REFLEXIÓN PERSONAL PARA EL FIN DEL AÑO 2020

Tan solo espero que el año que está por comenzar continúe acercándome al amor de Dios. Lo demás, es ganancia y pura gratuidad de su parte.

El año que está por finalizar ha sido atípico por demás. Leo comentarios de personas en las redes sociales quejándose del distanciamiento físico, de no poder abrazar y besar a amigos y familiares, de no poder fiestear, “maldiciendo” el año que está por terminar, y hasta veo mensajes televisivos hablando de la “maldita” mascarilla o tapaboca. Y no digamos de la “maldita” pandemia. Todos tienen un denominador común: destilan amargura, infelicidad.

Y miran el año que está por comenzar con la esperanza de una “felicidad” basada en las cosas de este mundo, de volver a la “normalidad” que teníamos antes.

Siempre he tenido claro que Dios nos creó para ser felices. El problema es que nos empeñamos en buscar la felicidad en las cosas de este mundo, y esa termina siendo nuestra mayor causa de tristeza y amargura. Porque la verdadera felicidad no se “busca”, no depende de las cosas que tenemos; se alcanza. ¿Y cómo se logra eso? ¿Cuál es el secreto de la “verdadera” felicidad?

Parafraseando a San Agustín, el fin último de toda la conducta humana y Bien Supremo es la felicidad, que no se puede alcanzar con los bienes exteriores finitos, ni perfeccionando nuestra mente, y sí en la vida beatífica, es decir, en la presencia de nuestra alma ante Dios. Por eso nos pide que mezclemos las amarguras con las alegrías terrenales, a fin de llevarnos a aquella felicidad y alegría, cuya dulzura nunca engaña y que solo se encuentra en Dios. O como nos dice san Pablo: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Fil 3,8). Se trata, como hemos dicho en varias ocasiones, de comenzar a vivir el cielo desde esta tierra.

Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8,28).

Nuestro problema es que queremos que Dios disponga “todas las cosas” para satisfacer nuestros deseos, aquellas cosas terrenales que nos proporcionan “felicidad” aquí y ahora (cfr. St 4,3), pasando por alto que el “bien” que Dios quiere para nosotros es la vida eterna en Su presencia, la “visión beatífica” (cfr. Ap 22,3-5).

Dicho eso, los invito a hacer introspección. Miremos todas las cosas positivas que este año nos ha brindado. Son muchas, demasiadas para enumerar aquí. Pensemos, a manera de ejemplo, en el tiempo precioso para dedicar a la oración, a la lectura edificante, a retomar y culminar aquellos proyectos que habíamos estado posponiendo; cómo hemos aprendido a valorar la Eucaristía y los demás sacramentos, nuestras relaciones interpersonales con los seres queridos; cómo hemos tenido que reinventar nuestra forma de interactuar, y hasta obtener bienes y servicios, haciendo uso de la tecnología, adquiriendo nuevas destrezas. Y si hemos sabido aprovechar nuestro tiempo, cómo nos hemos acercado a Dios y aprendido a ver su mano en la cotidianidad.

Puede que algunos piensen que soy “extraterrestre” o lunático, pero puedo decir, desde lo más profundo de mi alma, que el año que está por terminar ha sido uno de los más felices y productivos de mi vida, y tan solo espero que el año que está por comenzar continúe acercándome al Amor de Dios. Lo demás, es ganancia y pura gratuidad de su parte.

Ese es mi deseo para todos ustedes para el año 2021. Créanme, si yo he podido, ustedes también pueden lograrlo.

¡Feliz Año Nuevo!

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS 01-01-20

“Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Ha sido hecho por mí; tiene mis ojos y el trazo de su boca es como el de la mía; se me parece. ¡Es Dios y se me parece!”

Hoy comenzamos un nuevo año celebrando la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Durante la octava de Navidad que culmina hoy hemos estado contemplando el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en la persona de aquel Niñito que nació en un establo de Belén. Hoy levantamos la mirada hacia la Madre que le dio la vida humana y fue la primera en adorarle, teniéndolo aún en su vientre virginal. Aquella a quien se refiere san Pablo en la segunda lectura de hoy (Gál, 4,4-7) al decir: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción”. Aunque no la menciona por su nombre, este es el texto más antiguo del Nuevo Testamento que hace referencia a la Madre de Jesús.

La Maternidad Divina es también el dogma mariano más antiguo de la Iglesia, decretado por el Concilio de Éfeso en el año 431, que la declaró theotokos, término griego que literalmente quiere decir “la que parió a Dios”.

En esta solemnidad tan especial, en lugar de comentar las escrituras como solemos hacer, me gusta compartir un corto ensayo escrito por un ateo (Jean Paul Sartre), quien logró captar como ninguno ese misterio de la maternidad divina.

“La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que yo habría querido pintar sobre su cara es una maravillosa ansiedad que nada más ha aparecido una vez sobre una figura humana. Porque Cristo es su niño, la carne y el fruto de sus entrañas. Ella le ha llevado nueve meses, y le dará el pecho, y su leche se convertirá en sangre de Dios. Y por un momento la tentación es tan fuerte que se olvida de que él es Dios. Le aprieta entre sus brazos y le dice: ‘Mi pequeño’. Pero en otros momentos se corta y piensa: ‘Dios está ahí’, y ella es presa de un religioso temor ante ese Dios mudo, ante ese niño aterrador. Porque todas las madres se sienten a ratos detenidas ante ese trozo rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten desterradas ante esa nueva vida que se ha hecho con su vida y que tiene pensamientos extraños. Pero ningún niño ha sido tan cruel y rápidamente arrancado de su madre que éste, porque es Dios y sobrepasa con creces lo que ella pueda imaginar.

“Pero yo pienso que también hay otros momentos, rápidos y escurridizos, en los que ella siente que a la vez que Cristo es su hijo, su pequeño, y que es Dios. Ella le mira y piensa: ‘Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Ha sido hecho por mí; tiene mis ojos y el trazo de su boca es como el de la mía; se me parece. ¡Es Dios y se me parece!’

“Y a ninguna mujer le ha cabido la suerte de tener a su Dios para ella sola; un Dios tan pequeño que se le puede tomar en brazos y cubrir de besos, un Dios tan cálido que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que ríe. Y es en uno de esos momentos cuando yo pintaría a María si supiera pintar…”

Que el año que acaba de comenzar sea uno lleno de bendiciones para todos. Pidamos a Santa María, Madre de Dios, que nos lleve de su mano hacia su Hijo, que es también nuestro hermano. ¡Feliz Año Nuevo!

REFLEXIÓN PERSONAL PARA LA DESPEDIDA DEL AÑO 2019

Se trata pues, de una celebración de amor, el más noble de todos los sentimientos humanos, que procede de Dios mismo, que es Dios (1 Jn 4,7-8)…

Esta noche, cada cual a su manera (unos en compañía de familiares o amigos, otros solos o durmiendo), le diremos adiós a este año calendario que termina y daremos la bienvenida a otro. Y a muchos cristianos se nos olvida que el verdadero motivo de gozo y celebración sigue siendo la Navidad, pues esta fecha coincide con la culminación de la “Octava” de Navidad. En nuestra liturgia, una “octava” es la prolongación de una fiesta tan importante que dura ocho días consecutivos. Es decir, que para nosotros todavía no ha terminado la celebración de la Natividad de Jesús. Ese debe ser el verdadero motivo de nuestra alegría en el día de hoy.

Y no es casualidad que esa celebración prolongada culmine mañana, 1 de enero, honrando a la que hizo todo posible con su “hágase”, en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios.

Tampoco es casualidad que la culminación de la Octava de Navidad coincida con el cambio de año calendario, pues el nacimiento de ese Niño en Belén de Judea hace 2020 años “partió” la historia de la humanidad en dos períodos: antes y después de su nacimiento. Tanto que el tiempo lineal se cuenta tomando como punto de referencia ese hecho salvífico (“antes” y “después” de Cristo). Y aunque algunos (especialmente los seudo intelectuales), con el afán de ser “inclusivos”, utilizan los términos antes y después de la “era común”, ello no deja de ser un espejismo, un circunloquio, pues el punto de referencia sigue siendo el mismo: el nacimiento de nuestro Señor y Salvador. Es la culminación de ese plan establecido por Dios desde toda la eternidad, mediante el cual el Hijo se encarnó para ser inmolado, por nuestra salvación, en el acto de amor más sublime en la historia de la humanidad.

Se trata pues, de una celebración de amor, el más noble de todos los sentimientos humanos, que procede de Dios mismo, que es Dios (1 Jn 4,7-8), y que cuando se convierte en acción es la fuerza más poderosa del Universo.

Como dice fray Martín Gelabert, O.P. reflexionando sobre el Comentario al Credo de santo Tomás de Aquino: “Dios ama al ser humano hasta tal punto que consiente limitarse para llegar a lo humano, para que los humanos podamos conocerle, y podamos también imitarle. Si no se hubiera puesto a nuestro nivel ni habríamos podido conocerle, ni tampoco imitarle”.

Todos los días ese Dios nace para nosotros, brindándonos una nueva oportunidad, día tras día, para conocer el verdadero Amor. Si abrimos nuestros corazones a ese Amor, lograremos reconocerlo y podremos decir con el evangelista: “hemos conocido el Amor que Dios nos tiene, y hemos creído en Él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,16). Solo entonces podremos imitar a Dios amando de verdad. De eso se trata la Navidad.

Otro año más les exhorto a que en este día, al igual que todos los días, nos hagamos una sola pregunta con relación al año que acaba de terminar: ¿Cuánto he amado? Y para el año que va a comenzar: ¿Qué puedo hacer para amar más?

Por eso hoy, en lugar de las “resoluciones” de año nuevo estereotipadas, te exhorto a hacer el firme propósito de perdonar a todos los que te han herido y reconciliarte con todo aquél que quien estés distanciado por la razón que sea.

¡Solo así tendrás un FELIZ AÑO 2020!