REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 05-10-22

“Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo enseñó también a sus discípulos”.

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Lucas sobre el origen de la oración del Padre Nuestro (Lc 11,1-4). Al igual que con las Bienaventuranzas, Lucas nos presenta una versión “abreviada” del Padre Nuestro de Mateo (6,9-13), que es la que se incorpora eventualmente en la liturgia cristiana. Las diferencias tal vez se deban a la “versión” que utilizaban sus respectivas comunidades. Pero eso es materia de especulación.

Comienza el pasaje mostrándonos a Jesús en oración, en ese diálogo íntimo con el Padre que caracterizó toda su vida. Los discípulos esperan que termine de orar, y se acercan a Él con una petición: que les enseñe una “fórmula”, una oración que todos puedan utilizar que los distinga como discípulos suyos, al igual que lo hacían los discípulos de Juan, los fariseos, y otros grupos. “Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo enseñó también a sus discípulos”. Es decir, no le están pidiendo que les de una catequesis sobre la oración (en eso de la oración nuestros primos los judíos nos llevan mucha ventaja), sino que les enseñe una oración que contenga los elementos básicos de su relación con Dios y, más aún, de su actitud para con Dios. Es ahí que Jesús formula esa oración que nos distingue como cristianos, la primera que aprendemos de niños, que aunque no menciona a Jesús, nos muestra la actitud de Jesús hacia Dios y, por tanto, de nosotros como sus seguidores.

Y lo primero que Jesús hace es algo que para nosotros es natural, pero que era inconcebible para la mentalidad judía de su época. Comienza por instruir a sus discípulos que se dirijan a Dios como “Padre” (Abba, que en realidad quiere decir, “papá”, o “papito, el nombre con el que los niños judíos se referían a su padre), tal como Él mismo lo hacía. “Cuando oréis decid: ‘Padre’,…” Jesús instruye a sus discípulos a dirigirse a ese Dios distante y terrible cuyo nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar, llamándole “Abba”. Este sería definitivamente el “sello” que identificaría a los seguidores de Jesús, a los “seguidores del Camino”, que más adelante, en Antioquía, después de la Pascua de Jesús, serían llamados cristianos (Hc 11,26). Así, el Padrenuestro sería en lo adelante la manifestación verbal de ese sello. Y para que no quedara duda de que los discípulos habían sido autorizados por el mismo Jesús a referirse a Dios con esa familiaridad que rayaba en la blasfemia, desde muy temprano en la Iglesia primitiva se introdujo en la liturgia una fórmula, a manera de preámbulo, que utilizamos todavía: “Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos ‘atrevemos’ a decir”.

Así los cristianos podemos dirigirnos al Padre con la misma intimidad, la misma familiaridad con que lo hacía Jesús. Pablo diría más adelante que es el Espíritu de su propio Hijo que nos permite clamar: “Abba, o sea: ¡Papá!” (Rm 8,15; Ga 4,6), tal como Él lo hacía.

Hoy, pidamos al Padre que nos conceda la gracia de poder dirigirnos a Él con la misma confianza que lo hizo su Hijo; con la confianza de un niño que le presenta a su papá un juguete roto, con la certeza de que él es quien único que puede repararlo.

REFLEXIÓN PARA EL DECIMOSÉPTIMO DOMINGO DEL T.O. (2) 24-07-22

Jesús les enseñó a sus discípulos a rezar la primera oración que aprendemos cuando niños: el Padrenuestro.

La lectura evangélica que contemplamos hoy (Lc 11,1-13) es la versión de Lucas del pasaje en que Jesús les enseñó a sus discípulos a rezar la primera oración que aprendemos cuando niños: el Padrenuestro. Yo mismo cierro los ojos y recuerdo a mi madre enseñándome a juntar mis manitas mientras recitaba verso a verso el Padrenuestro para que yo lo aprendiera.

Esta versión es un poco más corta que la de Mateo (6,9-13), que es la que normalmente recitamos. La versión de Lucas (11,1-4) está precedida de una petición por parte de sus discípulos para que les enseñara a orar como Juan había enseñado a sus discípulos. No se trataba de que les enseñara a orar propiamente, pues si algo saben hacer los judíos es orar, sino más bien que les enseñara una oración que les distinguiera de los demás grupos, cada uno de los cuales tenía su propia “fórmula”. Es decir, los discípulos de cada maestro se distinguían por una oración particular. Así, Jesús les da una oración que habría de ser el distintivo de todos sus discípulos, y que contiene una especie de “resumen” de la conducta que se espera de cada uno de ellos, respecto a Dios y al prójimo.

Además de enseñar a sus discípulos, y a nosotros, a dirigirnos al Padre como “Abba”, el nombre con que los niños hebreos se dirigían a su padre (“Abba nuestro…”), y a confiar en Su divina providencia y protección contra las acechanzas del maligno, nos establece la norma, la medida, en que vamos a ser acreedores de Su perdón cuando le fallamos (que para la mayoría de nosotros es a diario): “perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo”.

Además de repetirlo mecánicamente (como los gentiles cuya “palabrería” Él critica en la versión de Mateo), ¿en algún momento nos detenemos a pensar en lo que estamos diciendo respecto al perdón cuando recitamos el Padrenuestro? Si le pedimos al Padre que nos perdone en la misma medida que perdonamos a los que nos ofenden, ¿seremos acreedores de Su perdón? ¡Uf! Una vez más Jesús nos la pone difícil. ¿Quién dijo que el seguimiento de Jesús era fácil? “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23).

Nuevamente tenemos que decir: ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. Él nos advirtió que el camino iba a ser empinado, pero nos dio la herramienta para hacerlo llevadero. Él mismo nos había dicho que tenemos que amar a nuestros enemigos (Lc 6,27-36). El Padre nos perdona porque nos ama, porque el perdón es fruto del amor. Si le escuchamos y seguimos en lo primero (amar incluso a nuestros enemigos), lo segundo (perdonar a los que nos ofenden) es consecuencia lógica, obligada. Dios nos ama con amor de Madre, y nos pide que nos amemos unos a otros como Él nos ama (Jn 13,34b). ¿Qué madre no perdona a su hijo?

“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Y si abrimos nuestro corazón a ese Amor, se desbordará sobre nuestros hermanos, y el perdón no se hará esperar. Ni de nosotros a nuestros hermanos, ni de Dios a nosotros. ¡Entonces viviremos el Padrenuestro!

Que pasen un hermoso día lleno de la Paz del Señor, y no olviden visitar la Casa del Padre. Él y su Hijo nos esperan para derramar su Santo Espíritu sobre nosotros.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 06-10-21

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Lucas sobre el origen de la oración del Padrenuestro (Lc 11,1-4). Al igual que con las Bienaventuranzas, Lucas nos presenta una versión “abreviada” del Padre Nuestro de Mateo (6,9-13), que es la que se incorpora eventualmente en la liturgia cristiana. Las diferencias tal vez se deban a la “versión” que utilizaban sus respectivas comunidades. Pero eso es materia de especulación.

Comienza el pasaje mostrándonos a Jesús en oración, en ese diálogo íntimo con el Padre que caracterizó toda su vida. Los discípulos esperan que termine de orar, y se acercan a Él con una petición: que les enseñe una “fórmula”, una oración que todos puedan utilizar que los distinga como discípulos suyos, al igual que lo hacían los discípulos de Juan, los fariseos, y otros grupos. “Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo enseñó también a sus discípulos”. Es decir, no le están pidiendo que les de una catequesis sobre la oración (en eso de la oración nuestros primos los judíos nos llevan mucha ventaja), sino que les enseñe una oración que contenga los elementos básicos de su relación con Dios y, más aún, de su actitud para con Dios. Es ahí que Jesús formula esa oración que nos distingue como cristianos, la primera que aprendemos de niños, que aunque no menciona a Jesús, nos muestra la actitud de Jesús hacia Dios, y por tanto de nosotros como sus seguidores.

Y lo primero que Jesús hace es algo que para nosotros es natural, pero que era inconcebible para la mentalidad judía de su época. Comienza por instruir a sus discípulos que se dirijan a Dios como “Padre” (Abba), tal como Él mismo lo hacía. “Cuando oréis decid: ‘Padre’,…” Jesús instruye a sus discípulos a dirigirse a ese Dios distante y terrible cuyo nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar, llamándole “Abba”. Este sería definitivamente el “sello” que identificaría a los seguidores de Jesús, a los “seguidores del Camino”, que más adelante, en Antioquía, después de la Pascua de Jesús, serían llamados cristianos (Hc 11,26). Así, el Padre Nuestro sería, en lo adelante, la manifestación verbal de ese sello. Y para que no quedara duda de que los discípulos habían sido autorizados por el mismo Jesús a referirse a Dios con esa familiaridad que rayaba en la blasfemia, desde muy temprano en la Iglesia primitiva se introdujo en la liturgia una fórmula, a manera de preámbulo, que utilizamos todavía: “Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos ‘atrevemos’ a decir”.

Así los cristianos podemos dirigirnos al Padre con la misma intimidad, la misma familiaridad con que lo hacía Jesús. Pablo diría más adelante que es el Espíritu de su propio Hijo que nos permite clamar: “Abba, o sea: ¡Papá!” (Rm 8,15; Ga 4,6), tal como Él lo hacía.

Hoy, pidamos al Padre que nos conceda la gracia de poder dirigirnos a Él con la misma confianza que lo hizo su Hijo; con la confianza de un niño que le presenta a su papá un juguete roto, con la certeza de que él es quien único que puede repararlo.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 09-10-19

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Lucas sobre el origen de la oración del Padre Nuestro (Lc 11,1-4). Al igual que con las Bienaventuranzas, Lucas nos presenta una versión “abreviada” del Padre Nuestro de Mateo (6,9-13), que es la que se incorpora eventualmente en la liturgia cristiana. Las diferencias tal vez se deban a la “versión” que utilizaban sus respectivas comunidades, pero eso es materia de especulación.

Comienza el pasaje mostrándonos a Jesús en oración, en ese diálogo íntimo con el Padre que caracterizó toda su vida. Los discípulos esperan que termine de orar, y se acercan a Él con una petición: que les enseñe una “fórmula”, una oración que todos puedan utilizar que los distinga como discípulos suyos, al igual que lo hacían los discípulos de Juan, los fariseos, y otros grupos. “Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo enseñó también a sus discípulos”. Es decir, no le están pidiendo que les de una catequesis sobre la oración (en eso de la oración nuestros primos los judíos nos llevan mucha ventaja), sino que les enseñe una oración que contenga los elementos básicos de su relación con Dios y, más aún, de su actitud para con Dios. Es ahí que Jesús formula esa oración que nos distingue como cristianos, la primera que aprendemos de niños, que aunque no menciona a Jesús, nos muestra la actitud de Jesús hacia Dios, y por tanto de nosotros como sus seguidores.

Y lo primero que Jesús hace es algo que para nosotros es natural, pero que era inconcebible para la mentalidad judía de su época. Comienza por instruir a sus discípulos que se dirijan a Dios como “Padre” (Abba), tal como Él mismo lo hacía. “Cuando oréis decid: ‘Padre’,…” Jesús instruye a sus discípulos a dirigirse a ese Dios distante y terrible cuyo nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar, llamándole “Abba”. Este sería definitivamente el “sello” que identificaría a los seguidores de Jesús, a los “seguidores del Camino”, que más adelante, en Antioquía, después de la Pascua de Jesús, serían llamados cristianos (Hc 11,26). Así, el Padre Nuestro sería, en lo adelante, la manifestación verbal de ese sello. Y para que no quedara duda de que los discípulos habían sido autorizados por el mismo Jesús a referirse a Dios con esa familiaridad que rayaba en la blasfemia, desde muy temprano en la Iglesia primitiva se introdujo en la liturgia una fórmula, a manera de preámbulo, que utilizamos todavía: “Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos ‘atrevemos’ a decir”.

Así los cristianos podemos dirigirnos al Padre con la misma intimidad, la misma familiaridad con que lo hacía Jesús. Pablo diría más adelante que es el Espíritu de su propio Hijo que nos permite clamar: “Abba, o sea: ¡Papá!” (Rm 8,15; Ga 4,6), tal como Él lo hacía.

Hoy, pidamos al Padre que nos conceda la gracia de poder dirigirnos a Él con la misma confianza que lo hizo su Hijo; con la confianza de un niño que le presenta a su papá un juguete roto, con la certeza de que él es quien único que puede repararlo.

REFLEXIÓN PARA EL DECIMOSÉPTIMO DOMINGO DEL T.O. (C) 28-07-19

La lectura evangélica que contemplamos hoy (Lc 11,1-13) es la versión de Lucas del pasaje en que Jesús les enseñó a sus discípulos a rezar la primera oración que aprendemos cuando niños: el Padrenuestro. Yo mismo cierro los ojos y recuerdo a mi madre enseñándome a juntar mis manitas mientras recitaba verso a verso el Padrenuestro para que yo lo aprendiera.

Esta versión es un poco más corta que la de Mateo (6,9-13), que es la que normalmente recitamos. La versión de Lucas (11,1-4) está precedida de una petición por parte de sus discípulos para que les enseñara a orar como Juan había enseñado a sus discípulos. No se trataba de que les enseñara a orar propiamente, pues si algo saben hacer los judíos es orar, sino más bien que les enseñara una oración que les distinguiera de los demás grupos, cada uno de los cuales tenía su propia “fórmula”. Es decir, los discípulos de cada maestro se distinguían por una oración particular. Así, Jesús les da una oración que habría de ser el distintivo de todos sus discípulos, y que contiene una especie de “resumen” de la conducta que se espera de cada uno de ellos, respecto a Dios y al prójimo.

Además de enseñar a sus discípulos, y a nosotros, a dirigirnos al Padre como “Abba”, el nombre con que los niños hebreos se dirigían a su padre (“Abba nuestro…”), y a confiar en Su divina providencia y protección contra las acechanzas del maligno, nos establece la norma, la medida, en que vamos a ser acreedores de Su perdón cuando le fallamos (que para la mayoría de nosotros es a diario): “perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo”.

Además de repetirlo mecánicamente (como los gentiles cuya “palabrería” Él critica en la versión de Mateo), ¿en algún momento nos detenemos a pensar en lo que estamos diciendo respecto al perdón cuando recitamos el Padrenuestro? Si le pedimos al Padre que nos perdone en la misma medida que perdonamos a los que nos ofenden, ¿seremos acreedores de Su perdón? ¡Uf! Una vez más Jesús nos la pone difícil. ¿Quién dijo que el seguimiento de Jesús era fácil? “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23).

Nuevamente tenemos que decir: ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. Él nos advirtió que el camino iba a ser empinado, pero nos dio la herramienta para hacerlo llevadero. Él mismo nos había dicho que tenemos que amar a nuestros enemigos (Lc 6,27-36). El Padre nos perdona porque nos ama, porque el perdón es fruto del amor. Si le escuchamos y seguimos en lo primero (amar incluso a nuestros enemigos), lo segundo (perdonar a los que nos ofenden) es consecuencia lógica, obligada. Dios nos ama con amor de Madre, y nos pide que nos amemos unos a otros como Él nos ama (Jn 13,34b). ¿Qué madre no perdona a su hijo?

“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Y si abrimos nuestro corazón a ese Amor, se desbordará sobre nuestros hermanos, y el perdón no se hará esperar. Ni de nosotros a nuestros hermanos, ni de Dios a nosotros. ¡Entonces viviremos el Padrenuestro!

Que pasen un hermoso día lleno de la Paz del Señor, y no olviden visitar la Casa del Padre. Él y su Hijo nos esperan para derramar su Santo Espíritu sobre nosotros.