos, quienes se preguntaban:
“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras,
reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí
mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es
necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y
“beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los
“discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el
contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si
vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen… Por eso os he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que
muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los
Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes
quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una
profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de
controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc
2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo
de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias del mundo
actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no solo en
la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la sangre”
de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos
permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”,
no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que
es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la
Palabra el aliento y el consuelo que nos permiten continuar en el camino a la
Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de
su sangre.
Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la
mesa de la Palabra dispuestas para ti.
“Esto les mando: que se amen unos a otros”.
Con este mandato de parte de Jesús comienza y cierra el evangelio para hoy (Jn
15,12-17). Es con este mandamiento que Jesús “lleva a plenitud la ley”, y nos
libera de aquella “pesada carga” en que los fariseos y sacerdotes de su tiempo
habían convertido la Ley de Moisés. Ya no se trata de un mero cumplimiento
ritualista, se trata de entender y cumplir los mandamientos desde una nueva
óptica; la óptica del amor, conscientes de que hemos sido elegidos por Dios,
por mera gratuidad, por amor, con todos nuestros defectos. Y Él mismo nos ha
destinado para que vayamos y prodiguemos ese amor y demos fruto, y nuestro
fruto dure.
Este celo de dar a conocer la Buena Nueva del
Reino de Dios, que está cimentado en el amor, es lo que impulsa a los apóstoles
en la primera lectura de hoy (Hc 15,22-31) a enviarles una palabra de aliento a
aquellos primeros cristianos de Antioquía que estaban angustiados ante las
pretensiones de los judaizantes y los fariseos convertidos al cristianismo,
quienes predicaban que los paganos que se convertían tenían que observar las
leyes y preceptos judíos, incluyendo la circuncisión. Ellos se sintieron amados
por Dios, y ese amor es tan intenso que hay que compartirlo con todos, sin
importar que sean “diferentes”.
Y el que dispensa ese amor es el Espíritu
Santo que, como hemos dicho anteriormente, es el Amor que se profesan el Padre
y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Ese Espíritu fue el que llevó a los
participantes de aquél primer concilio de Jerusalén a decidir que no era
necesario “judaizarse” para hacerse cristiano; que bastaba con creer en Jesús y
en la Buena Noticia del Reino para pertenecer a la Iglesia, el nuevo Pueblo de
Dios. Por eso preceden su mensaje con las palabras: “Hemos decidido, el
Espíritu Santo y nosotros,…”
El mensaje de Jesús es sencillo: “Esto les
mando: que se amen unos otros”. En ese corto mensaje está encerrada toda su doctrina.
Porque su Palabra es la fuente inagotable de alegría; de la verdadera “alegría
del cristiano”. Por eso la primera lectura nos dice que: “Al leer aquellas
palabras alentadoras, se alegraron mucho”.
“Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros”…
¿Invocas al Espíritu Santo cada vez que tienes que tomar una decisión
importante? ¿Te acercas con humildad a María, la madre de Jesús, la
“sobreabundante”, para que comparta contigo esa Gracia divina que ha hecho
maravillas en ella (Cfr. Lc 2,49)?
Hoy Jesús continúa diciéndonos lo mismo: “Esto les mando: que se amen unos a otros”. ¿De verdad crees en Jesús y le crees a Jesús? ¡Que se te note!
Te invito a que abras tu corazón al amor incondicional de Dios, que es el Espíritu Santo, y sentirás ese torrente de amor que invadirá todo tu ser. Entonces sabrás lo que es la alegría del cristiano, y la podrás repartir a raudales con todos. De eso se trata el mandato de Jesús. Créeme, el amor es contagioso.
El profeta Isaías continúa prefigurando al Mesías. En la
primera lectura para hoy (Is 30,19-21.23-26), el profeta nos dice: “Pueblo de
Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la
voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan
medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu
Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una
palabra a la espalda: ‘Éste es el camino, camina por él’”. Esta última frase
nos evoca la palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento para “conversión”
(metanoia), que literalmente se
refiere a una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en
que andaba y tomar otra dirección.
Así, vemos cómo en esta lectura también se adelanta el
llamado a la conversión que caracteriza la predicación de Juan Bautista, otra
de las figuras del Adviento: “Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo
monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la
tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios” (Cfr. Lc 3,1-6)
El relato evangélico de hoy (Mt 9,35–10,1.6-8) nos presenta
a un Jesús misericordioso que se apiada ante
el gemido de su pueblo y le responde. Así, la lectura nos dice que “recorría
todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el
Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. Tercer misterio luminoso del
Rosario). Continúa diciendo la lectura que Jesús, “al ver a las gentes, se
compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que
no tienen pastor”.
Este pasaje destaca otra característica de Jesús: que no se
comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya
a Él, sino que Él va a la gente a anunciar la Buena Nueva del Reino.
Luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor
misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que
necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores
a su mies”. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no
se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos
ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el
reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.
“Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que
el reino de los cielos está cerca”. El Señor quiere que todos se salven, esa es
su misión, nuestra misión. Pero para poder hacerlo, primero tenemos que experimentar
nosotros mismos la conversión, que se asocia al arrepentimiento; mas no un
arrepentimiento que denota culpa o remordimiento, sino que es producto de una
transformación entendida como un movimiento interior, en lo más profundo de
nuestro ser, nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos,
iluminados y ayudados por la Gracia Divina. Solo así podremos “contagiar” a
nuestros hermanos y lograr su conversión.
En este tiempo de Adviento, roguemos al dueño de la mies que
derrame su Gracia sobre nosotros para poder convertirnos en sus obreros.
Según se acerca la solemnidad de Pentecostés,
el Espíritu Santo continúa dominando la liturgia.
La primera lectura que nos brinda la liturgia
para ese sexto domingo de Pascua (Hc 8,5-8.14-17) nos presenta a Felipe predicando
en Samaria acompañado de los signos y prodigios que acompañan al que está lleno
del Espíritu Santo. Esto causó gran alegría entre los samaritanos que
recibieron la Palabra. Pero aún faltaba algo. Por eso cuando los apóstoles se
enteraron de que los de Samaria habían recibido la Palabra, “enviaron a Pedro y
a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran
el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados
en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el
Espíritu Santo”.
El Espíritu Santo es el dispensador de la
gracia divina; esa gracia que recibimos cuando se nos bautiza con la fórmula
trinitaria, y el Espíritu Santo desciende sobre nosotros por primera vez, infundiéndonos
sus siete dones y las tres virtudes teologales.
Anteriormente hemos señalado que el
protagonista del libro de los Hechos de los Apóstoles es el Espíritu Santo; al
punto que se le conoce como el “Evangelio del Espíritu Santo”. No hay duda, los
apóstoles actuaban asistidos y guiados por El Espíritu Santo que recibieron por
partida doble; primero durante la primera aparición de Jesús luego de su
Resurrección (Jn 20,22), y posteriormente en Pentecostés, cuando recibieron una
“sobredosis” de Espíritu. Por eso podían “repartirlo”; por eso los presbíteros,
diáconos y obispos son los ministros ordinarios del sacramento del Bautismo,
porque han recibido el Espíritu cuando menos por partida triple, en el
Bautismo, la Confirmación, y el sacramento del Orden, recibiendo en este último
de manera especial, como parte de la gracia sacramental propia del mismo al
imponérseles las manos por el obispo, la facultad de transmitir el Espíritu en
el Bautismo (sin perjuicio de que, por excepción, en circunstancias extraordinarias
todos podemos bautizar).
La segunda lectura (1 Pe 3,1.15-18), que
contiene el fundamento para la apologética, al llamarnos a estar siempre
dispuestos a “dar razón” de nuestra esperanza, finaliza enfatizando el papel
del Espíritu Santo en la Resurrección de Jesús: “Como [Jesús] poseía el
Espíritu, fue devuelto a la vida”.
La lectura evangélica (Jn 14,15-21), es el
pasaje en el que Jesús anuncia a sus discípulos que tiene que partir, pero les
(nos) va a dejar otro defensor (paráclito) que estará siempre a nuestro lado, ese
que “sacará la cara por nosotros”, que hablará por nosotros (Lc 12,12), e
inclusive nos enseñará a orar (Rm 8,15).
Y el requisito para recibir ese don se reduce
a una palabra: Amor. Porque “el que acepta mis mandamientos y los guarda, ése
me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a
él.” (Jn 14,21). Y esa manifestación tiene nombre y apellido: “Espíritu Santo”.
Es Jesús quien te hace una invitación y un
ofrecimiento. ¿Aceptas?
“Esto les mando: que se amen unos a otros”.
Con este mandato de parte de Jesús comienza y cierra el evangelio para hoy (Jn
15,12-17). Es con este mandamiento que Jesús “lleva a plenitud la ley”, y nos
libera de aquella “pesada carga” en que los fariseos y sacerdotes de su tiempo
habían convertido la Ley de Moisés. Ya no se trata de un mero cumplimiento
ritualista, se trata de entender y cumplir los mandamientos desde una nueva
óptica; la óptica del amor, conscientes de que hemos sido elegidos por Dios,
por mera gratuidad, por amor, con todos nuestros defectos. Y Él mismo nos ha
destinado para que vayamos y prodiguemos ese amor y demos fruto, y nuestro
fruto dure.
Este celo de dar a conocer la Buena Nueva del
Reino de Dios, que está cimentado en el amor, es lo que impulsa a los apóstoles
en la primera lectura de hoy (Hc 15,22-31) a enviarles una palabra de aliento a
aquellos primeros cristianos de Antioquía que estaban angustiados ante las
pretensiones de los judaizantes y los fariseos convertidos al cristianismo,
quienes predicaban que los paganos que se convertían tenían que observar las
leyes y preceptos judíos, incluyendo la circuncisión. Ellos se sintieron amados
por Dios, y ese amor es tan intenso que hay que compartirlo con todos, sin
importar que sean “diferentes”.
Y el que dispensa ese amor es el Espíritu
Santo que, como hemos dicho anteriormente, es el Amor que se profesan el Padre
y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Ese Espíritu fue el que llevó a los
participantes de aquél primer concilio de Jerusalén a decidir que no era
necesario “judaizarse” para hacerse cristiano; que bastaba con creer en Jesús y
en la Buena Noticia del Reino para pertenecer a la Iglesia, el nuevo Pueblo de
Dios. Por eso preceden su mensaje con las palabras: “Hemos decidido, el
Espíritu Santo y nosotros,…”
El mensaje de Jesús es sencillo: “Esto les
mando: que se amen unos otros”. En ese corto mensaje está encerrada toda su
doctrina. Porque su Palabra es la fuente inagotable de alegría; de la verdadera
“alegría del cristiano”. Por eso la primera lectura nos dice que: “Al leer
aquellas palabras alentadoras, se alegraron mucho”.
“Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros”…
¿Invocas al Espíritu Santo cada vez que tienes que tomar una decisión
importante? ¿Te acercas con humildad a María, la madre de Jesús, la
“sobreabundante”, para que comparta contigo esa Gracia divina que ha hecho
maravillas en ella (Cfr. Lc 2,49)?
Hoy Jesús continúa diciéndonos lo mismo: “Esto les mando: que se amen unos a otros”. ¿De verdad crees en Jesús y le crees a Jesús? ¡Que se te note!
En estos tiempos del coronavirus que nos ha tocado vivir, te invito a que abras tu corazón al amor incondicional de Dios, que es el Espíritu Santo, y sentirás ese torrente de amor que invadirá todo tu ser. Entonces sabrás lo que es la alegría del cristiano, y la podrás repartir a raudales con todos, aún desde el distanciamiento social. De eso se trata el mandato de Jesús. Créeme, el amor es contagioso.
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Conversión de san Pablo. Y la liturgia nos ofrece como primera lectura la
narración de Pablo de su propia conversión (Hc 22,3-16). Como lectura alterna,
se nos ofrece el mismo relato desde la perspectiva del narrador (Hc 9,1-22).
El relato de la conversión de san Pablo es tan
denso, y lleno de simbolismo, que resulta imposible pretender analizarlo en el
poco espacio disponible.
Nos limitaremos a preguntar: ¿Qué ocurrió en
ese instante, en esa fracción de segundo que pudo haber durado ese rayo
improviso, enceguecedor, que hasta le hizo caer en tierra? Se trató sin duda de una de esas experiencias
que cambian nuestras vidas y que, por su intensidad, resultan inenarrables;
esas experiencias que producen la verdadera metanoia,
palabra griega que se traduce como conversión, y se refiere a ese movimiento
interior que solo puede surgir en una persona que tiene un encuentro íntimo con
Cristo. “Metanoia” se refiere
literalmente a una situación en que un caminante ha tenido que volverse del camino
en que andaba y tomar otra dirección. Se trata de morir al hombre viejo para
resucitar a una vida nueva en Cristo Jesús (Cfr.
Rm 1,4).
En teología, esta metanoia se asocia al arrepentimiento, mas no un arrepentimiento que
denota culpa o remordimiento; sino que es producto de una transformación en lo
más profundo de nuestro ser, en nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo
y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la gracia divina.
Este encuentro fue el que le cambió radicalmente
la existencia a Pablo. En el camino de Damasco
Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, “creyó en el Evangelio”. En
esto consistió su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y
resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su
salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del
hecho de que Jesús, por amor, había muerto también por él, el perseguidor, y
había resucitado.
Pablo de Tarso era un hombre bueno; un buen
judío; temeroso de Dios, observante de la ley; un verdadero fariseo. Pero nunca
había tenido un encuentro con el Resucitado; nunca había experimentado ese Amor
indescriptible.
Cuando nos enfrentamos a esa Verdad, que
gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia
completamente nuestro modo de vivir.
Convertirse significa, también para cada uno de nosotros, creer que Jesús
“se entregó a sí mismo por mí”, muriendo en la Cruz (Cfr. Ga 2, 20) y, resucitado, vive conmigo y en mí; sí, contigo y
en ti.
Todo el que se “convierte”, todo el que ha
tenido un encuentro personal con Jesús y ha experimentado su Amor infinito, su
Misericordia, tiene que comunicarlo a otros, tiene que compartir esa
experiencia. Por eso Pablo, tan pronto fue bautizado, se alimentó y recuperó
las fuerzas, “en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que Él
era el Hijo de Dios” (Hc 9,19).
Hoy, en la fiesta de la Conversión de san Pablo,
pidamos al Señor que derrame su Santo Espíritu sobre nosotros, para que podamos
tener una profunda experiencia de conversión y de encuentro íntimo con Él, como
la que tuvo Saulo en el camino de Damasco.
La liturgia de hoy nos presenta la culminación del “discurso del pan de vida” (Jn 6,60-69), que hemos estado contemplando durante los pasados cuatro domingos.
En el Evangelio que contemplábamos el pasado domingo (Jn 6,51-59) Jesús había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras, reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y “beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los “discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen… Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc 2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias del mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la sangre” de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”, no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de su sangre.
Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la mesa de la Palabra dispuestas para ti.
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la Conversión de san Pablo. Y la liturgia nos ofrece como primera lectura la narración de Pablo de su propia conversión (Hc 22,3-16). Como lectura alterna, se nos ofrece el mismo relato desde la perspectiva del narrador (Hc 9,1-22).
El relato de la conversión de san Pablo es tan denso, y lleno de simbolismo, que resulta imposible pretender analizarlo en el poco espacio disponible.
Nos limitaremos a preguntar: ¿Qué ocurrió en ese instante, en esa fracción de segundo que pudo haber durado ese rayo improviso, enceguecedor que hasta le hizo caer en tierra? Se trató sin duda de una de esas experiencias que cambian nuestras vidas y que, por su intensidad, resultan inenarrables; esas experiencias que producen la verdadera metanoia, palabra griega que se traduce como conversión, y se refiere a ese movimiento interior que solo puede surgir en una persona que tiene un encuentro íntimo con Cristo. “Metanoia” se refiere literalmente a una situación en que un caminante ha tenido que volverse del camino en que andaba y tomar otra dirección. Se trata de morir al hombre viejo para resucitar a una vida nueva en Cristo Jesús (Cfr. Rm 1,4).
En teología, esta metanoia se asocia al arrepentimiento, mas no un arrepentimiento que denota culpa o remordimiento; sino que es producto de una transformación en lo más profundo de nuestro ser, en nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la gracia divina.
Este encuentro fue el que le cambió radicalmente la existencia a Pablo. En el camino de Damasco Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, “creyó en el Evangelio”. En esto consistió su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del hecho de que Jesús, por amor, había muerto también por él, el perseguidor, y había resucitado.
Pablo de Tarso era un hombre bueno; un buen judío; temeroso de Dios, observante de la ley; un verdadero fariseo. Pero nunca había tenido un encuentro con el Resucitado; nunca había experimentado ese Amor indescriptible.
Cuando nos enfrentamos a esa Verdad, que gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia completamente nuestro modo de vivir. Convertirse significa, también para cada uno de nosotros, creer que Jesús “se entregó a sí mismo por mí”, muriendo en la Cruz (Cfr. Ga 2, 20) y, resucitado, vive conmigo y en mí; sí, contigo y en ti.
Todo el que se “convierte”, todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús y ha experimentado su Amor infinito, su Misericordia, tiene que comunicarlo a otros, tiene que compartir esa experiencia. Por eso Pablo, tan pronto fue bautizado, se alimentó y recuperó las fuerzas, “en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que Él era el Hijo de Dios” (Hc 9,19).
Hoy, en la fiesta de la Conversión de san Pablo, pidamos al Señor que derrame su Santo Espíritu sobre nosotros, para que podamos tener una profunda experiencia de conversión y de encuentro íntimo con Él, como la que tuvo Saulo en el camino de Damasco.