La pequeña iglesia a orillas del lago de Galilea que aparece en la foto de arriba, que tuve oportunidad de visitar durante nuestra peregrinación a Tierra Santa en el año 2012, está construida sobre la roca del primado de Pedro, el lugar en que Jesús pronunció las palabras que leemos en el evangelio (Mt 16,17-19) que nos propone la liturgia de hoy: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.
Hoy celebramos la solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, los dos pilares sobre los que descansa la Iglesia que fundó Jesús.
Pedro era un pescador que se ganaba la vida practicando su noble oficio en el lago a cuya orilla Jesús le instituye “piedra” y cabeza de su Iglesia, no por sus propios méritos, sino porque Jesús reconoce que el Padre le ha escogido: “… porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”.
Dios llama a cada uno de nosotros a desempeñar una misión. Esa es nuestra vocación. La palabra “vocación” viene del verbo latín “vocare”, que quiere decir “llamado”. Cómo Dios nos escoge, y cómo decide cuál es nuestra vocación es un misterio. Pero lo cierto es que, al igual que sucedió con Pedro, Dios no siempre escoge a los más capacitados; más bien capacita a los que escoge, dándoles los carismas necesarios para llevar a cabo su misión (Cfr. 1 Cor 12, 1-11).
Cristo ofreció su sacrificio máximo por la salvación, no solo de los suyos, sino por toda la humanidad; por ti, y por mí. El mensaje tenía que llegar a todos los confines de la tierra, la Iglesia tenía que ser “católica”, que quiere decir “universal”. Y para esa tarea escogió a esa otra columna de la Iglesia, Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles.
La segunda lectura (2 Tm 4,6-8.17-18) nos muestra cómo Dios guía y protege en su misión a los que Él escoge y escuchan su llamado: “El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén”.
Si Cristo se presentara hoy ante ti y te preguntara: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” ¿Qué le contestarías? Pedro y Pablo ofrecieron su vida por predicar y defender esa verdad. ¿Estás tú dispuesto a hacerlo?
Cuando estés listo para partir al encuentro definitivo con el Señor, ¿podrás decir como Pablo, “he combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”?