REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 28-04-15

Buen Pastor

En la liturgia pascual continuamos leyendo el libro de los Hechos de los Apóstoles. El pasaje que leemos hoy (Hc 11,19-26) nos presenta a Bernabé predicando exitosamente el Evangelio en Antioquía. Entusiasmado por la acogida de la Palabra en Antioquía, fue a buscar a Pablo y lo trajo a esa ciudad, en donde ambos permanecieron un año. Antioquía se convirtió en el gran centro de evangelización de mundo pagano. Tan visible fue el éxito de Pablo y Bernabé en esta misión, y tan floreciente la comunidad de Antioquía, que fue allí donde por primera vez llamaron “cristianos” a los seguidores de Jesús (11,26). Hasta entonces se les conocía como los seguidores de “el Camino”.

La lectura evangélica (Jn 10,22-30) es continuación de la que leyéramos el pasado domingo, y sigue presentándonos la figura de Jesús-Buen Pastor. El pasaje de hoy nos narra el último encuentro entre Jesús y los dirigentes judíos en el relato de Juan. Es el último intento de estos de lograr que Jesús acepte públicamente ante ellos su mesianismo: “¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente”. La pregunta iba dirigida a hacerles más fácil su trabajo, pues ya para entonces la decisión estaba tomada: había que “eliminar” a Jesús.

Jesús evade contestar directamente la pregunta y les remite a sus obras, que Él hace “en nombre de [su] Padre”. Pero los dirigentes judíos se niegan a creer porque están cegados. Aceptar que Jesús es el Mesías les quitaría su base de poder. Eso no les permite “ver” las obras de Jesús, y mucho menos escuchar su voz. “Pero vosotros no creéis, porque no sois ovejas mías. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano”.

De nuevo la referencia a la relación entre el pastor y sus ovejas: “Yo las conozco y ellas me siguen”. Cuando hablamos de “conocer” en términos bíblicos, nos referimos a algo más que saber el nombre o reconocer a alguien. Ese verbo implica una intimidad que va más allá de lo cotidiano. Y esa intimidad lleva a los verdaderos discípulos de Jesús a seguirle sin reservas, a confiar plenamente el Él, a aceptar su camino, como las ovejas que siguen la voz del pastor sabiendo que este les conducirá a las verdes praderas, hacia fuentes tranquilas (Cfr. Sal 22). En el caso de los discípulos de Jesús ese seguimiento es el que nos conduce a la “Vida eterna”.

Vemos que Jesús siempre habla en plural al referirse a nosotros como sus ovejas. Nos está diciendo que formamos parte de un pueblo, de un “rebaño”, de una Iglesia; que nuestra salvación no es individual, que no podemos desentendernos de nuestros hermanos ni de nuestra Iglesia, aunque en ocasiones nos sintamos incómodos con alguien o algo. No podemos caminar separados del “rebaño”, pues si nos separamos del rebaño, nos separamos del Pastor y nos apartaremos del camino.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 27-04-15

Jesus puerta

Hoy damos un paso atrás para leer el pasaje que antecede al Evangelio que leyéramos ayer, domingo del Buen Pastor. La lectura evangélica de hoy es el comienzo del capítulo 10 (1-10) del evangelio según san Juan. En este capítulo Juan desarrolla la alegoría del Pastor y las ovejas para referirse a la relación entre Jesús y nosotros. Hoy le añade un nuevo elemento a la alegoría: Nos presenta a Jesús, no solo como el Pastor, sino como la “puerta” del aprisco de las ovejas. El aprisco es el lugar donde los pastores recogen sus rebaños para resguardarlos del frío o de la intemperie, mientras uno de ellos vigila toda la noche. Al amanecer, cuando van a llevar las ovejas a pastar, cada cual llama a las suyas y estas responden a su voz, o a su silbido particular.

Por eso Jesús comienza reiterando que las ovejas conocen su voz, que Él llama a cada una por su nombre y, una vez afuera, las ovejas le siguen “porque conocen su voz”. Como los que le escuchaban (que eran fariseos) parecieron no comprenderle, Jesús les propuso otra alegoría: “Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos: pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entra por mí, se salvará, y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago: yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”. Otro de los “Yo soy” que Juan pone en boca de Jesús y nos apuntan a la divinidad de Jesús (Cfr. Ex 3,14).

Vemos cómo en este pasaje la alegoría de la “Puerta” adquiere mayor relieve que la del “Pastor”. Jesús se nos presenta hoy como la “puerta de las ovejas”, el único Mediador que puede alcanzarnos la salvación que Él ha obtenido para nosotros en virtud de su Misterio Pascual (muerte-resurrección). El mismo Pastor que nos conduce a verdes praderas y aguas tranquilas (Sal 23,2), se convierte en la Puerta que nos da acceso a esas praderas y aguas a través de la “cortina”, es decir, a través de su carne. “Tenemos plena seguridad de que podemos entrar en el Santuario por la sangre de Jesús, siguiendo el camino nuevo y viviente que Él nos abrió a través del velo del Templo, que es su carne” (Hb 10, 19; Cfr. Mt 27,51).

Jesús nos está pidiendo que le sigamos, y ese seguimiento incluye seguirlo hasta el Calvario, en donde la sangre derramada del Cordero se convierte en la Puerta que ha de conducirnos a la vida eterna: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”.

Esa es la misión de Jesús, dar vida a nosotros, sus ovejas, inclusive ofreciendo su propia vida para que podamos obtenerla. Jesús-Puerta nos abre a un nuevo espacio infinito y eterno, en donde todo el que le siga tiene cabida, como nos muestra la primera lectura de hoy, con la predicación del Evangelio de Jesús por parte de Pedro a los paganos (Hc 11,1-18).

“Señor: Danos un gran respeto hacia todos, vengan de donde vengan, y que tu Iglesia abrace a todas las culturas, para que Cristo sea verdaderamente el Señor y Pastor de todos, ahora y por los siglos de los siglos” (Oración colecta).

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE PASCUA, DOMINGO DEL BUEN PASTOR 26-04-15

jesus-buen-pastor-cirio

Hoy celebramos el domingo del Buen Pastor. En este día también celebramos la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, por aquellos que continúan en el tiempo la misión del único Buen Pastor que encomendó su rebaño a la Iglesia en la persona de Pedro (Jn 21,15-17).

La alegoría del Buen Pastor aparece originalmente en la Biblia en referencia al cuidado y protección de Yahvé hacia su pueblo (ej. Salmo 23; Ez 34; Is 40,11). En el Nuevo Testamento Jesús se “apropia” de esa alegoría y se la aplica a sí mismo, como el Hijo de Dios que cuida y salva a su rebaño. Ejemplo de ello es el capítulo 10 de Juan, de donde está tomada la lectura evangélica de hoy (Jn 10,11-18).

La figura del pastor para simbolizar la protección al pueblo es antiquísima. Así por ejemplo, en el antiguo Egipto se presentaba a los faraones con dos símbolos: un matamoscas y un cayado, y en la mitología griega se representaba al dios Hermes con un carnero sobre los hombros.

Esa imagen del Buen Pastor con la oveja sobre los hombros que los cristianos adoptamos se deriva de un hecho real. Cuando la oveja nace, el pastor la lleva sobre sus hombros un rato para que esta escuche su voz y se acostumbre a ella. Así le seguirá y no se perderá. Ello es necesario porque las ovejas son unos animales que tienen un cerebro bien pequeño, no aprenden. También tienen una visión pobre. Por eso se vuelven a caer por el mismo barranco un y otra vez y, peor aún, pelean cuando el pastor trata de ayudarlas. ¿Te parece familiar esa imagen? Es la viva imagen de nosotros en este difícil camino a la santidad al que somos llamados.

De ahí la alegoría: “Mis ovejas escuchan mi voz… y ellas me siguen” (Jn 10,27). Por eso cuando nos alejamos de Jesús, nos encontramos desamparados y dispersos, “como ovejas sin pastor” (Mt 9,36).

El pasaje evangélico de hoy nos recuerda que Jesús está empeñado en que ninguna de sus ovejas se pierda, al punto de estar dispuesto a dar su vida: “Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas”.

Pero Jesús no se conforma con cuidar de las “ovejas” de su Iglesia. “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor” (Cfr. Ez 34,5-6.12-15).

El papa Francisco se ha hecho eco de esas palabras de Jesús al invitarnos a salir de la tranquilidad, la seguridad, el confort de nuestras comunidades de fe, nuestros templos, y salir a la calle, a las periferias, para rescatar las ovejas descarriadas, tanto las que se han perdido del redil de la Iglesia, como aquellas que simplemente nunca han escuchado la voz del Pastor. Pero para poder participar de esa misión primero tenemos que conocer la voz de nuestro Pastor para saber a dónde conducirlas.

Señor, quiero escuchar tu voz; no permitas que los ruidos de las cosas del mundo  me distraigan y pierda mi camino, pues sin Ti estaré desorientado y volveré a caer en los mismos barrancos que la vida me presenta y arrastraré tras de mi a aquellos que pretendo llevar hacia ti. Jesús, Buen Pastor, no me apartes de Tu vista, y si me pierdo, deja las otras noventa y nueve para ir tras de mí hasta que me encuentres (Lc 15,4), de manera que pueda seguirte y guiar a otros hacia la vida eterna que nos tienes prometida.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE SAN MARCOS, EVANGELISTA 25-04-15

proclamar el evangelio

Hoy hacemos un paréntesis en la liturgia Pascual para celebrar la Fiesta de san Marcos, evangelista. Marcos no fue uno de “los doce”. Según Papías de Hierápolis fue “hermeneguo”, es decir amanuense o intérprete de Pedro. Escribió su relato evangélico entre los años 65-70, siendo el primero en escribirse, cronológicamente. Marcos escribe para los paganos de la región itálica, con el objetivo de demostrarles que Jesús es Dios.

Para esta Fiesta la liturgia nos presenta parte de la conclusión de su relato evangélico (Mc 16,15-20), que algunos estudiosos sostienen fue añadida posteriormente, ya que parece ser un conjunto de episodios extraídos de los relatos pascuales de otros evangelios escritos posteriormente (la parte que se piensa fue añadida comprende los vv. 9-20).

El pasaje incluye dos “tiempos” distintos, separados por el fenómeno de la Ascensión, que aunque no se describe, se afirma: “Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios”. En la primera parte del pasaje, cuando encomienda a “los Once” la misión de ir al mundo entero y proclamar el Evangelio a toda la creación, el evangelista se refiere a Él como “Jesús”. En el momento justo antes de “subir al cielo” y sentarse a la derecha del Padre (signo de igualdad), se refiere a Él como “Señor Jesús”. Con esa fórmula se confiesa la fe apostólica recogida en el Credo: que Jesús (el nacido de Santa María Virgen, que padeció bajo el poder de Poncio Pilato) es el Señor resucitado que ha sido glorificado. Y que ese Jesús es Dios, igual al Padre.

Otra cosa surge claramente de este pasaje: que los discípulos de Jesús hemos de continuar la misión de Jesús, es decir, proclamar a todos la Buena Noticia (“Evangelio”) del Reino y seguir sus pasos.

Hay una parte de este relato que siempre me ha llamado la atención, sobre todo porque algunas sectas fundamentalistas la interpretan literalmente (lo que, por cierto, ha causado un número considerable de muertes). Me refiero a la parte en que Jesús dice a los apóstoles: “A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos”.

No hay duda, a los creyentes nos acompañarán esos signos. Expulsaremos demonios, es decir, la fe en Jesús nos ayudará erradicar el mal del mundo en Su nombre. Hablaremos nuevas lenguas, o sea, un nuevo lenguaje de amor, fraternidad, paz y comunicación entre los hombres. Cogeremos serpientes con las manos, es decir, cogeremos y expulsaremos toda clase de males como el discrimen, la corrupción, las cosas repugnantes y malignas que dañan al hombre. Tampoco habrá “venenos” que puedan dañarnos, pues aún aquellos que logren calumniarnos con el veneno de sus mentiras no podrán dañarnos, porque todo ello se convierte en bien para los que aman al Señor. Finalmente, la Buena Noticia del Reino se convierte en fuente de alivio para los pobres y enfermos.

Jesús “subió al cielo y se sentó a la derecha del Padre”, pero a sus discípulos (sí, a ti y a mí) nos encargó continuar su misión en el mundo y en la historia, hasta que vuelva. Así que: ¡manos a la obra! ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 24-04-15

conversion de san pablo

Hemos estado leyendo como primera lectura el libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a evangelizar el mundo entero.

En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios, en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los confines de la tierra. Saulo de Tarso, el mayor perseguidor se convirtió, en un instante, en el más valiente y decidido defensor del Resucitado.

¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo evitarlo, era una fuerza superior a la de él.

El perseguidor se enamoró del perseguido y se sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los gentiles”.

La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda que lo has tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a tiempo.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,52-59) continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 23-04-15

felipe y el etiope

La primera lectura de hoy (Hc 8,26-40) nos presenta a Felipe, quien ha salido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban y ha continuado la propagación de la Buena Noticia, siguiendo el mandato de Jesús de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio (Mc 16,15) y reiterado en la promesa de Jesús a los apóstoles antes de su ascensión (Hc 1,8), de que recibirían el Espíritu Santo y darían testimonio de Él hasta los confines de la tierra. Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección de Jesús. Es el comienzo de ese testimonio que llevará al mismo Felipe a evangelizar hasta el actual Sudán al sur del río Nilo. Y el “motor” que impulsaba esa evangelización a todo el mundo era la fe Pascual, guiada por el Espíritu Santo que les había sido prometido y que recibieron en Pentecostés.

Aquél etíope encontró el Evangelio, no en el templo, sino en la carretera de Jerusalén a Gaza. ¡Jesús viene a nuestro encuentro en las calles, en las carreteras, en todos los caminos! El Evangelio es Palabra de Dios viva, y nos sale al paso donde menos lo imaginamos. Al igual que Felipe, todos estamos llamados a proclamar la Buena Noticia de la Resurrección a todo el que se cruce en nuestro camino.

En el pasaje evangélico que contemplamos hoy (Jn 6,44-51) Jesús se describe una vez más como el pan de vida que ha bajado del cielo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.

“El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”… Juan sigue presentándonos a “Jesús Eucaristía”, poniendo en boca de Jesús un lenguaje eucarístico que nos presenta el pan que es su propia carne, para que el que crea y lo coma tenga vida eterna. La promesa de vida eterna. Restituir al hombre la inmortalidad que perdió con la caída y expulsión del paraíso. El hombre fue creado para ser inmortal; vivía en un jardín en el que había un árbol de la vida del que no podía comer, pues Yahvé le había advertido que “el día que comas de él, ten la seguridad de que vas a morir”. La soberbia llevó al hombre a comer del árbol, y la muerte entró en el mundo.

Jesús nos asegura que quien coma su cuerpo recuperará la inmortalidad. Se refiere, por supuesto, a esa vida eterna que trasciende a la muerte física, sobre la cual esta ya no tendrá poder. Pero para recibir los beneficios de ese alimento de vida eterna  es necesario creer; por eso, la frase “Yo soy en pan de vida” está precedida en este pasaje por esta aseveración de parte de Jesús: “Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna”.

Esas es la gran noticia de Jesús, la Buena Nueva por excelencia para nosotros. Si aceptamos su invitación a hacernos uno con Él en la Eucaristía, Él nos dará su vida eterna. ¿Aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 22-04-15

pan de vida

Justo antes de su Ascensión, Jesús le había pedido a los apóstoles que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre (la promesa del Espíritu Santo que se haría realidad en Pentecostés): “Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8). Esa promesa de Jesús se hace realidad en la primera lectura que nos ofrece la liturgia de hoy (Hc 8,1-8). De hecho, durante los primeros siete capítulos del libro de los Hechos de los Apóstoles, estos permanecen en Jerusalén.

La lectura de hoy nos narra que luego del martirio de Esteban se desató una violenta persecución contra la Iglesia en Jerusalén, que hizo que todos, menos los apóstoles, se dispersaran por Judea y Samaria. Y cumpliendo el mandato de Jesús, “al ir de un lugar para otro, los prófugos iban difundiendo el Evangelio”. Así comenzó la expansión de la Iglesia por el mundo entero, una misión que al día de hoy continúa.

La lectura nos recalca que el mayor perseguidor de la Iglesia era Saulo de Tarso: “Saulo se ensañaba con la Iglesia; penetraba en las casas y arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres”. Sí, el mismo Saulo de Tarso (san Pablo) que luego sería responsable de expandir la Iglesia por todo el mundo greco-romano, mereciendo el título de “Apóstol de los gentiles”. Son esos misterios de Dios que no alcanzamos a comprender. Jesús escogió como paladín de su causa al más ensañado de sus perseguidores.

Jesús vio a Pablo y entendió que esa era la persona que Él necesitaba para llevar a cabo la titánica labor de evangelizar el mundo pagano. Un individuo en quien convergían tres grandes culturas, la judía (fariseo), la griega (criado en la ciudad de Tarso) y la romana (era ciudadano romano). Decide “enamorarlo” y se le aparece en el camino a Damasco en ese episodio que todos conocemos, mostrándole toda su gloria. Nunca sabremos que ocurrió en aquél instante enceguecedor en que Pablo cayó por tierra. Lo cierto es que Pablo vio a Jesús ya glorificado, creyó en Él, y recibió la promesa de vida eterna.

Y al recibir el Espíritu Santo por imposición de manos de Ananías (Hc 9,17), partió de inmediato y comenzó la obra evangelizadora que persiste hoy a través de la Iglesia, guiada por el mismo Espíritu.

La lectura evangélica (Jn 6,35-40) continúa presentándonos el llamado discurso del pan de vida. El versículo final del pasaje de hoy que acabamos de citar se da en el contexto de que Jesús dice a sus discípulos (y a nosotros), que Él no está aquí para hacer Su voluntad, “sino la voluntad del que me ha enviado”. Y la voluntad del Padre es que todos nos salvemos, “que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día”.

Ese fue el secreto de Saulo de Tarso: él creyó. Tuvo un encuentro con el Resucitado que cambió su vida para siempre. Creyó en Él, y le creyó; creyó en su promesa de Vida eterna: “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.

¡Señor yo creo, pero aumenta mi fe! ¡Espíritu Santo, ven a mí!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 21-04-15

Esteban martirio

Continuamos nuestra ruta Pascual en la liturgia. Como primera lectura (Hc 7,51-8,1a) retomamos la historia de Esteban. San Esteban, diácono, se había convertido en un predicador fogoso, lleno del Espíritu Santo, que le daba palabra y valentía para enfrentar a sus perseguidores. Hoy se nos presenta su testimonio final del martirio.

Esteban continuó denunciando a sus interlocutores y acusándolos de no haber reconocido al Mesías y de haberle dado muerte. Esto enfureció tanto a los ancianos y escribas que decidieron darle muerte. La Escritura nos dice que antes de que lo asesinaran Esteban “lleno de Espíritu Santo” tuvo una visión: “vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios”. Fue como si el Señor quisiera confirmarle que su fe era fundada. ¡Jesús vive!, el Resucitado está ya en la Gloria a la derecha del Padre, y justo antes de entregar su vida por esa verdad, le fue revelada por parte del Padre.

Aquí Lucas nos presenta un paralelismo entre la muerte de Esteban y la de Jesús. Ambos fueron llevados ante el Sanedrín y acusados con falsos testimonios, ambos son ajusticiados fuera de la ciudad, y ambos encomiendan su espíritu a Dios y piden perdón para sus victimarios: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”… “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.

Siempre que leo este pasaje la pregunta es obligada. Enfrentado con la misma situación, ¿actuaría yo con la misma valentía que Esteban? Estamos celebrando la Pascua en la que se nos invita a creer que Jesús resucitó, más no solo como un hecho histórico o algo teórico, sino que estamos llamados a “vivir” esa misma Pascua, a imitar a Cristo, quien nos amó hasta el extremo, al punto de dar su vida por nosotros.

Cuando tomamos el paso y damos el “sí” definitivo a Jesús y a su Evangelio, vamos a enfrentar dificultades, pruebas, persecuciones, burlas… Nuestras palabras van a resultar “incómodas” para mucha gente, y la reacción no se hará esperar. Y cuando no encuentren argumentos para rebatirnos, recurrirán a la calumnia y los falsos testigos. Con toda probabilidad nunca nos veamos obligados a ofrendar nuestras vidas, pero nos encontraremos en situaciones que nos harán preguntarnos si vale la pena seguir adelante. Es en esos momentos debemos recordar el ejemplo del diácono Esteban.

La lectura evangélica es continuación de la de ayer y sigue presentándonos el “discurso del pan de vida” del capítulo 6 de Juan (6,30-35). La conversación entre Jesús y la multitud que había alimentado en la multiplicación, gira en torno a la diferencia entre el pan que Moisés “dio” al pueblo en el desierto y el pan de Dios, “que es el que baja del cielo y da vida al mundo” (Cfr. Sal 77,24). Cuando la multitud, cautivada por esa promesa le dice: “Señor, danos siempre de este pan”, Jesús responde con uno de los siete “Yo soy” que encontramos en el relato de Juan: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”.

Nuestra fe Pascual nos permite reconocer a Jesús, glorioso y resucitado, como el “pan de vida” que se nos da a Sí mismo en las especies eucarísticas, y que es el único capaz de saciar todas nuestras hambres, especialmente el hambre de esa vida eterna que podemos comenzar a disfrutar desde ahora si nos unimos a Él en la Eucaristía, “el pan que baja del cielo y da vida al mundo”.

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE PASCUA (B) 19-04-15

Jesus come pescado

La liturgia para este tercer domingo de Pascua nos presenta la versión de Lucas de la primera aparición de Jesús a sus discípulos (Lc 24,35-48). Para ponernos en contexto, comienza diciendo que los que se habían topado con él en el camino a Emaús, “contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan”. En ese momento, Jesús “se presenta” en medio de ellos y les dice: “Paz a vosotros”.

Nos dice la escritura que los discípulos de llenaron de miedo ante esa aparición sorpresiva, “porque creían ver un fantasma”. Sus mentes no podían procesar lo que sus sentidos le decían. Jesús percibe la confusión que su presencia había causado entre los discípulos, y decide demostrarles su corporeidad. Quiere demostrarles que su Resurrección es real, que no se trata meramente de que su espíritu ha vencido la muerte. No, ¡Él vive; verdaderamente ha resucitado! Estaba allí, en medio de ellos.

Entonces, mostrándole sus manos y sus pies les dice: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. Ahí los discípulos comienzan a caer en la cuenta que efectivamente era el Señor que había resucitado tal como Él se los había adelantado, pero ellos no habían comprendido. Los discípulos se llenaron de alegría, pero Jesús percibió que aún estaban aturdidos por la intensidad de la experiencia. Por eso añade: “¿Tenéis ahí algo que comer?” Ellos le ofrecieron un pescado, “Él lo tomó y comió delante de ellos”.

No solo lo podían ver, escuchar, tocar, sino que había comido delante de ellos. ¿Qué gesto más humano que ese? El mensaje que Jesús quería transmitir a sus discípulos (y a nosotros) es el carácter totalizante de su Resurrección; que está vivo, que ha vencido la muerte. La misma resurrección de la que todos hemos de participar al final de los tiempos. “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54). ¡Qué promesa!

Establecida su identidad, el centro de atención de la narración se desplaza a las Escrituras, o más bien, a la relación entre Jesús y las Escrituras. “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse”. Continúa el relato diciendo que “entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”. Luego añadió: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto”. Ese “ustedes” nos incluye a nosotros.

Sí; estamos llamados a ser sus testigos, esa fue la misión que Jesús encomendó a sus discípulos antes de su Ascensión (Cfr. Hc 1,8). Pero para ser “testigos”, para dar testimonio de algo o alguien, tenemos que tener conocimiento personal. Por tanto, para poder dar testimonio de Jesús tenemos que haber tenido primero un encuentro personal con Él, con ese Jesús Resucitado que comió frente a sus discípulos y que hoy nos invita a “comerle” en el banquete eucarístico.

Estamos viviendo este tiempo especial de la Pascua en que celebramos Su gloriosa Resurrección. Si nos hemos limitado a las devociones y los ritos del Triduo Pascual, sin haber experimentado la vivencia del Resucitado no podemos ser sus testigos.

Te invito a hacer introspección. ¿Verdaderamente he tenido una experiencia con el Resucitado?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 17-04-15

panes y peces

La liturgia de hoy nos ofrece como primera lectura (Hc 5,34-42) la continuación del pasaje que leíamos ayer del libro de los Hechos de los Apóstoles en el que los apóstoles habían sido llevados ante el Sanedrín por predicar el Evangelio, después de haber sido liberados de la cárcel por un ángel del Señor. Habíamos visto también cómo el Señor había hecho efectiva su promesa de Mt 10,18-20, a los efectos de que el Espíritu hablaría por ellos cuando fueran apresados y llevados ante gobernantes y reyes.

Movido por el discurso de Pedro y los demás apóstoles, pero más aún por el Espíritu Santo, un fariseo y doctor de la Ley llamado Gamaliel, intervino y convenció a los del Sanedrín que les dejaran en libertad, aconsejándoles: “En el caso presente, mi consejo es éste: No os metáis con esos hombres; soltadlos. Si su idea y su actividad son cosa de hombres, se dispersarán; pero, si es cosa de Dios, no lograréis dispersarlos, y os expondríais a luchar contra Dios”. Fueron azotados y luego liberados, “contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús”, y continuaron predicando a pesar de que se les prohibió expresamente. Esta actividad, esta valentía, era producto del fuego que ardía en sus corazones por la fe Pascual, avivado por el Espíritu que habían recibido en Pentecostés, que fue el detonante para el comienzo de la Iglesia misionera.

La lectura evangélica (Jn 6,1-15) es la versión de Juan de la multiplicación de los panes y los peces, que Juan coloca “cerca de la Pascua”, con el propósito de colocar el milagro en un contexto eucarístico, relacionándolo con la última cena de los evangelios sinópticos.

La narración nos dice que Jesús preguntó a uno de los discípulos que con qué iban a alimentar la multitud que los había seguido hasta aquél paraje. Obviamente se trata de una pregunta con un fin pedagógico, que además aparenta intentar presentar a Jesús como el nuevo Moisés (Cfr. Dt 18,18), planteando una pregunta similar a la que hizo Moisés a Yahvé cuando el pueblo estaba hambriento (Nm 11,13). Lo mismo parece insinuar con el comentario inicial de que Jesús se marchó al otro lado del lago de Galilea. Da la impresión de un éxodo, un paso a través del mar a otro lugar en el que Dios alimentará a su pueblo.

Juan coloca la multiplicación de los panes como prólogo al discurso del pan de vida que ocupa el capítulo 6 de su relato evangélico, en donde más adelante Jesús se refiere al pan que Moisés dio a comer a sus antepasados en el desierto y cómo estos murieron a pesar de ello, y cómo el que coma del pan que Él les ofrece resucitará en el último día. Es también en este “discurso” que Juan pone en boca de Jesús uno de sus “Yo soy” (Cfr. Ex 3,14): “Yo soy el pan de Vida”… A diferencia de los sinópticos, Juan no narra la última cena, pero la sustituye con este discurso.

Pero hay un personaje que casi siempre pasamos por alto; aquél muchacho anónimo que estuvo dispuesto a compartir todo el alimento que tenía: cinco panes de cebada y un par de peces. Un acto de generosidad que hizo posible aquel milagro. ¡Cuántas veces nos abstenemos de ayudar al prójimo pensando que lo que tenemos es poco para resolver su problema, para llenar sus necesidades! ¿Qué eran cinco panes y dos peces para una multitud de cinco mil hombres? Para Dios no hay nada imposible…

Señor, danos de ese pan, y permite que además de saciarnos el hambre corporal, nos permita compartirlo con otros para que produzca en ellos y nosotros más hambre de Ti.