REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ (14-09-15)

Llevar la Cruz

Hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La tradición nos dice que alrededor del año 320, la Emperatriz Elena de Constantinopla encontró la Cruz en que fue crucificado Jesús (la “Vera Cruz”). A raíz del hallazgo, ella y su hijo, el Emperador Constantino, hicieron construir en el sitio la Basílica del Santo Sepulcro, en donde se guardó la reliquia. Luego de ser robada por el rey de Persia en el año 614, fue recuperada por el Emperador Heraclio en el año 628, quien la trajo de vuelta a Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. De ahí que la Fiesta se celebre en este día.

Muchos nos preguntan: ¿por qué exaltar la cruz, símbolo de tortura y muerte, cuando el cristianismo es un mensaje de amor? He ahí la “locura”, el “escándalo” de la cruz de que nos habla san Pablo (1 Cor 1,18). La contestación es sencilla, veneramos la Cruz de Cristo porque en ella Él quiso morir por nosotros, porque abrazándose a ella y muriendo en ella, en el acto de amor más sublime en la historia, derrotó la muerte, liberándonos de ésta y del pecado. Así la Cruz se convirtió en el símbolo universal del amor y de vida.

Por eso el verdadero discípulo de Cristo no teme a la “cruz”. El mismo Jesús nos exhorta a tomar nuestra cruz de cada día y seguirle (Lc 9,23). A lo que Pablo añade: “Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Cuando añadimos el ingrediente del amor, el sufrimiento (la “cruz”) toma un significado diferente, se enaltece, y se convierte en fuente de alegría. Esa es la paradoja de la Cruz.

La primera lectura de hoy nos presenta una prefiguración de la Cruz (Núm 21,4b-9) en el episodio de las serpientes venenosas que mordían mortalmente a los israelitas en el desierto como castigo por haber murmurado contra Dios y contra Moisés. Entonces el pueblo, arrepentido, pidió a Moisés que intercediera por ellos ante Dios. Siguiendo las instrucciones de Yahvé, Moisés hizo una serpiente de bronce que colocó sobre un estandarte (en forma de cruz), y todo el que era mordido quedaba sano al mirarla. En el relato evangélico (Jn 3,13-17), el mismo Jesús alude a esa serpiente: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (v. 14-15).

Hoy, cuando tenemos nuestro corazón envenenado, nos tornamos a mirar la Cruz, y al igual que los israelitas en el desierto, somos sanados; así la Cruz se convierte para nosotros en fuente de amor, de misericordia, de perdón. Si nos acercamos la cruz con la mirada en el Crucificado, encontraremos que nuestra propia cruz se hace liviana, y podremos decir con san Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en ella, aunque sólo sea porque nos apoyamos en ella” (San Agustín).

Si tienes la oportunidad, te invito a visitar hoy a la Casa del Padre y mirar hacia el altar; allí encontrarás a su Hijo que te espera con los brazos abiertos…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DECIMOCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 03-08-15

Multiplicación de los panes

La primera lectura que nos propone la liturgia para este lunes de la decimoctava semana del tiempo ordinario (Núm 11,4b-15), continúa presentándonos la peregrinación del pueblo de Israel a través del desierto hacia la tierra prometida. En este pasaje encontramos al pueblo quejándose de que estaban cansados de comer el maná, y añorando a carne y otros alimentos que comían mientras eran esclavos en Egipto. Aquél alimento que caía del cielo no les saciaba el hambre. Moisés se disgustó con el pueblo, y desesperado clamó al Señor: “Yo solo no puedo cargar con todo este pueblo, pues supera mis fuerzas. Si me vas a tratar así, más vale que me hagas morir; concédeme este favor, y no tendré que pasar tales penas”.

La lectura evangélica de hoy (Mt 14,13-21), nos presenta el pasaje de la “primera multiplicación de los panes” (el pasado domingo XVII (B) leímos la versión de Juan de este episodio – los referimos a nuestra reflexión para ese día). Un milagro producto de la gratuidad, del amor. Nos dice la Escritura que al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se retiró a un lugar tranquilo y apartado, como solía hacer cuando quería hablar con el Padre (orar).

Esa multitud anónima que le seguía se enteró y acudieron a Él. Al ver el gentío, a Jesús “le dio lástima”. La versión de Marcos nos dice que Jesús sintió lástima de la multitud porque andaban “como ovejas sin pastor” (Mc 6,34) y se sentó a enseñarles muchas cosas. Mateo nos añade que curó a los enfermos; el prototipo del Buen Pastor que cuida de sus ovejas (Cfr. Jn 10).

Lo cierto es que al caer la tarde los discípulos le sugirieron a Jesús que despidiera la gente para que cada cual resolviera sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hizo esperar: “Dadles vosotros de comer”.

Mandó que le trajeran los cinco panes y dos peces que tenían e hizo que la gente se sentara en la yerba. Entonces, “tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente”.

Como siempre, Jesús, con sus gestos, nos está mostrando el camino a seguir. No se limitó a compadecerse, sentir lástima. Pasó de compadecerse a compartir. Compartió todo lo que tenía: su Palabra, su Persona, y su Pan. Y en ese compartir todo se multiplicó. Ese milagro lo vemos a diario en los que practican la verdadera caridad; no dar lo que sobra, sino lo que tenemos; mucho o poco.

Vemos también en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.

La Eucaristía, el verdadero pan, el único capaz de saciar nuestra hambre de Dios, el que nos alimenta para la vida eterna. “Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera” (Jn 6,49-50).

Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su Iglesia, para continúen pastoreando Su rebaño, y alimentándolos con el Pan de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA (B) 22-02-15

tentaciones desierto

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los pecadores, a la conversión, a reconciliarnos con Él.

Nuestra débil naturaleza humana, esa inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la tentación. Jesús experimentó en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios, se vio libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación. Pero logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). De paso, en un acto de misericordia, nos dejó el sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de estar en comunión plena con el Dios uno y trino.

La lectura evangélica de hoy (Mc 1,12-15) nos presenta la versión más corta de las tentaciones en el desierto, unida a un llamado de conversión: “En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: ‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio’”.

En el lenguaje bíblico el desierto es lugar de tentación, y el número cuarenta es también simbólico, un tiempo largo e indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”. Así, vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús, que quedará manifestado al final de la Cuaresma con su Misterio Pascual, su muerte y resurrección.

La versión de Lucas de este pasaje nos dice que luego de tentar a Jesús el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así mismo se comporta con nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido la tentación, cuando ya el maligno está buscando la forma de tentarnos nuevamente, “como un león rugiente” (Cfr. 1 Pe 5,8), pendiente al primer momento de debilidad para atacar. De ahí el llamado constante a la conversión.

La segunda lectura (1 Pe 3,18-22), haciendo referencia a la primera (Gn 9,8-15), en la cual Dios establece una alianza con Noé y los suyos salvándolos del diluvio, nos la presenta como “un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Jesucristo, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios”.

Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, tiempo de penitencia. Durante este tiempo la liturgia nos invita a tornarnos hacia Él con confianza para decirle: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador” (Sal 24).

Apenas comienza la Cuaresma. El Rey nos invita al banquete bodas de su Hijo, pero tenemos que ir con traje de fiesta (Cfr. Mt 22,12-13). Todavía estamos a tiempo… ¡Reconcíliate!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA QUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 13-02-15

effeta

El relato evangélico que contemplamos en la liturgia para hoy (Mc 7,31-37) nos presenta el episodio de la curación del sordomudo. Estando en territorio pagano, de regreso a Galilea (en las fronteras del Líbano), le traen “un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos”. Jesús, apartándolo a un lado, le introduce los dedos en los oídos y le toca la lengua con saliva. Luego invoca al Padre (“mirando al cielo”) y dice: “Effetá, que quiere decir ‘Ábrete’” (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los paganos de la región itálica; por eso pasa el trabajo de traducir los arameismos). Nos dice la escritura que “al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.

Vemos en este episodio el cumplimiento de la profecía de Isaías, cuando anunciaba al pueblo exiliado en Babilonia que sería revestido con “el esplendor del Líbano”, y que los oídos de los sordos se abrirían,… y la lengua de los mudos gritaría de alegría (Is 35,2.5-6). Este milagro es un signo inequívoco de que la salvación ha llegado en la persona de Jesús. Los presentes parecen reconocerlo cuando “en el colmo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. El hecho de que el milagro se realice en territorio pagano (al igual que el exorcismo que se nos presentaba en el pasaje que leíamos ayer) apunta, además, a la universalidad de esa salvación.

Al milagro le sigue la petición de Jesús de guardar silencio sobre el mismo (el llamado “secreto mesiánico”, típico del evangelio según san Marcos), y la proclamación del mismo por todos los presentes. Esta es la reacción típica de todo el que ha tenido la experiencia de Jesús; no puede evitarlo, tiene que compartirla con todos.

En el rito del bautismo hay un momento que se llama precisamente Effetá, en el cual el ministro traza la señal de la cruz sobre los oídos y boca del bautizando mientras pronuncia la misma palabra aramea que le dijo Jesús al “sordomudo” del Evangelio de hoy. Esto, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de Dios y sus labios se abran para proclamarla.

Antes a estas personas se les llamaba “sordomudos”, pero ahora se les llama “sordos”, pues se reconoce que su condición es un problema de audición. No hablan porque no pueden escuchar; viven aislados en un mundo de silencio. Así mismo nos pasa a nosotros cuando nos cerramos a la Palabra de Dios. Pero si nos tornamos hacia Él y permitimos que su Palabra sanadora penetre en nuestras almas, aún dentro de la sordera espiritual que hemos vivido, podremos escuchar ese Effetá potente y sonoro que nos librará de las cadenas del silencio espiritual. Y esa Palabra sanadora hará brotar agua en el desierto de nuestras vidas, haciendo que esa agua brote de nosotros como un torrente (Is 35,7), “salpicando” a todo el que se cruce en nuestro camino.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. 30-07-14

Papa Francisco lio

En la lectura evangélica (Mt 13,44-46) que nos ofrece la liturgia para hoy, volvemos a contemplar, en forma abreviada, dos de las siete parábolas del Reino: la del tesoro escondido y la de la perla de gran valor, que hemos comentado en días anteriores. ¿Por qué la insistencia de la Liturgia en repetir una y otra vez las parábolas del Reino?

Toda la misión de Jesús puede resumirse en una frase: “[T]engo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado” (Lc 4,43). Habiendo sido esa la misión de Jesús, no puede ser otra la misión de la Iglesia. Por eso en sus últimas palabras antes de ascender al Padre, delegó esa misión a la Iglesia: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva (del Reino de Dios) a toda la creación” (Mc 16,15).

Anteriormente hemos señalado que Jesús nos está diciendo que en la vida del cristiano, de su verdadero seguidor, no puede haber nada más valioso que los valores del Reino. Por eso tenemos que estar dispuestos a “venderlo” todo con tal de adquirirlos, con tal de asegurar ese gran tesoro que es la vida eterna. Eso incluye dejar “casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos y campos” por el nombre de Jesús. O sea, que no puede haber nada que se interponga entre nosotros y los valores del Reino.

El que decide acompañar a Jesús en ese anuncio de la Buena Nueva del Reino, el que pone su vida al servicio de la Palabra para que el Pueblo se convierta, tarde o temprano va a enfrentar el dedo acusador de sus detractores, tal como le sucedió al profeta Jeremías en la primera lectura de hoy (Jr 15,10.16-21): “Soy hombre que trae líos y contiendas a todo el país. No les debo dinero, ni me deben; ¡pero todos me maldicen!”.

Cuando nos enfrentamos a la burla, la persecución, la difamación, en ocasiones nuestra naturaleza humana nos hace dudar, flaquear, como le sucedió a Jeremías: “¿Por qué mi dolor no tiene fin y no hay remedio para mi herida? ¿Por qué tú, mi manantial, me dejas de repente sin agua?” Jeremías se encuentra en un momento de crisis espiritual. En esos momentos de “desierto”, o de “noche oscura”, la voz de Dios no se hace esperar: “Haré que tú seas como una fortaleza y una pared de bronce frente a ellos; y si te declaran la guerra, no te vencerán, pues yo estoy contigo para librarte y salvarte. Te protegeré contra los malvados y te arrancaré de las manos de los violentos”.

Jeremías se lamenta de ser un “hombre que trae líos” con su predicación. Al releer este pasaje no puedo menos que recordar las palabras del papa Francisco a los jóvenes (y a todo el Pueblo de Dios) durante la JMJ en Río de Janeiro: “Espero lío… quiero lío en las diócesis, quiero que se salga afuera, quiero que la Iglesia salga a la calle”. De eso se trata el anuncio del Reino. ¿Qué estás esperando?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 08-04-14

crucificado

En la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este martes de la quinta semana de cuaresma (Jn 8,21-30), san Juan vuelve a poner en boca de Jesús la frase “yo soy”; el nombre que Dios le revela a Moisés en el pasaje de la zarza ardiendo, cuando al preguntarle su nombre Él le responde: “Así dirás a los Israelitas: Yo soy (יהוה – Yahvé) me ha enviado a vosotros” (Ex 3,14).

En el pasaje que contemplamos hoy, Jesús primeramente nos remite a la necesidad de creer en Él para salvarnos (Cfr. Mc 16,16): “…si no creéis que yo soy, moriréis por vuestros pecados”. Luego repite la frase para significar cómo en su “levantamiento” (su muerte y exaltación en la Cruz) es que se ha de revelar quién es Él y cuál es su verdadera misión: “Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que yo soy”. Este versículo guarda un paralelismo con la primera lectura (Núm 21,4-9), en la que muchos ven una prefiguración de la cruz y cómo por ella nos vendría la salvación.

La primera lectura nos relata cómo durante su camino a través del desierto (en la Biblia el desierto es siempre lugar de tentación y de prueba), el pueblo de Israel había comenzado a dudar de la Providencia de Dios, y a murmurar contra Él y contra Moisés: “¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin cuerpo (refiriéndose al maná)”. Entonces aparecieron unas serpientes venenosas que ellos interpretaron como un castigo de Dios.

Tal como nos sucede a nosotros cuando nos hemos alejado de Dios y nos sentimos acosados por diversas circunstancias, los israelitas, al verse acosados por las serpientes venenosas, reconocieron su culpa y recurrieron a Moisés para que intercediera por ellos ante Yahvé. Como dice el refrán popular: “Nos acordamos de santa Bárbara cuando truena”.

Entonces Yahvé instruyó a Moisés construir una imagen de una serpiente venenosa y colocarla en un estandarte (la figura resultante sería similar a una cruz), para que todo el que hubiese sido mordido por una serpiente venenosa quedara sano al mirarla. ¿Quién curaba a los Israelitas, el poder de aquella serpiente de bronce? ¡Por supuesto que no! Los curaba el poder de Dios, cuya promesa ellos recordaban, y a quien invocaban al mirar la imagen. Recuerden este pasaje cuando alguien les acuse de “adorar imágenes”…

Del mismo modo, con el Yo soy de Jesús en el Evangelio de hoy, unido a la alusión a su “levantamiento”, Jesús nos exhorta a buscar la presencia salvadora de Dios en su persona, unida al sacrificio de la Cruz. En Jesús tenemos a Dios mismo que puede decir: “Yo soy entre ustedes”. De ese modo el nombre de Dios se convierte en una realidad. Ya no se trata de un Dios distante, terrible, cuyo nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar. Ahora Dios “es” entre nosotros (Cfr. Jn 1,14; Mt 28,20).

Al igual que los israelitas en el desierto eran sanados al mirar el estandarte con la serpiente, nosotros, los cristianos, somos sanados de nuestros pecados cuando fijamos nuestra vista en la Cruz, que nos remite al Crucificado, y al único y eterno sacrificio ofrecido de una vez y por todas para nuestra salvación.

 

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA (A) 09-03-14

tentaciones desierto2

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los pecadores, a reconciliarnos con Él. Nuestra débil naturaleza humana, esa inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la tentación.

La primera lectura nos presenta la primera caída del hombre cuando, seducidos por la serpiente, el hombre y la mujer se dejaron arropar por la soberbia y quisieron ser como Dios (ya no necesitarían de Él). De esa manera entró el pecado al mundo, a la humanidad; el pecado original.

Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, experimentó también en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios, se vio libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación. Pero logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno. De paso, en un acto de misericordia, conociendo nuestra inclinación al pecado, nos dejó el sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de estar en comunión plena con el Dios uno y trino (Jn 20,23).

La lectura evangélica de hoy (Mt 4,1-11) nos presenta la versión de Mateo de las tentaciones en el desierto. En el lenguaje bíblico el desierto es lugar de tentación, y el número cuarenta es también simbólico, un tiempo largo e indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”. Así, vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús, que quedará manifestado al final de la Cuaresma con su muerte y resurrección.

La lectura nos presenta al diablo tentando a Jesús en el desierto. Hacia el final, Jesús sintió hambre, fue entonces cuando el maligno redobló su tentación (siempre actúa así). Aprovechándose de esa necesidad básica del hombre, y reconociendo que Jesús es Dios y tiene el poder, le propuso convertir una piedra en pan para calmar el hambre física. Creyó que lo tenía “arrinconado”. Pero Jesús, fortalecido por cuarenta días de oración y ayuno, venció la tentación.

Del mismo modo Jesús vence las otras dos tentaciones del diablo: primero tentándolo para que haga alarde de su divinidad saltando al vacío sin que su cuerpo sufra daño alguno, y luego prometiéndole poder y gloria terrenales a cambio de postrarse ante él. Finalmente, el demonio tuvo que retirarse del lugar sin lograr que Jesús cayera en la tentación.

La versión de Lucas de este pasaje (4,1-13) dice que el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así mismo se comporta con nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido la tentación, cuando ya el maligno está buscando la forma de tentarnos nuevamente, “como un león rugiente” (Cfr 1 Pe 5,8), pendiente al primer momento de debilidad para atacar.

Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, tiempo de penitencia. Durante este tiempo la liturgia nos invita a tornarnos hacia Él con confianza para decirle: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (Sal 50).

Reconcíliate con Dios, reconcíliate con tu hermano…