En este corto te comentamos sobre el significado del título “Estrella de la mañana” con el que invocamos a la Santísima Virgen maría en las Letanías lauretanas.
En este corto vídeo comentamos sobre el significado de ser “sal de la tierra” y “luz del mundo” que Jesús utiliza para describirnos en el Evangelio que contemplamos hoy. Estamos compartiendo tardíamente esta reflexión pues, aunque estaba pre-grabada y salió al aire el sábado en YouTube, estábamos de retiro espiritual durante el fin de semana. Bendiciones.
El pasaje del Evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Lc 8,16-18) es uno de los más cortos: “En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz. Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público. A ver si me escucháis bien: al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener»”.
Hoy nos concentraremos en la primera oración de esta parábola de Jesús: “Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz”. La enseñanza de Jesús contenida en esta parábola complementa otras mediante las cuales de igual modo Jesús invita a sus discípulos (y a nosotros) a compartir la Palabra recibida de Él. Así nos habla de dar “fruto en abundancia”, el “ciento por uno”; y hoy nos habla de ser una luz que ilumine a “los que entran”, es decir, a todos los que entran en nuestro entorno.
Jesús nos está repitiendo que la Palabra de vida eterna (el candil) que recibimos de Él no es para que nos la quedemos para nosotros, como un secreto bien guardado (escondiéndolo debajo de la cama), es para que la proclamemos a todo el mundo (Mc 16,15). Y como he dicho en innumerables ocasiones, esa proclamación de la Buena Nueva del Reino que recibimos mediante la Palabra, no necesariamente implica “predicar” en el sentido que normalmente usamos esa palabra. Esa predicación, esa proclamación del Evangelio, se hace mediante la forma en que vivimos nuestra vida, nuestras palabras de aliento al que las necesita, nuestros gestos de ayuda al necesitado, el amor que prodigamos a nuestros semejantes, es decir, convirtiéndonos en otros “cristos”.
Hoy tenemos que preguntarnos: Mi fe, ¿es un asunto “personal” mío?; ¿llegan a enterarse los que me rodean (mis amigos, familiares, compañeros de trabajo, vecinos) que yo soy cristiano, que vivo según las enseñanzas de Jesús? En otras palabras, ¿“se me nota” que soy cristiano? Reflexionando sobre el Evangelio de hoy, mi “candil”, ¿está escondido dentro de una vasija u oculto debajo de la cama, o lo pongo “en el candelero para que los que entran tengan luz”?
Jesús nos pide que estemos atentos (“A ver si me escucháis bien”). Porque no podemos dar luz si primero no la hemos recibido de Él. Hay una máxima latina que dice que nadie puede dar lo que no tiene (nemo dat quod non habet). Por eso mi insistencia constante en la formación del cristiano. Debemos esforzarnos en estudiar para conocer cada día más esa Palabra de Dios que es “luz del mundo” (Jn 8,12). Solo recibiendo y conociendo a plenitud esa Palabra que es la Luz, podemos colocarla en un “candelero”, “para que los que entran tengan luz”.
Pidámosle al Señor que nos permita conocer su Palabra cada día más, y nos dé la valentía de proclamarla con nuestra vida, de manera que el que nos vea tenga que decir: “Yo quiero de eso…”
Que pasen una hermosa semana llena de la PAZ que solo Él puede brindarnos.
“Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la
sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y
que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una
ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para
meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a
todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean
vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mt
5,13-16). En esta corta lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy,
Jesús utiliza dos imágenes para expresar
cómo debe ser nuestro anuncio de Reino.
La primera de ella, “sal del mundo” nos hace
preguntarnos, ¿cómo puede volverse sosa la sal? En la antigüedad, la sal se
usaba en unas rocas (cristales) que se sumergían en los alimentos y se sacaban
una vez sazonados, para volverse a usar, hasta que la roca se tornaba insípida.
Entonces se descartaba.
La segunda de ellas, la lámpara que se enciende
y no se pone debajo del celemín, sino en el candelero para que alumbre, resulta
más obvia para nosotros.
Jesús utiliza imágenes, situaciones, gestos,
que les son familiares a la gente, para transmitir la realidad invisible del
Reino. Probablemente ha visto a su propia madre en muchas ocasiones utilizar
una roca de sal para sazonar la sopa, o traer un candil al caer la noche para
iluminar la habitación en que se encontraban. Él echa mano de esas imágenes
sencillas, domésticas, familiares, para enseñarnos la actitud que debemos tener
respecto a la Palabra de Dios que recibimos.
No podemos ser efectivos en nuestro anuncio de
la Buena Noticia del Reino si no nos alimentamos continuamente con la Palabra y
la Eucaristía, pues llegará un momento en que nuestro mensaje perderá su sabor,
se tornará “soso”. Podremos continuar entre nuestros hermanos, pero ya no
seremos eficaces en nuestro anuncio del Reino.
Hemos dicho en innumerables ocasiones que no
basta con conocer la Palabra, tenemos que internalizarla, hacerla nuestra,
“creerle” a Jesús. Solo así lograremos que nuestro anuncio sea eficaz.
En la primera lectura de hoy (1 Re 17,7-16) la
viuda de Sarepta creyó en la Palabra de Dios que recibió de labios del profeta
Elías (“La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará,
hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”) y compartió con
él el último alimento que le quedaba a ella y a su hijo; es decir, realizó un
“acto de fe”. Ese acto de fe hizo posible el milagro: “Ni la orza de harina se
vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio
de Elías”.
El mensaje de Jesús es claro y es uno. No
podemos “acomodarlo” a nuestros gustos, necesidades o deseos. Muchas veces
creerle a Jesús nos duele, nos asusta, nos exige sacrificios, privaciones,
“creer contra toda esperanza” (Rm 4,18) como Abraham. Pero de algo podemos
estar seguros, que si lo hacemos, veremos manifestarse la gloria de Dios.
Entonces todos el que nos rodea creerá…
“Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos
los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines
del orbe”, nos dice el Salmo que nos propone la liturgia para hoy (Sal 66).
Este Salmo sirve para unir la primera lectura (Hc 12,24-13,5) y la lectura
evangélica (Jn 12,44-50). Y todas tienen como tema central la misión de la
Iglesia de llevar la Buena Noticia a todas las naciones.
La primera lectura nos presenta la acción del
Espíritu Santo en el desarrollo inicial de la Iglesia. En ocasiones anteriores
hemos dicho que el libro de los Hechos de los Apóstoles recoge la actividad
divina del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia.
El pasaje que contemplamos hoy nos muestra una
comunidad de fe (Antioquía) entregada a la oración y el ayuno, y dócil a la voz
del Espíritu, y cómo en un momento dado el Espíritu les habla y les dice: “Apartadme
a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado”. Es el lanzamiento de
la misión que les llevará a evangelizar todo el mundo pagano. El momento que
cambiará la historia de la Iglesia y de la humanidad entera; la culminación del
mandato de Jesús a sus apóstoles antes de partir: “Vayan por todo el mundo,
anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15). Es la característica sobresaliente
de la Iglesia: “La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto
que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el
designio de Dios Padre” (Decreto Ad
gentes de SS. Pablo VI).
El pasaje que nos brinda la lectura evangélica
ocurre luego de la resurrección de Lázaro y la unción en Betania, y marca el
final de la primera parte del relato de Juan, para dar paso a la Pasión. En él
vemos a Jesús que se presenta a sí mismo como “el enviado” (missus, en latín; apóstolos en griego).
Es decir, se nos presenta como “apóstol” del Padre, “enviado” del Padre,
“misionero” del Padre: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha
enviado. Y el que me ve a mí ve al que me ha enviado”. De ahí que la Iglesia,
llamada a continuar la misión del Jesús en el tiempo, tenga ese talante
misionero.
“El que me rechaza y no acepta mis palabras
tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, ésa lo juzgará en el
último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es
quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su
mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha
encargado el Padre”.
Jesús quiere conducirnos a descubrir al Padre;
esa es su misión. Pero va más allá, hace que veamos al Padre en su propia
persona. Nosotros estamos llamados a conducir a los que nos rodean a descubrir
a Jesús y, al igual que Él hace con el Padre, siguiendo su ejemplo, tenemos que
hacer que los demás lo vean en nuestra propia persona. Tenemos que convertirnos
en otros “cristos”, de manera que quien nos vea, le vea a Él y, más aún,
conozca su Amor. Esa es la verdadera “misión” a la que todos estamos llamados.
Cuando el quinto domingo de Cuaresma coincide
con el ciclo C del tiempo litúrgico, la lectura evangélica coincide con la del lunes
de la quinta semana (Jn 8,1-11). Por tanto, puede sustituirse por el siguiente
pasaje (Jn 8,12-20): Cristo Luz.
No obstante, la primera lectura (Dn 13,1-9.15-17.19-30.33-62)
para este día se mantiene, y nos presenta una trama parecida a la del Evangelio
que contemplábamos ayer, con una diferencia. En ambas se pretende juzgar a una
mujer adúltera, pero en la de ayer la mujer era culpable y en la de hoy la
mujer es inocente.
En la lectura evangélica de ayer se nos
mostraba la misericordia y el perdón de Dios hacia la pecadora; cómo Jesús no
había venido a juzgar sino a perdonar, no a condenar sino a salvar. En la
primera lectura de hoy se nos presenta a la inocente Susana que confía en el
Señor y prefiere enfrentar a sus calumniadores antes que pecar contra Él. Es
una historia larga, que termina desenmascarando a los acusadores y librando a
Susana del castigo. Susana había implorado al Señor: “Oh Dios eterno, que
conoces los secretos, que todo lo conoces antes que suceda, tú sabes que éstos
han levantado contra mí falso testimonio. Y ahora voy a morir, sin haber hecho
nada de lo que su maldad ha tramado contra mí”. Y el Señor escuchó su plegaria
y suscitó el Espíritu Santo en el joven Daniel, quien la salvó de sus
detractores, porque “Dios salva a los que esperan en él”.
De no ser por la intervención providencial del
joven Daniel, todos estaban prestos a condenarla, sin mayor indagación,
confiando tan solo en el testimonio de los dos ancianos libidinosos. Ayer
hablábamos de cuán prestos estamos a juzgar y condenar a los demás sin juzgarnos
antes a nosotros mismos. Hoy vemos cómo, inclusive, lo hacemos sin darles una
oportunidad de defenderse, sin escuchar su versión de los hechos, y cómo somos
dados a la especulación cuando llega el momento de juzgar y condenar (yo he sido
objeto de esto y puedo dar fe de lo que se siente). Y, peor aún, con cuánta
facilidad repetimos un “chisme”, sin averiguar su veracidad, y sin detenernos a
pensar el daño que le causamos al prójimo al hacerlo. “El que esté sin pecado,
que tire la primera piedra”.
Si nos detuviéramos a juzgarnos nosotros
mismos antes de hacerlo con los demás, de seguro seríamos más benévolos con
ellos.
La lectura evangélica de hoy (Jn 8,12-20), nos
presenta a Jesús con otro de los “Yo soy” del Evangelio de Juan, que nos
apuntan a la divinidad de Jesús, al poner en sus labios el nombre que Dios le
reveló a Moisés en la zarza ardiendo (Ex 3,14). Así, en contraposición a las
tinieblas y la oscuridad del odio y la mentira representados en la primera
lectura de hoy, Jesús se nos presenta como la luz. “Yo soy la luz del mundo. El
que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida”.
Hoy día andamos en un mundo de tinieblas y Jesús
se nos presenta como la Luz verdadera, el único que puede apartar las tinieblas
de nuestro entorno y conducirnos a la Luz de su Pascua, simbolizada por el
cirio pascual que hemos de encender en la Vigilia Pascual. Jesús-Luz está
invitándonos a seguirle en su camino hacia la Pascua, que no es otra cosa que su
victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.
“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,
porque tú vas conmigo” (Sal 22).
En la lectura evangélica de hoy (Mc 4,21-25),
Marcos nos presenta dos parábolas cortas, ambas relacionadas con el anuncio del
Reino.
La primera de ellas, la del candil que no se
trae para ponerlo debajo del celemín (las notas de la Biblia de Jerusalén dice
que “en la antigüedad, el celemín era un pequeño mueble de tres o cuatro patas)
o debajo de la cama, sino para ponerlo en el candelero para que alumbre.
Termina Jesús esa breve parábola con la frase que le escucharemos decir en más
de una ocasión: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.
Jesús utiliza imágenes, situaciones, gestos,
que les son familiares a la gente, para transmitir la realidad invisible del
Reino. Probablemente ha visto a su propia madre en muchas ocasiones traer un
candil, al caer la noche, para iluminar la habitación en que se encontraban. Él
echa mano de esa imagen sencilla, doméstica, familiar, para enseñarnos la
actitud que debemos tener respecto a la Palabra de Dios que recibimos. Esa
Palabra de Vida eterna no es para esconderla, sino para ponerla en un lugar
visible para que todos se beneficien de su Luz.
Jesús nos ha dicho que tenemos que ir por todo
el mundo a proclamar la Buena Noticia del Reino (Mc 16,15), a ser la “luz del
mundo”. La versión de Mateo de este pasaje, que el evangelista coloca
inmediatamente después del sermón de las Bienaventuranzas, es más explícita, y
nos muestra a Jesús diciendo (Mt 15,14): “Ustedes son la luz del mundo. No se
puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende
una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el
candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar
ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean
sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”.
En la parte del ritual del Bautismo que
llamamos effetá (palabra aramea que
significa “ábrete”), el ministro traza la señal de la cruz tocando los oídos y
los labios del bautizando, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra
de Dios y sus labios para proclamarla, es decir, cumplir la misión profética
para la cual somos ungidos en el Sacramento.
Lo hemos dicho muchas veces, cuando recibimos
la Palabra de Dios en nuestros corazones, no podemos quedárnosla para nosotros,
tenemos que compartir la Buena Nueva del Reino con todos, como los enfermos a
quienes Jesús curaba y les pedía que guardaran silencio, que no podían
contenerse y salían corriendo a contárselo a todos.
Y como a los discípulos, a quienes explicaba
las cosas del Reino en privado, tenemos que pedir al Espíritu que nos permita recibir
esas verdades “ocultas” que Jesús quiere transmitirnos, para “ponerlas en alto”
y que se “descubran” ante los demás. De ahí el mandato de Jesús: “Vayan por
todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”.
El pasaje del Evangelio que nos propone la
liturgia para hoy (Lc 8,16-18) es uno de los más cortos: “En aquel tiempo, dijo
Jesús a la gente: «Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete
debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz.
Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse
o a hacerse público. A ver si me escucháis bien: al que tiene se le dará, al
que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener»”.
Hoy nos concentraremos en la primera oración
de esta parábola de Jesús: “Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o
lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran
tengan luz”. La enseñanza de Jesús contenida en esta parábola complementa otras
mediante las cuales de igual modo Jesús invita a sus discípulos (y a nosotros)
a compartir la Palabra recibida de Él. Así nos habla de dar “fruto en
abundancia”, el “ciento por uno”; y hoy nos habla de ser una luz que ilumine a
“los que entran”, es decir, a todos los que entran en nuestro entorno.
Jesús nos está repitiendo que la Palabra de
vida eterna (el candil) que recibimos de Él no es para que nos la quedemos para
nosotros, como un secreto bien guardado (escondiéndolo debajo de la cama), es
para que la proclamemos a todo el mundo (Mc 16,15). Y como he dicho en
innumerables ocasiones, esa proclamación de la Buena Nueva del Reino que
recibimos mediante la Palabra, no necesariamente implica “predicar” en el
sentido que normalmente usamos esa palabra. Esa predicación, esa proclamación
del Evangelio, se hace mediante la forma en que vivimos nuestra vida, nuestras
palabras de aliento al que las necesita, nuestros gestos de ayuda al necesitado,
el amor que prodigamos a nuestros semejantes, es decir, convirtiéndonos en
otros “cristos”.
Hoy tenemos que preguntarnos: Mi fe, ¿es un
asunto “personal” mío?; ¿llegan a enterarse los que me rodean (mis amigos,
familiares, compañeros de trabajo, vecinos) que yo soy cristiano, que vivo
según las enseñanzas de Jesús? En otras palabras, ¿“se me nota” que soy
cristiano? Reflexionando sobre el Evangelio de hoy, mi “candil”, ¿está
escondido dentro de una vasija u oculto debajo de la cama, o lo pongo “en el
candelero para que los que entran tengan luz”?
Jesús nos pide que estemos atentos (“A ver si
me escucháis bien”). Porque no podemos dar luz si primero no la hemos recibido
de Él. Hay una máxima latina que dice que nadie puede dar lo que no tiene (nemo dat quod non habet). Por eso mi
insistencia constante en la formación del cristiano. Debemos esforzarnos en estudiar
para conocer cada día más esa Palabra de Dios que es “luz del mundo” (Jn 8,12).
Solo recibiendo y conociendo a plenitud esa Palabra que es la Luz, podemos
colocarla en un “candelero”, “para que los que entran tengan luz”.
Pidámosle al Señor que nos permita conocer su
Palabra cada día más, y nos dé la valentía de proclamarla con nuestra vida, de
manera que el que nos vea tenga que decir: “Yo quiero de eso…”
Que pasen una hermosa semana llena de la PAZ
que solo Él puede brindarnos.
La primera lectura de hoy (Ex 16,2-4.12-15)
nos sirve de marco de referencia para el evangelio (Jn 6,24-35). Esta lectura
nos presenta al pueblo en el desierto, luego de haber sido liberado de la
esclavitud en Egipto, “murmurando” contra Dios por haberlos enviado al desierto
para morir de hambre, y a un Dios providente que les envía codornices y maná
para saciar su hambre.
No habían pasado tres meses desde que Dios los
había liberado de las plagas que envió sobre el pueblo egipcio, de haberlos
liberado de la esclavitud en Egipto, y de haber separado las aguas del mar Rojo
para huir del ejército del faraón, y ya se les había olvidado todo lo que Dios
había hecho por ellos. Tan solo pensaban en hartarse de carne y pan.
Las codornices y el maná que Dios les provee
son alimento material que tiene como propósito satisfacer el hambre corporal.
Así mismo recibieron los judíos el pan de la multiplicación que Jesús les
acababa de dar en la multiplicación de los panes que leyéramos el domingo
pasado (Jn 6,1-15).
En el evangelio de hoy esas mismas personas
siguen a Jesús hasta el otro lado del mar de Galilea y Jesús, que ve en lo más
profundo de nuestros corazones, sabe que lo han seguido por interés, que no han
comprendido el significado del milagro: “Os aseguro que vosotros no me buscáis
porque hayáis visto las señales milagrosas, sino porque habéis comido hasta
hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que
permanece y os da vida eterna. Ésta es la comida que os dará el Hijo del hombre,
porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él”.
Ante las preguntas de los que le seguían,
Jesús les asegura que no fue Moisés quien les dio a comer pan en el desierto,
sino el Padre, y que ahora el verdadero pan que Dios les da “es aquel que ha
bajado del cielo y da vida al mundo”. Se nos está presentando Él mismo como ese
único pan capaz de satisfacer el hambre de eternidad, de vida eterna. Por eso
se presenta diciendo: “Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más
tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed”. Ese “Yo soy” que
repercute a lo largo del evangelio según san Juan (“Yo soy… la luz del mundo,…
la resurrección y la vida,… la puerta,… el Buen Pastor,… la vid,… el camino, la
verdad y la vida”.) nos evoca el nombre con que Yahvé se presentó a Moisés en
la zarza ardiendo (Ex 3,14). De ese modo Jesús revela su divinidad.
Este pasaje también prefigura la Eucaristía,
ese “pan” que no solo satisface el hambre corporal, sino que también es el
alimento para el alma que nos da las fuerzas para llegar a la Casa del Padre.
Hoy, día del Señor, tenemos que preguntarnos:
¿Me acerco al Señor para que Él satisfaga mis necesidades materiales, o me
acerco buscando ese alimento espiritual que da la fortaleza para continuar mi
camino a la vida eterna?
“Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la
sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y
que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una
ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para
meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a
todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean
vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mt
5,13-16). En esta corta lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy,
Jesús utiliza dos imágenes para expresar
cómo debe ser nuestro anuncio de Reino.
La primera de ella, “sal del mundo” nos hace
preguntarnos, ¿cómo puede volverse sosa la sal? En la antigüedad, la sal se
usaba en unas rocas (cristales) que se sumergían en los alimentos y se sacaban
una vez sazonados, para volverse a usar, hasta que la roca se tornaba insípida.
Entonces se descartaba.
La segunda de ellas, la lámpara que se enciende
y no se pone debajo del celemín, sino en el candelero para que alumbre, es más
obvia para nosotros.
Jesús utiliza imágenes, situaciones, gestos,
que les son familiares a la gente, para transmitir la realidad invisible del
Reino. Probablemente ha visto a su propia madre en muchas ocasiones utilizar
una roca de sal para sazonar la sopa, o traer un candil al caer la noche para
iluminar la habitación en que se encontraban. Él echa mano de esas imágenes
sencillas, domésticas, familiares, para enseñarnos la actitud que debemos tener
respecto a la Palabra de Dios que recibimos.
No podemos ser efectivos en nuestro anuncio de
la Buena Noticia del Reino si no nos alimentamos continuamente con la Palabra y
la Eucaristía, pues llegará un momento en que nuestro mensaje perderá su sabor,
se tornará “soso”. Podremos continuar entre nuestros hermanos, pero ya no
seremos eficaces en nuestro anuncio del Reino
Por otro lado, esa Palabra de Vida eterna no
es para esconderla, sino para ponerla en un lugar visible, para que todos se
beneficien de su Luz.
Jesús nos ha dicho que todos estamos llamados
a ser “luz del mundo”. Y ¿cómo podemos ser “luz del mundo”? En la primera
lectura de hoy (2 Cor 1,18-22) san Pablo nos brinda una pista: siendo fieles a
la Palabra, consistentes en nuestro mensaje. “Cristo Jesús, el Hijo de Dios, el
que Silvano, Timoteo y yo os hemos anunciado, no fue primero «sí» y luego «no»;
en él todo se ha convertido en un «sí»; en él todas las promesas han recibido un
«sí». Y por él podemos responder: «Amén» a Dios, para gloria suya”. Por eso el
Salmo (118) nos dice: “La explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia
a los ignorantes”.
El mensaje de Jesús es claro y es uno. No
podemos “acomodarlo” a nuestros gustos o deseos o, peor aún, amoldarlo a lo que
quieren escuchar aquellos a quienes lo proclamamos. La Palabra a veces duele,
como el fuego de la lámpara que quema, pero ilumina nuestro camino…