En este corto reflexionamos sobre el evangelio que nos ofrece la liturgia para este domingo, y el diálogo que se suscita entre Jesús y la mujer cananea que le suplica la curación de su hija, especialmente el significado de la frase de Jesús que sirve de título a este vídeo.
“Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Esa frase tan conocida de Jesús, que con variantes aparece en todos los sinópticos, está en la raíz de la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos presenta la liturgia de hoy (Mt 15,21-28): La importancia de la fe.
El evangelio de hoy nos presenta una mujer cananea (pagana) que no vacila en su fe; que se mantiene firme aún ante el aparente desprecio, e inclusive la aparente humillación por parte de Jesús; al punto que Jesús exclama: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y su hija, por quien había estado pidiendo, quedó sana.
Esta actitud contrasta con la de Pedro en el evangelio que leyéramos ayer, quien, al distraer su mirada del Señor, comenzó a hundirse; lo que provocó que Jesús le dijera: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”. Sí, Pedro, el mismo a quien luego Jesús le dirá: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mt 16,18).
Pedro se sintió distraído por lo que ocurría en su entorno; el mar embravecido, el viento, y por un momento apartó su mirada de Jesús, lo que hizo que su fe se resquebrajara. La mujer cananea, por su parte, no se dejó turbar por sus circunstancias. No le importó el desprecio, la humillación, la burla de que seguramente fue objeto; y en ningún momento apartó su mirada de Jesús. Su fe se mantuvo íntegra.
Aquella mujer cananea creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios… Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál. 26,28).
En nuestro peregrinar siguiendo los pasos del Maestro, surgirán muchas distracciones, muchas tormentas, muchos mares embravecidos, muchos aparentes desprecios de parte de Dios, muchos momentos en que Dios aparenta ignorar nuestras súplicas. Y la mujer cananea nos brinda el mejor ejemplo: perseverar en la fe. Y Jesús, que es el mismo ayer, hoy y siempre, nos dirá: “qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
Señor yo creo, pero aumenta mi fe; dame la fe de la mujer cananea.
“Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de
un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la
montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Esa
frase tan conocida de Jesús, que con variantes aparece en todos los sinópticos,
está en la raíz de la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos
presenta la liturgia de hoy (Mt 15,21-28): La importancia de la fe.
El evangelio de hoy nos presenta una mujer cananea
(pagana) que no vacila en su fe; que se mantiene firme aún ante el aparente
desprecio, e inclusive la aparente humillación por parte de Jesús; al punto que
Jesús exclama: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y su
hija, por quien había estado pidiendo, quedó sana.
Esta actitud contrasta con la de Pedro en el
evangelio que leyéramos ayer, quien, al distraer su mirada del Señor, comenzó a
hundirse; lo que provocó que Jesús le dijera: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has
dudado?”. Sí, Pedro, el mismo a quien luego Jesús le dirá: “Tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mt 16,18).
Pedro se sintió distraído por lo que ocurría
en su entorno; el mar embravecido, el viento, y por un momento apartó su mirada
de Jesús, lo que hizo que su fe se resquebrajara. La mujer cananea, por su
parte, no se dejó turbar por sus circunstancias. No le importó el desprecio, la
humillación, la burla de que seguramente fue objeto; y en ningún momento apartó
su mirada de Jesús. Su fe se mantuvo íntegra.
Aquella mujer cananea creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y
continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13;
18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con su
gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento
judío de exclusividad como “pueblo elegido”. Pablo, el apóstol de los gentiles
lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado
superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con
todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo
Jesús, sois hijos de Dios… Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni
entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno”
(Gál. 26,28).
En nuestro peregrinar siguiendo los pasos del
Maestro, surgirán muchas distracciones, muchas tormentas, muchos mares
embravecidos, muchos aparentes desprecios de parte de Dios, muchos momentos en
que Dios aparenta ignorar nuestras súplicas. Y la mujer cananea nos brinda el
mejor ejemplo: perseverar en la fe. Y Jesús, que es el mismo ayer, hoy y
siempre, nos dirá: “qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
Señor yo creo, pero aumenta mi fe; dame la fe
de la mujer cananea.
Las lecturas para este vigésimo domingo del
tiempo ordinario nos presentan un tema común. La universalidad de la salvación.
La primera lectura, tomada del profeta Isaías
(56,1.6-7), nos anuncia que en los tiempos mesiánicos, contrario a la
concepción judía, la salvación no alcanzará solamente al “pueblo elegido”, sino
a todos los que acepten Su mensaje: “A los extranjeros que se han dado al
Señor, para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, … los
traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración, … porque mi casa
es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos”.
En la segunda lectura (Rm 11,13-15.29-32) san
Pablo le recuerda a los romanos que del mismo modo que ellos han recibido y aceptado
el mensaje de salvación, los judíos, quienes rechazaron y crucificaron a
Cristo, también tienen oportunidad de salvarse, pues “los dones y la llamada de
Dios son irrevocables”.
El Evangelio (Mt 15,21-28) nos presenta a
Jesús en territorio pagano. Allí se le acercó una mujer cananea que comenzó a seguirlo
pidiéndole a gritos: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene
un demonio muy malo”. Como Jesús la ignoraba, los discípulos le pidieron que la
atendiera, a lo que Jesús replicó que había sido enviado “a la ovejas
descarriadas de Israel”.
En eso la mujer llegó hasta Él y se postró a
sus pies reiterando su súplica. La reacción de Jesús puede dejarnos
desconcertados si no la leemos en el contexto y cultura de la época: “No está
bien echar a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por
el aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor; pero también los perros
se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús se conmovió ante
aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en los pies de Jesús los problemas y
enfermedades de sus hijos?): “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que
deseas”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó
insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis;
llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con sus
palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del
pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del “pan de
los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado primero al
pueblo de Israel. Las migajas que caen y se comen los “perros” se refieren a la
Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos “paganos”.
Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa
con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada,
pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los
que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús,
sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre
esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál.
26,28).
Una Iglesia universal (católica), abierta a
todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.
“Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de
un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la
montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Esa
frase tan conocida de Jesús, que con variantes aparece en todos los sinópticos,
está en la raíz de la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos
presenta la liturgia de hoy (Mt 15,21-28): La importancia de la fe.
El evangelio de hoy nos presenta una mujer cananea
(pagana) que no vacila en su fe; que se mantiene firme aún ante el aparente
desprecio, e inclusive la aparente humillación por parte de Jesús; al punto que
Jesús exclama: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y su
hija, por quien había estado pidiendo, quedó sana.
Esta actitud contrasta con la de Pedro en el evangelio que leyéramos ayer, quien, al distraer su mirada del Señor, comenzó a hundirse; lo que provocó que Jesús le dijera: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”. Sí, Pedro, el mismo a quien luego Jesús le dirá: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mt 16,18).
Pedro se sintió distraído por lo que ocurría
en su entorno; el mar embravecido, el viento, y por un momento apartó su mirada
de Jesús, lo que hizo que su fe se resquebrajara. La mujer cananea, por su
parte, no se dejó turbar por sus circunstancias. No le importó el desprecio, la
humillación, la burla de que seguramente fue objeto; y en ningún momento apartó
su mirada de Jesús. Su fe se mantuvo íntegra.
Aquella mujer cananea creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y
continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13;
18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con su
gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento
judío de exclusividad como “pueblo elegido”. Pablo, el apóstol de los gentiles
lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado
superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con
todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo
Jesús, sois hijos de Dios… Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni
entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno”
(Gál. 26,28).
En nuestro peregrinar siguiendo los pasos del
Maestro, surgirán muchas distracciones, muchas tormentas, muchos mares
embravecidos, muchos aparentes desprecios de parte de Dios, muchos momentos en
que Dios aparenta ignorar nuestras súplicas. Y la mujer cananea nos brinda el
mejor ejemplo: perseverar en la fe. Y Jesús, que es el mismo ayer, hoy y
siempre, nos dirá: “qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
Señor yo creo, pero aumenta mi fe; dame la fe
de la mujer cananea.
“Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de
un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la
montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Esa
frase tan conocida de Jesús, que con variantes aparece en todos los sinópticos,
está en la raíz de la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos
presenta la liturgia de hoy (Mt 15,21-28). La importancia de la fe.
El evangelio de hoy nos presenta una mujer cananea
(pagana) que no vacila en su fe; que se mantiene firme aún ante el aparente
desprecio, e inclusive la aparente humillación por parte de Jesús; al punto que
Jesús exclama: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y su
hija, por quien había estado pidiendo, quedó sana.
Esta actitud contrasta con la de Pedro en el evangelio que hubiésemos leído ayer (de no coincidir con la Fiesta de la Transfiguración), quien, al distraer su mirada del Señor, comenzó a hundirse; lo que provocó que Jesús le dijera: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”. Sí, Pedro, el mismo a quien luego Jesús le dirá: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mt 16,18).
Pedro se sintió distraído por lo que ocurría
en su entorno; el mar embravecido, el viento, y por un momento apartó su mirada
de Jesús, lo que hizo que su fe se resquebrajara. La mujer cananea, por su
parte, no se dejó turbar por sus circunstancias. No le importó el desprecio, la
humillación, la burla de que seguramente fue objeto; y en ningún momento apartó
su mirada de Jesús. Su fe se mantuvo íntegra.
Aquella mujer cananea creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y
continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13;
18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con su
gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento
judío de exclusividad como “pueblo elegido”. Pablo, el apóstol de los gentiles
lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado
superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con
todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo
Jesús, sois hijos de Dios… Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni
entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno”
(Gál. 26,28).
En nuestro peregrinar siguiendo los pasos del
Maestro, surgirán muchas distracciones, muchas tormentas, muchos mares
embravecidos, muchos aparentes desprecios de parte de Dios, muchos momentos en
que Dios aparenta ignorar nuestras súplicas. Y la mujer cananea nos brinda el
mejor ejemplo: perseverar en la fe. Y Jesús, que es el mismo ayer, hoy y
siempre, nos dirá: “qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
Señor yo creo, pero aumenta mi fe; dame la fe
de la mujer cananea.
Las lecturas para este vigésimo domingo del tiempo ordinario nos presentan un tema común. La universalidad de la salvación.
La primera lectura, tomada del profeta Isaías (56,1.6-7), nos anuncia que en los tiempos mesiánicos, contrario a la concepción judía, la salvación no alcanzará solamente al “pueblo elegido”, sino a todos los que acepten Su mensaje: “A los extranjeros que se han dado al Señor, para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, … los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración, … porque mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos”.
En la segunda lectura (Rm 11,13-15.29-32) san Pablo le recuerda a los romanos que del mismo modo que ellos han recibido y aceptado el mensaje de salvación, los judíos, quienes rechazaron y crucificaron a Cristo, también tienen oportunidad de salvarse, pues “los dones y la llamada de Dios son irrevocables”.
El Evangelio (Mt 15,21-28) nos presenta a Jesús en territorio pagano. Allí se le acercó una mujer cananea que comenzó a seguirlo pidiéndole a gritos: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Como Jesús la ignoraba, los discípulos le pidieron que la atendiera, a lo que Jesús replicó que había sido enviado “a la ovejas descarriadas de Israel”.
En eso la mujer llegó hasta Él y se postró a sus pies reiterando su súplica. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el contexto y cultura de la época: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús se conmovió ante aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con sus palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del “pan de los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado primero al pueblo de Israel. Las migajas que caen y se comen los “perros” se refieren a la Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos “paganos”.
Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál. 26,28).
Una Iglesia universal (católica), abierta a todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.