En este corto te compartimos nuestra explicación del título de Salud de los enfermos con el que invocamos la intercesión de la Santísima Virgen María en las letanías lauretanas.
Las lecturas bíblicas que nos propone la liturgia para el día de hoy (1 Cor 11,17-26.33 y Lc 7,1-11), aparentemente desarraigadas entre sí, tienen un vínculo que las une. La primera es uno de los “regaños” de Pablo a la comunidad de Corinto, que tantos dolores de cabeza le causó, por la conducta desordenada que estaban observando en las celebraciones eucarísticas, y la desunión que se manifestaba entre ellos. Pablo aprovecha la oportunidad para enfatizar la importancia y seriedad que reviste esa celebración, narrando el episodio de la institución de la Eucaristía que todos conocemos, pues lo repetimos cada vez que la celebramos.
La lectura evangélica, por su parte, nos narra la curación del criado del centurión. En ese episodio un centurión (pagano), envía unos judíos a hablar con Jesús para que este curara a su siervo, que estaba muy enfermo. Jesús partió hacia la casa del centurión para curarlo, pero cuando iba de camino, llegaron unos emisarios de este que le dijeron a Jesús que les mandaba decir a Jesús: “Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano”. A renglón seguido añade que él está bajo el mando de superiores y a su vez tiene subordinados.
Tenemos ante nosotros a todo un militar de alto rango que reconoce la autoridad de Jesús por encima de la de él, y que la presencia física no es necesaria para que la palabra con autoridad sea efectiva. Pero el centurión no solo le reconoce autoridad a Jesús, se reconoce indigno de Él, se reconoce pecador. Es la misma reacción que observamos en Pedro en el pasaje de la pesca milagrosa: “Apártate de mí, que soy un pecador” (Lc 5,8). He aquí el vínculo entre la primera y segunda lecturas. ¿Qué decimos inmediatamente antes de la comunión? “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para salvarme”.
Esta actuación del centurión de dar crédito a la Palabra de Jesús y hacer de ella un acto de fe, lleva a Jesús a exclamar: “Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe”. Se trata de una confianza plena en la Palabra de Jesús. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, no se trata de meramente “creer en Jesús”, se trata de “creerle a Jesús”. Es la actitud de Pedro en el episodio de la pesca milagrosa: “Si tú lo dices, echaré las redes” (Lc 5,5). A diferencia de los judíos que exigían signos y requerían presencia para los milagros, este pagano supo confiar en el poder salvífico y sanador de la Palabra de Jesús.
La versión de Mateo sobre este episodio contiene un versículo que Lucas omite, que le da mayor alcance al mismo: “Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes” (Mt 8,11-12). Vino a los suyos y no lo recibieron (Jn 1,11). No lo recibieron porque les faltaba fe. La Nueva Alianza que Jesús viene a traernos se transmite, no por la carne como la Antigua, sino por la infusión del Espíritu. El Espíritu que nos infunde la virtud teologal de la fe, por la cual creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado. Y esa está abierta a todos, judíos y gentiles.
Hoy, pidamos al Señor que acreciente en nosotros la virtud de la fe, para que creyendo en su Palabra y poniéndola en práctica, seamos acreedores de las promesas del Reino.
El pasaje evangélico que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 4,38-44), la curación de la suegra de Pedro, aparenta ser uno sencillo, envuelto en la cotidianidad. Jesús ha salido de la sinagoga y va a casa de su amigo Pedro. Es un tramo corto; Pedro vive cerca de la sinagoga. De hecho, los que han estado en Cafarnaún saben que la casa de Pedro se ve desde la sinagoga. La suegra de Pedro está enferma, con fiebre muy alta. Nos dice la escritura que Jesús “increpó a la fiebre” y esta se curó. Se riega la voz. Comienzan a traerle enfermos y Él los cura a todos; y hasta echa demonios. Nos hallamos en el último año de la vida pública de Jesús.
Esta escena nos muestra cómo va haciéndose realidad el “año de gracia del Señor” que Jesús había anunciado poco antes en el “discurso programático” pronunciado en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,19). Jesús sigue manifestando su poder, hasta los demonios saben que Él es el Mesías: “Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías”.
Tres cosas queremos resaltar de este pasaje.
En primer lugar, vemos cómo tan pronto Jesús curó a la suegra de Simón, ella “levantándose enseguida, se puso a servirles”. Jesús nos llama a servir de la misma manera que Él lo hace. Su vida terrenal se desarrolló en un ambiente de servicio amoroso al prójimo. Él nos llama a todos. Si hemos de seguir sus pasos tenemos que poner nuestros carismas al servicio de los demás, compartir las gracias que Él nos ha prodigado. Y no se trata de hacerlo “mañana”. No; hemos de hacerlo con la misma prontitud que Él lo hace. Tenemos que estar prestos a servir cuando se nos necesita, no “cuando tengamos tiempo”. Esa es la característica distintiva del verdadero discípulo de Jesús.
Otro detalle que cabe resaltar es cómo Jesús curaba los enfermos “poniendo las manos sobre cada uno”. Él pudo haberlos curados a todos con su mera presencia, o con el poder de su Palabra a todos en grupo; pero optó por hacerlo de manera personal. Nos está demostrando que para Él todos y cada uno de nosotros es importante, único, especial; que nos ama individualmente, que quiere tener una relación personal con cada cual; que no somos “uno más”.
Finalmente, vemos cómo la gente “querían retenerlo para que no se les fuese”; a lo que Jesús les dijo: “También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado”. A veces estamos tan “enamorados” de Jesús que queremos acapararlo, apropiarnos de Él. Nos tornamos egoístas. O peor aún, pretendemos aprovecharle, monopolizarle. Olvidamos que Él vino para todos. Lo mismo aplica a su Palabra. Si pretendemos retener el Evangelio para nosotros lo desvirtuamos. Jesús es la “Buena Noticia”, y si no la compartimos deja de serlo.
En este día que comienza, pidamos al Señor que abra nuestros corazones para recibir el poder sanador de Jesús, producto de su amor, y nos conceda el don de la generosidad para compartirlo con todos, especialmente mediante el servicio a Él y a los demás, como lo hizo la suegra de Simón Pedro; como lo hizo santa Rosa de Lima, cuya Fiesta celebramos ayer.
“Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Esa frase tan conocida de Jesús, que con variantes aparece en todos los sinópticos, está en la raíz de la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos presenta la liturgia de hoy (Mt 15,21-28): La importancia de la fe.
El evangelio de hoy nos presenta una mujer cananea (pagana) que no vacila en su fe; que se mantiene firme aún ante el aparente desprecio, e inclusive la aparente humillación por parte de Jesús; al punto que Jesús exclama: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y su hija, por quien había estado pidiendo, quedó sana.
Esta actitud contrasta con la de Pedro en el evangelio que leyéramos ayer, quien, al distraer su mirada del Señor, comenzó a hundirse; lo que provocó que Jesús le dijera: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”. Sí, Pedro, el mismo a quien luego Jesús le dirá: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mt 16,18).
Pedro se sintió distraído por lo que ocurría en su entorno; el mar embravecido, el viento, y por un momento apartó su mirada de Jesús, lo que hizo que su fe se resquebrajara. La mujer cananea, por su parte, no se dejó turbar por sus circunstancias. No le importó el desprecio, la humillación, la burla de que seguramente fue objeto; y en ningún momento apartó su mirada de Jesús. Su fe se mantuvo íntegra.
Aquella mujer cananea creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios… Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál. 26,28).
En nuestro peregrinar siguiendo los pasos del Maestro, surgirán muchas distracciones, muchas tormentas, muchos mares embravecidos, muchos aparentes desprecios de parte de Dios, muchos momentos en que Dios aparenta ignorar nuestras súplicas. Y la mujer cananea nos brinda el mejor ejemplo: perseverar en la fe. Y Jesús, que es el mismo ayer, hoy y siempre, nos dirá: “qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
Señor yo creo, pero aumenta mi fe; dame la fe de la mujer cananea.
El pasaje evangélico que la liturgia nos
brinda para hoy (Mc 8,22-26) nos presenta la primera de dos curaciones de un
ciego en el evangelio según san Marcos. La que leemos hoy se realiza en
Betsaida; la segunda será la del ciego Bartimeo, en Jericó (Mc 10,46-52). Y
resulta curioso notar que aunque en tiempo y lugares distintos, ambas se dan en
el mismo contexto: la falta de comprensión por parte de los discípulos de su
enseñanza. La de hoy se da luego de que Jesús les advirtiera que se cuidaran de
la “levadura” de los fariseos y de Herodes, y estos pensaron que se refería al
hecho de que solamente tenían un pedazo de pan: “¿No acabáis de entender? ¿Tan
torpes sois? ¿Para qué os sirven los ojos si no veis, y los oídos si no oís?”
(vv. 17-18).
Al colocar este milagro en este punto de su
relato, Marcos parece querer resaltar la “ceguera” de los fariseos y los
discípulos, que “tienen ojos y no ven”. En este caso, al igual que en la
curación del sordomudo en (7,31-37), Jesús hace uso de signos o gestos sensibles
que le permitan al sujeto percibir la realidad sobrenatural que está sucediendo;
algo así como el “signo” de los sacramentos, constituido por elementos
materiales y gestos, unidos a la “forma” sacramental. Nos dice la narración que
Jesús tomó al hombre de la mano y lo sacó de la aldea (ya hemos establecido
anteriormente que Jesús no busca protagonismo). Luego “le untó saliva en los
ojos, le impuso las manos y le preguntó: ‘¿Ves algo?’”. Jesús quiere que la
persona esté consciente de lo que Jesús está obrando en él; para permitirle
“recibir” el milagro.
Esta curación tiene una peculiaridad que
tampoco podemos pasar por alto. La recuperación de la vista por parte del ciego
no es instantánea; es gradual, por etapas. Jesús primero le untó saliva en los
ojos y le impuso las manos. Luego dialogó con él: “¿Ves algo?”. El hombre
comenzó a ver, pero no con claridad: “Veo hombres, me parecen árboles, pero
andan”. Jesús le impuso las manos por segunda vez al hombre, y entonces
recuperó la vista.
Mediante esta curación “por etapas” Marcos
parece apuntar al proceso gradual de conversión de los discípulos, quienes con
la ayuda de Jesús irían poco a poco captando el mensaje que Jesús intentaba
transmitirles a través de su Palabra. Así es también nuestro proceso de
conversión, que va adelantado gradualmente mientras maduramos nuestra fe; un
proceso que durará toda nuestra vida, hasta que finalmente veamos el rostro de
Dios (Cfr. Ap 22, 4).
Nos llama la atención también el hecho de que
en este caso, al igual que en el del sordomudo de nacimiento, Jesús utilice el símbolo
de imponer saliva; en el pasaje de hoy sobre los ojos, y en aquél otro sobre la
lengua. La saliva se genera en la boca, que es de donde sale la Palabra, que es
Dios, y tiene poder sanador para aquél que la escucha y acepta.
Hoy, pidamos al Señor que nos unja con la saliva
de su Palabra y sea paciente con nosotros, hasta lograr eliminar todo aquello
que nos impide verle con claridad.
La lectura evangélica de hoy (Mc 7,24-30) nos
presenta a Jesús en territorio pagano, en la región de Tiro, en Fenicia. Había
marchado allí huyendo del bullicio y el gentío que le seguía a todas partes.
Tenía la esperanza de pasar desapercibido, pero no lo logró. Jesús nunca busca
protagonismo ni reconocimiento. Por el contrario, se limita a curar y echar
demonios, pidiéndole a los que cura que no se lo digan a nadie (el famoso
“secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos). Así es la obra de Dios;
así debe ser la de todo discípulo de Jesús; sin hacer ruido. Cada vez que veo a
uno de esos llamados “evangelistas”, o autodenominados “apóstoles” que hacen de
su misión un verdadero espectáculo digno de Broadway o Hollywood, me pregunto
qué dirá Jesús cuando los ve…
A pesar de mantener un perfil bajo, una mujer
sirofenicia que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró, y enseguida
fue a buscarlo y se le echó a los pies, rogándole que echase el demonio de su
hija. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el
contexto y cultura de la época: “Deja que coman primero los hijos. No está bien
echarles a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el
aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor: pero también los perros,
debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Como sucede en otras
ocasiones, Jesús se conmueve ante aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en
los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Anda vete, que
por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y
continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13;
18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con sus
palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del
pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del
“alimento de los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado
primero al pueblo de Israel. Las migajas que los niños tiran a los “perros” se
refieren a la Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos
“paganos”.
Pablo, el apóstol de los gentiles, lo expresó
con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada,
pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los
que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús,
sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre
esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál.
26,28).
Una Iglesia universal (católica), abierta a
todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.
La lectura evangélica (Mc 2,1-12) que nos
brinda la liturgia para hoy nos presenta la continuación de la misión de Jesús.
Ya Él había ganado fama por los prodigios que estaba obrando, y donde quiera
que fuera la gente se le acercaba para que les curara a ellos o a sus seres
queridos.
En el pasaje de hoy encontramos a Jesús
regresando a Cafarnaún. Tan pronto llegó a la casa y se corrió la voz, llegó
tanta gente que no cabían en el lugar. “Acudieron tantos que no quedaba sitio
ni a la puerta”. La escritura hace énfasis en que Jesús “les proponía la
palabra”. El anuncio del Reino. El tema central de la predicación de Jesús.
Estando allí llegaron unos hombres que traían
a un amigo paralítico para que Jesús lo curara. “Llegaron cuatro llevando un
paralítico y, como no podían meterlo, por el gentío, levantaron unas tejas
encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con
el paralítico”. Ellos creían en el poder sanador de Jesús. Y esa fe les hizo
actuar de conformidad con esa creencia.
Este pasaje nos lleva a una cuestión
fundamental de la fe. Aunque muchas veces usemos los términos indistintamente,
una cosa es creer y otra tener fe. Son dos cosas distintas.
Yo puedo creer, pero si no actúo de
conformidad con lo que creo, no tengo fe. La fe es la que me hace actuar, y esa
actuación es la que hace que el poder de Dios se manifieste. La fe es el
“gatillo” que dispara el poder de Dios. Si yo no actúo conforme a lo que creo
nunca veré el poder de Dios. Por eso la fe es algo que “se ve”, como lo fue la
de aquellos que llevaron su amigo ante Jesús para que éste le curara. Ellos
creían, y actuaron conforme a lo que creían. No se limitaron a creer que Jesús
podía curar a su amigo; actuaron acorde a dicha creencia. Tan seguros estaban
que llegaron al extremo de treparlo al techo, hacer un boquete en el techo, y
descolgarlo hasta enfrente de Jesús. Es de notar que la escritura nos dice que
“Viendo Jesús la fe que tenían”, primero dice al paralítico: “Hijo, tus pecados
quedan perdonados”, y más adelante: “Levántate, coge tu camilla y vete a tu
casa”.
La frase clave es “VIENDO Jesús la fe que
tenían”. De nada nos sirve creer en Dios si esa creencia no se convierte en un
acto que demuestre lo que creemos. Si nos limitamos a “creer” y nos cruzamos de
brazos, nunca veremos manifestarse la gloria de Dios. Un ejemplo lo tenemos en
Zacarías, el padre de Juan en Bautista. Cuando Dios le dejó saber que su esposa
concebiría y daría a luz un hijo a pesar de su esterilidad y avanzada edad, si
él se hubiese cruzado de brazos y no se hubiese juntado con su esposa Isabel,
esta no habría concebido y dado a luz.
Señor que mi fe se “vea”, de manera que todo
el que se acerque a mí, vea la manifestación de tu poder y crea. Por Jesucristo
nuestro Señor.
Jesús continúa su misión. En la lectura que
nos presenta la liturgia de hoy (Mc 1, 40-45) vemos la reacción de Jesús ante
un leproso que se presenta ante Él y le pide que lo cure: “Si quieres, puedes
limpiarme”, le dice el leproso. Un acto de fe. Jesús se conmueve ante la
situación del leproso: “Sintiendo lástima (la palabra griega utilizada
significa “conmovido en las entrañas”), extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero:
queda limpio’”.
De todos los evangelistas, Marcos es quien más
acentúa la dimensión humana de Jesús. Marcos habla con toda naturalidad de las
emociones intensas de Jesús, mientras que Mateo y Lucas tienden a omitirlas o
mitigarlas en los pasajes paralelos (comparar este pasaje con los relatos
paralelos en Mt 8,3 y Lc 5,12). Asimismo, en el pasaje de la curación del
hombre con la mano paralizada, los fariseos estaban al acecho para ver si
curaba en sábado para poder acusarle; entonces, mirándolos en torno a todos
“con indignación (οργης = ira)” dice al paralítico: “extiende la mano…” (comparar
Mt 12,13 y Lc 6,10).
No hay duda. Jesús es un hombre que comparte
nuestras emociones. Pero también es Dios. Y Marcos no desaprovecha ninguna
oportunidad para adelantar el objetivo de su relato evangélico: Demostrar que
Jesús es el Hijo de Dios y presentarlo como el gran taumaturgo o hacedor de
milagros (Él sólo hace lo que en la mitología requiere de muchos).
Hay otro detalle que quisiéramos resaltar. La
lectura nos dice que Jesús “tocó” al leproso, algo que chocaba con la ley,
rayando en el escándalo. La lepra era la peor enfermedad de la época de Jesús.
Nadie podía acercarse ni tocar a los leprosos. De hecho, los leprosos estaban
aislados, marginados de la sociedad. Caminaban haciendo sonar una campana mientras
gritaban: “¡Impuro, impuro!”, para que todos se alejasen (Cfr. Lv 13,45). Aun así, el leproso decide acercarse a Jesús.
Reconoce su poder. Jesús, por su parte, quiere dejar establecido que el amor,
la misericordia, están por encima de la ley, como cuando cura en sábado (Mc 3,
1-6; Lc 13-14).
La lectura nos dice que Jesús, luego de curar
al leproso le pide que no se lo diga a nadie: “No se lo digas a nadie; pero,
para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo
que mandó Moisés”. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san
Marcos. Está claro que Jesús no quiere hacer alarde de su poder. Tampoco quiere
comprometer su misión.
Como todo el que ha tenido un encuentro
personal con Jesús, el leproso no puede contener su alegría. Tiene que
compartir su experiencia con todos. “Cuando se fue, empezó a divulgar el hecho
con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en
ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas
partes”.
Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con
Jesús? Si de veras lo has tenido, no podrás contener las ganas de compartir esa
experiencia con todos. De eso se trata…
El pasaje evangélico que nos presenta la
liturgia de hoy (Lc 4,38-44), la curación de la suegra de Pedro, aparenta ser
uno sencillo, envuelto en la cotidianidad. Jesús ha salido de la sinagoga y va
a casa de su amigo Pedro. Es un tramo corto; Pedro vive cerca de la sinagoga.
De hecho, los que han estado en Cafarnaún saben que la casa de Pedro se ve
desde la sinagoga. La suegra de Pedro está enferma, con fiebre muy alta. Nos
dice la escritura que Jesús “increpó a la fiebre” y esta se curó. Se riega la
voz. Comienzan a traerle enfermos y Él los cura a todos; y hasta echa demonios.
Nos hallamos en el último año de la vida pública de Jesús.
Esta escena nos muestra cómo va haciéndose
realidad el “año de gracia del Señor” que Jesús había anunciado poco antes en el
“discurso programático” pronunciado en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,19). Jesús
sigue manifestando su poder, hasta los demonios saben que Él es el Mesías: “Los
increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías”.
Tres cosas queremos resaltar de este pasaje.
En primer lugar, vemos cómo tan pronto Jesús
curó a la suegra de Simón, ella “levantándose enseguida, se puso a servirles”.
Jesús nos llama a servir de la misma manera que Él lo hace. Su vida terrenal se
desarrolló en un ambiente de servicio amoroso al prójimo. Él nos llama a todos.
Si hemos de seguir sus pasos tenemos que poner nuestros carismas al servicio de
los demás, compartir las gracias que Él nos ha prodigado. Y no se trata de
hacerlo “mañana”. No; hemos de hacerlo con la misma prontitud que Él lo hace.
Tenemos que estar prestos a servir cuando se nos necesita, no “cuando tengamos
tiempo”. Esa es la característica distintiva del verdadero discípulo de Jesús.
Otro detalle que cabe resaltar es cómo Jesús
curaba los enfermos “poniendo las manos sobre cada uno”. Él pudo haberlos
curados a todos con su mera presencia, o con el poder de su Palabra a todos en
grupo; pero optó por hacerlo de manera personal. Nos está demostrando que para
Él todos y cada uno de nosotros es importante, único, especial; que nos ama
individualmente, que quiere tener una relación personal con cada cual; que no
somos “uno más”.
Finalmente, vemos cómo la gente “querían
retenerlo para que no se les fuese”; a lo que Jesús les dijo: “También a los
otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado”.
A veces estamos tan “enamorados” de Jesús que queremos acapararlo, apropiarnos
de Él. Nos tornamos egoístas. O peor aún, pretendemos aprovecharle, monopolizarle.
Olvidamos que Él vino para todos. Lo mismo aplica a su Palabra. Si pretendemos
retener el Evangelio para nosotros lo desvirtuamos. Jesús es la “Buena
Noticia”, y si no la compartimos deja de serlo.
En este día que comienza, pidamos al Señor que
abra nuestros corazones para recibir el poder sanador de Jesús, producto de su
amor, y nos conceda el don de la generosidad para compartirlo con todos,
especialmente mediante el servicio a Él y a los demás, como lo hizo la suegra
de Simón Pedro.
“Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de
un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la
montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Esa
frase tan conocida de Jesús, que con variantes aparece en todos los sinópticos,
está en la raíz de la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos
presenta la liturgia de hoy (Mt 15,21-28): La importancia de la fe.
El evangelio de hoy nos presenta una mujer cananea
(pagana) que no vacila en su fe; que se mantiene firme aún ante el aparente
desprecio, e inclusive la aparente humillación por parte de Jesús; al punto que
Jesús exclama: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y su
hija, por quien había estado pidiendo, quedó sana.
Esta actitud contrasta con la de Pedro en el
evangelio que leyéramos ayer, quien, al distraer su mirada del Señor, comenzó a
hundirse; lo que provocó que Jesús le dijera: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has
dudado?”. Sí, Pedro, el mismo a quien luego Jesús le dirá: “Tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mt 16,18).
Pedro se sintió distraído por lo que ocurría
en su entorno; el mar embravecido, el viento, y por un momento apartó su mirada
de Jesús, lo que hizo que su fe se resquebrajara. La mujer cananea, por su
parte, no se dejó turbar por sus circunstancias. No le importó el desprecio, la
humillación, la burla de que seguramente fue objeto; y en ningún momento apartó
su mirada de Jesús. Su fe se mantuvo íntegra.
Aquella mujer cananea creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y
continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13;
18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con su
gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento
judío de exclusividad como “pueblo elegido”. Pablo, el apóstol de los gentiles
lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado
superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con
todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo
Jesús, sois hijos de Dios… Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni
entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno”
(Gál. 26,28).
En nuestro peregrinar siguiendo los pasos del
Maestro, surgirán muchas distracciones, muchas tormentas, muchos mares
embravecidos, muchos aparentes desprecios de parte de Dios, muchos momentos en
que Dios aparenta ignorar nuestras súplicas. Y la mujer cananea nos brinda el
mejor ejemplo: perseverar en la fe. Y Jesús, que es el mismo ayer, hoy y
siempre, nos dirá: “qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
Señor yo creo, pero aumenta mi fe; dame la fe
de la mujer cananea.