REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 12-01-22

Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mc 1,29-39) es la continuación de la leíamos ayer, en la que Jesús curó a un endemoniado. Entre ambas, nos narran un día completo en la vida de Jesús.

Hoy encontramos a Jesús que sale de la sinagoga y se dirige a casa de Pedro. El que ha tenido la oportunidad de visitar Cafarnaúm sabe que la casa de Pedro no dista mucho de la sinagoga, al punto que de una se ve la otra.

Al llegar a la casa de Pedro, Jesús encuentra a la suegra de Pedro enferma con fiebre. Inmediatamente la cura y ella sin dilación se pone a servirles. Jesús continúa manifestando su poder sobre la enfermedad, pero sobre todo su compasión y misericordia infinitas. Vemos cómo la suegra de Pedro se pone a servirles tan pronto es curada. Un reflejo de la actitud fundamental de Jesús, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Un reflejo de lo que debería ser nuestra actitud (Cfr. Gál 2,20) para con nuestro prójimo.

Tan pronto se enteró la gente de que Jesús estaba allí, comenzaron a traerle enfermos y endemoniados y Él los cura a todos, liberándolos de sus dolencias físicas y de sus demonios. Esa es la misión de Jesús, junto al anuncio de la Buena Noticia del Reino. Y hoy Jesús continúa curando nuestras dolencias y deshaciendo toda clase de obstáculos e impedimentos a nuestra salvación; esos “demonios” que nos alejan de Él. Tan solo tenemos que acercarnos a Él.

Finalizada la jornada, de madrugada, hizo lo que tantas veces lo vemos hacer en los evangelios: “se marchó al descampado y se puso a orar”. Ese diálogo constante de Jesús con el Padre que caracteriza toda su misión. Jesús vivió en un ambiente de oración. Así, a manera de ejemplo, comenzó su vida pública con una oración en su bautismo (Lc 3,22). Del mismo modo culminó su obra redentora, en la última cena, pronunciando una oración de acción de gracias sobre las especies eucarísticas (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-30, 1 Co 11,23-25). Más adelante, hacia el final de su misión redentora, se retiró al huerto de Getsemaní a solas a orar (Mt 26,36-44).

Podemos decir que la actividad salvadora de Jesús se “alimentaba” constantemente del diálogo amoroso con su Padre. Igualmente, antes de tomar cualquier decisión importante, como cuando fue a elegir a los “doce”, pasó toda la noche en oración (Lc 6,12). Son tantas las instancias en que Jesús oraba, que sería imposible enumerarlas todas, incluyendo al realizar muchos de sus milagros.

Con el ejemplo del pasaje de hoy, Jesús nos está enseñando que podemos y debemos conjugar la oración con nuestro trabajo (ora et labora). Él siempre, aún en los días de más actividad como el que nos narra la lectura de hoy, sacaba tiempo para hablar con el Padre. “Fabricaba” el tiempo, aún a costa de sacrificar el sueño (“se levantó de madrugada”). Me recuerda a Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, que pasaba las noches en vela orando después de una larga jornada de predicación. Y nosotros, ¿le dedicamos al Padre el tiempo que Él merece? ¿Podrías dedicarle al menos cinco minutos hoy? Anda, ¡Él te espera!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE EPIFANÍA 07-01-22

“Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino”…

Ayer celebrábamos la solemnidad de la Epifanía del Señor, esa manifestación de Dios a todas las naciones. Durante esta semana la liturgia seguirá presentándonos “signos”, pequeñas “epifanías”, a través de una serie de gestos que manifiestan a Cristo. Aquél Niño que fue adorado en Belén por los magos de oriente, se nos manifiesta en el Evangelio que leemos hoy (Mt 4,12-17.23-25) como el Mesías y el Maestro enviado por Dios.

Comienza la lectura con la decisión de Jesús de cambiar de domicilio, de Nazaret a Galilea, tan pronto de entera que Juan el Bautista había sido apresado. Allí se establecen en la ciudad de Cafarnaún, a orillas del Mar de Galilea, que se convertiría en el “centro de operaciones” de su gestión misionera. Una vez apresado Juan, Jesús comprendió que la labor de aquél había culminado. Ahora le correspondía a Él desplegar su misión evangelizadora.

Mudarse de Nazaret a Cafarnaún representaba un cambio drástico, era mudarse del “ambiente protegido” de una comunidad pequeña en que todos se conocían, a una ciudad cosmopolita donde habitaban muchos extranjeros paganos. Mateo ve en ese gesto de Jesús el cumplimiento de la profecía de Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. Jesús llega a traer la Luz a los paganos que vivían en las tinieblas porque no le conocían.

Allí hace un llamado a la conversión, a judíos y gentiles por igual, como preparación para la llegada del Reino que “está cerca”, desplegando su labor como predicador itinerante por toda la Galilea, mientras llevaba a cabo signos que constituían manifestaciones o pequeñas “epifanías” de su persona: “Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curaba”. Este es el “anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión” que contemplamos como el tercero de los misterios luminosos o “de luz” que fueron instituidos por san Juan Pablo II mediante la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, el 16 de octubre de 2002.

El pasaje que contemplamos hoy no nos dice qué decía Jesús en sus predicaciones; eso lo veremos a lo largo de todo el relato evangélico. Pero el mensaje central está ahí: ¡El Reino ha llegado!; Dios se ha manifestado, se ha hecho presente entre nosotros, se nos ha revelado en toda su plenitud en la persona de su Hijo, y a través de Él nos llama a la conversión, nos invita a cambiar nuestras vidas para convertirnos en otros “cristos” (Cfr. Gál 2,20). Así, esa conversión implica auxiliar nuestros hermanos, especialmente a los enfermos, los pobres, los desposeídos, tal como Cristo nos enseñó. Esta será la señal de que su Espíritu está obrando en nosotros, y que Él mismo habita entre nosotros.

¡Que se te note!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA QUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 11-02-21, MEMORIA DE NUESTRA SEÑORA DE LOURDES

Hoy celebramos la memoria de Nuestra Señora de Lourdes. Dicha advocación mariana surge con motivo de la aparición de Nuestra Señora, la Virgen María, a santa Bernardette Soubirous en Lourdes, Francia en 1858. Además de los muchos milagros atribuidos a la intercesión de la Virgen bajo esta advocación y relacionados con el lugar de las apariciones, esta aparición se destaca por el hecho de que, en la decimosexta aparición, el 25 de marzo, fiesta de la Anunciación del arcángel Gabriel a la Santísima Virgen, esta se identificó a sí misma diciéndole a la niña Bernardette: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Apenas cuatro años antes, el papa Pío IX había definido el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, hecho que, con los medios de comunicación limitados de la época, era totalmente desconocido para los habitantes de aquella pequeña villa en los Pirineos.

El calendario litúrgico católico celebra la “Festividad de Nuestra Señora de Lourdes” el día de la primera aparición, es decir, hoy 11 de febrero. Son incontables las curaciones atribuidas a la intercesión de Nuestra Señora de Lourdes, especialmente en peregrinos al santuario que allí se erigió. En 1992, el papa Juan Pablo II instituyó la celebración de la “Jornada Mundial del Enfermo” a realizarse el 11 de febrero de cada año, en la memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes. Por eso hoy en muchas parroquias alrededor del mundo se celebran misas por los enfermos.

Encomendémonos a la protección de Nuestra Señora de Lourdes y pidamos su intercesión para que nos libre de toda enfermedad, especialmente aquellas que afectan nuestro espíritu y nos impiden acercarnos a su Hijo.

El Evangelio de hoy (Mc 7,24-30) nos presenta el pasaje de la curación de la hija de una mujer pagana. Su hija estaba poseída por un espíritu impuro y, cuando la mujer se enteró que Jesús estaba cerca, enseguida fue a buscarlo y se le echó a los pies, rogándole que echase el demonio de su hija. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el contexto y cultura de la época: “Deja que coman primero los hijos. No está bien echarles a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor: pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Como sucede en otras ocasiones, Jesús se conmueve ante aquél despliegue de fe (¿Qué madre no pone en los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Anda vete, que por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.

Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7). Este pasaje es también un claro ejemplo de lo que san Pablo dice a los romanos (Rm 10,12): “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12).

Y tú, ¿tienes la fe de aquella mujer?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (1) 13-01-21

“… se marchó al descampado y se puso a orar”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mc 1,29-39) es la continuación de la leíamos ayer, en la que Jesús curó a un endemoniado. Entre ambas, nos narran un día completo en la vida de Jesús.

Hoy encontramos a Jesús que sale de la sinagoga y se dirige a casa de Pedro. El que ha tenido la oportunidad de visitar Cafarnaúm sabe que la casa de Pedro no dista mucho de la sinagoga, al punto que de una se ve la otra.

Al llegar a la casa de Pedro, Jesús encuentra a la suegra de Pedro enferma con fiebre. Inmediatamente la cura y ella sin dilación se pone a servirles. Jesús continúa manifestando su poder sobre la enfermedad, pero sobre todo su compasión y misericordia infinitas. Vemos cómo la suegra de Pedro se pone a servirles tan pronto es curada. Un reflejo de la actitud fundamental de Jesús, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Un reflejo de lo que debería ser nuestra actitud (Cfr. Gál 2,20) para con nuestro prójimo.

Tan pronto se enteró la gente que Jesús estaba allí, comenzaron a traerle enfermos y endemoniados y Él los cura a todos, liberándolos de sus dolencias físicas y de sus demonios. Esa es la misión de Jesús, junto al anuncio de la Buena Noticia del Reino. Y hoy Jesús continúa curando nuestras dolencias y deshaciendo toda clase de obstáculos e impedimentos a nuestra salvación; esos “demonios” que nos alejan de Él. Tan solo tenemos que acercarnos a Él.

Finalizada la jornada, de madrugada, hizo lo que tantas veces lo vemos hacer en los evangelios: “se marchó al descampado y se puso a orar”. Ese diálogo constante de Jesús con el Padre que caracteriza toda su misión. Jesús vivió en un ambiente de oración. Así, a manera de ejemplo, comenzó su vida pública con una oración en su bautismo (Lc 3,22). Del mismo modo culminó su obra redentora, en la última cena, pronunciando una oración de acción de gracias sobre las especies eucarísticas (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-30, 1 Co 11,23-25). Más adelante, hacia el final de su misión redentora, se retiró al huerto de Getsemaní a solas a orar (Mt 26,36-44).

Podemos decir que la actividad salvadora de Jesús se “alimentaba” constantemente del diálogo amoroso con su Padre. Igualmente, antes de tomar cualquier decisión importante, como cuando fue a elegir a los “doce”, pasó toda la noche en oración (Lc 6,12). Son tantas las instancias en que Jesús oraba, que sería imposible enumerarlas todas, incluyendo al realizar muchos de sus milagros.

Con el ejemplo del pasaje de hoy, Jesús nos está enseñando que podemos y debemos conjugar la oración con nuestro trabajo (ora et labora). Él siempre, aún en los días de más actividad como el que nos narra la lectura de hoy, sacaba tiempo para hablar con el Padre. “Fabricaba” el tiempo, aún a costa de sacrificar el sueño (“se levantó de madrugada”). Me recuerda a Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, que pasaba las noches en vela orando después de una larga jornada de predicación. Y nosotros, ¿le dedicamos al Padre el tiempo que Él merece? ¿Podrías dedicarle al menos cinco minutos hoy? Anda, ¡Él te espera!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DESPUÉS DE EPIFANÍA 07-01-21

“Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino”…

Ayer celebrábamos la solemnidad de la Epifanía del Señor, esa manifestación de Dios a todas las naciones. Durante esta semana la liturgia seguirá presentándonos “signos”, pequeñas “epifanías”, a través de una serie de gestos que manifiestan a Cristo. Aquél Niño que fue adorado en Belén por los magos de oriente, se nos manifiesta en el Evangelio que leemos hoy (Mt 4,12-17.23-25) como el Mesías y el Maestro enviado por Dios.

Comienza la lectura con la decisión de Jesús de cambiar de domicilio, de Nazaret a Galilea, tan pronto de entera que Juan el Bautista había sido apresado. Allí se establecen en la ciudad de Cafarnaún, a orillas del Mar de Galilea, que se convertiría en el “centro de operaciones” de su gestión misionera. Una vez apresado Juan, Jesús comprendió que la labor de aquél había culminado. Ahora le correspondía a Él desplegar su misión evangelizadora.

Mudarse de Nazaret a Cafarnaún representaba un cambio drástico, era mudarse del “ambiente protegido” de una comunidad pequeña en que todos se conocían, a una ciudad cosmopolita donde habitaban muchos extranjeros paganos. Mateo ve en ese gesto de Jesús el cumplimiento de la profecía de Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. Jesús llega a traer la Luz a los paganos que vivían en las tinieblas porque no le conocían.

Allí hace un llamado a la conversión, a judíos y gentiles por igual, como preparación para la llegada del Reino que “está cerca”, desplegando su labor como predicador itinerante por toda la Galilea, mientras llevaba a cabo signos que constituían manifestaciones o pequeñas “epifanías” de su persona: “Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curaba”. Este es el “anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión” que contemplamos como el tercero de los misterios luminosos o “de luz” que fueron instituidos por san Juan Pablo II mediante la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, el 16 de octubre de 2002.

El pasaje que contemplamos hoy no nos dice qué decía Jesús en sus predicaciones; eso lo veremos a lo largo de todo el relato evangélico. Pero el mensaje central está ahí: ¡El Reino ha llegado!; Dios se ha manifestado, se ha hecho presente entre nosotros, se nos ha revelado en toda su plenitud en la persona de su Hijo, y a través de Él nos llama a la conversión, nos invita a cambiar nuestras vidas para convertirnos en otros “cristos” (Cfr. Gál 2,20). Así, esa conversión implica auxiliar nuestros hermanos, especialmente a los enfermos, los pobres, los desposeídos, tal como Cristo nos enseñó. Esta será la señal de que su Espíritu está obrando en nosotros, y que Él mismo habita entre nosotros.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 15-01-20

“… se marchó al descampado y se puso a orar”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mc 1,29-39) es la continuación de la leíamos ayer, en la que Jesús curó a un endemoniado. Entre ambas, nos narran un día completo en la vida de Jesús.

Hoy encontramos a Jesús que sale de la sinagoga y se dirige a casa de Pedro. El que ha tenido la oportunidad de visitar Cafarnaúm sabe que la casa de Pedro no dista mucho de la sinagoga, al punto que de una se ve la otra.

Al llegar a la casa de Pedro, Jesús encuentra a la suegra de Pedro enferma con fiebre. Inmediatamente la cura y ella sin dilación se pone a servirles. Jesús continúa manifestando su poder sobre la enfermedad, pero sobre todo su compasión y misericordia infinitas. Vemos cómo la suegra de Pedro se pone a servirles tan pronto es curada. Un reflejo de la actitud fundamental de Jesús, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Un reflejo de lo que debería ser nuestra actitud (Cfr. Gál 2,20) para con nuestro prójimo.

Tan pronto se enteró la gente que Jesús estaba allí, comenzaron a traerle enfermos y endemoniados y Él los cura a todos, liberándolos de sus dolencias físicas y de sus demonios. Esa es la misión de Jesús, junto al anuncio de la Buena Noticia del Reino. Y hoy Jesús continúa cuando nuestras dolencias y deshaciendo toda clase de obstáculos e impedimentos a nuestra salvación; esos “demonios” que nos alejan de Él. Tan solo tenemos que acercarnos a Él.

Finalizada la jornada, de madrugada, hizo lo que tantas veces lo vemos hacer en los evangelios: “se marchó al descampado y se puso a orar”. Ese diálogo constante de Jesús con el Padre que caracteriza toda su misión. Jesús vivió en un ambiente de oración. Así, a manera de ejemplo, comenzó su vida pública con una oración en su bautismo (Lc 3,22). Del mismo modo culminó su obra redentora, en la última cena, pronunciando una oración de acción de gracias sobre las especies eucarísticas (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-30, 1 Co 11,23-25). Más adelante, se retiró al huerto de Getsemaní a solas a orar (Mt 26,36-44).

Podemos decir que la actividad salvadora de Jesús se “alimentaba” constantemente del diálogo amoroso con su Padre. Igualmente, antes de tomar cualquier decisión importante, como cuando fue a elegir a los “doce”, pasó toda la noche en oración (Lc 6,12). Son tantas las instancias en que Jesús oraba, que sería imposible enumerarlas todas, incluyendo al realizar muchos de sus milagros.

Con el ejemplo del pasaje de hoy, Jesús nos está enseñando que podemos y debemos conjugar la oración con nuestro trabajo. Él siempre, aún en los días de más actividad como el que nos narra la lectura de hoy, sacaba tiempo para hablar con el Padre. “Fabricaba” el tiempo, aún a costa de sacrificar el sueño (“se levantó de madrugada”). Me recuerda a Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, que pasaba las noches en vela orando después de una larga jornada de predicación. Y nosotros, ¿le dedicamos al Padre el tiempo que Él merece?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DESPUÉS DE EPIFANÍA 07-01-19

Ayer celebrábamos la solemnidad de la Epifanía del Señor, esa manifestación de Dios a todas las naciones. Durante esta semana la liturgia seguirá presentándonos “signos”, pequeñas “epifanías”, a través de una serie de gestos que manifiestan a Cristo. Aquél Niño que fue adorado en Belén por los magos de oriente, se nos manifiesta en el Evangelio que leemos hoy (Mt 4,12-17.23-25) como el Mesías y el Maestro enviado por Dios.

Comienza la lectura con la decisión de Jesús de cambiar de domicilio, de Nazaret a Galilea, tan pronto de entera que Juan el Bautista había sido apresado. Allí se establecen en la ciudad de Cafarnaún, a orillas del Mar de Galilea, que se convertiría en el “centro de operaciones” de su gestión misionera. Una vez apresado Juan, Jesús comprendió que la labor de aquél había culminado. Ahora le correspondía a Él desplegar su misión evangelizadora.

Mudarse de Nazaret a Cafarnaún representaba un cambio drástico, era mudarse del “ambiente protegido” de una comunidad pequeña en que todos se conocían, a una ciudad cosmopolita donde habitaban muchos extranjeros paganos. Mateo ve en ese gesto de Jesús el cumplimiento de la profecía de Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. Jesús llega a traer la Luz a los paganos que vivían en las tinieblas porque no le conocían.

Allí hace un llamado a la conversión, a judíos y gentiles por igual, como preparación para la llegada del Reino que “está cerca”, desplegando su labor como predicador itinerante por toda la Galilea, mientras llevaba a cabo signos que constituían manifestaciones o pequeñas “epifanías” de su persona: “Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curaba”. Este es el “anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión” que contemplamos como el tercero de los misterios luminosos o “de luz” que fueron instituidos por san Juan Pablo II mediante la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, el 16 de octubre de 2002.

El pasaje que contemplamos hoy no nos dice qué decía Jesús en sus predicaciones; eso lo veremos a lo largo de todo el relato evangélico. Pero el mensaje central está ahí: ¡El Reino ha llegado!; Dios se ha manifestado, se ha hecho presente entre nosotros, se nos ha revelado en toda su plenitud en la persona de su Hijo, y a través de Él nos llama a la conversión, nos invita a cambiar nuestras vidas para convertirnos en otros “cristos” (Cfr. Gál 2,20). Así, esa conversión implica auxiliar nuestros hermanos, especialmente a los enfermos, los pobres, los desposeídos, tal como Cristo nos enseñó. Esta será la señal de que su Espíritu está obrando en nosotros, y que Él mismo habita entre nosotros.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 05-12-18

La primera lectura de la liturgia para hoy (Is 25,6-10a) continúa presentándonos al futuro Mesías y nos habla de un banquete al que todos serán invitados: “El Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos”. El mismo Jesús utilizaría en muchas ocasiones esta figura del banquete para referirse al Reino.

El profeta añade que en ese tiempo el Señor “aniquilará la muerte para siempre” y “enjugará las lágrimas de todos los rostros”. Entonces todo será alegría, pues habrá llegado aquél de quien esperábamos la salvación, y solo habrá motivo para celebrar y gozar esa salvación. De nuevo, esta lectura nos crea gran expectativa ante la inminente llegada de los nuevos tiempos que el Mesías vendrá a inaugurar con su presencia entre nosotros. Tiempos de gozo y abundancia.

Del mismo modo, la lectura evangélica (Mt 15,29-37) nos muestra cómo en la persona de Jesús se cumple esa profecía. A Él acuden todos los que sufren alguna dolencia: tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos otros; y “los echaban a sus pies, y él los curaba”. La lectura nos dice que la gente se admiraba. Pero no tanto por las curaciones milagrosas, sino porque esos portentos eran el signo más patente de la llegada del Mesías. Así, la llegada del Mesías en se convierte en una fiesta para todos los que sufren (Cfr. Mt 11.28), quienes ven retroceder el mal, el sufrimiento y las lágrimas, para dar paso a la felicidad. Cuando Dios pasa, derrama sobre todos su Santo Espíritu que se manifiesta como una estela de alegría que deja tras de si.

¡El Mesías ha llegado! Y con Él la plenitud de los tiempos. No hay duda. Con Él ha llegado también la abundancia. “Siete panes y unos pocos peces” parecerán poco para alimentar una muchedumbre, que en la versión de Marcos se nos dice eran “unas cuatro mil personas” (Mc 8,9). Pero en manos del Mesías, ese “poco” se convierte en “todo” lo necesario para saciar el hambre de aquella multitud.

No obstante, si miramos a nuestro alrededor, nos percatamos que aún quedan por cumplirse muchas de las profecías del Antiguo Testamento, especialmente aquellas que tienen que ver con la paz y la justicia. El Reino está aquí, pero todavía está “en construcción”. Hace unos días hablábamos del sentido escatológico del Adviento, de esa espera de la segunda venida de Jesús que va a marcar la culminación de los tiempos, cuando se establecerá definitivamente el Reinado de Dios por toda la eternidad. En ese sentido, el Adviento adquiere también para nosotros un significado parecido al que le daban los primeros cristianos.

Hoy vemos cuántos hermanos padecen de hambre, como aquella muchedumbre que seguía a Jesús. Y la solución del hambre se encontró en el reparto fraterno, en el amor que nos lleva a estar atentos a las necesidades de los demás. En ninguno de los evangelios se menciona quién tenía los panes y los peces que fueron entregados a Jesús. Alguien anónimo, que con su generosidad propició el milagro.

En este tiempo de Adviento, compartamos nuestro “pan”, material y espiritual, para que todos conozcan la abundancia del Amor de Jesús, y anhelen su venida. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DECIMOSEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 23-07-18

“Vino a los suyos, y los suyos no lo reconocieron” (Jn 1,11). Esa frase, tomada del prólogo del evangelio según san Juan, resume el evangelio que nos propone la liturgia de hoy (Mt 12,38-42).

La fama de Jesús continúa creciendo y los escribas y fariseos siguen sintiéndose amenazados por su persona. Han sido testigos de sus milagros; curaciones, expulsiones de demonios, y hasta revitalizaciones de muertos (no debemos confundir la revitalización con la resurrección, pues la última es definitiva, para no morir jamás). Ahora, delante de todos, le piden un signo: “Maestro, queremos ver un signo tuyo”. Un signo es más que un milagro, es un hecho que demuestre sin dudas la divinidad de Jesús, que demuestre que Él es Dios. Recordemos que poco antes lo habían acusado de echar demonios por el poder de Satanás (Mt 12,24). Insisten en ponerlo a prueba. En efecto, lo están tentando, contrario al mandato divino: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt 6,16; Mt 4,7).

De nuevo encontramos a Jesús pronunciando palabras duras contra los suyos; les llama “generación perversa y adúltera”, y les dice que no les dará más signo que el del profeta Jonás, que estuvo tres días en el vientre del cetáceo y salió con vida, anunciándoles de paso que Él mismo estaría tres días en el vientre de la tierra y resucitaría. Les está anunciando su Misterio pascual (pasión, muerte, resurrección), alrededor del cual gira toda nuestra fe (Cfr. 1 Cor 15,14). Pero estas personas están cegadas por el ritualismo vacío y el “cumplimiento” de la Ley y los preceptos. No pueden ver más allá. Es más, se niegan. Están anteponiendo sus propios intereses a los del Reino.

Por eso Jesús les dice que cuando juzguen a esa generación, los de Nínive, que se convirtieron con la predicación de Jonás, quien no era más que un profeta (Jon 3,5-8) y la reina del Sur, que vino a escuchar la sabiduría de Salomón (1 Re 10,1-13), se alzarán y les condenarán, pues ellos no le han creído a Él que es “más que Jonás” y “más que Salomón”.

Muchas veces en nuestras vidas, especialmente en los momentos de prueba, la angustia, la desesperanza, nos lleva a “tentar a Dios”, a exigirle “signos”, como si fuera necesario que Él haga alarde de su poder para que creamos en Él. Queremos “signos” que correspondan a nuestras necesidades, nuestros deseos; y si no nos “complace”, comenzamos a dudar. Entonces actuamos como la persona que recibe un diagnóstico médico que no es de su agrado y continúa visitando médicos hasta que da con uno que le dice lo que quiere escuchar. Nos negamos a ver la grandeza de Dios en todas las cosas que damos por sentadas: la vida misma, la complejidad y perfección de nuestro cuerpo, un amanecer, la belleza de las flores… ¡Y continuamos exigiendo “signos”!

En este día, pidamos al Señor que nos de los “ojos de la fe”.

Que pasen una hermosa semana en la Paz del Señor.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 30-01-18

La liturgia continúa llevándonos de la mano en este recorrido por el Evangelio según san Marcos. La lectura de hoy (Mc 5,21-43) nos presenta a Jesús regresando de “la otra orilla” luego de haber sido echado de Gerasa según leíamos ayer (Mc 5,1-20). En el pasaje de hoy Marcos nos narra dos milagros de Jesús entrelazados en una sola trama: la revivificación de la hija de Jairo (debemos recordar que Jesús “revive” los muertos, no los “resucita”, pues el que resucita no muere jamás y todos los que Jesús revive en los evangelios están destinados a morir) y la curación de la hemorroísa.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Marcos escribe su relato evangélico para paganos de la región itálica, con el propósito de demostrar que Jesús es el verdadero y único Dios. Para ello, nos presenta a Jesús como el gran “taumaturgo” o hacedor de milagros. Él solo hace lo que en la mitología requiere de muchos dioses. Así, ayer lo veíamos demostrando su poder sobre el diablo y sus demonios, y hoy lo vemos demostrando su poder sobre la enfermedad y sobre la muerte. En ambos milagros que contemplamos hoy, Marcos destaca el componente de la fe como elemento esencial para lograr que Jesús obre el milagro.

En el relato de la mujer que sufría flujos de sangre, ella tenía la certeza de que con solo tocar el manto de Jesús se curaría, y actuó conforme a lo que creía: se arrastró entre la multitud hasta tocar el manto de Jesús. De eso se trata la fe. Por eso decimos que la fe es algo “que se ve”. Nos dice la escritura que cuando tocó el ruedo del manto de Jesús, se curó instantáneamente, y Jesús sintió que “había salido una fuerza de Él”. Jesús aprovecha la oportunidad y pregunta, con un fin pedagógico (Jesús es Dios, y Dios lo sabe todo) que quién le había tocado, y cuando ella confiesa que había sido ella, le dice, en presencia de todos: “Hija, tu fe te ha curado”.

No bien había terminado de realizar ese milagro, llegaron emisarios de la casa de Jairo, quien le había pedido a Jesús que curara a su hija que estaba muy enferma, y le dijeron que la niña había muerto. Jesús aprovecha la coyuntura para reafirmar su enseñanza y le dice a Jairo: “No temas; basta que tengas fe”. Jesús le dijo a Jairo que su hija dormía. Jairo creyó en las palabras de Jesús, y actuó conforme a lo que creía, acompañando a Jesús hasta su casa, y luego junto a su esposa hasta la habitación de la niña. Jesús la tomó de la mano y esta se levantó ante el asombro de todos. Si Jairo no hubiese actuado conforme a lo que creía, no hubiese perdido el tiempo llevando a Jesús a su casa (¿para qué?, la niña ya estaba muerta). Pero Jairo creyó, y actuó conforme a lo que creía. No tuvo miedo ante la noticia de la muerte de su hija, tuvo fe.

No basta con creer (hasta el demonio “cree” en Dios), hay que actuar conforme a lo que creemos. Hay que “vivir” la fe. Entonces verás manifestarse la gloria de Dios.