En este vídeo te explicamos la poca mención directa que hace de la Virgen María en los relatos evangélicos de la Semana Santa, y te señalamos las pistas que encontramos en los mismos relatos que nos apuntan hacia la presencia y participación de María en los eventos que conmemoramos durante esa semana tan especial.
Hoy la Iglesia universal celebra la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios, por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Con esas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis Deus, quedó establecido el dogma de la Inmaculada Concepción hace 165 años, el 8 de diciembre de 1854. Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la misma Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Del mismo modo, 24 años antes, en el año 1830, el dogma le había sido revelado a santa Catalina Labouré cuando en la tercera aparición de la Virgen de la Medalla Milagrosa, dando forma a la figura, había una inscripción: “Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue concebida y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer “sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco enemistad entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad” inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia, creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y añore solo a Dios.
La lectura del Evangelio que nos presenta hoy la liturgia (Lc 11,27-28) es tan corta que la podemos transcribir sin dificultad: “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: ‘Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’. Pero él repuso: ‘Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen’”.
Vemos cómo Lucas continúa presentándonos a un Jesús que enfatiza la importancia de la escucha de la Palabra de Dios y su cumplimiento, cualidad que antepone inclusive a los lazos familiares, incluyendo los suyos propios con su Madre. Es decir, con la contestación que Jesús brinda a esta mujer, está diciendo que la Virgen María es más dichosa por haber escuchado y puesto en práctica la Palabra del Padre que por haberle parido y amamantado.
Así, este pasaje, exclusivo de Lucas, se convierte en el mayor elogio de Jesús a su madre, no solo por exaltar su fe y su calidad de discípula, sino por reconocerle una dignidad y una libertad desconocidas en la mentalidad del Antiguo Testamento, que consideraba a la mujer como una “paridora” y criadora de hijos para su marido. Esa libertad es la que la hace “bienaventurada”, “dichosa”, como había reconocido su prima Isabel, quien llena de Espíritu Santo exclamó: “Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor”, frase que sirve de preámbulo al hermoso canto del Magníficat.
La libertad manifiesta de María va unida a otra de sus características que la convierten en modelo y paradigma para todos los cristianos: la fe, que a su vez va unida a otra que se deriva de esta: la dócil aceptación de la Palabra de Dios. Así María se convierte en modelo de fe para toda la humanidad. La encarnación se hizo posible por la fe de María, y se viabilizó gracias a su libertad en ese “hágase”, que selló el pacto de amor eterno que culminó el plan salvador de Dios. Por eso san Agustín decía que “en María es más importante su condición de discípula de Cristo que la de Madre de Cristo; es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser Madre de Cristo”. O como decían los antiguos: “María concibió con la fe antes de hacerlo con el vientre”.
Jesús nos presenta a su Madre santísima como su primera y más perfecta discípula; la que creyó que el niño que llevaba en sus purísimas entrañas era verdaderamente Dios; creyendo escuchó la profecía de Simeón; creyendo, el día que encontró a su Hijo en el Templo, comprendió que lo había perdido para siempre mientras “guardaba todas estas cosas en su corazón”; y creyendo se mantuvo erguida al pie de la cruz con la certeza de que su Hijo resucitaría al tercer día.
Hoy sábado, día que la liturgia dedica a Santa María, pidámosle que interceda por nosotros ante su Hijo para que, a ejemplo de ella, aprendamos a escuchar y cumplir su Palabra.
Como habíamos adelantado ayer, los pasajes
evangélicos que vamos a contemplar durante la Octava de Pascua nos narran las
apariciones de Jesús a sus discípulos luego de su gloriosa resurrección.
Hoy la liturgia nos presenta la versión de
Juan de la aparición de Jesús a María Magdalena (Jn 20,11-18). En los
versículos anteriores María había encontrado que la piedra que cubría el
sepulcro había sido removida, había ido a avisarles a Pedro y a Juan, estos
habían llegado y habían encontrado el sepulcro vacío. Al regresarse a casa los
discípulos, María se quedó llorando junto al sepulcro.
Al asomarse al sepulcro vio dos ángeles en
donde había estado el cuerpo del Señor. “Ellos le preguntan: ‘Mujer, ¿por qué
lloras?’ Ella les contesta: ‘Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo
han puesto’”. Vemos que el llanto de María se ve acentuado por la ausencia del
cadáver. Ya no solo llora por la muerte de Jesús, sino porque no sabe dónde
está su cuerpo. No podría sentirse más “abandonada”.
Jesús lo había adelantado: “Les aseguro que
ustedes van a llorar y se van a lamentar;… Ustedes estarán tristes, pero esa
tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16,20). Y esa Palabra no se hizo esperar.
Estando María ahogada en llanto se le presenta Jesús y le dice: “Mujer, ¿por qué
lloras?, ¿a quién buscas?”. Pero María no lo reconoce (Jesús estaba con su
cuerpo glorificado) y le confunde con el jardinero, diciéndole que si él se ha
llevado el cadáver que le diga dónde está para ir a recogerlo. Un acto de
misericordia y caridad.
Hasta este momento toda la conversación, tanto
con los ángeles como con Jesús, ha trascurrido en un plano impersonal, se le ha
llamado por el apelativo de “mujer”, tal vez reflejo del vacío y la tristeza que
ella experimentaba en su corazón. Ese mismo vacío que sintió María Magdalena,
lo sentimos nosotros en nuestros corazones cuando estamos en pecado. En ese
momento nuestra alma está tan vacía como lo estuvo aquel sepulcro hace casi dos
mil años. Jesús no está y no lo podemos encontrar…
Pero todo cambia cuando Jesús se le revela y la
llama por su nombre: “¡María!” En ese momento se le abren los ojos del alma, y
su vacío y tristeza se convierten en gozo, y reconoce a Jesús: “¡Rabboni!”.
Trato de imaginar lo que María debe haber sentido en ese momento. Sentiría que
su pecho iba a estallar; no encontraría palabras para expresar su alegría, por
eso trata de abrazarlo y Jesús no se lo permite: “Suéltame, que todavía no he
subido al Padre”. Y le envía a dar la buena noticia a sus hermanos.
Del mismo modo, cuando nuestra alma está vacía
por causa del pecado, cuando no encontramos a Jesús dentro de nosotros o, como
María, lo vemos, pero no le reconocemos. Pero si nos arrepentimos de corazón y
lloramos nuestra culpa, Jesús nos llamará por nuestro propio nombre. Y entonces
se nos abrirán los ojos del alma y le reconoceremos. Pero a diferencia de
María, quien no pudo abrazar al Resucitado porque todavía no había subido al
Padre, nosotros sí podemos fundirnos con Él en el abrazo más amoroso
imaginable. Y saldremos con júbilo a decir a nuestros hermanos: ¡Él vive!
“Porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra
tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te
construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu
Dios contigo”. Así termina la primera lectura de hoy, tomada del libro del
profeta Isaías (62,1-5). Encontramos en este pasaje esa imagen que permea todo
el Antiguo Testamento y nos presenta la relación entre Dios y su Pueblo, entre
Dios y nosotros, como la que existe entre el marido y la mujer. Ese amor que es
una mezcla perfecta del amor que llamamos “eros” y el amor “agapé” (Cfr. Encíclica Deus caritas est del papa emérito Benedicto XVI); ese amor que
quiere poseer y a la vez entregarse, que quiere la intimidad, pero está
dispuesto a sacrificarlo todo, hasta la misma intimidad, por el bien del ser
amado.
Sí, así nos ama Dios a nosotros, a ti y a mí;
¡con pasión, con locura! “Y este, igual que un esposo que sale de su alcoba, se
alegra como un atleta al recorrer su camino…” (Sal 19,6). Así se siente Dios después de un momento de
intimidad con nosotros. Nos ama hasta el punto que nos envió a su único Hijo
para que se inmolara por nuestra salvación, por nuestro bien, por nuestra
felicidad eterna. Y todo por amor…
Y es en ese mismo ambiente de bodas que Jesús comienza
su vida pública, su primer “signo” (Juan llama “signos” a los milagros de
Jesús), como vemos en la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para
este segundo domingo del Tiempo durante el año (Jn 2,1-11), el pasaje de las
bodas de Caná. Y allí, junto a Él, propiciando ese milagro, estaba su madre
María, nuestra Madre. Llegada la plenitud de los tiempos (Cfr. Gál 4,4), Dios nos envió a su Hijo, el “vino nuevo”, el mejor
vino reservado por el “novio” para lo último: “Y entonces (el mayordomo) llamó
al novio y le dijo: ‘Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están
bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora’”. Los
novios comenzaban una nueva vida. Así Jesús nos ofrece una nueva vida, la vida
eterna.
Y su madre María nos da la fórmula para poder
disfrutar de ese vino nuevo: “Hagan lo que él diga”. Si escuchamos su Palabra y
la ponemos en práctica (Cfr. Lc
11,28), podremos sentirnos amados por Dios como la novia en su noche de bodas…
“Oh Dios, siempre fiel y lleno de amor: Tu
Hijo Jesús compartió con gente ordinaria la alegría de una boda, en Caná.
Prepara la mesa para nosotros y escáncianos el vino sabroso de tu alianza,
atráenos más cerca hacia ti y envíanos a acercarnos más a los hermanos. Caldea
nuestros corazones con tu mismo amor. Haz que nuestras vidas se conviertan en
fiesta, canto sin fin de alegría y alabanza dirigido a ti, nuestro Dios vivo,
por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Oración colecta).
Hoy la Iglesia universal celebra la Solemnidad
de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la
doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de
su concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en
previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano,
preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios,
por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Con
esas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis Deus, quedó establecido el
dogma de la Inmaculada Concepción hace 165 años, el 8 de diciembre de 1854.
Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la misma
Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Del
mismo modo, 24 años antes, en el año 1830, el dogma le había sido revelado a
santa Catalina Labouré cuando en la
tercera aparición de la Virgen de la Medalla Milagrosa, dando forma a la
figura, había una inscripción: “Oh María, sin
pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en
previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su
concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue
concebida y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes
disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser
concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer
“sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso
Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas,
sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba
solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un
propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo
que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la
lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de
Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el
pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado
por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de
gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis
que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco enemistad
entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza
cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de
gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad”
inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia,
creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su
obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y añore solo a Dios.
De paso, si no loa hecho aún, te invitamos a ver los vídeos que publicamos en nuestro Canal de YouTube sobre el dogma y la solemnidad.
La lectura del Evangelio que nos presenta hoy
la liturgia (Lc 11,27-28) es tan corta que la podemos transcribir sin
dificultad: “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de
entre el gentío levantó la voz, diciendo: ‘Dichoso el vientre que te llevó y
los pechos que te criaron’. Pero él repuso: ‘Mejor, dichosos los que escuchan
la palabra de Dios y la cumplen’”.
Vemos cómo Lucas continúa presentándonos a un
Jesús que enfatiza la importancia de la escucha de la Palabra de Dios y su
cumplimiento, cualidad que antepone inclusive a los lazos familiares,
incluyendo los suyos propios con su Madre. Es decir, con la contestación que
Jesús brinda a esta mujer, está diciendo que la Virgen María es más dichosa por
haber escuchado y puesto en práctica la Palabra del Padre que por haberle
parido y amamantado.
Así, este pasaje, exclusivo de Lucas, se
convierte en el mayor elogio de Jesús a su madre, no solo por exaltar su fe y
su calidad de discípula, sino por reconocerle una dignidad y una libertad
desconocidas en la mentalidad del Antiguo Testamento, que consideraba a la
mujer como una “paridora” y criadora de hijos para su marido. Esa libertad es
la que la hace “bienaventurada”, “dichosa”, como había reconocido su prima
Isabel, quien llena de Espíritu Santo exclamó: “Dichosa tú por haber creído que
se cumplirían las promesas del Señor”, frase que sirve de preámbulo al hermoso
canto del Magníficat.
La libertad manifiesta de María va unida a
otra de sus características que la convierten en modelo y paradigma para todos
los cristianos: la fe, que a su vez va unida a otra que se deriva de esta: la
dócil aceptación de la Palabra de Dios. Así María se convierte en modelo de fe
para toda la humanidad. La encarnación se hizo posible por la fe de María, y se
viabilizó gracias a su libertad en ese “hágase”, que selló el pacto de amor
eterno que culminó el plan salvador de Dios. Por eso san Agustín decía que “en
María es más importante su condición de discípula de Cristo que la de Madre de
Cristo; es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser Madre de
Cristo”. O como decían los antiguos: “María concibió con la fe antes de hacerlo
con el vientre”.
Jesús nos presenta a su Madre santísima como
su primera y más perfecta discípula; la que creyó que el niño que llevaba en
sus purísimas entrañas era verdaderamente Dios; creyendo escuchó la profecía de
Simeón; creyendo, el día que encontró a su Hijo en el Templo, comprendió que lo
había perdido para siempre mientras “guardaba todas estas cosas en su corazón”;
y creyendo se mantuvo erguida al pie de la cruz con la certeza de que su Hijo
resucitaría al tercer día.
Hoy sábado, día que la liturgia dedica a Santa
María, pidámosle que interceda por nosotros ante su Hijo para que, a ejemplo de
ella, aprendamos a escuchar y cumplir su Palabra.