REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 16-11-21

Los libros de los Macabeos forman parte de los llamados libros “deuterocanónicos” que no están contenidos en la Biblia protestante.

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 19,1-10) es la historia de Zaqueo, aquél publicano que tuvo un encuentro personal con Jesús que cambió su vida para siempre. Como ya hemos reflexionado sobre esa lectura en más de una ocasión, hoy centraremos nuestra reflexión en la primera lectura, tomada del segundo libro de los Macabeos (6,18-31). Los libros de los Macabeos forman parte de los llamados libros “deuterocanónicos” que no están contenidos en la Biblia protestante. Y es una verdadera lástima, pues contienen una parte importantísima de la historia del pueblo de Israel, sin la cual la narración bíblica queda trunca.

Estos libros nos narran la historia de la victoria espiritual de la familia de un asmoneo llamado Judas “Makabi” durante el período comprendido desde el advenimiento del rey Antíoco IV Epifanes hasta la muerte de Simón Macabeo. Además, nos presenta la creencia en la resurrección de los muertos, el purgatorio, el sufragio por los difuntos, y la perseverancia y verticalidad en la fe.

El pasaje de hoy nos presenta a un anciano llamado Eleazar, a quien querían obligar a comer carnes prohibidas en cumplimiento de un decreto real. Ante la negativa de este, “le abrían la boca a la fuerza para que comiera carne de cerdo. Pero él, prefiriendo una muerte honrosa a una vida de infamia, escupió la carne y avanzó voluntariamente al suplicio, como deben hacer los que son constantes en rechazar manjares prohibidos, aun a costa de la vida”.

Hasta ahí la historia ya nos presenta un modelo del testimonio genuino, del “mártir” (en ocasiones anteriores hemos dicho que la palabra mártir quiere decir “testigo”). Pero la verdadera riqueza de este pasaje reside en lo que ocurre después. Los que presidían aquél sacrificio ilegal, que eran viejos amigos de Eleazar, le propusieron sustituir la carne prohibida por carne permitida, “haciendo como que comía la carne del sacrificio ordenado por el rey, para que así se librara de la muerte”.

“Haciendo como que…” Un gesto exterior, un ritualismo vacío sin creer en lo que pretendía hacer, un engaño. Se trataba del ritualismo formal de los fariseos que Jesús tanto criticaría años más tarde. Eliazar era incapaz de semejante hipocresía. Por el contrario, era una persona que conformaba toda su vida, todo su ser a la voluntad de Dios. “¡Enviadme al sepulcro! Que no es digno de mi edad ese engaño. Van a creer muchos jóvenes que Eleazar, a los noventa años, ha apostatado, y, si miento por un poco de vida que me queda, se van a extraviar con mi mal ejemplo. Eso sería manchar e infamar mi vejez. Y, aunque de momento me librase del castigo de los hombres, no escaparía de la mano del Omnipotente, ni vivo ni muerto”.

¡Cuántas veces pretendemos, “hacemos como que…”, cumplimos con los mandamientos, con el único propósito de quedar bien ante los demás, ante el sacerdote, ante los demás feligreses!  Como a los fariseos, se nos olvida que no se trata de ser “fiel” a los mandamientos, sino de serle fiel a Dios, y que ante Él no podemos “hacer como que…”. O fríos o calientes, porque a los tibios Él los “vomitará de su boca” (Ap 3,16).

REFLEXIÓN PARA LA CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS 02-11-21

Hoy celebramos la conmemoración de todos los fieles difuntos, y uno de los Evangelios que nos propone la liturgia es Jn 14,1-6. Jesús sabe que su fin está cerca y quiere preparar a sus discípulos o, más bien, consolarlos, brindarles palabras de aliento. La mentalidad judía concebía el cielo como un lugar de muchas estancias o habitaciones. Pero Jesús le añade un elemento adicional: esas “estancias” están en la casa del Padre (“En la casa de mi Padre hay muchas estancias”), y esa casa es “su Casa” (más adelante, en los versículos 9 al 11 del mismo capítulo, les confirmará la identidad existente entre el Padre y Él).

Pero Jesús va más allá. Les promete que va a “prepararles” un lugar, y que cuando esté listo va a volver para llevarles con Él a la Casa del Padre (“volveré y os llevaré conmigo”). Es decir, no los va a abandonar; meramente va a prepararles un lugar, “para que donde estoy yo, estéis también vosotros”. Sabemos que el cielo no es un lugar, sino más bien un estado de ser, un estar ante la presencia de Dios y arropados por su Amor por toda la eternidad. Jesús nos hace partícipes de su naturaleza divina, y nos permite hacerlo desde “ya”, como un anticipo de lo que nos espera en la vida eterna (Cfr. Gál 2,20).

Antes de irse, Jesús nos dejó un “mapa” de cómo llegar a la Casa del Padre. Cuando Él les dice a los discípulos que “adonde yo voy, ya sabéis el camino”, y Tomás le pregunta que cómo pueden saber el camino, Jesús pronuncia uno de los siete “Yo soy” (Cfr. Ex 3,14) que encontramos en el Evangelio según san Juan: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”. La fórmula es sencilla. Para llegar a la Casa del Padre hay un solo camino: Jesús.

En esta conmemoración de los fieles difuntos la Iglesia nos invita a orar por aquellos que han muerto y que se encuentran en el Purgatorio, es decir, todos aquellos que mueren en gracia y amistad de Dios pero que tienen alguna que otra “mancha” en su túnica blanca. La Iglesia nos enseña que con nuestras oraciones podemos ayudar a ese proceso de “purificación” que tienen que pasar antes de poder pasar a formar parte de aquella “muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos”, que nos presentaba la liturgia de ayer (Ap 7,9). La oración y sufragios por los difuntos son consecuencia del dogma de la Comunión de los Santos contenido en el Credo, que asegura el maravilloso intercambio de la Gracia entre los miembros del Cuerpo de Cristo, y la deriva la Iglesia del segundo libro de los Macabeos, en el que Judas Macabeo “mandó ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus pecados” (2 Mac. 12, 46).

Hoy, elevemos una plegaria por todos los seres queridos que nos ha precedido, para que el Señor en su infinita misericordia perdone aquellas faltas que por su fragilidad humana puedan haber cometido, pero que no les hacen merecedores del castigo eterno, de manera que puedan comenzar a ocupar esa “estancia” que Jesús les tiene preparada en la Casa del Padre.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 22-11-19

“Mi casa es casa de oración; pero vosotros la habéis convertido en una cueva de bandidos”.

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (1 Mac 4,36-37.52-59; Lc 19 45-48), aunque a primera vista parecerían no estar relacionadas, tratan el mismo tema, la santidad del Templo y el respeto debido al mismo.

La primera, tomada del primer libro los Macabeos, nos presenta a Judas Macabeo y sus hermanos dedicando nuevamente el Templo, que había sido profanado por los enemigos. La rebelión promovida por los Macabeos había culminado en una victoria contundente contra las tropas del infame rey Antíoco, lo que había ganado para el pueblo judío una autonomía mayor y, sobre todo, libertad para practicar su religión. Y para celebrar la victoria restauran el Templo y ofrecen sacrificios de acción de gracias: “Ahora que tenemos derrotado al enemigo, subamos a purificar y consagrar el templo”.

Así, en el tercer aniversario de su profanación, después de haber restaurado el Templo y construido un nuevo altar, Judas Macabeo y sus hermanos, junto al pueblo judío, “lo volvieron a consagrar, cantando himnos y tocando cítaras, laúdes y platillos. Todo el pueblo se postró en tierra, adorando y alabando a Dios, que les había dado éxito. Durante ocho días, celebraron la consagración, ofreciendo con júbilo holocaustos y sacrificios de comunión y de alabanza”. Con estas ceremonias, descritas en el pasaje del que la lectura de hoy forma parte, el pueblo reiteró la importancia del Templo y el culto debido a Dios, y “canceló la afrenta de los paganos”.

Durante toda su historia, la vida del pueblo judío giró alrededor del Templo, que constituía su centro político-religioso. Jesús era judío, conocía las Sagradas Escrituras, y el respeto debido al Templo como “casa de Dios”.

Eso nos lleva al Evangelio. La lectura evangélica de hoy, tomada del Evangelio según san Lucas, nos dice que “todos los días Jesús enseñaba en el Templo”, y “el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”. Jesús nos trajo una nueva forma de culto en el que su Palabra y nuestra oración cobran un papel importantísimo, y nos conducen al centro de la liturgia: Él mismo que se hace presente en la Eucaristía. En tiempos de Jesús Yahvé “habitaba” en el Templo de Jerusalén. Hoy Jesús se hace presente en la Eucaristía.

La denuncia que escuchamos de labios de Jesús en el Evangelio al echar los mercaderes del Templo, “‘Mi casa es casa de oración’; pero vosotros la habéis convertido en una ‘cueva de bandidos’”, nos hace preguntarnos: Nuestros templos, ¿son “casa de oración”? ¿Estamos acaso “profanando” el templo? Basta con entrar en algunos templos y ver que más parecen una plaza pública que una casa de oración. El alboroto es tal que no permite concentrase a aquellos que estamos tratando de orar. Se nos olvida que estamos en presencia de Jesús sacramentado, que habita en nuestros sagrarios con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y merece todo nuestro respeto y adoración.

Como preparación para el Adviento y el nuevo año litúrgico que se avecina, hagamos un poco de introspección comunitaria. ¿Qué diría Jesús si entra a nuestro templo?

REFLEXIÓN PARA LA CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS 02-11-16

en-la-casa-de-mi-padre-hay-muchas-estancias-med

Hoy celebramos la conmemoración de todos los fieles difuntos, y uno de los Evangelios que nos propone la liturgia para hoy es Jn 14,1-6. Jesús sabe que su fin está cerca y quiere preparar a sus discípulos o, más bien, consolarlos, brindarles palabras de aliento. La mentalidad judía concebía el cielo como un lugar de muchas estancias o habitaciones. Pero Jesús le añade un elemento adicional: esas “estancias” están en la casa del Padre (“En la casa de mi Padre hay muchas estancias”), y esa casa es “su Casa” (más adelante, en los versículos 9 al 11 del mismo capítulo, les confirmará la identidad existente entre el Padre y Él).

Pero Jesús va más allá. Les promete que va a “prepararles” un lugar, y que cuando esté listo va a volver para llevarles con Él a la Casa del Padre (“volveré y os llevaré conmigo”). Es decir, no los va a abandonar; meramente va a prepararles un lugar, “para que donde estoy yo, estéis también vosotros”. Sabemos que el cielo no es un lugar, sino más bien un estado de ser, un estar ante la presencia de Dios y arropados por su Amor por toda la eternidad. Jesús nos hace partícipes de su naturaleza divina, y nos permite hacerlo desde “ya”, como un anticipo de lo que nos espera en la vida eterna (Cfr. Gál 2,20).

Antes de irse, Jesús nos dejó un “mapa” de cómo llegar a la Casa del Padre. Cuando Él les dice a los discípulos que “adonde yo voy, ya sabéis el camino”, y Tomás le pregunta que cómo pueden saber el camino, Jesús pronuncia uno de los siete “Yo soy” (Cfr. Ex 3,14) que encontramos en el Evangelio según san Juan: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”. La fórmula es sencilla. Para llegar a la Casa del Padre hay un solo camino: Jesús.

En esta conmemoración de los fieles difuntos la Iglesia nos invita a orar por aquellos que han muerto y que se encuentran en el Purgatorio, es decir, todos aquellos que mueren en gracia y amistad de Dios pero que tienen alguna que otra “mancha” en su túnica blanca. La Iglesia nos enseña que con nuestras oraciones podemos ayudar a ese proceso de “purificación” que tienen que pasar antes de poder pasar a formar parte de aquella “muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos”, que nos presentaba la liturgia de ayer (Ap 7,9). Esta tradición de orar por los difuntos la deriva la Iglesia del segundo libro de los Macabeos, en el que Judas Macabeo “mandó ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus pecados” (2 Mac. 12, 46).

Hoy, elevemos una plegaria por todos los seres queridos que nos ha precedido, para que el Señor en su infinita misericordia perdone aquellas faltas que por su fragilidad humana puedan haber cometido, pero que no les hacen merecedores del castigo eterno, de manera que puedan comenzar a ocupar esa “estancia” que Jesús les tiene preparada en la Casa del Padre.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 20-19-15

mercaderes templo

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (1 Mac 4,36-37.52-59; Lc 19 45-48), aunque a primera vista parecerían no estar relacionadas, tratan el mismo tema, la santidad del Templo y el respeto debido al mismo.

La primera, tomada del primer libro los Macabeos, nos presenta a Judas Macabeo y sus hermanos dedicando nuevamente el Templo, que había sido profanado por los enemigos. La rebelión promovida por los Macabeos había culminado en una victoria contundente contra las tropas del infame rey Antíoco, lo que había ganado para el pueblo judío una autonomía mayor y, sobre todo, libertad para practicar su religión. Y para celebrar la victoria restauran el Templo y ofrecen sacrificios de acción de gracias: “Ahora que tenemos derrotado al enemigo, subamos a purificar y consagrar el templo”.

Así, en el tercer aniversario de su profanación, después de haber restaurado el Templo y construido un nuevo altar, Judas Macabeo y sus hermanos, junto al pueblo judío, “lo volvieron a consagrar, cantando himnos y tocando cítaras, laúdes y platillos. Todo el pueblo se postró en tierra, adorando y alabando a Dios, que les había dado éxito. Durante ocho días, celebraron la consagración, ofreciendo con júbilo holocaustos y sacrificios de comunión y de alabanza”. Con estas ceremonias, descritas en el pasaje del que la lectura de hoy forma parte, el pueblo reiteró la importancia del Templo y el culto debido a Dios, y “canceló la afrenta de los paganos”.

Durante toda su historia, la vida del pueblo judío giró alrededor del Templo, que constituía su centro político-religioso. Jesús era judío, conocía las Sagradas Escrituras, y el respeto debido al Templo como “casa de Dios”.

Eso nos lleva al Evangelio. La lectura evangélica de hoy, tomada del Evangelio según san Lucas, nos dice que “todos los días Jesús enseñaba en el Templo”, y “el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”. Jesús nos trajo una nueva forma de culto en el que su Palabra y nuestra oración cobran un papel importantísimo, y nos conducen al centro de la liturgia: Él mismo que se hace presente en la Eucaristía. En tiempos de Jesús Yahvé “habitaba” en el Templo de Jerusalén. Hoy Jesús se hace presente en la Eucaristía.

La denuncia que escuchamos de labios de Jesús en el Evangelio al echar los mercaderes del Templo, “‘Mi casa es casa de oración’; pero vosotros la habéis convertido en una ‘cueva de bandidos’”, nos hace preguntarnos: Nuestros templos, ¿son “casa de oración”? ¿Estamos acaso “profanando” el templo? Basta con entrar en algunos templos y ver que más parecen una plaza pública que una casa de oración. El alboroto es tal que no permite concentrase a aquellos que estamos tratando de orar. Se nos olvida que estamos en presencia de Jesús sacramentado, que habita en nuestros sagrarios con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y merece todo nuestro respeto y adoración.

Como preparación para el Adviento y el nuevo año litúrgico que se avecina, hagamos un poco de introspección comunitaria. ¿Qué diría Jesús si entra a nuestro templo?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 17-11-15

Eleazar

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 19,1-10) es la historia de Zaqueo, aquél publicano que tuvo un encuentro personal con Jesús que cambió su vida para siempre. Como ya hemos reflexionado sobre esa lectura en más de una ocasión, hoy centraremos nuestra reflexión en la primera lectura, tomada del segundo libro de los Macabeos (6,18-31). Los libros de los Macabeos forman parte de los llamados libros “deuterocanónicos” que no están contenidos en la Biblia protestante. Y es una verdadera lástima, pues contienen una parte importantísima de la historia del pueblo de Israel, sin la cual la narración bíblica queda trunca.

Estos libros nos narran la historia de la victoria espiritual de la familia de un asmoneo llamado Judas “Makabi” durante el período comprendido desde el advenimiento del rey Antíoco IV Epifanes hasta la muerte de Simón Macabeo. Además, nos presenta la creencia en la resurrección de los muertos, el purgatorio, y la perseverancia y verticalidad en la fe.

El pasaje de hoy nos presenta a un anciano llamado Eleazar, a quien querían obligar a comer carnes prohibidas en cumplimiento de un decreto real. Ante la negativa de este, “le abrían la boca a la fuerza para que comiera carne de cerdo. Pero él, prefiriendo una muerte honrosa a una vida de infamia, escupió la carne y avanzó voluntariamente al suplicio, como deben hacer los que son constantes en rechazar manjares prohibidos, aun a costa de la vida”.

Hasta ahí la historia ya nos presenta un modelo del testimonio genuino, del “mártir” (en ocasiones anteriores hemos dicho que la palabra mártir quiere decir “testigo”). Pero la verdadera riqueza de este pasaje reside en lo que ocurre después. Los que presidían aquél sacrificio ilegal, que eran viejos amigos de Eleazar, le propusieron sustituir la carne prohibida por carne permitida, “haciendo como que comía la carne del sacrificio ordenado por el rey, para que así se librara de la muerte”.

“Haciendo como que…” Un gesto exterior, un ritualismo vacío sin creer en lo que pretendía hacer, un engaño. Se trataba del ritualismo formal de los fariseos que Jesús tanto criticaría años más tarde. Eliazar era incapaz de semejante hipocresía. Por el contrario, era una persona que conformaba toda su vida, todo su ser a la voluntad de Dios. “¡Enviadme al sepulcro! Que no es digno de mi edad ese engaño. Van a creer muchos jóvenes que Eleazar, a los noventa años, ha apostatado, y, si miento por un poco de vida que me queda, se van a extraviar con mi mal ejemplo. Eso sería manchar e infamar mi vejez. Y, aunque de momento me librase del castigo de los hombres, no escaparía de la mano del Omnipotente, ni vivo ni muerto”.

¡Cuántas veces pretendemos, “hacemos como que…”, cumplimos con los mandamientos, con el único propósito de quedar bien ante los demás, ante el sacerdote, ante los demás feligreses!  Como a los fariseos, se nos olvida que no se trata de ser “fiel” a los mandamientos, sino de serle fiel a Dios, y que ante Él no podemos “hacer como que…”. O fríos o calientes, porque a los tibios Él los “vomitará de su boca” (Ap 3,16).