REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 05-10-22

“Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo enseñó también a sus discípulos”.

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Lucas sobre el origen de la oración del Padre Nuestro (Lc 11,1-4). Al igual que con las Bienaventuranzas, Lucas nos presenta una versión “abreviada” del Padre Nuestro de Mateo (6,9-13), que es la que se incorpora eventualmente en la liturgia cristiana. Las diferencias tal vez se deban a la “versión” que utilizaban sus respectivas comunidades. Pero eso es materia de especulación.

Comienza el pasaje mostrándonos a Jesús en oración, en ese diálogo íntimo con el Padre que caracterizó toda su vida. Los discípulos esperan que termine de orar, y se acercan a Él con una petición: que les enseñe una “fórmula”, una oración que todos puedan utilizar que los distinga como discípulos suyos, al igual que lo hacían los discípulos de Juan, los fariseos, y otros grupos. “Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo enseñó también a sus discípulos”. Es decir, no le están pidiendo que les de una catequesis sobre la oración (en eso de la oración nuestros primos los judíos nos llevan mucha ventaja), sino que les enseñe una oración que contenga los elementos básicos de su relación con Dios y, más aún, de su actitud para con Dios. Es ahí que Jesús formula esa oración que nos distingue como cristianos, la primera que aprendemos de niños, que aunque no menciona a Jesús, nos muestra la actitud de Jesús hacia Dios y, por tanto, de nosotros como sus seguidores.

Y lo primero que Jesús hace es algo que para nosotros es natural, pero que era inconcebible para la mentalidad judía de su época. Comienza por instruir a sus discípulos que se dirijan a Dios como “Padre” (Abba, que en realidad quiere decir, “papá”, o “papito, el nombre con el que los niños judíos se referían a su padre), tal como Él mismo lo hacía. “Cuando oréis decid: ‘Padre’,…” Jesús instruye a sus discípulos a dirigirse a ese Dios distante y terrible cuyo nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar, llamándole “Abba”. Este sería definitivamente el “sello” que identificaría a los seguidores de Jesús, a los “seguidores del Camino”, que más adelante, en Antioquía, después de la Pascua de Jesús, serían llamados cristianos (Hc 11,26). Así, el Padrenuestro sería en lo adelante la manifestación verbal de ese sello. Y para que no quedara duda de que los discípulos habían sido autorizados por el mismo Jesús a referirse a Dios con esa familiaridad que rayaba en la blasfemia, desde muy temprano en la Iglesia primitiva se introdujo en la liturgia una fórmula, a manera de preámbulo, que utilizamos todavía: “Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos ‘atrevemos’ a decir”.

Así los cristianos podemos dirigirnos al Padre con la misma intimidad, la misma familiaridad con que lo hacía Jesús. Pablo diría más adelante que es el Espíritu de su propio Hijo que nos permite clamar: “Abba, o sea: ¡Papá!” (Rm 8,15; Ga 4,6), tal como Él lo hacía.

Hoy, pidamos al Padre que nos conceda la gracia de poder dirigirnos a Él con la misma confianza que lo hizo su Hijo; con la confianza de un niño que le presenta a su papá un juguete roto, con la certeza de que él es quien único que puede repararlo.

NUEVO VÍDEO EN DE LA MANO DE MARÍA TV: MARÍA, CONSUELO DE LOS MIGRANTES

En este corto vídeo te explicamos el origen y la justificación para la nueva invocación de Nuestra Señora en las letanías del Rosario como “Consuelo de los migrantes”.

Recalcamos el hecho de que la Santísima Virgen María, junto a su Hijo y esposo San José, fueron refugiados e inmigrantes en Egipto cuando huyeron de la persecución del rey Herodes.

No olvides ver el vídeo en YouTube, darle “Like”, dejar tu comentario en la plataforma YouTube, y compartir el enlace con tus amistades y comunidades de fe. De ese modo ayudas a propagar la devoción a Nuestra Madre del Cielo. Ella te sonreirá.

Bendiciones

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA VISITACIÓN DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA 31-05-22

“¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”.

Hoy celebramos la Fiesta de la Visitación de la Santísima Virgen María a su prima Isabel. La liturgia nos regala ese hermoso pasaje del Evangelio según san Lucas (1,39-56) que nos relata el encuentro entre María e Isabel. Comentando sobre este pasaje san Ambrosio dice que fue María la que se adelantó a saludar a Isabel puesto que es la Virgen María la que siempre se adelanta a dar demostraciones de cariño a quienes ama.

Continúa narrándonos la lectura que al escuchar el saludo de María, Isabel se llenó de Espíritu Santo y dijo a voz en grito: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”.

¿Qué fuerza tan poderosa acompañó aquél saludo de María? Nada más ni nada menos que la presencia viva de Jesús en su vientre, unida a la fuerza del Espíritu Santo que la había cubierto con su sombra produciendo el milagro de la Encarnación. En ocasiones anteriores hemos dicho que el Espíritu Santo es el Amor infinito que se profesan el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Ese mismo Espíritu contagió a Isabel y a la criatura que llevaba en su vientre, haciéndoles comprender el misterio que tenían ante sí, llenándolos de la alegría que solo podemos experimentar cuando nos sentimos inundados del Amor de Dios.

Una anécdota cuenta de un prisionero en un campo de concentración que, en sus momentos de más aflicción, imploraba este don con una sencilla jaculatoria: “¡Salúdame, María!”

En el momento de la Anunciación, el mismo Espíritu que fue responsable del lanzamiento de la Iglesia misionera (Hc 2,1-40), impulsó a María a partir en su primera misión para asistir a su pariente Isabel, quien por ser de edad avanzada necesitaba ayuda. ¡Y qué ayuda le llevó! La fuerza del Espíritu Santo que le permitió reconocer la presencia del Hijo, bajo la mirada amorosa del Padre. ¡La Santísima Trinidad!

Así, la primera misión de María comenzó allí mismo, en la Anunciación. Ante la insinuación de Ángel de que su prima Isabel estaba encinta, inmediatamente se puso en camino, presurosa, hacia el hogar de su prima. Pudo haberse quedado en la comodidad y tranquilidad de su hogar adorando a Jesús recién concebido en su seno.

Tampoco se detuvo a pensar en los peligros del camino. Más bien, se armó de valor y, a pesar de su corta edad (unos dieciséis años), partió con el Niño en su seno virginal. María misionera salió de Nazaret, simplemente para servir… Algunos autores, al describir esta primera misión de María, la llaman “custodia viva”, describiendo ese viaje como la primera “procesión de Corpus”. El alma de María había sido tocada por el que vino a servir y no a ser servido, y optó por seguir sus pasos no obstante los obstáculos, mostrándonos el ejemplo a seguir.

Del mismo modo, cada vez que visitamos a un enfermo, o a un envejeciente, o a cualquier persona que necesita ayuda o consuelo, y le llevamos el amor del Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo, estamos siguiendo los pasos de María misionera.

En esta Fiesta de la Visitación, imploremos a María con la misma jaculatoria del prisionero de la anécdota, diciendo con fe: “¡Salúdame María!”

REFLEXIÓN PARA EL SEXTO DOMINGO DE PASCUA 22-05-22

“El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

“El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Con esas palabras de Jesús a sus discípulos comienza el pasaje evangélico (Jn 14,23-29) que nos brinda la liturgia para este sexto domingo de Pascua. Este pasaje forma parte del “discurso de despedida de Jesús”, que transcurre en la sobremesa de la versión de Juan de la última cena.

Durante esta despedida Jesús ha estado enfatizando en la identidad entre el Padre y Él. Hoy insiste nuevamente en esa identidad, mientras prepara a sus discípulos para su partida: “Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo”. Pero les asegura que no los dejará solos, asegurándoles que “el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.

Ya en otras ocasiones hemos dicho que el Espíritu Santo es el amor que se profesan mutuamente el Padre y el Hijo, que se derrama sobre nosotros inundándonos con ese Amor que es la esencia misma de Dios. Por eso donde habitan el Padre y el Hijo habita el Espíritu Santo. El pasaje comenzaba diciendo que si amamos a Jesús y guardamos su Palabra, el Padre también nos amará, y ambos “harán morada en nosotros”. Pensemos el grado de intimidad que implica esa relación en la cual el Padre y el Hijo cohabitan con nosotros. Y el Espíritu, que es el Amor que Ellos a su vez se profesan, inunda toda la morada, es decir, todo nuestro cuerpo y alma.

Es el Espíritu quien nos instruye y nos recuerda las enseñanzas de Jesús. Así, ha guiado a la Iglesia desde sus comienzos, como vemos en la primera lectura de hoy (Hc 15,1-2.22-29), que nos refiere al primer Concilio de la Iglesia, en Jerusalén, en donde vemos al Espíritu Santo actuando en los apóstoles, guiando los primeros pasos de la Iglesia naciente. Los apóstoles y presbíteros, dóciles al Espíritu Santo, se reúnen y comunican así su decisión a los de Antioquía: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”.

Anteriormente hemos señalado que el protagonista del libro de los Hechos de los Apóstoles es el Espíritu Santo; al punto que se le conoce como el “Evangelio del Espíritu Santo”. No hay duda, los apóstoles actuaban asistidos y guiados por El Espíritu Santo que recibieron por partida doble; primero durante la primera aparición de Jesús luego de su Resurrección (Jn 20,22), y posteriormente en Pentecostés, cuando recibieron una “sobredosis” de Espíritu.

Y todo se reduce a una palabra: Amor. Porque “el que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Y esa manifestación tiene nombre y apellido: “Espíritu Santo”.

Es Jesús quien te hace una invitación y un ofrecimiento. ¿Aceptas?

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOS 01-01-22

Hoy levantamos la mirada hacia la Madre que le dio la vida humana y fue la primera en adorarle, teniéndolo aún en su vientre virginal.

Hoy comenzamos un nuevo año celebrando la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Durante la octava de Navidad que culmina hoy, hemos estado contemplando el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en la persona de aquel Niñito que nació en un establo de Belén. Hoy levantamos la mirada hacia la Madre que le dio la vida humana y fue la primera en adorarle, teniéndolo aún en su vientre virginal. Aquella a quien se refiere san Pablo en la segunda lectura de hoy (Gál, 4,4-7) al decir: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción”. Aunque no la menciona por su nombre, este es el texto más antiguo del Nuevo Testamento que hace referencia a la Madre de Jesús.

La Maternidad Divina es también el dogma mariano más antiguo de la Iglesia, decretado por el Concilio de Éfeso en el año 431, que la declaró theotokos, término griego que literalmente quiere decir “la que parió a Dios”.

En esta solemnidad tan especial, en lugar de comentar las escrituras como solemos hacer, me gusta compartir un corto ensayo escrito por un ateo (Jean Paul Sartre), quien logró captar como ninguno ese misterio de la maternidad divina.

“La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que yo habría querido pintar sobre su cara es una maravillosa ansiedad que nada más ha aparecido una vez sobre una figura humana. Porque Cristo es su niño, la carne y el fruto de sus entrañas. Ella le ha llevado nueve meses, y le dará el pecho, y su leche se convertirá en sangre de Dios. Y por un momento la tentación es tan fuerte que se olvida de que él es Dios. Le aprieta entre sus brazos y le dice: ‘Mi pequeño’. Pero en otros momentos se corta y piensa: ‘Dios está ahí’, y ella es presa de un religioso temor ante ese Dios mudo, ante ese niño aterrador. Porque todas las madres se sienten a ratos detenidas ante ese trozo rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten desterradas ante esa nueva vida que se ha hecho con su vida y que tiene pensamientos extraños. Pero ningún niño ha sido tan cruel y rápidamente arrancado de su madre que éste, porque es Dios y sobrepasa con creces lo que ella pueda imaginar.

“Pero yo pienso que también hay otros momentos, rápidos y escurridizos, en los que ella siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño, y es Dios. Ella le mira y piensa: ‘Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Ha sido hecho por mí; tiene mis ojos y el trazo de su boca es como el de la mía; se me parece. ¡Es Dios y se me parece!’

“Y a ninguna mujer le ha cabido la suerte de tener a su Dios para ella sola; un Dios tan pequeño que se le puede tomar en brazos y cubrir de besos, un Dios tan cálido que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que ríe. Y es en uno de esos momentos cuando yo pintaría a María si supiera pintar…”

Que el año que acaba de comenzar sea uno lleno de bendiciones para todos. Pidamos a Santa María, Madre de Dios, que nos lleve de su mano hacia su Hijo, que es también nuestro hermano. ¡Feliz Año Nuevo!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 23-11-21

En la visión del rey Nabucodonosor, “una piedra se desprendió sin intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua y la hizo pedazos”.

En la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy (Lc 21,5-11), Jesús utiliza un lenguaje simbólico muy familiar para los judíos de su época, el llamado género apocalíptico, una especie de “código” que todos comprendían. Esta lectura nos sitúa en el comienzo del último discurso de Jesús, en el cual se mezclan dos eventos: el fin de Jerusalén y el fin del mundo, siendo el primero un símbolo del segundo. De hecho, todas las lecturas que estamos contemplando durante esta última semana del tiempo ordinario tienen sabor escatológico; tratan de la destrucción de Jerusalén, el final de los tiempos, y la instauración del Reinado de Dios al final de la historia.

La primera lectura para hoy, al igual que las de los días recientes, está tomada del libro de Daniel (2,31-45). En el pasaje que contempláramos ayer (Dn 1,1-6.8-20) veíamos cómo Daniel, Ananías, Misael y Azarías, manteniéndose firmes en su fe, habían descollado sobre todos los demás jóvenes, porque “Dios les [había concedido] a los cuatro un conocimiento profundo de todos los libros del saber”, lo que hizo que el rey los tomara a su servicio, por su sabiduría. Nos decía la lectura, además, que “Daniel sabía además interpretar visiones y sueños”.

El pasaje que leemos hoy nos presenta el sueño del rey Nabucodonosor, en el que este había visto una enorme estatua, y Daniel, haciendo uso de su don de interpretación de sueños, le explica al rey el significado del mismo.

En su sueño, Nabucodonosor tuvo una visión de “una estatua majestuosa, una estatua gigantesca y de un brillo extraordinario; su aspecto era impresionante. Tenía la cabeza de oro fino, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro y los pies de hierro mezclado con barro”. En la visión “una piedra se desprendió sin intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua y la hizo pedazos. Del golpe, se hicieron pedazos el hierro y el barro, el bronce, la plata y el oro, triturados como tamo de una era en verano, que el viento arrebata y desaparece sin dejar rastro. Y la piedra que deshizo la estatua creció hasta convertirse en una montaña enorme que ocupaba toda la tierra.

Es una visión preñada de tantos simbolismos que resulta imposible, en tan breve espacio, intentar descifrarlos todos, más allá de la interpretación inmediata que Daniel le brinda a Nabucodonosor. Nos limitaremos a señalar que algunos exégetas ven en la “piedra se desprendió sin intervención humana”, la figura de Cristo, que nació “sin intervención humana” del vientre virginal de María (Cristo es “la roca que nos salva”). Asimismo, “montaña enorme que ocupaba toda la tierra” en que se convirtió la piedra, simboliza la instauración del Reinado definitivo de Dios al final de los tiempos (para los judíos el poder de Dios se manifiesta en la montaña), cuyo reino que “nunca será destruido ni su dominio pasará a otro”.

No hay duda que al final de los tiempos el Hijo vendrá con gloria para concretizar el Reino para toda la eternidad. La pregunta obligada es: ¿Seremos contados en el número de los elegidos? (Cfr. Ap, 7,9-11) De nosotros depende…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 08-11-21

Los apóstoles le pidieron al Señor: «Auméntanos la fe.»

La liturgia de hoy nos propone como lectura evangélica un pasaje (Lc 17,1-6) que podríamos dividir en tres partes.

La primera se recoge en esta advertencia de Jesús a sus discípulos: “Es inevitable que sucedan escándalos; pero ¡ay del que los provoca! Al que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le encajaran en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar”. Esta advertencia, dirigida a los discípulos (y a nosotros) nos impone la grave obligación de “vivir” el Evangelio de Jesús, vivir de acuerdo a sus enseñanzas. Jesús se muestra siempre bien estricto en lo que respecta a sus “pequeños”, a los humildes, los pobres, los menos afortunados, los que nos miran como “ejemplo”, los que están en nuestro entorno, en nuestras comunidades de fe. Él no quiere que los escandalicemos con nuestra conducta. Por el contrario, nos exige una conducta que sirva de ejemplo. En otras palabras, que si somos cristianos, ¡que se nos note! No vaya a ser que el que nos vea diga como Ghandi: “Me gusta tu Cristo, no me gustan tus cristianos. Tus cristianos son tan diferentes a tu Cristo”…

Pero Jesús sabe que somos imperfectos, una Iglesia santa compuesta por pecadores. Sabe que podemos ofender y nos pueden ofender. Por eso nos dice: “Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ‘Lo siento’, lo perdonarás”… ¡Ahí es donde eso de ser cristiano se pone difícil! Es el amor sin límites que nos impone el seguimiento de Jesús; el mismo Amor que nos profesa el Padre del cielo, que no se cansa de perdonarnos cada vez que le fallamos y regresamos arrepentidos. Eso solo se logra mediante una adhesión incondicional a Jesús. Y esa adhesión incondicional solo es posible mediante un acto de fe. Creer en Jesús y creerle a Jesús.

Los discípulos, al enfrentarse a las exigencias de Jesús, están conscientes de que solos no pueden, y por eso le imploran: “Auméntanos la fe”. Jesús, al contestarles, les establece la medida de fe que espera de ellos (nosotros): “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería”. Con más razón necesitamos implorar al Señor que aumente nuestra fe.

Hoy, pidamos al Padre, por intercesión de su Hijo, que nos conceda, por su gracia, amentar nuestra fe para poder cumplir sus exigencias para con nuestros hermanos: “Señor de misericordia y compasión: Tu Hijo Jesucristo nos ha convocado a todos juntos como comunidad de pecadores que saben que tú nos has perdonado. Cuando nuestras debilidades amenacen nuestra unidad, recuérdanos que somos responsables los unos de los otros. Que tu Santo Espíritu unificador nos dé la fuerza para cuidarnos los unos a los otros y para hacer todo lo que podamos para permanecer como una comunidad viva, que acoge y perdona. Que nos encontremos siempre unidos en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor” (Oración Colecta).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA NOVENA SEMANA DEL T.O. (1) 23-10-21

“Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

El Evangelio de hoy (Lc 13,1-9) continúa narrándonos la última subida de Jesús a Jerusalén. Acaba de contar a los que le siguen una parábola sobre la reconciliación. Ahora les plantea la necesidad de conversión, unida a la paciencia divina.

Los que le siguen le plantean dos eventos separados, uno producto de la conducta humana (los revoltosos ejecutados por Pilato en Galilea), y otro producto de un hecho fortuito (los que murieron aplastados por el derrumbe de la torre de Siloé en Jerusalén). En tiempos de Jesús existía la creencia que esas desgracias eran producto del pecado. Por eso Jesús se apresta a decirles que si creen que los que murieron eran más pecadores que el resto de la población está equivocados: “Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Jesús les dice que no solo son culpables los que sufren algún “castigo”, sino todos: tanto los habitantes de Galilea como los de Jerusalén, por lo que es necesario entrar en un camino de conversión.

En el Evangelio de ayer Jesús hablaba de los “signos de los tiempos”, de cómo en los eventos que ocurren a nuestro alrededor, incluyendo las desgracias, podemos encontrar la Palabra de Dios, que nos invita constantemente a la conversión. Para enfatizar la necesidad de conversión y la inminencia de la misma, Jesús les plantea la parábola del viñador. En esta se nos narra la historia de “uno” que tenía una higuera que llevaba tres años (el tiempo que Jesús llevaba predicando) sin dar fruto, y dijo al viñador, “córtala”. Pero el viñador le pidió más tiempo: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

Todos estamos llamados a la conversión, pero si interpretamos los signos de los tiempos, como la desgracia de los que murieron repentinamente, a la luz del Evangelio, comprendemos Dios nos está diciendo que tenemos un tiempo limitado en nuestra vida y tenemos que aprovecharlo. Y Dios es paciente con nosotros, no nos castiga, y nos da un año más, y otro, y otro… Pero el tiempo se nos acaba, y no sabemos ni el día ni la hora en que va a llegar el novio y encontrarnos con las lámparas sin aceite (Cfr. Mt 25,1-13). “En cuanto a ese día y esa hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt 24,36).

Jesús nos sigue llamando (Cfr. Ap 3,20), pero seguimos dejándolo “para mañana”. Entonces tenemos que preguntarnos, ¿hasta cuando voy a tener para contestarle? No tenemos más que abrir un periódico, o ver un telediario, o las reseñas en las redes sociales, para leer sobre todas las personas que a diario mueren producto de accidentes o crímenes. La pregunta obligada es: Estas personas, ¿habían contestado la llamada de Jesús, o lo habían dejado para “mañana”?

Si no lo has hecho, este este fin de semana que comienza es un buen momento para reconciliarte con el Señor. No desaproveches la oportunidad.

Todavía estamos a tiempo… ¡Anda!, Él te está esperando.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 06-10-21

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Lucas sobre el origen de la oración del Padrenuestro (Lc 11,1-4). Al igual que con las Bienaventuranzas, Lucas nos presenta una versión “abreviada” del Padre Nuestro de Mateo (6,9-13), que es la que se incorpora eventualmente en la liturgia cristiana. Las diferencias tal vez se deban a la “versión” que utilizaban sus respectivas comunidades. Pero eso es materia de especulación.

Comienza el pasaje mostrándonos a Jesús en oración, en ese diálogo íntimo con el Padre que caracterizó toda su vida. Los discípulos esperan que termine de orar, y se acercan a Él con una petición: que les enseñe una “fórmula”, una oración que todos puedan utilizar que los distinga como discípulos suyos, al igual que lo hacían los discípulos de Juan, los fariseos, y otros grupos. “Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo enseñó también a sus discípulos”. Es decir, no le están pidiendo que les de una catequesis sobre la oración (en eso de la oración nuestros primos los judíos nos llevan mucha ventaja), sino que les enseñe una oración que contenga los elementos básicos de su relación con Dios y, más aún, de su actitud para con Dios. Es ahí que Jesús formula esa oración que nos distingue como cristianos, la primera que aprendemos de niños, que aunque no menciona a Jesús, nos muestra la actitud de Jesús hacia Dios, y por tanto de nosotros como sus seguidores.

Y lo primero que Jesús hace es algo que para nosotros es natural, pero que era inconcebible para la mentalidad judía de su época. Comienza por instruir a sus discípulos que se dirijan a Dios como “Padre” (Abba), tal como Él mismo lo hacía. “Cuando oréis decid: ‘Padre’,…” Jesús instruye a sus discípulos a dirigirse a ese Dios distante y terrible cuyo nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar, llamándole “Abba”. Este sería definitivamente el “sello” que identificaría a los seguidores de Jesús, a los “seguidores del Camino”, que más adelante, en Antioquía, después de la Pascua de Jesús, serían llamados cristianos (Hc 11,26). Así, el Padre Nuestro sería, en lo adelante, la manifestación verbal de ese sello. Y para que no quedara duda de que los discípulos habían sido autorizados por el mismo Jesús a referirse a Dios con esa familiaridad que rayaba en la blasfemia, desde muy temprano en la Iglesia primitiva se introdujo en la liturgia una fórmula, a manera de preámbulo, que utilizamos todavía: “Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos ‘atrevemos’ a decir”.

Así los cristianos podemos dirigirnos al Padre con la misma intimidad, la misma familiaridad con que lo hacía Jesús. Pablo diría más adelante que es el Espíritu de su propio Hijo que nos permite clamar: “Abba, o sea: ¡Papá!” (Rm 8,15; Ga 4,6), tal como Él lo hacía.

Hoy, pidamos al Padre que nos conceda la gracia de poder dirigirnos a Él con la misma confianza que lo hizo su Hijo; con la confianza de un niño que le presenta a su papá un juguete roto, con la certeza de que él es quien único que puede repararlo.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA VISITACIÓN DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA 31-05-21

“¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”.

Hoy celebramos la Fiesta de la Visitación de la Santísima Virgen María a su prima Isabel. La liturgia nos regala ese hermoso pasaje del Evangelio según san Lucas (1,39-56) que nos relata el encuentro entre María e Isabel. Comentando sobre este pasaje san Ambrosio dice que fue María la que se adelantó a saludar a Isabel puesto que es la Virgen María la que siempre se adelanta a dar demostraciones de cariño a quienes ama.

Continúa narrándonos la lectura que al escuchar el saludo de María, Isabel se llenó de Espíritu Santo y dijo a voz en grito: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”.

¿Qué fuerza tan poderosa acompañó aquél saludo de María? Nada más ni nada menos que la presencia viva de Jesús en su vientre, unida a la fuerza del Espíritu Santo que la había cubierto con su sombra produciendo el milagro de la Encarnación. En ocasiones anteriores hemos dicho que el Espíritu Santo es el Amor infinito que se profesan el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Ese mismo Espíritu contagió a Isabel y a la criatura que llevaba en su vientre, haciéndoles comprender el misterio que tenían ante sí, llenándolos de la alegría que solo podemos experimentar cuando nos sentimos inundados del Amor de Dios.

Una anécdota cuenta de un prisionero en un campo de concentración que, en sus momentos de más aflicción, imploraba este don con una sencilla jaculatoria: “¡Salúdame, María!”

En el momento de la Anunciación, el mismo Espíritu que fue responsable del lanzamiento de la Iglesia misionera (Hc 2,1-40), impulsó a María a partir en su primera misión para asistir a su pariente Isabel, quien por ser de edad avanzada necesitaba ayuda. ¡Y qué ayuda le llevó! La fuerza del Espíritu Santo que le permitió reconocer la presencia del Hijo, bajo la mirada amorosa del Padre. ¡La Santísima Trinidad!

Así, la primera misión de María comenzó allí mismo, en la Anunciación. Ante la insinuación de Ángel de que su prima Isabel estaba encinta, inmediatamente se puso en camino, presurosa, hacia el hogar de su prima. Pudo haberse quedado en la comodidad y tranquilidad de su hogar adorando a Jesús recién concebido en su seno.

Tampoco se detuvo a pensar en los peligros del camino. Más bien, se armó de valor y, a pesar de su corta edad (unos dieciséis años), partió con el Niño en su seno virginal. María misionera salió de Nazaret, simplemente para servir… Algunos autores, al describir esta primera misión de María, la llaman “custodia viva”, describiendo ese viaje como la primera “procesión de Corpus”. El alma de María había sido tocada por el que vino a servir y no a ser servido, y optó por seguir sus pasos no obstante los obstáculos, mostrándonos el ejemplo a seguir.

Del mismo modo, cada vez que visitamos a un enfermo, o a un envejeciente, o a cualquier persona que necesita ayuda o consuelo, y le llevamos el amor del Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo, estamos siguiendo los pasos de María misionera.

En esta Fiesta de la Visitación, imploremos a María con la misma jaculatoria del prisionero de la anécdota, diciendo con fe: “¡Salúdame María!”