REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DE SEÑOR EN TIEMPOS DEL COVID-19 (CICLO A) 05-04-20

“La misma multitud que recibe a Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén en el Evangelio correspondiente a la bendición de los ramos (Mt 21,1-11) ahora pide que le crucifiquen”.

Hoy celebramos el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, y la liturgia nos ofrece como lectura evangélica la Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo (26,14–27,66), un adelanto de lo que le espera a Jesús. En esta lectura la “multitud” anónima juega un papel importante. La misma multitud que recibe a Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén en el Evangelio correspondiente a la bendición de los ramos (Mt 21,1-11) ahora pide que le crucifiquen.

Si comparamos la actitud de esa multitud anónima en ambas lecturas, vemos cuán volubles y manejables son las masas. Lo mismo podemos decir de nosotros. En un momento estamos alabando y bendiciendo al Señor mientras le recibimos en nuestros corazones, y al siguiente nos dejamos seducir por el maligno y terminamos dándole la espalda y “crucificándole”. Sí, cada vez que pecamos, estamos dando un martillazo en uno de los clavos que taladraron las manos y los pies de Jesús. Pero Él nos ama tanto que aun así ofreció su vida por los que lo asesinaron.

Esta semana Santa que comienza hoy nos presenta otra oportunidad de hacer introspección, examen de conciencia sobre nuestra actitud hacia Dios. ¿A cuál de las dos multitudes pertenezco?

Hoy no podremos recibir los ramos benditos como acostumbramos, pero nuestros pastores nos han exhortado a bendecir en familia y colocar en nuestras puertas una rama palma, o de cualquier árbol o planta verde como signo de nuestra fe. Unos ramos frescos, llenos de vida. Esos ramos eventualmente van a secarse. Así de efímera es nuestra vida. Hoy se nos brinda otra oportunidad. No sabemos si vamos a estar aquí el próximo año, el próximo mes, la próxima semana, mañana, esta noche… Cuando venga el Hijo de hombre, ¿en cuál de las multitudes nos sorprenderá?

Jesús nos ama con locura, con pasión; quiere relacionarse con nosotros; quiere nuestra salvación, para eso nos creó el Padre, por eso cuando le fallamos envió a su Hijo. Pero, como dice el P. Larrañaga, “Dios es un perfecto caballero”, es incapaz de imponerse. “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).

Jesús se ofreció a sí mismo como víctima propiciatoria por todos los pecados de la humanidad, cometidos y por cometer; los tuyos y los míos. Pero para poder recibir el beneficio de esa redención tenemos que acercarnos a Él, reconocerle, y reconocer nuestra culpa como lo hizo el buen ladrón. Y para eso Jesús nos dejó el Sacramento de la reconciliación, y se lo encomendó a Su Iglesia a través de los apóstoles (Jn 20,22-23).

Este año muchos nos vemos privados del sacramento de la reconciliación. El papa Francisco, consciente de la situación extraordinaria que estamos atravesando, nos ha explicado cómo confesar en ausencia de un sacerdote: Haces lo que dice el Catecismo. Si no encuentras un sacerdote para confesar, habla con Dios y pídele perdón con todo el corazón. Y prométele: “Más tarde confesaré, pero perdóname ahora”. E inmediatamente volverás a la gracia de Dios.

Por Su Dolorosa Pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 04-04-20

Que la Semana Santa que está a punto de comenzar en la cuarentena que nos ha tocado vivir, se convierta para todos en un verdadero “retiro espiritual” que nos lleve a la unidad en la oración.

La lectura evangélica de hoy (Jn 11,45-47), nos presenta al Sanedrín tomando la decisión firme de dar muerte a Jesús: “Y aquel día decidieron darle muerte”. Esta decisión estuvo precedida por la manifestación profética del Sumo Sacerdote Caifás (“Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”), que prepara el escenario para el misterio de la Pasión que reviviremos durante la Semana Santa que comienza mañana, domingo de Ramos.

La primera lectura, tomada del profeta Ezequiel (37,21-28), nos muestra a Dios que ve a su pueblo sufriendo el exilio y le asegura que no quiere que su pueblo perezca. El pueblo ha visto la nación desmembrarse en dos reinos: el del Norte (Israel) y el del Sur (Judá), y luego ambos destruidos a manos de sus enemigos en los años 722 a.C. y 586 a.C., respectivamente, y los judíos exiliados o desparramados por todas partes. “Yo voy a recoger a los israelitas por las naciones adonde marcharon, voy a congregarlos de todas partes y los voy a repatriar. Los haré un solo pueblo en su país, en los montes de Israel, y un solo rey reinará sobre todos ellos. No volverán a ser dos naciones ni a desmembrarse en dos monarquías”.

Reiterando la promesa hecha al rey David (2 Sm 7,16), Yahvé le dice al pueblo a través del profeta: “Mi siervo David será su rey, el único pastor de todos ellos”. Para ese tiempo David había muerto hacía casi 400 años. Así que se refiere a aquél que ha de ocupar el trono de David, Jesús de Nazaret (Cfr. Lc 1,32b).

Mañana conmemoramos su entrada mesiánica en Jerusalén al son de los vítores de esa multitud anónima que lo seguía a todas partes (“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” – Mt 21,9), para dar comienzo al drama de su pasión y muerte.

Las palabras de Caifás en la lectura de hoy (“os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”) lo convierten, sin proponérselo, en instrumento eficaz del plan de salvación establecido por el Padre desde el momento de la caída. El mismo Juan nos apunta al carácter profético de esas palabras: “Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos”.

Ese era el plan que el Padre se había trazado desde el principio: reunir a los hijos de Dios dispersos, a toda la humanidad, alrededor del sacrificio salvador de Su Hijo, quien habría de morir por todos.

¡Cuánto le falta a la humanidad para poder alcanzar esa meta de estar “reunidos en la unidad”! Durante esta Semana Santa, en medio del mundo convulsionado que estamos viviendo, les invito a orar por la unidad de todas las naciones y razas, para que se haga realidad esa unidad a la que nos llama Jesús: Ut unum sint! (Jn 17,21).

Que la Semana Santa que está a punto de comenzar en la cuarentena que nos ha tocado vivir, se convierta para todos en un verdadero “retiro espiritual” que nos lleve a la unidad en la oración.

Demos gracias a Dios por esta oportunidad única que nos brinda. ¡Bendito seas por siempre, Señor!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 03-04-20

“Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos”.

“Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos”. Esa ha sido la constante en los relatos evangélicos de los días recientes. La autoridades, los componentes del poder ideológico-religioso de la época, ya habían puesto en marcha su conspiración para acabar con Jesús. Había que eliminarlo. Pero su hora no había llegado aún. Cuando llegue la hora Él no opondrá resistencia, y enfrentará con valentía, no solo el poder ideológico-religioso, representado por el Sumo Sacerdote Caifás y el Sanedrín, sino también el poder político, representado por el rey Herodes Antipas y el Procurador romano Poncio Pilato.

En el relato evangélico de hoy (Jn 10,31-42) encontramos a Jesús enfrentando a unos judíos que se disponían a apedrearlo. Jesús los confronta con todos los portentos y prodigios que ha obrado “por encargo” de su Padre, y ellos insisten en apedrearlo, no por las buenas obras que ha realizado, sino por blasfemo, al atribuirse a sí mismo el ser Dios. Los judíos que le rodean están tan concentrados en la letra de la Ley que no pueden ver que tienen a Dios delante de ellos, no tienen fe. Creen en Dios pero no creen en Su Palabra que se hace presente entre ellos.

En el sermón de la Montaña Jesús había dicho: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Si no abro mi corazón al amor incondicional de Dios (la “Verdad”) y comparto ese amor con mi prójimo, especialmente los más necesitados, jamás veré el rostro de Dios aunque lo tenga delante de mí (Cfr. Mt 25,31-46). Me pasará igual que a aquellos judíos que lo tuvieron ante sí y no le reconocieron, a pesar de todas las pruebas que se les presentaron.

Como no había llegado su hora, el Señor lo protegió y permitió que escapara. En la misma situación vemos al profeta Jeremías en la primera lectura (Jr 20,10-13). Jeremías fue llamado por Dios al profetismo a temprana edad. Por eso puso resistencia cuando recibió su vocación: “¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven”. El Señor le dijo que no aceptaba esa excusa, y le prometió su protección (1,8).

A pesar de su corta edad, Jeremías fue llamado a denunciar los graves pecados del pueblo, sus infidelidades a la Alianza. Y al igual que Cristo, fue perseguido, y conspiraron para atraparlo y acabar con él. “‘Pavor en torno; delatadlo, vamos a delatarlo’. Mis amigos acechaban mi traspié: ‘A ver si se deja seducir, y lo abatiremos, lo cogeremos y nos vengaremos de él’”. Pero el profeta confió en la palabra de Dios y siguió adelante. “El Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo”.

Es la oración de petición confiada y fervorosa que encontramos en el Salmo (17) de hoy: “En el peligro invoqué al Señor, y me escuchó”.

Asimismo tenemos que aprender a confiar en el Señor cuando se nos persiga, o se mofen de nosotros causa del Evangelio. “Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador”.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 02-04-20

“En verdad, en verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”.

La primera lectura de hoy (Gn 17,3-9) nos presenta la alianza que Yahvé Dios pacta con Abraham. Una alianza que por sus propios términos iba a ser perpetua. Una alianza que se trasmitiría por la carne (por herencia), por eso Dios utiliza un signo carnal para sellar la misma: la circuncisión. Dios le cambia el nombre a Abrán para significar su cambio de misión, y le llama Abraham, que quiere decir padre de muchedumbre de pueblos (Ab = padre, y ham = muchedumbre). Pero más allá de la herencia carnal, Abraham se convierte en “padre de la fe” para todos los que creen en las promesas de Dios.

En la lectura evangélica (Jn 8,51-59), Jesús alude a esa genealogía que comienza con Abraham: “Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría”.

En ocasiones anteriores hemos señalado que Juan resalta la divinidad de Jesús, ya que el objetivo principal de su evangelio es combatir una herejía (los “ebionistas”) que negaba la divinidad de Jesucristo (Cfr. Jn 20,30-31). De ahí que cuando Él aludió a Abraham de esa manera los judíos le dijeron: “No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?” A lo que Jesús respondió: “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy”. Jesús está diciendo que Él “es” antes de Abraham y “es” ahora, es eterno, por lo tanto es Dios. “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1,1). De igual modo fue presentado por Juan el Bautista: “A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo” (Jn 1,30).

Pero Jesús va más allá: “En verdad, en verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Eso resultaba inaceptable para los judíos que le escuchaban, quienes lo tildaron de endemoniado, diciéndole: “¿y tú dices: ‘Quien guarde mi palabra no gustará la muerte para siempre?’ ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?”

La actuación de Jesús sigue incomodando cada vez más al poder político-religioso de su época. El complot para eliminarlo se acrecienta. El cerco sigue cerrándose, pero todavía no ha llegado su hora. “Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo”.

La liturgia continúa acercándonos al Misterio Pascual de Jesús. Ya pasado mañana es la víspera del domingo de ramos. Ayer nos decía que en Él encontraríamos la Verdad y que esa Verdad nos haría libres. Hoy ha añadido: “quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Es decir, que además de ser libres, tendremos vida en plenitud, y vida eterna.

El llamado a la conversión está vigente. Todavía estamos a tiempo. Si creemos en Él y “le creemos” (tenemos fe), tendremos Vida. Anda, ¡atrévete! ¿Y sabes qué? Él te está esperando para darte el abrazo más tierno y cálido que hayas sentido. Entonces comprenderás…