En este cápsula te contamos la intrigante historia del origen del ícono de esta advocación mariana, también conocida como “Virgen de la Pasión” y Patrona de los Misioneros Redentoristas, que se remonta al siglo XV, y cuya fiesta se celebra el 27 de junio. Esta ha sido llamada la historia de un artista desconocido, de un ladrón arrepentido, de una jovencita curiosa, de una iglesia abandonada, de un viejo religioso y de un Papa.
Esta imagen recuerda el cuidado de la Virgen por Jesús, desde su concepción hasta su muerte, y que hoy sigue protegiendo a sus hijos que acuden a ella.
Hoy la Iglesia universal celebra la Solemnidad
de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la
doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de
su concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en
previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano,
preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios,
por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Con
esas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis Deus, quedó establecido el
dogma de la Inmaculada Concepción hace 165 años, el 8 de diciembre de 1854.
Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la misma
Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Del
mismo modo, 24 años antes, en el año 1830, el dogma le había sido revelado a
santa Catalina Labouré cuando en la
tercera aparición de la Virgen de la Medalla Milagrosa, dando forma a la
figura, había una inscripción: “Oh María, sin
pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en
previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su
concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue
concebida y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes
disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser
concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer
“sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso
Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas,
sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba
solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un
propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo
que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la
lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de
Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el
pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado
por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de
gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis
que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco enemistad
entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza
cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de
gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad”
inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia,
creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su
obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y añore solo a Dios.
De paso, si no loa hecho aún, te invitamos a ver los vídeos que publicamos en nuestro Canal de YouTube sobre el dogma y la solemnidad.
Hoy celebramos la memoria de Nuestra Señora de Lourdes. Dicha advocación mariana surge con motivo de la aparición de Nuestra Señora, la Virgen María, a santa Bernardette Soubirous en Lourdes, Francia en 1858. Además de los muchos milagros atribuidos a la intercesión de la Virgen bajo esta advocación y relacionados con el lugar de las apariciones, esta aparición se destaca por el hecho de que, en la decimosexta aparición, el 25 de marzo, fiesta de la Anunciación del arcángel Gabriel a la Santísima Virgen, esta se identificó a sí misma diciéndole a la niña Bernardette: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Apenas cuatro años antes, el papa Pío IX había definido el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, hecho que, con los medios de comunicación limitados de la época, era totalmente desconocido para los habitantes de aquella pequeña villa en los Pirineos.
El calendario litúrgico católico celebra la
“Festividad de Nuestra Señora de Lourdes” el día de la primera
aparición, es decir, hoy 11 de febrero. Son incontables las curaciones
atribuidas a la intercesión de Nuestra Señora de Lourdes, especialmente en
peregrinos al santuario que allí se erigió. En 1992, el papa Juan Pablo II
instituyó la celebración de la “Jornada Mundial del Enfermo” a realizarse
el 11 de febrero de cada año, en la memoria litúrgica de Nuestra Señora de
Lourdes. Por eso hoy en muchas parroquias alrededor del mundo se celebran misas
por los enfermos.
Encomendémonos a la protección de Nuestra Señora de Lourdes y pidamos su intercesión para que nos libre de toda enfermedad, especialmente aquellas que afectan nuestro espíritu y nos impiden acercarnos a su Hijo.
El Evangelio de hoy (Mc 7,24-30) nos presenta el pasaje de la curación de la hija de una mujer pagana. Su hija estaba poseída por un espíritu impuro y, cuando la mujer se enteró que Jesús estaba cerca, enseguida fue a buscarlo y se le echó a los pies, rogándole que echase el demonio de su hija. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el contexto y cultura de la época: “Deja que coman primero los hijos. No está bien echarles a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor: pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Como sucede en otras ocasiones, Jesús se conmueve ante aquél despliegue de fe (¿Qué madre no pone en los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Anda vete, que por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7). Este pasaje es también un claro ejemplo de lo que san Pablo dice a los romanos (Rm 10,12): “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12).
Hoy la Iglesia universal celebra la Solemnidad de la
Inmaculada Concepción de la Virgen María.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que
sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción,
fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en previsión de los
méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, preservada inmune de toda
mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios, por tanto, debe ser firme
y constantemente creída por todos los fieles”. Con esas palabras del Papa Pío
IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis
Deus, quedó establecido el dogma de la Inmaculada Concepción hace 165 años,
el 8 de diciembre de 1854. Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue
confirmado por la misma Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al
decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada
Concepción”. Del mismo modo, 24 años antes, en el año 1830, el dogma le
había sido revelado a santa Catalina
Labouré cuando en la tercera aparición de la Virgen de la Medalla
Milagrosa, dando forma a la figura, había una inscripción: “Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros
que recurrimos a ti”.
Como expresa la Ineffabilis
Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en previsión de los méritos
de Cristo”, María, desde el mismo momento de su concepción, fue preservada
inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue concebida y nació libre del
pecado original. No hace falta entrar en grandes disquisiciones teológicas para
concluir que el Hijo de Dios no podía ser concebido y gestarse en un vientre
sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer “sagrario”, esa “custodia viva”,
tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso Ella fue concebida inmaculada,
sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados. Su
corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba solo a Dios. Toda esa
acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para
llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre
del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la lectura evangélica que dispone
la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate, llena de gracia, el
Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de Dios en la vida
de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el pecado. En un momento cuando
aún la humanidad no había sido redimida del pecado por la pasión y muerte
salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de gracia”, escogida por Dios
desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis que nos
presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco enemistad entre ti
y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú
la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de gracia, se
convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad” inaugurada en
Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia, creó el nudo de
la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su obediencia, lo
deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento,
pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y
añore solo a Dios.
Hoy celebramos la memoria de Nuestra Señora de
Lourdes. Dicha advocación mariana surge con motivo de la aparición de Nuestra
Señora, la Virgen María, a santa Bernardita Soubirous en Lourdes, Francia en
1858. Además de los muchos milagros atribuidos a la intercesión de la Virgen
bajo esta advocación y relacionado con el lugar de las apariciones, esta
aparición se destaca por el hecho de que en la decimosexta aparición, el 25 de
marzo, fiesta de la Anunciación del arcángel Gabriel a la Santísima Virgen,
esta se identificó a sí misma diciéndole a la niña Bernardita: “Yo soy la
Inmaculada Concepción”. Apenas cuatro años antes, el papa Pío IX había definido
el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, hecho que, con los
medios de comunicación limitados de la época, era totalmente desconocido para
los habitantes de aquella pequeña villa en los Pirineos.
El calendario litúrgico católico celebra la
“Festividad de Nuestra Señora de Lourdes” el día de la primera
aparición, es decir, el 11 de febrero. Son incontables las curaciones
atribuidas a la intercesión de Nuestra Señora de Lourdes, especialmente en
peregrinos al santuario que allí se erigió. En 1992, el papa Juan Pablo II
instituyó la celebración de la “Jornada Mundial del Enfermo” a
realizarse el 11 de febrero de cada año, en memoria litúrgica de Nuestra Señora
de Lourdes. Por eso hoy en muchas parroquias alrededor del mundo se celebran
misas por los enfermos.
Y el Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Mc 6,53-56), nos muestra a Jesús una vez más curando enfermos: “cuando se
enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermos en camillas. En
la aldea o pueblo o caserío donde llegaba, colocaban a los enfermos en la plaza
y le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y los que lo
tocaban se ponían sanos”.
El poder de la fe. Como hemos dicho en
ocasiones anteriores, la fe es el “gatillo” que dispara el poder de Dios.
Aquella gente creía, y actuaba conforme a su fe. Creían que con tan solo tocar
el borde de su manto sanarían, pero no se conformaban con creer, hacían el
esfuerzo hasta tocar el manto, y se obraba el milagro; como la hemorroísa cuyo
relato leímos hace poco (Mc 5,25-34), quien se arrastró hasta tocar el manto de
Jesús, arriesgándose a ser apedreada si no era sanada. Aquella mujer, por
padecer flujos de sangre era considerada “impura” y no podía tocar a ningún
hombre, so pena de ser lapidada. Pero tuvo fe, y su fe la curó.
Su Madre María nos conduce a Él y, como en las
bodas de Caná, nos dice: “Hagan todo lo que él les diga” (Jn 2,5). No basta con
creer, hay que “hacer”; y ese hacer se convierte en un “acto de fe” que nos
permite ver la gloria de Dios y experimentar su poder sanador. Recordemos que
la Santísima Virgen María, de por sí, no puede obrar milagros; ese poder está
reservado a su Hijo. Ella es la intercesora por excelencia que nos conduce a la
presencia de su Hijo, pero necesitamos del “acto de fe” para recibir el milagro
de manos de Él.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que ladoctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante desu concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente enprevisión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano,preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios,por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Conesas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis Deus, quedó establecido eldogma de la Inmaculada Concepción hace 164 años, el 8 de diciembre de 1854.Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la mismaVirgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en
previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su
concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue concebida
y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes
disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser
concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer
“sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso
Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas,
sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba
solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un
propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo
que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la
lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de
Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el
pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado
por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de
gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis
que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco
hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en
la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la
llena de gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva
humanidad” inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su
desobediencia, creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que
María, por su obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del
Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere,
ansíe y añore solo a Dios.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios, por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Con esas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis Deus, quedó establecido el dogma de la Inmaculada Concepción hace 162 años, el 8 de diciembre de 1854. Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la misma Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue concebida y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer “sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad” inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia, creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y añore solo a Dios.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios, por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Con esas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la bula Ineffabilis Deus, quedó establecido el dogma de la Inmaculada Concepción hace 161 años, el 8 de diciembre de 1854. Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la misma Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: Yo soy la Inmaculada Concepción.
El papa Francisco ha escogido esta Solemnidad para dar inicio al Año Santo Jubilar de la Misericordia. Al anunciar el Año Jubilar, el Papa expresó que “esta fiesta litúrgica indica el modo de obrar de Dios desde los albores de nuestra historia”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue concebida y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer “sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad” inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia, creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y añore solo a Dios.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios, por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Con esas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la bula Ineffabilis Deus, quedó establecido el dogma de la Inmaculada Concepción hace 160 años, el 8 de diciembre de 1854. Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la misma Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue concebida y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer “sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad” inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia, creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y añore solo a Dios.