Jesús les enseñó a sus discípulos a rezar la primera oración que aprendemos cuando niños: el Padrenuestro.
La lectura evangélica que contemplamos hoy (Lc 11,1-13) es la versión de Lucas del pasaje en que Jesús les enseñó a sus discípulos a rezar la primera oración que aprendemos cuando niños: el Padrenuestro. Yo mismo cierro los ojos y recuerdo a mi madre enseñándome a juntar mis manitas mientras recitaba verso a verso el Padrenuestro para que yo lo aprendiera.
Esta versión es un poco más corta que la de Mateo (6,9-13), que es la que normalmente recitamos. La versión de Lucas (11,1-4) está precedida de una petición por parte de sus discípulos para que les enseñara a orar como Juan había enseñado a sus discípulos. No se trataba de que les enseñara a orar propiamente, pues si algo saben hacer los judíos es orar, sino más bien que les enseñara una oración que les distinguiera de los demás grupos, cada uno de los cuales tenía su propia “fórmula”. Es decir, los discípulos de cada maestro se distinguían por una oración particular. Así, Jesús les da una oración que habría de ser el distintivo de todos sus discípulos, y que contiene una especie de “resumen” de la conducta que se espera de cada uno de ellos, respecto a Dios y al prójimo.
Además de enseñar a sus discípulos, y a nosotros, a dirigirnos al Padre como “Abba”, el nombre con que los niños hebreos se dirigían a su padre (“Abba nuestro…”), y a confiar en Su divina providencia y protección contra las acechanzas del maligno, nos establece la norma, la medida, en que vamos a ser acreedores de Su perdón cuando le fallamos (que para la mayoría de nosotros es a diario): “perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo”.
Además de repetirlo mecánicamente (como los gentiles cuya “palabrería” Él critica en la versión de Mateo), ¿en algún momento nos detenemos a pensar en lo que estamos diciendo respecto al perdón cuando recitamos el Padrenuestro? Si le pedimos al Padre que nos perdone en la misma medida que perdonamos a los que nos ofenden, ¿seremos acreedores de Su perdón? ¡Uf! Una vez más Jesús nos la pone difícil. ¿Quién dijo que el seguimiento de Jesús era fácil? “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23).
Nuevamente tenemos que decir: ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. Él nos advirtió que el camino iba a ser empinado, pero nos dio la herramienta para hacerlo llevadero. Él mismo nos había dicho que tenemos que amar a nuestros enemigos (Lc 6,27-36). El Padre nos perdona porque nos ama, porque el perdón es fruto del amor. Si le escuchamos y seguimos en lo primero (amar incluso a nuestros enemigos), lo segundo (perdonar a los que nos ofenden) es consecuencia lógica, obligada. Dios nos ama con amor de Madre, y nos pide que nos amemos unos a otros como Él nos ama (Jn 13,34b). ¿Qué madre no perdona a su hijo?
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Y si abrimos nuestro corazón a ese Amor, se desbordará sobre nuestros hermanos, y el perdón no se hará esperar. Ni de nosotros a nuestros hermanos, ni de Dios a nosotros. ¡Entonces viviremos el Padrenuestro!
Que pasen un hermoso día lleno de la Paz del Señor, y no olviden visitar la Casa del Padre. Él y su Hijo nos esperan para derramar su Santo Espíritu sobre nosotros.
“Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán”.
El evangelio que nos brinda la liturgia de hoy
(Mc 2,18-22) contiene el primer anuncio de la pasión de parte de Jesús:
“Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán”. Es la primera
vez que Jesús hace alusión su muerte, pero sus discípulos no lo captan.
Junto con el anuncio, Jesús recalca la novedad
de su mensaje, que había resumido en el sermón de la montaña, recogido en el
capítulo 5 de Mateo. La Ley antigua quedaba superada, mejorada, perfeccionada
(5,17). Por tanto, hay que romper con los esquemas de antaño para dar paso a la
ley del Amor. Es una nueva forma de vivir la Ley, un cambio radical de aquel
ritualismo de los fariseos; un nuevo paradigma. Es el despojarse del hombre
viejo para revestirse del hombre nuevo del que nos habla san Pablo (Ef
4,22-24). En fin, se trata de una nueva manera de relacionarnos con Dios y con
nuestro prójimo. No hay duda, los tiempos mesiánicos han llegado.
Este anuncio está implícito en la utilización
por parte de Jesús de la figura del “novio” cuando los fariseos le cuestionan
por qué sus discípulos no ayunan. De su contestación se desprende que sus
discípulos no ayunan porque no tienen nada que esperar, ya que los tiempos
mesiánicos han llegado, no tienen que hacer penitencia para la llegada de un Mesías
que ellos ya han encontrado.
Por eso Jesús nos dice que no se echa vino
nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los
odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas
se conservan. Este simbolismo del “vino nuevo” junto con la figura del “novio” lo
veíamos también ayer en las bodas de Caná (Jn 2,1-11), cuando Jesús, con su
poder, nos brinda el mejor vino que jamás hayamos probado; ese vino nuevo que
simboliza la novedad de su mensaje, que no es otra cosa que el Amor.
El problema es que nosotros muchas veces
pretendemos aplicar nuestros propios criterios, nuestros viejos paradigmas al
mensaje de Jesús. Queremos abrazarlo, recibirlo, pero no estamos dispuestos a
vivir en forma radical la ley del Amor, no estamos dispuestos a amar y perdonar
a todos, especialmente a los que más nos han herido, no estamos dispuestos a
abrazar la cruz… “Si alguien quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz
y me siga” (Mt 16,24). Uf, ¡qué difícil!
Hoy, pidámosle al Padre que nos ayude a
despojarnos de los “odres viejos”, y que nos de “odres nuevos” para recibir y
retener el “vino nuevo” que su Palabra nos brinda.
Que pasen una hermosa semana, y no olviden
visitar la Casa del Padre al menos una vez a la semana y, de ser posible, más
de una vez. De paso, dejen a la entrada del templo sus “odres viejos”, y
acepten el “odre nuevo” que allí se les ofrece… ¡Es gratis!
“Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?”
El evangelio que nos presenta la liturgia para hoy (Lc 9,51-56), marca el comienzo de la parte central del evangelio según san Lucas, que abarca hasta el capítulo 19 y nos narra la “subida” de Jesús de Galilea a la ciudad santa de Jerusalén, donde habría de culminar su misión redentora con su pasión, muerte, resurrección y glorificación (su “misterio pascual”).
El primer versículo de la lectura nos señala
la solemnidad de esta travesía: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser
llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”. Jesús había
comenzado su ministerio en Galilea; sabía cuál era la culminación de ese
ministerio. Ya se lo había anunciado a sus discípulos (Lc 9,22). Él sabe lo que
le espera en Jerusalén, pero enfrenta su misión con valentía. Sus discípulos
aún no han captado la magnitud de lo que les espera, pero le siguen.
Al pasar por Samaria piden posada y se les
niega, no tanto por ser judíos, sino porque se dirigían al Templo de Jerusalén.
Los discípulos reaccionan utilizando criterios humanos: “Señor, ¿quieres que
mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” (Cfr. 2 Re 1,10). Ya los
discípulos conocen el poder de Jesús, pero aparentemente no han captado la
totalidad de su mensaje. ¡Cuán soberbios se muestran los discípulos! Se creen
que por andar con Jesús tienen la verdad “agarrada por el rabo”; que pueden
disponer del “fuego divino” para acabar con sus enemigos.
Por eso Jesús “se volvió y les regañó”. En
lugar de castigar o maldecir a los que los que los despreciaron, Jesús se
limitó a “marcharse a otra aldea”. Más adelante, al designar a “los setenta y
dos”, les instruirá: “Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban,
salgan a las plazas y digan: ‘¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido
a nuestros pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino
de Dios está cerca’” (10,10-11). A lo largo de su subida a Jerusalén, Jesús
continuará instruyéndoles, especialmente mediante las “parábolas de la
misericordia” contenidas en el capítulo 15 de Lucas.
Ante esta lectura debemos preguntarnos:
¿cuántas veces quisiéramos ver “el fuego de Dios” caer sobre los enemigos de la
Iglesia, sobre los que nos injurian, o se burlan de nosotros por seguir a Jesús,
o por proclamar su Palabra? El mensaje de Jesús es claro: “Amen a sus enemigos,
rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo,
porque él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre
justos e injustos” (Mt 5,44-45). En ocasiones anteriores hemos dicho que esta
es tal vez la parte más difícil del seguimiento; pero es lo que nos ha de
distinguir como verdaderos discípulos de Cristo.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda la valentía
para, imitando el ejemplo de Jesús, llevar a cabo nuestra misión. Pidamos
también la humildad para amar de corazón a nuestros “enemigos” y así, mediante
nuestro ejemplo, facilitar su conversión.
“Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán”.
El evangelio que nos brinda la liturgia de hoy (Mc 2,18-22), contiene el primer anuncio de la pasión de parte de Jesús: “Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán”. Es la primera vez que Jesús hace alusión su muerte, pero sus discípulos no lo captan.
Junto con el anuncio, Jesús recalca la novedad
de su mensaje, que había resumido en el sermón de la montaña, recogido en el
capítulo 5 de Mateo. La Ley antigua quedaba superada, mejorada, perfeccionada
(5,17). Por tanto, hay que romper con los esquemas de antaño para dar paso a la
ley del Amor. Es una nueva forma de vivir la Ley, un cambio radical de aquel
ritualismo de los fariseos; un nuevo paradigma. Es el despojarse del hombre
viejo para revestirse del hombre nuevo del que nos habla san Pablo (Ef
4,22-24). En fin, se trata de una nueva manera de relacionarnos con Dios y con
nuestro prójimo. No hay duda, los tiempos mesiánicos han llegado.
Este anuncio está implícito en la utilización
por parte de Jesús de la figura del “novio” cuando los fariseos le cuestionan
por qué sus discípulos no ayunan. De su contestación se desprende que sus
discípulos no ayunan porque no tienen nada que esperar, ya que los tiempos
mesiánicos han llegado, no tienen que hacer penitencia para la llegada de un Mesías
que ellos ya le han encontrado.
Por eso Jesús nos dice que no se echa vino
nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los
odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas
se conservan. Este simbolismo del “vino nuevo” junto con la figura del “novio” lo
vemos también en las bodas de Caná (Jn 2,1-11), cuando Jesús, con su poder, nos
brinda el mejor vino que jamás hayamos probado; ese vino nuevo que simboliza la
novedad de su mensaje, que no es otra cosa que el Amor.
El problema es que nosotros muchas veces
pretendemos aplicar nuestros propios criterios, nuestros viejos paradigmas al
mensaje de Jesús. Queremos abrazarlo, recibirlo, pero no estamos dispuestos a
vivir en forma radical la ley del Amor, no estamos dispuestos a amar y perdonar
a todos, especialmente a los que más nos han herido, no estamos dispuestos a
abrazar la cruz… “Si alguien quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz
y me siga” (Mt 16,24). Uf, ¡qué difícil!
Hoy, pidámosle al Padre que nos ayude a
despojarnos de los “odres viejos”, y que nos de “odres nuevos” para recibir y
retener el “vino nuevo” que su Palabra nos brinda.
Que pasen todos una hermosa semana, y no olviden visitar la Casa del Padre al menos una vez a la semana, aunque sea de manera virtual mientras dure la pandemia y, de ser posible, más de una vez. De paso, dejen a la entrada del templo sus “odres viejos”, y acepten el “odre nuevo” que allí se les ofrece… ¡Es gratis!
«En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20)
Queridos hermanos y hermanas:
El Señor nos vuelve a conceder este año un tiempo propicio para prepararnos a celebrar con el corazón renovado el gran Misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria. Debemos volver continuamente a este Misterio, con la mente y con el corazón. De hecho, este Misterio no deja de crecer en nosotros en la medida en que nos dejamos involucrar por su dinamismo espiritual y lo abrazamos, respondiendo de modo libre y generoso.
1. El Misterio pascual, fundamento de la conversión
La alegría del cristiano brota de la escucha y de la aceptación de la Buena Noticia de la muerte y resurrección de Jesús: el kerygma. En este se resume el Misterio de un amor «tan real, tan verdadero, tan concreto, que nos ofrece una relación llena de diálogo sincero y fecundo» (Exhort. ap. Christus vivit, 117). Quien cree en este anuncio rechaza la mentira de pensar que somos nosotros quienes damos origen a nuestra vida, mientras que en realidad nace del amor de Dios Padre, de su voluntad de dar la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). En cambio, si preferimos escuchar la voz persuasiva del «padre de la mentira» (cf. Jn 8,45) corremos el riesgo de hundirnos en el abismo del sinsentido, experimentando el infierno ya aquí en la tierra, como lamentablemente nos testimonian muchos hechos dramáticos de la experiencia humana personal y colectiva.
Por eso, en esta Cuaresma 2020 quisiera dirigir a todos y cada uno de los cristianos lo que ya escribí a los jóvenes en la Exhortación apostólica Christus vivit: «Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez» (n. 123). La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren.
2. Urgencia de conversión
Es saludable contemplar más a fondo el Misterio pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible sólo en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado «que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad.
Así pues, en este tiempo favorable, dejémonos guiar como Israel en el desierto (cf. Os 2,16), a fin de poder escuchar finalmente la voz de nuestro Esposo, para que resuene en nosotros con mayor profundidad y disponibilidad. Cuanto más nos dejemos fascinar por su Palabra, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.
3. La apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos
El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra. A pesar de la presencia —a veces dramática— del mal en nuestra vida, al igual que en la vida de la Iglesia y del mundo, este espacio que se nos ofrece para un cambio de rumbo manifiesta la voluntad tenaz de Dios de no interrumpir el diálogo de salvación con nosotros. En Jesús crucificado, a quien «Dios hizo pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21), ha llegado esta voluntad hasta el punto de hacer recaer sobre su Hijo todos nuestros pecados, hasta “poner a Dios contra Dios”,como dijo el papa Benedicto XVI (cf. Enc. Deus caritas est, 12). En efecto, Dios ama también a sus enemigos (cf. Mt 5,43-48).
El diálogo que Dios quiere entablar con todo hombre, mediante el Misterio pascual de su Hijo, no es como el que se atribuye a los atenienses, los cuales «no se ocupaban en otra cosa que en decir o en oír la última novedad» (Hch 17,21). Este tipo de charlatanería, dictado por una curiosidad vacía y superficial, caracteriza la mundanidad de todos los tiempos, y en nuestros días puede insinuarse también en un uso engañoso de los medios de comunicación.
4. Una riqueza para compartir, no para acumular sólo para sí mismo
Poner el Misterio pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría.
Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá, considerando las dimensiones estructurales de la economía. Por este motivo, en la Cuaresma de 2020, del 26 al 28 de marzo, he convocado en Asís a los jóvenes economistas, empresarios y change-makers, con el objetivo de contribuir a diseñar una economía más justa e inclusiva que la actual. Como ha repetido muchas veces el magisterio de la Iglesia, la política es una forma eminente de caridad (cf. Pío XI, Discurso a la FUCI, 18 diciembre 1927). También lo será el ocuparse de la economía con este mismo espíritu evangélico, que es el espíritu de las Bienaventuranzas.
Invoco la intercesión de la Bienaventurada Virgen María sobre la próxima Cuaresma, para que escuchemos el llamado a dejarnos reconciliar con Dios, fijemos la mirada del corazón en el Misterio pascual y nos convirtamos a un diálogo abierto y sincero con el Señor. De este modo podremos ser lo que Cristo dice de sus discípulos: sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14).
Roma, junto a San Juan de Letrán, 7 de octubre de 2019 Memoria de Nuestra Señora, la Virgen del Rosario
“Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos”.
“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo’
y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y
rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en
el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a
justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis?
¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis sólo a vuestros
hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los
gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
Este párrafo, tomado de la lectura evangélica de nos brinda la liturgia para
este séptimo domingo del tiempo ordinario (Mt 5,38-48), resume la enseñanza de
Jesús.
Es la llamada a la santidad, a ser “santos e
irreprochables ante Él” (Ef 1,4). Llamada que desde tiempos de Moisés Yahvé hace
a su pueblo en la primera lectura (Lv 19,1-2.17-18): “Seréis santos, porque yo,
el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Esa es la primera vocación del cristiano,
por encima de cualquier otro llamado. Y Jesús le da contenido a esa santidad en
el Amor.
La Ley del Amor. Jesús la repite sin
cansancio. No podemos acercarnos a Él sin toparnos de frente con ese mensaje.
Jesús nos ofrece la filiación divina (¡qué regalo!). Hay un solo requisito:
amar; amar sin distinción y sin excepciones, especialmente a aquellos que nos
hacen la vida imposible, aquellos que nos traicionan, nos odian, aquellos que
son “diferentes”… Y más aún, orar por los que nos persiguen, los que nos hacen
daño, los que nos “hacen la vida cuadritos”. Tú nos has mostrado el camino:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). ¡Señor, qué
difícil se nos hace seguirte!…
Pero Tú siempre nos hablas claro, sin
dobleces: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como
yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). ¿No
será eso una utopía, un sueño, un ideal, una ilusión, una ingenuidad de Tu
parte, Señor?
Pero Tú nunca nos pides nada que no podamos
lograr; y mientras más difícil la encomienda, más cerca de nosotros estás para
ayudarnos. En este caso nos dejaste el Espíritu de Verdad que iba a venir y
hacer morada en nosotros: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo
no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen,
porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,16-17). En
reflexiones anteriores hemos expresado que la “Verdad”, en términos bíblicos,
es el amor incondicional de Dios.
Esa es la clave para alcanzar la santidad a la
que somos llamados. Si logramos despojarnos de todo lo que nos ata y abrimos
nuestro corazón a ese Amor incondicional, y nos dejamos arropar por Él, no
tenemos más remedio que amar como Él nos ama, hasta el extremo (Jn 13,1).
“Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán”.
El evangelio que nos brinda la liturgia de hoy
(Mc 2,18-22), es el paralelo del que leeremos el 13er sábado del Tiempo
Ordinario (Mt 9,14-17), y contiene el primer anuncio de la pasión de parte de
Jesús: “Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán”. Es la
primera vez que Jesús hace alusión a su muerte, pero sus discípulos no lo
captan.
Junto con el anuncio, Jesús recalca la novedad
de su mensaje, que había resumido en el sermón de la montaña, recogido en el
capítulo 5 de Mateo. La Ley antigua quedaba superada, mejorada, perfeccionada
(5,17). Por tanto, hay que romper con los esquemas de antaño para dar paso a la
ley del Amor. Es una nueva forma de vivir la Ley, un cambio radical de aquel
ritualismo de los fariseos; un nuevo paradigma. Es el despojarse del hombre
viejo para revestirse del hombre nuevo de que nos habla san Pablo (Ef 4,22-24).
En fin, se trata de una nueva manera de relacionarnos con Dios y con nuestro
prójimo. No hay duda, los tiempos mesiánicos han llegado.
Este anuncio está implícito en la utilización
por parte de Jesús de la figura del “novio” cuando los fariseos le cuestionan
por qué sus discípulos no ayunan. De su contestación se desprende que sus
discípulos no ayunan porque no tienen nada que esperar, ya que los tiempos
mesiánicos han llegado, no tienen que hacer penitencia para la llegada de un Mesías
que ellos ya le han encontrado.
Por eso Jesús nos dice que no se echa vino
nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los
odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas
se conservan. Este simbolismo del “vino nuevo” junto con la figura del “novio” lo
vemos también en el pasaje de las bodas de Caná (Jn 2,1-11), cuando Jesús, con
su poder, nos brinda el mejor vino que jamás hayamos probado; ese vino nuevo
que simboliza la novedad de su mensaje.
El problema es que nosotros muchas veces
pretendemos aplicar nuestros propios criterios, nuestros viejos paradigmas al
mensaje de Jesús. Queremos abrazarle, recibirle, pero no estamos dispuestos a
vivir en forma radical la ley del Amor, no estamos dispuestos a amar y perdonar
a todos, especialmente a los que más nos han herido, no estamos dispuestos a
abrazar la cruz… “Si alguien quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz
y me siga” (Mt 16,24). Uf, ¡qué difícil!
Hoy, pidámosle al Padre que nos ayude a
despojarnos de los “odres viejos”, y que nos de “odres nuevos” para recibir y
retener el “vino nuevo” que su Palabra nos brinda.
Que pasen todos una hermosa semana, y no olviden visitar la Casa del Padre
al menos una vez a la semana y, de ser posible, más de una vez. De paso, dejen
a la entrada del templo sus “odres viejos”, y acepten el “odre nuevo” que allí
se les ofrece… ¡Es gratis!
“Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?”
El evangelio que nos presenta la liturgia para
hoy (Lc 9,51-56), marca el comienzo de la parte central del evangelio según san
Lucas, que abarca hasta el capítulo 19 y nos narra la “subida” de Jesús de
Galilea a la ciudad santa de Jerusalén, donde habría de culminar su misión
redentora, con su pasión, muerte, resurrección y glorificación (su “misterio
pascual”).
El primer versículo de la lectura nos señala
la solemnidad de esta travesía: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser
llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”. Jesús había
comenzado su ministerio en Galilea; sabía cuál era la culminación de ese
ministerio. Ya se lo había anunciado a sus discípulos (Lc 9,22). Él sabe lo que
le espera en Jerusalén, pero enfrenta su misión con valentía. Sus discípulos
aún no han captado la magnitud de lo que les espera, pero le siguen.
Al pasar por Samaria piden posada y se les
niega, no tanto por ser judíos, sino porque se dirigían al Templo de Jerusalén.
Los discípulos reaccionan utilizando criterios humanos: “Señor, ¿quieres que
mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” (Cfr. 2 Re 1,10). Ya los
discípulos conocen el poder de Jesús, pero aparentemente no han captado la
totalidad de su mensaje. ¡Cuán soberbios se muestran los discípulos! Se creen
que por andar con Jesús tienen la verdad “agarrada por el rabo”; que pueden
disponer del “fuego divino” para acabar con sus enemigos.
Por eso Jesús “se volvió y les regañó”. En
lugar de castigar o maldecir a los que los que los despreciaron, Jesús se
limitó a “marcharse a otra aldea”. Más adelante, al designar a “los setenta y
dos”, les instruirá: “Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban,
salgan a las plazas y digan: ‘¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido
a nuestros pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino
de Dios está cerca’” (10,10-11). A lo largo de su subida a Jerusalén, Jesús
continuará instruyéndoles, especialmente mediante las “parábolas de la
misericordia” contenidas en el capítulo 15 de Lucas.
Ante esta lectura debemos preguntarnos:
¿cuántas veces quisiéramos ver “el fuego de Dios” caer sobre los enemigos de la
Iglesia, sobre los que nos injurian, o se burlan de nosotros por seguir a Jesús,
o por proclamar su Palabra? El mensaje de Jesús es claro: “Amen a sus enemigos,
rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo,
porque él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre
justos e injustos” (Mt 5,44-45). En ocasiones anteriores hemos dicho que esta
es tal vez la parte más difícil del seguimiento; pero es lo que nos ha de
distinguir como verdaderos discípulos de Cristo.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda la valentía
para, imitando el ejemplo de Jesús, llevar a cabo nuestra misión. Pidamos
también la humildad para amar de corazón a nuestros “enemigos” y así, mediante
nuestro ejemplo, facilitar su conversión.
La lectura evangélica que contemplamos hoy (Lc
11,1-13) es la versión de Lucas del pasaje en que Jesús les enseñó a sus
discípulos a rezar la primera oración que aprendemos cuando niños: el
Padrenuestro. Yo mismo cierro los ojos y recuerdo a mi madre enseñándome a
juntar mis manitas mientras recitaba verso a verso el Padrenuestro para que yo lo
aprendiera.
Esta versión es un poco más corta que la de
Mateo (6,9-13), que es la que normalmente recitamos. La versión de Lucas
(11,1-4) está precedida de una petición por parte de sus discípulos para que
les enseñara a orar como Juan había enseñado a sus discípulos. No se trataba de
que les enseñara a orar propiamente, pues si algo saben hacer los judíos es
orar, sino más bien que les enseñara una oración que les distinguiera de los
demás grupos, cada uno de los cuales tenía su propia “fórmula”. Es decir, los
discípulos de cada maestro se distinguían por una oración particular. Así, Jesús
les da una oración que habría de ser el distintivo de todos sus discípulos, y
que contiene una especie de “resumen” de la conducta que se espera de cada uno
de ellos, respecto a Dios y al prójimo.
Además de enseñar a sus discípulos, y a
nosotros, a dirigirnos al Padre como “Abba”, el nombre con que los niños
hebreos se dirigían a su padre (“Abba nuestro…”), y a confiar en Su divina
providencia y protección contra las acechanzas del maligno, nos establece la
norma, la medida, en que vamos a ser acreedores de Su perdón cuando le fallamos
(que para la mayoría de nosotros es a diario): “perdónanos nuestros pecados,
porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo”.
Además de repetirlo mecánicamente (como los
gentiles cuya “palabrería” Él critica en la versión de Mateo), ¿en algún
momento nos detenemos a pensar en lo que estamos diciendo respecto al perdón
cuando recitamos el Padrenuestro? Si le pedimos al Padre que nos perdone en la
misma medida que perdonamos a los que nos ofenden, ¿seremos acreedores de Su
perdón? ¡Uf! Una vez más Jesús nos la pone difícil. ¿Quién dijo que el
seguimiento de Jesús era fácil? “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24; Mc 8,34;
Lc 9,23).
Nuevamente tenemos que decir: ¿Difícil? Sí.
¿Imposible? No. Él nos advirtió que el camino iba a ser empinado, pero nos dio
la herramienta para hacerlo llevadero. Él mismo nos había dicho que tenemos que
amar a nuestros enemigos (Lc 6,27-36). El Padre nos perdona porque nos ama,
porque el perdón es fruto del amor. Si le escuchamos y seguimos en lo primero
(amar incluso a nuestros enemigos), lo segundo (perdonar a los que nos ofenden)
es consecuencia lógica, obligada. Dios nos ama con amor de Madre, y nos pide
que nos amemos unos a otros como Él nos ama (Jn 13,34b). ¿Qué madre no perdona
a su hijo?
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Y si abrimos
nuestro corazón a ese Amor, se desbordará sobre nuestros hermanos, y el perdón
no se hará esperar. Ni de nosotros a nuestros hermanos, ni de Dios a nosotros.
¡Entonces viviremos el Padrenuestro!
Que pasen un hermoso día lleno de la Paz del
Señor, y no olviden visitar la Casa del Padre. Él y su Hijo nos esperan para
derramar su Santo Espíritu sobre nosotros.
El Papa san Juan Pablo II visitando en prisión a Ali Agca, el terrorista que intentó asesinarlo.
En el pasaje evangélico de ayer (Mt 5,38-42)
Jesús nos instaba a “poner la otra mejilla” al que nos abofetee, a darle la
capa al que quiera quitarnos la túnica, a caminar “la milla extra” por el que
nos pida acompañamiento, a darle al que nos pida, y a no rehuir al que nos pida
prestado. Decíamos que esa conducta está reñida con el mundo secular en que nos
ha tocado vivir, y cómo puede resultar difícil, y hasta absurda, a nuestros
contemporáneos.
Si creíamos que esas exigencias del
seguimiento de Jesús eran difíciles, en la lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Mt 5,43-48), Jesús las lleva al extremo.
“Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que
os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace
salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo
también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de
extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
Este pasaje da significado a lo dicho por Juan
al final del prólogo de su relato evangélico: “la Ley fue dada por medio de
Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (1,17). Es
el cumplimiento de la profecía del Antiguo Testamento: “Llegarán los días
–oráculo del Señor– en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel
y la casa de Judá. No será como la Alianza que establecí con sus padres el día
en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza
que ellos rompieron, aunque yo era su dueño –oráculo del Señor–. Esta es la
Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días
–oráculo del Señor–: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus
corazones” (Jr 31,31-33).
Lo que parece imposible, amar a nuestros
enemigos, se hace, no solo posible, sino que es consecuencia inevitable del
llamado que Jesús nos hace: “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es
perfecto”. “Ser perfecto” significa amar sin medida, como Él nos ama, a pesar
de todas nuestras afrentas, nuestras tibiezas, nuestras traiciones. “Ser
perfecto” es aprender a ver el rostro de Jesús en todos nuestros hermanos, aun
en aquellos que nos hace la vida difícil, aquellos que nos ponen la zancadilla,
que entorpecen nuestra labor o, pero aun, nos causan daño con toda
deliberación. Es a esos a quienes Jesús dice que tenemos que amar. ¿Difícil?
Sí. ¿Imposible? No.
Si abrimos nuestros corazones al Amor de Dios,
y conocemos ese amor, y lo reciprocamos, no tenemos otra alternativa que amar a
todos como lo hace Él (Cfr. Jn 14,5),
que fue capaz de perdonar a sus verdugos (Lc 23,34).
Leí en algún lugar que amar es una decisión, y
que el resultado de esa decisión es el amor. Comienza por ahí. Toma la decisión
a amar a tus “enemigos”, añádele el Amor del Padre, y ya no será una mera
decisión; será un imperativo de vida. Entonces serás perfecto, como nuestro
Padre celestial es perfecto.