REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 14-11-22

“Recobra la vista, tu fe te ha salvado”.

Ya en la recta final del tiempo ordinario, la primera lectura (Ap 1,1-4; 2,1-5a) y el Evangelio (Lc 18,35-43) que nos presentan la liturgia para hoy, tienen un denominador común: la importancia de perseverar en la fe. En la primera, el ángel de la Iglesia de Éfeso le dice: “Conozco tus obras, tu fatiga y tu aguante; sé que no puedes soportar a los malvados, que pusiste a prueba a los que se llamaban apóstoles sin serlo y descubriste que eran unos embusteros. Eres tenaz, has sufrido por mi y no te has rendido a la fatiga; pero tengo en contra tuya que has abandonado el amor primero. Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”.

Es un retrato de nuestro propio proceso de conversión; esa conversión (metanoia) que comienza con nuestro primer “enamoramiento” con Jesús, y que no termina hasta que cerramos los ojos por última vez. Luego de esa primera experiencia íntima con Jesús nos lanzamos a laborar en la construcción de Reino con un entusiasmo y confianza absolutos, impulsados por el amor, con la certeza de que sin Él nada, y con Él todo. Pero con el pasar del tiempo seguimos nuestro trabajo pastoral, y cada vez dependemos menos y menos de Él; nos creemos “creciditos” y que ya no necesitamos de Él. Comenzamos a depender de nuestras propias habilidades. Caemos en la rutina. Abandonamos el “primer amor”. No nos damos cuenta, pero nuestra fe se ha debilitado. Y el Señor, rico en misericordia (Sal 86,15), lejos de castigarnos, nos reprende e instruye: “Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”. A veces necesitamos una caída, un golpe que nos despierte de nuestro letargo espiritual. Entonces el Señor nos tiende su mano y nos “enamora” de nuevo.

El Evangelio, por su parte, nos muestra lo que es la perseverancia en la fe. “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”, le grita el ciego a Jesús, aunque no puede verlo. El ejemplo perfecto de un acto de fe. Mas cuando le regañan y le piden que calle, él no se rinde. Lo que hace es gritar con más fuerza: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. El ejemplo perfecto de perseverancia en la fe. Y Jesús, conmovido por la perseverancia de aquel ciego (que el paralelo de Marcos nos dice que se llamaba Bartimeo), pidió que se lo acercaran y le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” “Señor, que vea otra vez”, contestó el ciego. A lo que Jesús le responde: “Recobra la vista, tu fe te ha salvado”. De nuevo el ingrediente indispensable para los milagros: la fe. “Todo lo que pidan con fe, lo alcanzarán” (Mt 21,22); “Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán” (Mc 11,24).

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que no olvidemos aquel “primer amor” que nos hizo entregarnos a Él en cuerpo y alma, con la certeza de que “sin Él nada, y con Él todo”. Y si nos hemos apartado de ese amor, que reconozcamos que hemos caído, y tengamos la humildad de reconocer nuestra ceguera espiritual pidiéndole: “Señor, que vea otra vez”. Créanme, Él nos va “enamorar” nuevamente.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 09-04-22

“Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”.

La lectura evangélica de hoy (Jn 11,45-56), nos presenta al Sanedrín tomando la decisión firme de dar muerte a Jesús: “Y aquel día decidieron darle muerte”. Esta decisión estuvo precedida por la manifestación profética del Sumo Sacerdote Caifás (“Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”), que prepara el escenario para el misterio de la Pasión que reviviremos durante la Semana Santa que comienza mañana, domingo de Ramos.

La primera lectura, tomada del profeta Ezequiel (37,21-28), nos muestra a Dios que ve a su pueblo sufriendo el exilio y le asegura que no quiere que su pueblo perezca. El pueblo ha visto la nación desmembrarse en dos reinos: el del Norte (Israel) y el del Sur (Judá), y luego ambos destruidos a manos de sus enemigos en los años 722 a.C. y 586 a.C., respectivamente, y los judíos exiliados o desparramados por todas partes. “Yo voy a recoger a los israelitas por las naciones adonde marcharon, voy a congregarlos de todas partes y los voy a repatriar. Los haré un solo pueblo en su país, en los montes de Israel, y un solo rey reinará sobre todos ellos. No volverán a ser dos naciones ni a desmembrarse en dos monarquías”.

Reiterando la promesa hecha al rey David (2 Sm 7,16), Yahvé le dice al pueblo a través del profeta: “Mi siervo David será su rey, el único pastor de todos ellos”. Para ese tiempo David había muerto hacía casi 400 años. Así que se refiere a aquél que ha de ocupar el trono de David, Jesús de Nazaret (Cfr. Lc 1,32b).

Mañana conmemoramos su entrada mesiánica en Jerusalén al son de los vítores de esa multitud anónima que lo seguía a todas partes (“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” – Mt 21,9), para dar comienzo al drama de su pasión y muerte.

Las palabras de Caifás en la lectura de hoy (“os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”) lo convierten, sin proponérselo, en instrumento eficaz del plan de salvación establecido por el Padre desde el momento de la caída. El mismo Juan nos apunta al carácter profético de esas palabras: “Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos”.

Ese era el plan que el Padre se había trazado desde el principio: reunir a los hijos de Dios dispersos, a toda la humanidad, alrededor del sacrificio salvador de Su Hijo, quien habría de morir por todos.

¡Cuánto le falta a la humanidad para poder alcanzar esa meta de estar “reunidos en la unidad”! Durante esta Semana Santa, en medio del mundo convulsionado que estamos viviendo, les invito a orar por la unidad de todas las naciones, religiones y razas, para que se haga realidad esa unidad a la que nos llama Jesús: Ut unum sint! (Jn 17,21).

Que la Semana Santa que está a punto de comenzar sea un tiempo de penitencia y contemplación de la pasión salvadora de Cristo, y no un tiempo de vacaciones y playa.

REFLEXIÓN PARA EL 18 DE DICIEMBRE DE 2021 – FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer.

La primera lectura de hoy (Jr 23,5-8), nos muestra cómo la liturgia de Adviento continúa presentándonos la estirpe de David como aquella de la cual se ha de suscitar el Mesías esperado por el pueblo.

La lectura evangélica (Mt 1,18-24) nos presenta un pasaje que de primera instancia puede parecer un tanto desconcertante. José se entera que María, con quien estaba desposada, estaba embarazada, ante lo cual él opta por repudiarla en secreto. Nos dice la lectura que apenas había tomado esa decisión, se le apareció en sueños un ángel que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”.

José le dio su nombre al Niño convirtiéndose en su padre legal, asegurando de ese modo que perteneciera a la estirpe de David. Ese era el papel que Dios tenía dispuesto para José. Muchos se han preguntado el porqué de la vacilación de José, y su decisión de repudiar a su esposa, a pesar de que el mismo pasaje nos dice de entrada que José era un “hombre justo”. También se ha cuestionado cómo es posible que María le ocultara a José el origen divino de su embarazo. Sobre este punto los exégetas han adelantado múltiples explicaciones. Una de las más lógicas (y hermosas) es la contenida en el siguiente comentario de san Bernardo, citando a san Efrén:

“¿Por qué quiso José despedir a María? Escuchad acerca de este punto no mi propio pensamiento, sino el de los Padres; si quiso despedir a María fue en medio del mismo sentimiento que hacía decir a san Pedro, cuando apartaba al Señor lejos de sí: Apártate de mí, que soy pecador (Lc 5, 8); y al centurión, cuando disuadía al Salvador de ir a su casa: Señor, no soy digno de que entres en mi casa (Mt 8, 8). También dentro de este pensamiento es como José, considerándose indigno y pecador, se decía a sí mismo que no debía vivir por más tiempo en la familiaridad de una mujer tan perfecta y tan santa, cuya admirable grandeza la sobrepasaba de tal modo y le inspiraba temor. El veía con una especie de estupor, por indicios ciertos, que ella estaba embarazada de la presencia de su Dios, y, como él no podía penetrar este misterio, concibió el proyecto de despedirla. La grandeza del poder de Jesús inspiraba una especie de pavor a Pedro, lo mismo que el pensamiento de su presencia majestuosa desconcertaba al centurión. Del mismo modo José, no siendo más que un simple mortal, se sentía igualmente desconcertado por la novedad de tan gran maravilla y por la profundidad de un misterio semejante; he ahí por qué pensó en dejar secretamente a María. ¿Habéis de extrañaros, cuando es sabido que Isabel no pudo soportar la presencia de la Virgen sin una especie de temor mezclado de respeto? (Lc 1, 43). En efecto, ¿de dónde a mí, exclamó, la dicha de que la madre de mi Señor venga a mí?”.

Durante este tiempo de Adviento, escuchemos el llamado del ángel, y acerquémonos sin temor a María como lo quiere su Hijo.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 15-11-21

“¡Hijo de David, ten compasión de mí!”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Lc 18, 35-43) nos presenta un ejemplo lo que es la perseverancia en la fe. El pasado sábado leímos el pasaje del “juez inicuo” (Lc 18,1-8). En aquella parábola encontrábamos a una viuda que recurría ante un juez para pedirle que le hiciera justicia frente a su adversario. Y aunque el juez “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”, fue tanta la insistencia de la viuda que el juez terminó haciéndole justicia con tal de salir de ella: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”.

En el pasaje de hoy leemos que cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino, pidiendo limosna, y al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le explicaron: “Pasa Jesús Nazareno”. Para ese tiempo la fama de Jesús se había extendido por toda Palestina, así que aquél hombre de seguro había oído hablar de Jesús y cómo este expulsaba demonios y curaba a los enfermos.

“¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”, le grita el ciego a Jesús, aunque no puede verlo. El ejemplo perfecto de un acto de fe. Mas cuando le regañan y le piden que calle, él no se rinde. Continúa gritando con más fuerza: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. El ejemplo perfecto de perseverancia en la fe. Y Jesús, conmovido por la perseverancia de aquel ciego (que el paralelo de Marcos nos dice que se llamaba Bartimeo), pidió que se lo acercaran y le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” “Señor, que vea otra vez”, contestó el ciego. A lo que Jesús le responde: “Recobra la vista, tu fe te ha curado” (otras versiones dicen “tu fe te ha ‘salvado’”). De nuevo el ingrediente indispensable para los milagros: la fe. “Todo lo que pidan con fe, lo alcanzarán” (Mt 21,22); “Cuando pidan algo en la oración, crean que ya tienen y lo conseguirán” (Mc 11,24).

Aquél hombre no tenía visión en sus ojos, pero supo “ver” a Jesús con su alma y reconoció en Él al Hijo de Dios. A veces nosotros nos apantallamos con todas las imágenes que bombardean nuestra visión física y eso nos impide ver a Jesús aunque lo tengamos de frente. ¡Cuántas veces se nos presenta como un mendigo, o un enfermo, un inmigrante “indocumentado”, o un preso (Cfr. Mt 25,31 ss.) y no lo reconocemos! Y perdemos la oportunidad de nuestras vidas…

“¡Hijo de David, ten compasión de mí!”… Un grito que sale de lo más profundo de un hombre condenado a vivir en las tinieblas; el mismo que brota de los labios del creyente cuando está sumido en las tinieblas del pecado. “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”… Un grito de dolor, pero no de desesperanza. Por el contrario, es un grito de esperanza producto de la fe. Es el grito de un hombre que cree en Jesús y cree que Él puede sanarle; es decir, le cree a Jesús. El modelo prefecto de fe. Y esa fe le obtuvo la salvación.

Señor yo creo, pero aumenta mi fe…

REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO DOMINGO DEL T.O. -CICLO B- 24-10-21

Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí.»

“Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver.» Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.» Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino”. Así finaliza el Evangelio que nos propone la liturgia para hoy, trigésimo domingo del Tiempo Ordinario (Mc 10,46-52).

“Maestro, que pueda ver”. Una frase tan directa y sencilla como profunda y compleja, pues encierra un cambio radical en la vida de aquél hombre; una vida nueva. Pasar de las tinieblas a la luz, de la dependencia a la autosuficiencia, de la tristeza a la alegría, de la baja autoestima a la plena realización.

“Maestro, que pueda ver”. Somos tantos los ciegos que andamos vagando por el mundo de las tinieblas sin alcanzar a ver la luz… Porque a veces la verdadera ceguera no es la ceguera física, sino la ceguera espiritual; esa que nos impide ver el rostro de Jesús. ¡Cuántas veces le pasamos por al frente, o Él pasa a nuestro lado y no lo reconocemos!

“Maestro, que pueda ver”. ¡Cuán distinta sería nuestra vida si lográramos ver el rostro de Jesús; el de Ése que nos ama tanto que dio su vida por nosotros! No lo podemos ver porque nuestros ojos están cubiertos por las “escamas” de nuestros pecados, nuestros orgullos, nuestro egoísmo, nuestra hipocresía, nuestra falta de fe.

“Maestro, que pueda ver”. Si abrimos nuestros corazones al amor de Dios que se derrama sobre nosotros y que se llama Espíritu Santo, esas “escamas” se disolverán y caerán de nuestros ojos, y comenzaremos a ver, como le ocurrió a Saulo de Tarso (Cfr. Hc 9,18), y a Bartimeo en el pasaje evangélico de hoy. Cuando aquél hombre recuperó la vista lo primero que vio fue el rostro de Jesús. Del mismo modo nosotros, una vez recuperemos la vista del alma, el primer rostro que veremos será el rostro de Jesús reflejado en el rostro del hermano más próximo, especialmente el más necesitado (Cfr. Mt 25,37-40). Entonces, al igual que Bartimeo, seguiremos tras los pasos de Jesús. Y la luz de su rostro apartará toda tiniebla de nuestra vida, como lo será en el último día (Cfr. Ap 22,5).

“Maestro, que pueda ver”. Que esa sea nuestra petición al Señor en este, su día. Y si lo hacemos con la fe de Bartimeo, Jesús nos dirá: “Anda, tu fe te ha curado”.

Que pasen todos un hermoso día en la Paz del Señor. No olviden visitar la Casa del aquél que es la luz del mundo (Jn 8,12).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA NOVENA SEMANA DEL T.O. (1) 04-06-21

“La gente, que era mucha, disfrutaba escuchándolo”.

La lectura evangélica que nos propone la Liturgia hoy (Mc 12,35-37) es tan corta como profunda: “En aquel tiempo, mientras enseñaba en el templo, Jesús preguntó: «¿Cómo dicen los escribas que el Mesías es hijo de David? El mismo David, inspirado por el Espíritu Santo, dice: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies’. Si el mismo David lo llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo?»

La gente, que era mucha, disfrutaba escuchándolo”.

Durante los pasados días hemos estado leyendo cómo los escribas, fariseos, sacerdotes, doctores de la Ley y herodianos, continuamente interrogan a Jesús delante de la multitud, sin éxito, en un burdo intento de ponerlo en aprietos.

Hoy vemos que es Jesús quien toma la iniciativa y formula una pregunta que pone en aprietos a sus interlocutores. Para ello, como siempre que debate con sus opositores, echa mano de su vasto conocimiento de las Escrituras, y cita el Salmo 109 (que se le atribuía a David), en el cual este llama “Señor” a su descendiente y Mesías. Por eso la pregunta con la cual Jesús “remata” su argumento: “Si el mismo David lo llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo?”

Esa pregunta, sobre la identidad de Jesús (¿quién es en realidad Jesús?), resuena a lo largo de todo el relato evangélico de Marcos. Y todo su Evangelio, escrito para los paganos de la región de lo que hoy es Italia, va dirigido a contestar esa pregunta: Jesús es el Hijo de Dios; el verdadero y único Dios. Además, Marcos acentúa la doble naturaleza de Jesús (una sola persona; dos naturalezas: divina y humana).

Así, Marcos presenta a los paganos un Jesús poderoso en obras. Él solo hace todo lo que los dioses paganos hacen parcialmente. Luego, Jesús es realmente Dios. Además, Marcos nos presenta también un Jesús cercano, familiar, que conoce los sentimientos y emociones de los hombres. Jesús es Dios y hombre verdadero.

En el Evangelio según san Marcos Jesús también se presenta como el cumplimiento y realización de las promesas y esperanzas mesiánicas del Pueblo de Israel, pero desvestidas de las expectativas que encarnaban al Mesías esperado (“Hijo de David”) en un rey temporal que los iba a liberar del yugo del Imperio Romano, devolviendo a Israel el poderío político y económico del que disfrutó durante el reinado de David. Contrario a esas expectativas, Jesús se presenta ante el Pueblo como alguien diferente: el verdadero Hijo de Dios, el Mesías que viene a dar cumplimiento al proyecto del Padre que es la construcción del Reino, Reino cimentado en el Amor, Reino que no es de este mundo (Cfr. Jn 18,36). Ese concepto de mesianismo no se acomodaba a los intereses judíos y por eso lo rechazaron (Cfr. Jn 1,11).

El último verso de este pasaje nos dice que “la gente, que era mucha, disfrutaba escuchándolo”. Esa multitud anónima, la misma que recibió a Jesús con vítores durante su entrada triunfal a Jerusalén, terminaría crucificándolo una semana después. ¿Dónde quedó el “disfrute”?

Como siempre, el nacionalismo y la violencia resultaron más atractivos a la multitud que el mensaje de Amor de Jesús.

Miremos a nuestro alrededor… ¿Es diferente hoy?

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 27-03-21

“Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”.

La lectura evangélica de hoy (Jn 11,45-56), nos presenta al Sanedrín tomando la decisión firme de dar muerte a Jesús: “Y aquel día decidieron darle muerte”. Esta decisión estuvo precedida por la manifestación profética del Sumo Sacerdote Caifás (“Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”), que prepara el escenario para el misterio de la Pasión que reviviremos durante la Semana Santa que comienza mañana, domingo de Ramos.

La primera lectura, tomada del profeta Ezequiel (37,21-28), nos muestra a Dios que ve a su pueblo sufriendo el exilio y le asegura que no quiere que su pueblo perezca. El pueblo ha visto la nación desmembrarse en dos reinos: el del Norte (Israel) y el del Sur (Judá), y luego ambos destruidos a manos de sus enemigos en los años 722 a.C. y 586 a.C., respectivamente, y los judíos exiliados o desparramados por todas partes. “Yo voy a recoger a los israelitas por las naciones adonde marcharon, voy a congregarlos de todas partes y los voy a repatriar. Los haré un solo pueblo en su país, en los montes de Israel, y un solo rey reinará sobre todos ellos. No volverán a ser dos naciones ni a desmembrarse en dos monarquías”.

Reiterando la promesa hecha al rey David (2 Sm 7,16), Yahvé le dice al pueblo a través del profeta: “Mi siervo David será su rey, el único pastor de todos ellos”. Para ese tiempo David había muerto hacía casi 400 años. Así que se refiere a aquél que ha de ocupar el trono de David, Jesús de Nazaret (Cfr. Lc 1,32b).

Mañana conmemoramos su entrada mesiánica en Jerusalén al son de los vítores de esa multitud anónima que lo seguía a todas partes (“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” – Mt 21,9), para dar comienzo al drama de su pasión y muerte.

Las palabras de Caifás en la lectura de hoy (“os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”) lo convierten, sin proponérselo, en instrumento eficaz del plan de salvación establecido por el Padre desde el momento de la caída. El mismo Juan nos apunta al carácter profético de esas palabras: “Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos”.

Ese era el plan que el Padre se había trazado desde el principio: reunir a los hijos de Dios dispersos, a toda la humanidad, alrededor del sacrificio salvador de Su Hijo, quien habría de morir por todos.

¡Cuánto le falta a la humanidad para poder alcanzar esa meta de estar “reunidos en la unidad”! Durante esta Semana Santa, en medio del mundo convulsionado que estamos viviendo, les invito a orar por la unidad de todas las naciones, religiones y razas, para que se haga realidad esa unidad a la que nos llama Jesús: Ut unum sint! (Jn 17,21).

Que la Semana Santa que está a punto de comenzar sea un tiempo de penitencia y contemplación de la pasión salvadora de Cristo, y no un tiempo de vacaciones y playa.

REFLEXIÓN PARA EL 18 DE DICIEMBRE DE 2020 – FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer.

La primera lectura de hoy (Jr 23,5-8), nos muestra cómo la liturgia de Adviento continúa presentándonos la estirpe de David como aquella de la cual se ha de suscitar el Mesías esperado por el pueblo.

La lectura evangélica (Mt 1,18-24) nos presenta un pasaje que de primera instancia puede parecer un tanto desconcertante. José se entera que María, con quien estaba desposada, estaba embarazada, ante lo cual él opta por repudiarla en secreto. Nos dice la lectura que apenas había tomado esa decisión, se le apareció en sueños un ángel que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”.

José le dio su nombre al Niño convirtiéndose en su padre legal, asegurando de ese modo que perteneciera a la estirpe de David. Ese era el papel que Dios tenía dispuesto para José. Muchos se han preguntado el porqué de la vacilación de José, y su decisión de repudiar a su esposa, a pesar de que el mismo pasaje nos dice de entrada que José era un “hombre justo”. También se ha cuestionado cómo es posible que María le ocultara a José el origen divino de su embarazo. Sobre este punto los exégetas han adelantado múltiples explicaciones. Una de las más lógicas (y hermosas) es la contenida en el siguiente comentario de san Bernardo, citando a san Efrén:

“¿Por qué quiso José despedir a María? Escuchad acerca de este punto no mi propio pensamiento, sino el de los Padres; si quiso despedir a María fue en medio del mismo sentimiento que hacía decir a san Pedro, cuando apartaba al Señor lejos de sí: Apártate de mí, que soy pecador (Lc 5, 8); y al centurión, cuando disuadía al Salvador de ir a su casa: Señor, no soy digno de que entres en mi casa (Mt 8, 8). También dentro de este pensamiento es como José, considerándose indigno y pecador, se decía a sí mismo que no debía vivir por más tiempo en la familiaridad de una mujer tan perfecta y tan santa, cuya admirable grandeza la sobrepasaba de tal modo y le inspiraba temor. El veía con una especie de estupor, por indicios ciertos, que ella estaba embarazada de la presencia de su Dios, y, como él no podía penetrar este misterio, concibió el proyecto de despedirla. La grandeza del poder de Jesús inspiraba una especie de pavor a Pedro, lo mismo que el pensamiento de su presencia majestuosa desconcertaba al centurión. Del mismo modo José, no siendo más que un simple mortal, se sentía igualmente desconcertado por la novedad de tan gran maravilla y por la profundidad de un misterio semejante; he ahí por qué pensó en dejar secretamente a María. ¿Habéis de extrañaros, cuando es sabido que Isabel no pudo soportar la presencia de la Virgen sin una especie de temor mezclado de respeto? (Lc 1, 43). En efecto, ¿de dónde a mí, exclamó, la dicha de que la madre de mi Señor venga a mí?”.

Durante este tiempo de Adviento, escuchemos el llamado del ángel, y acerquémonos sin temor a María como lo quiere su Hijo.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 16-11-20

“Recobra la vista, tu fe te ha salvado”.

Ya en la recta final del tiempo ordinario, la primera lectura (Ap 1,1-4; 2,1-5a) y el Evangelio (Lc 18,35-43) que nos presentan la liturgia para hoy, tienen un denominador común: la importancia de perseverar en la fe. En la primera, el “ángel” de la Iglesia de Éfeso le dice: “Conozco tus obras, tu fatiga y tu aguante; sé que no puedes soportar a los malvados, que pusiste a prueba a los que se llamaban apóstoles sin serlo y descubriste que eran unos embusteros. Eres tenaz, has sufrido por mi y no te has rendido a la fatiga; pero tengo en contra tuya que has abandonado el amor primero. Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”.

Es un retrato de nuestro propio proceso de conversión; esa conversión (metanoia) que comienza con nuestro primer “enamoramiento” con Jesús, y que no termina hasta que cerramos los ojos por última vez. Luego de esa primera experiencia íntima con Jesús nos lanzamos a laborar en la construcción de Reino con un entusiasmo y confianza absolutos, impulsados por el amor, con la certeza de que sin Él nada, y con Él todo. Pero con el pasar del tiempo seguimos nuestro trabajo pastoral, y cada vez dependemos menos y menos de Él; nos creemos “creciditos” y que ya no necesitamos de Él. Comenzamos a depender de nuestras propias habilidades. Caemos en la rutina. Abandonamos el “primer amor”. No nos damos cuenta, pero nuestra fe se ha debilitado. Y el Señor, rico en misericordia (Sal 86,15), lejos de castigarnos, nos reprende e instruye: “Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a proceder como antes”. A veces necesitamos una caída, un golpe que nos despierte de nuestro letargo espiritual. Entonces el Señor nos tiende su mano y nos “enamora” de nuevo.

El Evangelio, por su parte, nos muestra lo que es la perseverancia en la fe. “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”, le grita el ciego a Jesús, aunque no puede verlo. El ejemplo perfecto de un acto de fe. Mas cuando le regañan y le piden que calle, él no se rinde. Lo que hace es gritar con más fuerza: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. El ejemplo perfecto de perseverancia en la fe. Y Jesús, conmovido por la perseverancia de aquel ciego (que el paralelo de Marcos nos dice que se llamaba Bartimeo), pidió que se lo acercaran y le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” “Señor, que vea otra vez”, contestó el ciego. A lo que Jesús le responde: “Recobra la vista, tu fe te ha salvado”. De nuevo el ingrediente indispensable para los milagros: la fe. “Todo lo que pidan con fe, lo alcanzarán” (Mt 21,22); “Cuando pidan algo en la oración, crean que ya tienen y lo conseguirán” (Mc 11,24).

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que no olvidemos aquel “primer amor” que nos hizo entregarnos a Él en cuerpo y alma, con la certeza de que “sin Él nada, y con Él todo”. Y si nos apartamos de ese amor, que reconozcamos que hemos caído, y tengamos la humildad de reconocer nuestra ceguera espiritual pidiéndole: “Señor, que vea otra vez”. Créanme, Él nos va “enamorar” nuevamente.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO DOMINGO DEL T.O. (A) 16-08-20

“Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

Las lecturas para este vigésimo domingo del tiempo ordinario nos presentan un tema común. La universalidad de la salvación.

La primera lectura, tomada del profeta Isaías (56,1.6-7), nos anuncia que en los tiempos mesiánicos, contrario a la concepción judía, la salvación no alcanzará solamente al “pueblo elegido”, sino a todos los que acepten Su mensaje: “A los extranjeros que se han dado al Señor, para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, … los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración, … porque mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos”.

En la segunda lectura (Rm 11,13-15.29-32) san Pablo le recuerda a los romanos que del mismo modo que ellos han recibido y aceptado el mensaje de salvación, los judíos, quienes rechazaron y crucificaron a Cristo, también tienen oportunidad de salvarse, pues “los dones y la llamada de Dios son irrevocables”.

El Evangelio (Mt 15,21-28) nos presenta a Jesús en territorio pagano. Allí se le acercó una mujer cananea que comenzó a seguirlo pidiéndole a gritos: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Como Jesús la ignoraba, los discípulos le pidieron que la atendiera, a lo que Jesús replicó que había sido enviado “a la ovejas descarriadas de Israel”.

En eso la mujer llegó hasta Él y se postró a sus pies reiterando su súplica. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el contexto y cultura de la época: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús se conmovió ante aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

Otro detalle de este pasaje es que, con sus palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del “pan de los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado primero al pueblo de Israel. Las migajas que caen y se comen los “perros” se refieren a la Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos “paganos”.

Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál. 26,28).

Una Iglesia universal (católica), abierta a todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.