“En previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado.
Hoy la Iglesia universal celebra la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios, por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Con esas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis Deus, quedó establecido el dogma de la Inmaculada Concepción hace 165 años, el 8 de diciembre de 1854. Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la misma Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Del mismo modo, 24 años antes, en el año 1830, el dogma le había sido revelado a santa Catalina Labouré cuando en la tercera aparición de la Virgen de la Medalla Milagrosa, dando forma a la figura, había una inscripción: “Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue concebida y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer “sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco enemistad entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad” inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia, creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y añore solo a Dios.
“Ay de vosotros los fariseos, que amáis el primer asiento en las sinagogas…”
En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 11,42-46), Jesús continúa su condena a los fariseos y doctores de la ley, lanzando contra ellos “ayes” que resaltan su hipocresía al “cumplir” con la ley, mientras “pasan por alto el derecho y el amor de Dios”. Jesús sigue insistiendo en la primacía del amor y la pureza de corazón por encima del ritualismo vacío de aquellos que buscan agradar a los hombres más que a Dios o, peor aún, acallar su propia conciencia ante la vida desordenada que llevan. Todos los reconocimientos y elogios que su conducta pueda propiciar no les servirán de nada ante los ojos del Señor, que ve en lo más profundo de nuestros corazones, por encima de las apariencias (Cfr. Salmo 138; 1 Sam 16,7).
Así, critica también inmisericordemente a aquellos a quienes les encantan los reconocimientos y asientos de honor en las sinagogas (¡cuántos de esos tenemos hoy en día!), y a los que estando en posiciones de autoridad abruman a otros con cargas muy pesadas que ellos mismos no están dispuestos a soportar.
El Señor nos está pidiendo que practiquemos el derecho y el amor de Dios ante todo; que no nos limitemos a hablar grandes discursos sobre la fe, demostrando nuestro conocimiento de la misma, sino que asumamos nuestra responsabilidad como cristianos de practicar la justicia y el derecho, que no es otra cosa que cumplir la Ley del amor. De lo contrario seremos cristianos de “pintura y capota”, “sepulcros blanqueados”, hipócritas, que presentamos una fachada admirable y hermosa ante los hombres, mientras por dentro estamos podridos.
Somos muy dados a juzgar a los demás, a ver la paja en el ojo ajeno ignorando la viga que tenemos en el nuestro (Cfr. Mt 7,3), olvidándonos que nosotros también seremos juzgados. Es a lo que nos insta san Pablo en la primera lectura de hoy (Gál 5, 18-25 2,1-11) cuando nos dice: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu.”.
A partir del Año del Jubileo Extraordinario de la Misericordia proclamado por el papa Francisco hace unos años, este nos ha venido invitando a todos, al pueblo santo de Dios que es la Iglesia, a poner el énfasis en la misericordia por encima de la rigidez de las instituciones, de los títulos y la jerarquía. La Iglesia del siglo XXI ha de ser la Iglesia de los pobres, de los marginados. De ellos se nutre y a ellos se debe. Y para lograrlo no hay que reinventar la rueda, lo único que se requiere es leer y poner en práctica el Evangelio de Jesucristo y los documentos del Concilio Vaticano II.
Siempre que pienso en la Iglesia de los pobres vienen a mi mente las palabras que el Espíritu Santo puso en boca del Cardenal Claudio Hummes cuando le dijo al entonces Cardenal Bergoglio al momento de ser elegido como Papa: “No te olvides de los pobres”; frase que dio origen al nombre papal que este escogió.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que nos permita guiar nuestras obras por la justicia y el amor a Dios y al prójimo, no por los méritos o reconocimiento que podamos recibir por las mismas.
“Escuchad y entended todos: Nada que entre de
fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro
al hombre. El que tenga oídos para oír, que oiga”. Con esas palabras de Jesús,
dirigidas a todos los que le rodeaban, comienza la lectura evangélica que nos
brinda la liturgia para hoy (Mc 7,14-23).
Esta lectura es continuación del Evangelio que
leíamos ayer, en el que un grupo de fariseos y escribas se había acercado a
Jesús para criticarle que sus discípulos no seguían los ritos de purificación
exigidos por la Mitzvá para antes de
las comidas, específicamente las relativas a lavarse las manos de cierta manera
antes de comer.
Jesús critica el fariseísmo de aquellos que
habían creado todo un cuerpo de preceptos que llegaban inclusive a suplantar la
Ley de Dios, imponiendo sobre el pueblo unas cargas muy pesadas que ellos
mismos no estaban dispuestos a soportar (Cfr.
Mt 23,4). Esos preceptos mostraban una obsesión con la pureza ritual cuyo
cumplimiento se tornaba en algo vacío, que se quedaba en un ritualismo formal
que no guardaba relación con lo que había en su corazón. Por eso una vez más
les tildó de “hipócritas”.
Hoy vemos cómo Jesús, una vez más “regaña” a
sus discípulos cuando le piden que les explique qué quería decir con sus
palabras, llamándoles “torpes” por no haber comprendido. No obstante, se sienta
a enseñarles con paciencia: “Nada que entre de fuera puede hacer impuro al
hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la
letrina” (Marcos nos dice que con esto declaraba puros todos los alimentos). Y
siguió: “Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre. Porque de dentro, del
corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos,
homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia,
difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al
hombre impuro”.
Lo cierto es que en ningún lugar del decálogo
dice qué alimentos podemos consumir ni cómo tenemos que purificar nuestras
manos, brazos, etc. Lo que sí dice es que no se puede fornicar, ni robar, ni
matar, ni cometer adulterio, codiciar, etc. Esas son las cosas que tornan al
hombre impuro porque son fruto de la maldad que sale de su corazón.
Una vez más Jesús nos recuerda que Dios no se
fija en lo exterior al momento de juzgarnos; Él, que “ve en lo oculto” (Mt 6,6),
mirará la pureza o impureza de nuestro corazón. A esa mirada nadie puede
escapar… Pidámosle pues, al Señor que nos conceda un corazón puro como el de un
niño (Cfr. Mt 18,4), de manera que de
nuestro corazón no salga nada que pueda tornarnos impuros. “Por sus obras los
conoceréis” (Mt 7,15-20). ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?
Meditando sobre esta lectura, digamos a Dios
con humildad: “Señor, dame un corazón puro que sea agradable a ti”.
Hoy la Iglesia universal celebra la Solemnidad
de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la
doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de
su concepción, fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en
previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano,
preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios,
por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles”. Con
esas palabras del Papa Pío IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis Deus, quedó establecido el
dogma de la Inmaculada Concepción hace 165 años, el 8 de diciembre de 1854.
Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue confirmado por la misma
Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Del
mismo modo, 24 años antes, en el año 1830, el dogma le había sido revelado a
santa Catalina Labouré cuando en la
tercera aparición de la Virgen de la Medalla Milagrosa, dando forma a la
figura, había una inscripción: “Oh María, sin
pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”.
Como expresa la Ineffabilis Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en
previsión de los méritos de Cristo”, María, desde el mismo momento de su
concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue
concebida y nació libre del pecado original. No hace falta entrar en grandes
disquisiciones teológicas para concluir que el Hijo de Dios no podía ser
concebido y gestarse en un vientre sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer
“sagrario”, esa “custodia viva”, tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso
Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas,
sin deseos desordenados. Su corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba
solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un
propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo
que requiere ser la Madre del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la
lectura evangélica que dispone la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de
Dios en la vida de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el
pecado. En un momento cuando aún la humanidad no había sido redimida del pecado
por la pasión y muerte salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de
gracia”, escogida por Dios desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis
que nos presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco enemistad
entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza
cuando tú la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de
gracia, se convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad”
inaugurada en Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia,
creó el nudo de la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su
obediencia, lo deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y añore solo a Dios.
De paso, si no loa hecho aún, te invitamos a ver los vídeos que publicamos en nuestro Canal de YouTube sobre el dogma y la solemnidad.
Papa Francisco no aceptó los privilegios y entró en la fila del café igual a los demás…
En la lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Lc 11,42-46), Jesús continúa su condena a los fariseos y
doctores de la ley, lanzando contra ellos “ayes” que resaltan su hipocresía al
“cumplir” con la ley, mientras “pasan por alto el derecho y el amor de Dios”.
Jesús sigue insistiendo en la primacía del amor y la pureza de corazón por
encima del ritualismo vacío de aquellos que buscan agradar a los hombres más
que a Dios o, peor aún, acallar su propia conciencia ante la vida desordenada
que llevan. Todos los reconocimientos y elogios que su conducta pueda propiciar
no les servirán de nada ante los ojos del Señor, que ve en lo más profundo de
nuestros corazones, por encima de las apariencias (Cfr. Salmo 138; 1 Sam
16,7).
Así, critica también inmisericordemente a
aquellos a quienes les encantan los reconocimientos y asientos de honor en las
sinagogas (¡cuántos de esos tenemos hoy en día!), y a los que estando en
posiciones de autoridad abruman a otros con cargas muy pesadas que ellos mismos
no están dispuestos a soportar.
El Señor nos está pidiendo que practiquemos el
derecho y el amor de Dios ante todo; que no nos limitemos a hablar grandes
discursos sobre la fe, demostrando nuestro conocimiento de la misma, sino que asumamos
nuestra responsabilidad como cristianos de practicar la justicia y el derecho,
que no es otra cosa que cumplir la Ley del amor. De lo contrario seremos
cristianos de “pintura y capota”, “sepulcros blanqueados”, hipócritas, que
presentamos una fachada admirable y hermosa ante los hombres, mientras por
dentro estamos podridos.
Somos muy dados a juzgar a los demás, a ver la
paja en el ojo ajeno ignorando la viga que tenemos en el nuestro (Cfr.
Mt 7,3), olvidándonos que nosotros también seremos juzgados. Es a lo que se
refiere san Pablo en la primera lectura de hoy (Rm 2,1-11) cuando nos dice: “Y
tú, que juzgas a los que hacen eso, mientras tú haces lo mismo, ¿te figuras que
vas a escapar de la sentencia de Dios?”.
Ese es el problema del hipócrita; que le
presenta una cara al mundo mientras su corazón está lleno de mezquindad y
pecado. Podrá engañar a la gente, pero no a Dios “que ve en lo secreto”. Ese es
incapaz de recibir el beneficio del sacrificio de la Cruz, porque llega el
momento en que se cree que “es” el personaje que está interpretando.
En muchas ocasiones el papa Francisco nos ha
invitado todos, al pueblo santo de Dios que es la Iglesia, a poner el énfasis
en la misericordia por encima de la rigidez de las instituciones, de los
títulos y la jerarquía. La Iglesia del siglo XXI ha de ser la Iglesia de los
pobres, de los marginados. De ellos se nutre y a ellos se debe.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda un corazón
puro que nos permita guiar nuestras obras por la justicia y el amor a Dios y al
prójimo, no por los méritos o reconocimiento que podamos recibir por las
mismas.
“Escuchad y entended todos: Nada que entre de
fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro
al hombre. El que tenga oídos para oír, que oiga”. Con esas palabras de Jesús,
dirigidas a todos los que le rodeaban, comienza la lectura evangélica que nos
brinda la liturgia para hoy (Mc 7,14-23).
Esta lectura es continuación del Evangelio que
leíamos ayer, en el que un grupo de fariseos y escribas se había acercado a
Jesús para criticarle que sus discípulos no seguían los ritos de purificación
exigidos por la Mitzvá para antes de
las comidas, específicamente las relativas a lavarse las manos de cierta manera
antes de comer.
Jesús critica el fariseísmo de aquellos que
habían creado todo un cuerpo de preceptos que llegaban inclusive a suplantar la
Ley de Dios, imponiendo sobre el pueblo unas cargas muy pesadas que ellos
mismos no estaban dispuestos a soportar (Cfr.
Mt 23,4). Esos preceptos mostraban una obsesión con la pureza ritual cuyo
cumplimiento se tornaba en algo vacío, que se quedaba en un ritualismo formal
que no guardaba relación con lo que había en su corazón. Por eso una vez más
les tildó de “hipócritas”.
Hoy vemos cómo Jesús, una vez más “regaña” a
sus discípulos cuando le piden que les explique qué quería decir con sus
palabras, llamándoles “torpes” por no haber comprendido. No obstante, se sienta
a enseñarles con paciencia: “Nada que entre de fuera puede hacer impuro al
hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la
letrina” (Marcos nos dice que con esto declaraba puros todos los alimentos). Y
siguió: “Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre. Porque de dentro, del
corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos,
homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia,
difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al
hombre impuro”.
Lo cierto es que en ningún lugar del decálogo
dice qué alimentos podemos consumir ni cómo tenemos que purificar nuestras
manos, brazos, etc. Lo que sí dice es que no se puede fornicar, ni robar, ni
matar, ni cometer adulterio, codiciar, etc. Esas son las cosas que tornan al
hombre impuro porque son fruto de la maldad que sale de su corazón.
Una vez más Jesús nos recuerda que Dios no se
fija en lo exterior al momento de juzgarnos; Él, que “ve en lo oculto” (Mt 6,6),
mirará la pureza o impureza de nuestro corazón. A esa mirada nadie puede
escapar… Pidámosle pues, al Señor que nos conceda un corazón puro como el de un
niño (Cfr. Mt 18,4), de manera que de
nuestro corazón no salga nada que pueda tornarnos impuros. “Por sus obras los
conoceréis” (Mt 7,15-20). ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?
Meditando sobre esta lectura, digamos a Dios
con humildad: “Señor, dame un corazón puro que sea agradable a ti”.
“María, desde el mismo momento de su concepción, fue preservada inmune de toda mancha de pecado”.
Hoy la Iglesia universal celebra la Solemnidad de la
Inmaculada Concepción de la Virgen María.
“Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que
sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción,
fue por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente en previsión de los
méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, preservada inmune de toda
mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios, por tanto, debe ser firme
y constantemente creída por todos los fieles”. Con esas palabras del Papa Pío
IX, plasmadas en la carta apostólica Ineffabilis
Deus, quedó establecido el dogma de la Inmaculada Concepción hace 165 años,
el 8 de diciembre de 1854. Este dogma de fe, uno de cuatro dogmas marianos, fue
confirmado por la misma Virgen María en su aparición en Lourdes en 1858 al
decir a santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada
Concepción”. Del mismo modo, 24 años antes, en el año 1830, el dogma le
había sido revelado a santa Catalina
Labouré cuando en la tercera aparición de la Virgen de la Medalla
Milagrosa, dando forma a la figura, había una inscripción: “Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros
que recurrimos a ti”.
Como expresa la Ineffabilis
Deus, el dogma propone como verdad de fe que, “en previsión de los méritos
de Cristo”, María, desde el mismo momento de su concepción, fue preservada
inmune de toda mancha de pecado, es decir, que fue concebida y nació libre del
pecado original. No hace falta entrar en grandes disquisiciones teológicas para
concluir que el Hijo de Dios no podía ser concebido y gestarse en un vientre
sujeto a la corrupción de pecado. Ese primer “sagrario”, esa “custodia viva”,
tenía que ser pura, “llena de gracia”. Por eso Ella fue concebida inmaculada,
sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados. Su
corazón totalmente puro, esperaba, ansiaba y añoraba solo a Dios. Toda esa
acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para
llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre
del Salvador. De ahí el saludo del ángel en la lectura evangélica que dispone
la liturgia para esta solemnidad (Lc 1,26-38): “Alégrate, llena de gracia, el
Señor está contigo”.
La gracia es la presencia personal y viva de Dios en la vida
de una persona. Por eso la gracia es incompatible con el pecado. En un momento cuando
aún la humanidad no había sido redimida del pecado por la pasión y muerte
salvadora de Jesús, María brilla como la “llena de gracia”, escogida por Dios
desde la eternidad para ser la Madre del Salvador.
María es la “mujer” de la promesa del Génesis que nos
presenta la primera lectura de hoy (3,9-15.20): “establezco enemistad entre ti
y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú
la hieras en el talón” (v. 15). María, la Inmaculada, la llena de gracia, se
convierte así en la “nueva Eva”, madre de la “nueva humanidad” inaugurada en
Cristo. Como nos dice san Ireneo: “Eva, por su desobediencia, creó el nudo de
la desgracia para la humanidad; mientras que María, por su obediencia, lo
deshizo…”
En este día tan especial, enmarcado dentro del Adviento,
pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que, como María, espere, ansíe y
añore solo a Dios.
En la lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Lc 11,42-46), Jesús continúa su condena a los fariseos y
doctores de la ley, lanzando contra ellos “ayes” que resaltan su hipocresía al
“cumplir” con la ley, mientras “pasan por alto el derecho y el amor de Dios”.
Jesús sigue insistiendo en la primacía del amor y la pureza de corazón por
encima del ritualismo vacío de aquellos que buscan agradar a los hombres más
que a Dios o, peor aún, acallar su propia conciencia ante la vida desordenada
que llevan. Todos los reconocimientos y elogios que su conducta pueda propiciar
no les servirán de nada ante los ojos del Señor, que ve en lo más profundo de
nuestros corazones, por encima de las apariencias (Cfr. Salmo 138; 1 Sam
16,7).
Así, critica también inmisericordemente a
aquellos a quienes les encantan los reconocimientos y asientos de honor en las
sinagogas (¡cuántos de esos tenemos hoy en día!), y a los que estando en
posiciones de autoridad abruman a otros con cargas muy pesadas que ellos mismos
no están dispuestos a soportar.
El Señor nos está pidiendo que practiquemos el
derecho y el amor de Dios ante todo; que no nos limitemos a hablar grandes
discursos sobre la fe, demostrando nuestro conocimiento de la misma, sino que asumamos
nuestra responsabilidad como cristianos de practicar la justicia y el derecho,
que no es otra cosa que cumplir la Ley del amor. De lo contrario seremos
cristianos de “pintura y capota”, “sepulcros blanqueados”, hipócritas, que
presentamos una fachada admirable y hermosa ante los hombres, mientras por
dentro estamos podridos.
Somos muy dados a juzgar a los demás, a ver la
paja en el ojo ajeno ignorando la viga que tenemos en el nuestro (Cfr.
Mt 7,3), olvidándonos que nosotros también seremos juzgados. Es a lo que nos
insta san Pablo en la primera lectura de hoy (Gál 5, 18-25 2,1-11) cuando nos
dice: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu.”.
A partir del Año del Jubileo Extraordinario de la Misericordia proclamado por el
papa Francisco hace unos años, este nos ha venido invitando a todos, al pueblo
santo de Dios que es la Iglesia, a poner el énfasis en la misericordia por
encima de la rigidez de las instituciones, de los títulos y la jerarquía. La
Iglesia del siglo XXI ha de ser la Iglesia de los pobres, de los marginados. De
ellos se nutre y a ellos se debe. Y para lograrlo no hay que reinventar la
rueda, lo único que se requiere es leer y poner en práctica el Evangelio de
Jesucristo y los documentos del Concilio Vaticano II.
Siempre que pienso en la Iglesia de los pobres
vienen a mi mente las palabras que el Espíritu Santo puso en boca del Cardenal
Claudio Hummes cuando le dijo al entonces Cardenal Bergoglio al momento de
ser elegido como Papa: “No te olvides de los pobres”; frase que dio origen al
nombre papal que este escogió.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda un corazón
puro que nos permita guiar nuestras obras por la justicia y el amor a Dios y al
prójimo, no por los méritos o reconocimiento que podamos recibir por las
mismas.
“Escuchad y entended todos: Nada que entre de
fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro
al hombre. El que tenga oídos para oír, que oiga”. Con esas palabras de Jesús,
dirigidas a todos los que le rodeaban, comienza la lectura evangélica que nos
brinda la liturgia para hoy (Mc 7,14-23).
Esta lectura es continuación del Evangelio que
leíamos ayer, en el que un grupo de fariseos y escribas se había acercado a
Jesús para criticarle que sus discípulos no seguían los ritos de purificación
exigidos por la Mitzvá para antes de
las comidas, específicamente las relativas a lavarse las manos de cierta manera
antes de comer.
Jesús critica el fariseísmo de aquellos que
habían creado todo un cuerpo de preceptos que llegaban inclusive a suplantar la
Ley de Dios, imponiendo sobre el pueblo unas cargas muy pesadas que ellos
mismos no estaban dispuestos a soportar (Cfr.
Mt 23,4). Esos preceptos mostraban una obsesión con la pureza ritual cuyo
cumplimiento se tornaba en algo vacío, que se quedaba en un ritualismo formal
que no guardaba relación con lo que había en su corazón. Por eso una vez más
les tildó de “hipócritas”.
Hoy vemos cómo Jesús, una vez más “regaña” a
sus discípulos cuando le piden que les explique qué quería decir con sus
palabras, llamándoles “torpes” por no haber comprendido. No obstante, se sienta
a enseñarles con paciencia: “Nada que entre de fuera puede hacer impuro al
hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la
letrina” (Marcos nos dice que con esto declaraba puros todos los alimentos). Y
siguió: “Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre. Porque de dentro, del
corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos,
homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia,
difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al
hombre impuro”.
Lo cierto es que en ningún lugar del decálogo
dice qué alimentos podemos consumir ni cómo tenemos que purificar nuestras
manos, brazos, etc. Lo que sí dice es que no se puede fornicar, ni robar, ni
matar, ni cometer adulterio, codiciar, etc. Esas son las cosas que tornan al
hombre impuro porque son fruto de la maldad que sale de su corazón.
Una vez más Jesús nos recuerda que Dios no se
fija en lo exterior al momento de juzgarnos; Él, que “ve en lo oculto” (Mt 6,6),
mirará la pureza o impureza de nuestro corazón. A esa mirada nadie puede
escapar… Pidámosle pues, al Señor que nos conceda un corazón puro como el de un
niño (Cfr. Mt 18,4), de manera que de
nuestro corazón no salga nada que pueda tornarnos impuros. “Por sus obras los
conoceréis” (Mt 7,15-20). ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?
Meditando sobre esta lectura, digamos a Dios
con humildad: “Señor, dame un corazón puro que sea agradable a ti”.