El 14 de febrero celebramos el día o memoria de san Valentín, santo patrono de los enamorados, que en tiempos más recientes se ha secularizado y comercializado con el nombre de día de los enamorados, o del amor y la amistad. La pregunta obligada es: ¿Existió verdaderamente san Valentín? Y si existió, ¿quién era?
Aunque no está exento de controversia,
generalmente se acepta que existió un sacerdote de ese nombre que vivió
alrededor del siglo III en la ciudad de Roma. Cuenta la leyenda que el
emperador romano Claudio II había prohibido las bodas entre jóvenes, por
entender que los jóvenes solteros hacían mejores soldados, al no tener
obligaciones familiares. Valentín no estuvo de acuerdo con ese decreto y casaba
los jóvenes en secreto. De ahí que se le considere el santo patrón de los
enamorados, pues se convertía en una especie de “cómplice” que les ayudaba a consumar
su amor.
Cuando el emperador se enteró que Valentín estaba desafiando su decreto, lo mandó citar ante su presencia. Valentín acudió e intentó evangelizar al emperador. Esto eventualmente le costó la vida, pues fue martirizado el 14 de febrero del año 270, y canonizado por el Papa Gelasio I en o alrededor del año 496. Sus restos mortales se encuentran en la Basílica que lleva su nombre en la ciudad de Terni, en Italia, a donde cada 14 de febrero acuden numerosas parejas a formalizar su compromiso.
“…como un solo hombre, se abalanzaron sobre él, lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearlo”.
Ayer celebrábamos la Natividad del Señor, todo era fiesta,
júbilo, villancicos, dulzura. Hoy, de repente, sin aviso, nos enfrentamos al
martirio de Esteban, el primero que ofrecerá su vida por el anuncio de la Buena
Noticia de Jesús. Esto nos sirve para devolvernos a la realidad y recordar,
dentro de todo este ambiente idílico de la Navidad, que ese niño que ayer nacía
en Belén, por mantenerse fiel a su misión, ofrendará su vida en la cruz por
nuestra salvación. La fiesta de san Esteban protomártir es la primera de tres
fiestas de santos que celebramos durante la Octava de Navidad: san Esteban, san
Juan y los santos Inocentes.
Todo el ambiente que rodea el nacimiento de Jesús tiene un
denominador común: la pobreza. Dios escogió nacer en un rústico pesebre. Es
como si fuera un anticipo de la cruz que asumiría por nosotros y por nuestra
salvación. Así como nació pobre, terminaría su vida mortal como el más pobre de
los pobres, teniendo como única posesión material sus vestiduras y su manto (Jn
19, 23-24).
La primera lectura nos narra el martirio de san Esteban,
diácono (Hc 6,8-10;7, 54-60). Esteban es el primer mártir de Jesús (la palabra
mártir significa “testigo”), el primero en seguir al Maestro, el primero en “llevar
su cruz”, en sufrir la muerte a manos de los mismos que perseguían a Jesús.
La lectura evangélica (Mt 10,17-22) nos muestra cómo Jesús
le había adelantado a sus discípulos las persecuciones y pruebas que habrían se
sufrir por seguirle: “os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas
y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por mi causa; así daréis
testimonio ante ellos y ante los gentiles… Los hermanos entregarán a sus
hermanos para que los maten, los padres a los hijos; se rebelarán los hijos
contra sus padres, y los matarán. Todos os odiarán por mi nombre; el que
persevere hasta el final se salvará”. Esteban perseveró hasta el final, dando
la mayor prueba de amor (Jn 15,13), y encontró la salvación.
Son muchos los que, después de Esteban, han sufrido el
martirio a lo largo de la historia del cristianismo, algunos intensos, rápidos
y hasta la muerte, como el suyo; otros lentos y prolongados, que pasan
desapercibidos, como el nuestro, con muchos “testimonios” pequeños en nuestro
quehacer cotidiano. Hoy debemos preguntarnos: ¿Estamos dispuestos a perseverar
hasta el final? ¿Estamos dispuestos a perdonar a nuestros perseguidores como lo
hizo Jesús, como lo hizo Esteban?
“Señor Dios nuestro: Honramos hoy la memoria de San Esteban,
el primer mártir de tu joven Iglesia. Danos la gracia de ser buenos testigos,
como él, llenos de fe y del Espíritu Santo, hombres y mujeres que estemos
llenos de fortaleza, ya que nos esforzamos por vivir la vida de Jesús. Danos
una gran confianza para vivir y morir en tus manos. Y que, como Esteban, sepamos rogar por los que nos hieren u
ofenden para que tú nos perdones a todos, tanto a ellos como a nosotros. Te lo
pedimos por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Oración colecta).
“Herodías aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio; no acababa de conseguirlo, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía”.
Hoy celebramos la memoria obligatoria del
martirio de Juan el Bautista. La lectura evangélica de hoy (Mc 6,17-29) nos
presenta la versión de Marcos del martirio de Juan. Algunos ven en este relato
un anuncio de la suerte que habría de correr Jesús a consecuencia de la
radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de muerte por haber
denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo,
ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa
de su hermano Herodes Filipo. Jesús, al denunciar la opresión de los pobres y
marginados, y los pecados de las clases dominantes, se ganaría el odio de los
líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.
Juan, el precursor, se nos presenta también
como el prototipo del seguidor de Jesús: recio, valiente, comprometido con la
verdad. La suerte que corrieron tanto Juan el Bautista como Jesús fue extrema:
la muerte. Marcos coloca este relato con toda intención después del envío de
los doce, para significar la suerte que podía esperarles a ellos también, pues
la predicación de todo el que sigue el ejemplo del Maestro va a provocar
controversia, porque va a obligar a los que lo escuchan a enfrentarse a sus
pecados. De este modo, el martirio de Juan el Bautista se convierte también en
un anuncio para los “doce” sobre la suerte que les espera.
Aunque nos parezca algo que ocurrió en un
pasado distante, algunos se sorprenden al enterarse que todavía hoy, en pleno
siglo XXI, hay hombres y mujeres valientes que pierden la vida por predicar el
Evangelio de Jesucristo. De ese modo sus muertes se convierten en el mejor
testimonio de su fe. De hecho, la palabra “mártir” significa “testigo”.
Hemos dicho en innumerables ocasiones que el
seguimiento de Jesús no es fácil, que el verdadero discípulo de Jesús tiene que
estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación,
a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el
amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan
inaceptables para muchos (Cfr. Jn 6,60-67). Quieren el beneficio de las
promesas sin las obligaciones.
El verdadero cristiano tiene que predicar a
Cristo; ¡a Cristo crucificado! “Porque no me envió Cristo a bautizar,
sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la
cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se
pierden; mas para los que se salvan – para nosotros – es fuerza de Dios” (1 Co
1,17-18).
Por eso el que confía en Jesús y en su Palabra
salvífica enfrenta las consecuencias del seguimiento con la certeza de que no
está solo. Eso es una promesa de Dios, y Dios nunca se retracta de sus promesas
(Cfr. 1 Pe 10,23). Esa es la verdadera “esperanza del cristiano”, que el
Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que es “la virtud teologal por la
cual deseamos y esperamos de Dios, con una firme confianza, la vida eterna y
las gracias para merecerla, porque Dios nos lo ha prometido”.
Hoy la Iglesia universal (¿sabías que la
palabra “católica” quiere decir “universal”?) celebra la Fiesta de san Lorenzo,
mártir. Lorenzo fue uno de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, en donde
fue martirizado el 10 de agosto de 258. El papa Sixto lo había ordenado diácono
y nombrado administrador de los archivos y los bienes de la Iglesia, y el
cuidado de los pobres. Se le venera como santo patrón de los bibliotecarios.
Lorenzo es uno de esos santos cuya vida está
rodeada de anécdotas y leyendas, entre las que podemos resaltar que se dice que
entre los tesoros de la Iglesia cuya custodia se le habían confiado a Lorenzo
estaba el “Santo Grial”, es decir, la copa utilizada por Jesús en la
institución de la Eucaristía durante la última cena. A partir de ahí se han
urdido toda clase de leyendas e intrigas, sobre todo para aquellos que gustan
de ese tipo de historias
Otra anécdota cuenta que cuando el papa Sixto fue
asesinado, el alcalde pagano de Roma le pidió a Lorenzo que le entregara todas
las riquezas de la Iglesia, a lo que éste le pidió tiempo para recolectarlas.
Entonces fue y recogió a todos los pobres, huérfanos, viudas, enfermos,
tullidos, ciegos y leprosos que él atendía y se los presentó al alcalde diciéndole:
“Estos son los tesoros de la Iglesia”. El alcalde, furioso por la actuación de
Lorenzo lo condenó a muerte diciéndole: “Pero no creas que morirás en un
instante, lo harás lentamente y soportando el mayor dolor de tu vida”.
Precisamente con su martirio tiene que ver la
tercera anécdota. La “muerte lenta” que le prometió el alcalde fue morir asado
en una parrilla. Cuenta la leyenda que, en medio del martirio, dijo a su
verdugo: “Dadme la vuelta, que por este lado ya estoy hecho”.
En ocasiones hemos hablado de la “letra chica”
del seguimiento de Jesús y cómo Jesús tiene una cruz distinta para cada uno de
nosotros, según sus misteriosos designios. Lorenzo leyó esa letra chica y
aceptó seguir a Jesús y dar testimonio de su Palabra sin importar las
consecuencias. Con su muerte dio testimonio de la resurrección de Jesús (la
palabra “mártir” quiere decir “testigo”) y logró que la Palabra de Dios diera
fruto en abundancia.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para esta Fiesta (Jn 12,24-26) le da sentido al martirio de Lorenzo: “Os
aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo;
pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se
aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que
quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor;
a quien me sirva, el Padre lo premiará”.
Jesús nos invita a seguirle y nos advierte lo
que nos espera. Lorenzo lo siguió hasta la muerte. Y pensar que a nosotros se
nos hace tan difícil seguirlo en el sufrimiento, aún en las cosas más pequeñas,
insignificantes, que a veces sacamos de proporción y nos parecen tan
“dolorosas”. ¡Atrévete! No te vas a arrepentir. ¿Sabes cuál es el secreto? Una
sola palabra: Amor.
Ayer celebrábamos la Natividad del Señor, todo era fiesta, júbilo, villancicos, dulzura. Hoy, de repente, sin aviso, nos enfrentamos al martirio de Esteban, el primero que ofrecerá su vida por el anuncio de la Buena Noticia de Jesús. Esto nos sirve para devolvernos a la realidad y recordar, dentro de todo este ambiente idílico de la Navidad, que ese niño que ayer nacía en Belén, por mantenerse fiel a su misión, ofrendará su vida en la cruz por nuestra salvación. La fiesta de san Esteban protomártir es la primera de tres fiestas de santos que celebramos durante la Octava de Navidad: san Esteban, san Juan y los santos Inocentes.
Todo el ambiente que rodea el nacimiento de
Jesús tiene un denominador común: la pobreza. Dios escogió nacer en un rústico
pesebre. Es como si fuera un anticipo de la cruz que asumiría por nosotros y
por nuestra salvación. Así como nació pobre, terminaría su vida mortal como el
más pobre de los pobres, teniendo como única posesión material sus vestiduras y
su manto (Jn 19, 23-24).
La primera lectura nos narra el martirio de
san Esteban, diácono (Hc 6,8-10;7, 54-60). Esteban es el primer mártir de Jesús
(la palabra mártir significa “testigo”), el primero en seguir al Maestro, el
primero en “llevar su cruz”, en sufrir la muerte a manos de los mismos que
perseguían a Jesús.
La lectura evangélica (Mt 10,17-22) nos
muestra cómo Jesús le había adelantado a sus discípulos las persecuciones y pruebas
que habrían se sufrir por seguirle: “os entregarán a los tribunales, os
azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por
mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los gentiles… Los hermanos
entregarán a sus hermanos para que los maten, los padres a los hijos; se
rebelarán los hijos contra sus padres, y los matarán. Todos os odiarán por mi
nombre; el que persevere hasta el final se salvará”. Esteban perseveró hasta el
final, dando la mayor prueba de amor (Jn 15,13), y encontró la salvación.
Son muchos los que, después de Esteban, han
sufrido el martirio a lo largo de la historia del cristianismo, algunos
intensos, rápidos y hasta la muerte, como el suyo; otros lentos y prolongados,
que pasan desapercibidos, como el nuestro, con muchos “testimonios” pequeños en
nuestro quehacer cotidiano. Hoy debemos preguntarnos: ¿Estamos dispuestos a
perseverar hasta el final? ¿Estamos dispuestos a perdonar a nuestros
perseguidores como lo hizo Jesús, como lo hizo Esteban?
“Señor Dios nuestro: Honramos hoy la memoria
de San Esteban, el primer mártir de tu joven Iglesia. Danos la gracia de ser
buenos testigos, como él, llenos de fe y del Espíritu Santo, hombres y mujeres
que estemos llenos de fortaleza, ya que nos esforzamos por vivir la vida de
Jesús. Danos una gran confianza para vivir y morir en tus manos. Y que, como
Esteban, sepamos rogar por los que nos
hieren u ofenden para que tú nos perdones a todos, tanto a ellos como a
nosotros. Te lo pedimos por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Oración
colecta).
“Herodías aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio; no acababa de conseguirlo, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía”.
Hoy celebramos la memoria obligatoria del
martirio de Juan el Bautista. Y la lectura evangélica que contemplamos hoy (Mc 6,17-29)
nos presenta la versión de Marcos del martirio de Juan. Algunos ven en este
relato un anuncio de la suerte que habría de correr Jesús a consecuencia de la
radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de muerte por haber
denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo,
ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa
de su hermano Herodes Filipo. Jesús, al denunciar la opresión de los pobres y
marginados, y los pecados de las clases dominantes, se ganaría el odio de los
líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.
Juan, el precursor, se nos presenta también
como el prototipo del seguidor de Jesús: recio, valiente, comprometido con la
verdad. La suerte que corrieron tanto Juan el Bautista como Jesús fue extrema:
la muerte. Marcos coloca este relato con toda intención después del envío de
los doce, para significar la suerte que podía esperarles a ellos también, pues
la predicación de todo el que sigue el ejemplo del Maestro va a provocar
controversia, porque va a obligar a los que lo escuchan a enfrentarse a sus
pecados. De este modo, el martirio de Juan el Bautista se convierte también en
un anuncio para los “doce” sobre la suerte que ha de esperarles.
Aunque nos parezca algo que ocurrió en un
pasado distante, algunos se sorprenden al enterarse que todavía hoy, en pleno
siglo XXI, hay hombres y mujeres valientes que pierden la vida por predicar el
Evangelio de Jesucristo. De ese modo sus muertes se convierten en el mejor
testimonio de su fe. De hecho, la palabra “mártir” significa “testigo”.
Hemos dicho en innumerables ocasiones que el
seguimiento de Jesús no es fácil, que el verdadero discípulo de Jesús tiene que
estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación,
a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el
amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan
inaceptables para muchos. Quieren el beneficio de las promesas sin las
obligaciones.
Pero el que confía en Jesús y en su Palabra
salvífica enfrenta las consecuencias del seguimiento con la certeza de que no
está solo. Como nos dice la primera lectura de hoy (Jr 1,17-9): “No les tengas
miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos. Mira; yo te convierto hoy en
plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el
país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la
gente del campo. Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo
para librarte”. Eso es una promesa de Dios, y Dios nunca se retracta de sus
promesas (Cfr. 1 Pe 10,23).
Por eso el salmista exclama con confianza: “Sé
tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar
eres tú, Dios mío, líbrame de la mano perversa” (Sal 70).
Hoy la Iglesia universal (¿sabías que la
palabra “católica” quiere decir “universal”?) celebra la Fiesta de san Lorenzo,
mártir. Lorenzo fue uno de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, en donde
fue martirizado el 10 de agosto de 258. El papa Sixto lo había ordenado diácono
y nombrado administrador de los archivos y los bienes de la Iglesia, y el
cuidado de los pobres. Se le venera como santo patrón de los bibliotecarios.
Lorenzo es uno de esos santos cuya vida está
rodeada de anécdotas y leyendas, entre las que podemos resaltar que se dice que
entre los tesoros de la Iglesia cuya custodia se le habían confiado a Lorenzo
estaba el “Santo Grial”, es decir, la copa utilizada por Jesús en la
institución de la Eucaristía durante la última cena. A partir de ahí se han
urdido toda clase de leyendas e intrigas, sobre todo para aquellos que gustan
de ese tipo de historias
Otra anécdota cuenta que cuando el papa Sixto fue
asesinado, el alcalde pagano de Roma le pidió a Lorenzo que le entregara todas
las riquezas de la Iglesia, a lo que éste le pidió tiempo para recolectarlas.
Entonces fue y recogió a todos los pobres, huérfanos, viudas, enfermos,
tullidos, ciegos y leprosos que él atendía y se los presentó al alcalde diciéndole:
“Estos son los tesoros de la Iglesia”. El alcalde, furioso por la actuación de
Lorenzo lo condenó a muerte diciéndole: “Pero no creas que morirás en un
instante, lo harás lentamente y soportando el mayor dolor de tu vida”.
Precisamente con su martirio tiene que ver la
tercera anécdota. La “muerte lenta” que le prometió el alcalde fue morir asado
en una parrilla. Cuenta la leyenda que, en medio del martirio, dijo a su
verdugo: “Dadme la vuelta, que por este lado ya estoy hecho”.
En ocasiones hemos hablado de la “letra chica”
del seguimiento de Jesús y cómo Jesús tiene una cruz distinta para cada uno de
nosotros, según sus misteriosos designios. Lorenzo leyó esa letra chica y
aceptó seguir a Jesús y dar testimonio de su Palabra sin importar las
consecuencias. Con su muerte dio testimonio de la resurrección de Jesús (la
palabra “mártir” quiere decir “testigo”) y logró que la Palabra de Dios diera
fruto en abundancia.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para esta Fiesta (Jn 12,24-26) le da sentido al martirio de Lorenzo: “Os
aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo;
pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se
aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que
quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor;
a quien me sirva, el Padre lo premiará”.
Jesús nos invita a seguirle y nos advierte lo
que nos espera. Lorenzo lo siguió hasta la muerte. Y pensar que a nosotros se
nos hace tan difícil seguirlo en el sufrimiento, aún en las cosas más pequeñas,
insignificantes, que a veces sacamos de proporción y nos parecen tan
“dolorosas”. ¡Atrévete! No te vas a arrepentir. ¿Sabes cuál es el secreto? Una
sola palabra: Amor.
La liturgia de hoy nos presenta como primera
lectura el pasaje del libro del Levítico (Lv 25,1.8-17) en el cual el Señor establece
el “año del jubileo”, o “año jubilar”. Para entender el significado de este
precepto, tenemos que remontarnos a las promesas de Yahvé a Abraham y la
conquista de la tierra de Canaán por el pueblo de Israel. La tierra, repartida
entre todos, don de Dios y fruto del esfuerzo humano, representa el
cumplimiento de la promesa de Dios.
Con el transcurso del tiempo, las tierras
cambiaban de dueño por diversas transacciones económicas, rompiendo el
desbalance inicial. En este pasaje del Levítico Yahvé instruye a Moisés que
cada año cincuenta (el año después de “siete semanas de años, siete por siete,
o sea cuarenta y nueve años”), cada cual tendrá derecho a recuperar su
propiedad y volver a su pueblo. Y para evitar disputas, el mismo Dios establece
la fórmula a utilizarse al hacer el cómputo para determinar el precio a pagarse
por las tierras, es decir la tasación.
El año jubilar tenía un sentido religioso, de
culto a Dios, unido a un carácter social, de justicia igualitaria. Así, el año jubilar no solo se refería a las
tierras; en ese año también se restablecía la justicia social mediante la
liberación de los esclavos (“promulgaréis la manumisión en el país para todos
sus moradores”).
La lectura evangélica de hoy (Mt 14,1-12) nos
presenta la versión de Mateo del martirio de Juan el Bautista. Algunos ven en
este relato un anuncio de la suerte que habría de correr Jesús a consecuencia
de la radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de muerte por
haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su
tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la
esposa de su hermano Herodes Filipo. Jesús, al denunciar la opresión de los
pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, se ganaría el odio
de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían
asesinándolo.
Juan, el precursor, se nos presenta también
como el prototipo del seguidor de Jesús: recio, valiente, comprometido con la
verdad. La suerte que corrieron tanto Juan el Bautista como Jesús fue extrema:
la muerte. Aunque este pasaje se refiere a algo que ocurrió en un pasado
distante vemos cómo todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay hombres y mujeres
valientes que pierden la vida por predicar el Evangelio de Jesucristo. De ese
modo sus muertes se convierten en el mejor testimonio de su fe. De hecho, la
palabra “mártir” significa “testigo”.
Hemos dicho en innumerables ocasiones que el
seguimiento de Jesús no es fácil, que el verdadero discípulo de Jesús tiene que
estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación,
a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el
amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan
inaceptables para muchos. Quieren el beneficio de las promesas sin las
obligaciones.
Ese doble discurso lo vemos a diario en los
que utilizan el “amor de Dios” para justificar toda clase de conductas que
atentan contra la dignidad del hombre y la familia.
Hermoso fin de semana a todos, y no olviden
visitar la Casa del Padre. Él les espera…
Ayer celebrábamos la Natividad del Señor, todo
era fiesta, júbilo, villancicos, dulzura. Hoy, de repente, sin aviso, nos
enfrentamos al martirio de Esteban, el primero que ofrecerá su vida por el
anuncio de la Buena Noticia de Jesús. Esto nos sirve para devolvernos a la
realidad y recordar, dentro de todo este ambiente idílico de la Navidad, que ese
niño que ayer nacía en Belén, por mantenerse fiel a su misión, ofrendará su
vida en la cruz por nuestra salvación. La fiesta de san Esteban protomártir es
la primera de tres fiestas de santos que siguen inmediatamente a la Navidad: san
Esteban, san Juan y los santos Inocentes.
Todo el ambiente que rodea el nacimiento de
Jesús tiene un denominador común: la pobreza. Dios escogió nacer en un rústico
pesebre. Es como si fuera un anticipo de la cruz que asumiría por nosotros y
por nuestra salvación. Así como nació pobre, terminaría su vida mortal como el
más pobre de los pobres, teniendo como única posesión material sus vestiduras y
su manto (Jn 19, 23-24).
La primera lectura nos narra el martirio de
san Esteban, diácono (Hc 6,8-10;7, 54-60). Esteban es el primer mártir de Jesús
(la palabra mártir significa “testigo”), el primero en seguir al Maestro, el
primero en “llevar su cruz”, en sufrir la muerte a manos de los mismos que
perseguían a Jesús.
La lectura evangélica (Mt 10,17-22) nos
muestra cómo Jesús le había adelantado a sus discípulos las persecuciones y pruebas
que habrían se sufrir por seguirle: “os entregarán a los tribunales, os
azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por
mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los gentiles… Los hermanos
entregarán a sus hermanos para que los maten, los padres a los hijos; se
rebelarán los hijos contra sus padres, y los matarán. Todos os odiarán por mi
nombre; el que persevere hasta el final se salvará”. Esteban perseveró hasta el
final, dando la mayor prueba de amor (Jn 15,13), y encontró la salvación.
Son muchos los que, después de Esteban, han
sufrido el martirio a lo largo de la historia del cristianismo, algunos
intensos, rápidos y hasta la muerte, como el suyo; otros lentos y prolongados,
que pasan desapercibidos, como el nuestro, con muchos “testimonios” pequeños en
nuestro quehacer cotidiano. Hoy debemos preguntarnos: ¿Estamos dispuestos a
perseverar hasta el final? ¿Estamos dispuestos a perdonar a nuestros
perseguidores como lo hizo Jesús, como lo hizo Esteban?
“Señor Dios nuestro: Honramos hoy la memoria
de San Esteban, el primer mártir de tu joven Iglesia. Danos la gracia de ser
buenos testigos, como él, llenos de fe y del Espíritu Santo, hombres y mujeres
que estemos llenos de fortaleza, ya que nos esforzamos por vivir la vida de
Jesús. Danos una gran confianza para vivir y morir en tus manos. Y que, como
Esteban, sepamos rogar por los que nos
hieren u ofenden para que tú nos perdones a todos, tanto a ellos como a
nosotros. Te lo pedimos por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Oración
colecta).
Hoy es el trigésimo cuarto y último domingo del año litúrgico, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, que marca el comienzo de la última semana del Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.
Todas las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Dn 7,13-14; Sal 92, 1ab.1c-2-5); Ap 1,5-8; y Jn 18,33b-37) nos apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación de su Reino por toda la eternidad.
La primera lectura, tomada de la profecía de Daniel, de género apocalíptico, nos presenta la figura de un “hijo de hombre”, refiriéndose a ese misterio del Dios humanado, el Dios-con-nosotros, que es la persona de Jesús con su doble naturaleza, divina y humana: “Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”.
La lectura del libro del Apocalipsis nos reitera el señorío de Jesucristo, “el príncipe de los reyes de la tierra”. Pero a la misma vez lo presenta como “el testigo fiel” que, como decíamos ayer, es sinónimo de “mártir”, lo que nos apunta hacia la verdadera fuente se su poder: el Amor. “Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Juan utiliza el mismo lenguaje de Daniel al describir la visión de Jesús que “viene en las nubes”, añadiendo que cuando Él venga reinará sobre todos, incluyendo a “los que lo atravesaron” (Cfr. Jn 19,37), que tendrán que verlo llegar en toda su gloria. La lectura cierra con una proclamación solemne por parte del Dios Trino: “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso”, el principio y el fin de la historia.
De ambas lecturas surge claramente que el Reinado de Jesús no se rige por las normas de los reinos terrenales. Un reino que “no tiene fin”, es eterno, y en vez de convertirnos en súbditos, nos libera. Jesús lo reitera al comparecer ante Pilato en el pasaje evangélico que contemplamos hoy: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Más adelante Jesús añade: “Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad”. En ocasiones anteriores hemos dicho que el término “verdad”, según utilizado en las Sagradas Escrituras, se refiere a la fidelidad del Amor de Dios.
El Reino de Jesucristo no es de este mundo, pero se inicia y se va germinando en este mundo, y alcanzará su plenitud definitiva al final de los tiempos, cuando el demonio, el pecado, el dolor y la muerte hayan sido erradicados para siempre. Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre en la frente, y reinaremos junto al Él por los siglos de los siglos (Cfr. Ap 22,4-5). ¡Qué promesa!
Recuerda visitar la Casa de nuestro Rey; Él mismo vendrá a tu encuentro.