En este corto te comentamos sobre el carácter trinitario de la Iglesia, que nace de la promesa del Padre que se hace realidad en Pentecostés, a fin de que la comunidad dé testimonio de Jesús, guiados y fortalecidos por el Espíritu en su obra evangelizadora.
Continuamos celebrando la “octava” de Navidad. Cuando la Iglesia celebra una festividad solemne, como la Navidad, un día no basta; por eso la celebración se prolonga durante ocho días, como si constituyeran un solo día de fiesta. Aunque a lo largo de la historia de la Iglesia se han reconocido varias octavas, hoy la liturgia solo conserva las octavas de las dos principales solemnidades litúrgicas: Pascua y Navidad. Hecho este pequeño paréntesis de formación litúrgica, reflexionemos sobre las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy, quinto día de la infraoctava de Navidad.
Como primera lectura continuamos con la 1ra Carta del apóstol san Juan (2,3-11). En este pasaje Juan sigue planteando la contraposición luz-tinieblas, esta vez respecto a nosotros mismos. Luego de enfatizar “la luz verdadera brilla ya” y ha prevalecido sobre las tinieblas, nos dice cuál es la prueba para saber si somos hijos de la luz o permanecemos aún en las tinieblas: “Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos”. De nuevo la Ley del Amor, ese amor que Dios nos enseñó enviándonos a su único Hijo, ese Niño que nació en Belén hace apenas cuatro días, para que tuviéramos Vida por medio de Él (Cfr. Jn 4-7-9; 15,12-14).
Así, el que ha conocido y asimilado el misterio del amor de Dios en esta Navidad es “hijo de la Luz” y no tiene otro remedio que imitar su gran mandamiento, que es el Amor.
El Evangelio que contemplamos hoy nos presenta el pasaje de la Purificación de María y la Presentación del Niño en el Templo (Lc 2,22-35). Y una vez más la pregunta es obligada: ¿Cómo es posible que sus padres hayan llevado al Niño al Templo para presentárselo a Dios, si ese Niño ES Dios? Esta escena sirve para enfatizar el carácter totalizante del misterio de la Encarnación. Mediante la Encarnación Jesús se hizo uno de nosotros, igual en todo menos en el pecado (Hb 4,15). Por eso sus padres cumplieron con la Ley, significando de ese modo la solidaridad del Mesías con su pueblo, con nosotros. Y para su purificación, María presentó la ofrenda de las mujeres pobres (Lv 12,8), “un par de tórtolas o dos pichones”. La pobreza del pesebre…
Este pasaje nos presenta también el personaje de Simeón y el cántico del Benedictus. Simeón, tocado por el Espíritu Santo, le recuerda a María que ese hijo no le pertenece, que ha sido enviado para ser “luz para alumbrar a las naciones”, y que ella misma habría de ser partícipe del dolor de la pasión redentora de su Hijo: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”.
Lo vimos en la Fiesta de san Esteban Protomártir, al día siguiente de la Navidad, y lo veíamos ayer en la Fiesta de los Santos Inocentes. Hoy se nos recuerda una vez más que el nacimiento de nuestro Salvador y Redentor, nuestra liberación del pecado y la muerte, tiene un precio: la vida de ese Niño cuyo nacimiento todavía estamos celebrando. María lo sabía desde que pronunció el “hágase”. Por amor a Dios, por amor a su Hijo, por amor a ti… ¿Cómo no amar a María?
Hoy la Iglesia Universal celebra la Fiesta de los Santos Simón y Judas, apóstoles. Estos apóstoles tenían nombres en común con otros de los “doce”. Por eso los evangelistas y los propios apóstoles se referían a ellos como “Zelote” (o “Celotes”) y “Tadeo”, respectivamente para diferenciarlos de Simón Pedro y Judas Iscariote, el que traicionó a Jesús.
Como primera lectura para esta celebración, la liturgia nos ofrece el fragmento de la carta a los Efesios (2,19-22), en la que san Pablo nos recuerda que somos “ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”, que estamos “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por eso decimos que nuestra Iglesia es “apostólica”.
El relato evangélico que nos brinda la liturgia de hoy (Lc 6,12-19) nos narra la elección de “los doce”. Este pasaje, que comienza diciéndonos que “por aquellos días se fue él (Jesús) al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios”, nos apunta a una característica de Jesús: Él vivió toda su vida pública en un ambiente de oración; desde su bautismo (Lc 3,21), hasta su último aliento de vida (Lc 23,46). Son innumerables las ocasiones en que Jesús “se retiraba a un lugar apartado a orar”. De hecho, el evangelio según san Lucas nos presenta a Jesús orando en al menos once ocasiones. Podemos decir que toda su misión, su actividad salvadora, se alimentaba constantemente de ese diálogo silencioso y amoroso con su Padre celestial.
La elección de los apóstoles no fue la excepción. Por eso encontramos a Jesús en profunda oración previo a la elección de los doce. No debemos olvidar que Jesús es Dios, pero aun así deseaba “compartir” su decisión con el Padre y el Espíritu en ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Vemos por otro lado que su oración no se limitó a una “visita de cortesía”. No, pasó toda la noche en oración.
Jesús nos invita constantemente a seguirle. Y el verdadero discípulo sigue los pasos del maestro, imita al maestro. Si analizamos la vida de los grandes santos y santas de nuestra Iglesia descubrimos un denominador común: Todos fueron hombres y mujeres de oración, personas que “respiraban” oración; personas comunes como tú y como yo, que forjaron su santidad a base de la oración. Discípulos que supieron seguir los pasos del Maestro. Personas como Santo Domingo de Guzmán y tantos otros que supieron pasar las noches en vela dialogando con el Padre, tal y como lo hacía Jesús.
Hoy debemos preguntarnos, ¿cuándo fue la última vez que yo pasé una noche, o una mañana, o una tarde entera teniendo una conversación de amigos con Dios? Lo mejor que tiene ese amigo es que SIEMPRE está disponible; no tenemos que “textearle” ni llamarlo para saber si está en casa, o si puede recibirnos. Tan solo tenemos que pensarle.
Es cierto, no todos podemos dedicar una noche, o un día completo a la oración, pero si sumamos las horas que pasamos “descansando”, “chateando”, o viendo la tele, tendremos una medida de cuánto tiempo podemos dedicar a la oración. Estoy seguro de que Simón y Judas lo hicieron.
La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 13,10-17) continúa desmenuzando el pasaje que leíamos ayer, en el cual Jesús propone a los que le escuchan la parábola del sembrador. El pasaje de hoy sirve como paréntesis entre la parábola y la explicación de esta que Jesús hace a sus discípulos más adelante (13,18-23).
“¿Por qué les hablas en parábolas?”, le preguntan sus discípulos. Jesús les contesta: “A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender”.
Anteriormente hemos dicho que el significado de las parábolas solo puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios, pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe, “se le quitará hasta lo que tiene”.
Dios es un misterio, y la palabra “misterio” viene del griego antiguo μυστήριον (mystērion), que significa algo que no se puede comprender o explicar. Por eso ese misterio es comprendido solo por aquellos a quienes Dios se lo ha revelado y tienen la disposición de recibirlo. No es algo que dependa de la capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto, pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt 11,25).
Jesús nos está diciendo que la verdad contenida en el Evangelio no es de orden intelectual. Es una verdad que solo se percibe cuando abrimos nuestro corazón al Amor incondicional de Dios, que es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y nos lo enseña todo (Jn 14,26).
Continúa diciendo el Señor a sus discípulos: “¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”.
De ahí la importancia de invocar el Espíritu Santo para que venga en nuestro auxilio cuando leemos las Sagradas Escrituras, y nos ayude a entender las verdades de fe que Dios nos ha revelado en ellas para nuestra salvación, siempre bajo la guía del Magisterio de la Iglesia.
Cuando lees la Biblia, ¿lo haces como si fuera una novela u otra obra literaria, o como la Palabra de Dios viva?
Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Un solo Dios, tres personas divinas. Y la liturgia nos presenta la misma lectura evangélica que contemplamos el miércoles de la sexta semana de Pascua (Jn 16,12-15).
En ese momento en que nos preparábamos para la
solemnidad de Pentecostés, nuestra mirada estaba centrada en la tercera Persona
de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo consolador que los apóstoles
recibirían reunidos en torno a María, la madre de Jesús y madre nuestra.
La solemnidad que celebramos hoy nos recuerda que
ese Espíritu es Uno con el Padre y el Hijo, y nos remite a ellos, pues el
Espíritu es el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones (ver
segunda lectura de hoy: Rm 5,1-15).
Y podemos participar de esa vida eterna
gracias a ese amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la
forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo
Niceno-Constantinopolitano: “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de
vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una
misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama
al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de
la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena, que es
el amor incondicional de Dios.
Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del
Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que
Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones,
porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la
virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará
defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).
Jesús nos asegura, además, que lo que el
Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que
oye y [nos] comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le
glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es
decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena
que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce
al Padre (Jn 14,7).
De este modo, en esta acción del Espíritu Santo
se nos revela, no solo el amor de Dios, sino la plenitud de la Trinidad. Solo a
través de una comunicación plena en la oración, que trasciende todo ejercicio
intelectual, podemos acercarnos al misterio del Dios Uno y Trino que se nos
revela en el Espíritu que nos permite clamar ¡Abba! al Padre (Rm 8,15), junto
al Hijo.
Hoy les invito a orar al Espíritu Santo: “Por
Ti conozcamos al Padre, y también al Hijo; y que en Ti, Espíritu de entrambos,
creamos en todo tiempo. Gloria a Dios Padre, y al Hijo que resucitó, y al
Espíritu Consolador, por los siglos infinitos. Amén”.
Continuamos nuestra ruta Pascual camino a Pentecostés y, para que no se nos olvide, la Primera lectura de hoy (Hc 13,26-33) nos recuerda que a Jesús, luego haber sido muerto y sepultado, “Dios lo resucitó de entre los muertos”.
La lectura evangélica, por su parte, nos
presenta nuevamente otro de los famosos “Yo soy” de Jesús que encontramos en el
relato evangélico de Juan (14,1-6), que nos apuntan a la identidad entre Jesús
y el Padre (Cfr. Ex 3,14): “Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí”. Jesús pronuncia
estas palabras en el contexto de la última cena, después del lavatorio de los
pies a sus discípulos, el anuncio de la traición de Judas, el anuncio de su
glorificación, la institución del mandamiento del amor, y el anuncio de las
negaciones de Pedro (que refiere a la interrogante de ese “lugar” a donde va
Jesús).
Es ahí que Jesús les dice: “Que no tiemble
vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre
hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos
sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que
donde estoy yo, estéis también vosotros”. Jesús utiliza ese lenguaje partiendo
de la concepción judía de que el cielo era un lugar de muchas estancias o
“habitaciones”. Jesús toma ese concepto y lo lleva un paso más allá. Relaciona
ese “lugar” con la Casa del Padre hacia donde Él ha dicho que va. Eso les
asegura a sus discípulos un lugar en la Casa del Padre. Y tú, ¿te cuentas entre
sus discípulos?
“Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”, les
dice Jesús a renglón seguido, lo que suscita la duda de Tomás (¡Tomás siempre
dudando!): “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” Es en
contestación a esa interrogante que Jesús pronuncia el Yo soy que hemos reseñado.
Vemos cómo Jesús se identifica con el Padre.
Especialmente en el relato de Juan, Jesús repite que Él y el Padre son uno, que
quien le ve a Él ha visto al Padre, y quien le escucha a Él escucha al Padre,
al punto que a veces suena como un trabalenguas.
La misma identidad existe entre la persona de
Jesús y el misterio del Reino. Él en persona es el misterio del Reino de Dios.
Por eso puede decir a los testigos oculares: ¡Dichosos los ojos que ven lo que
veis!, pues yo os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que veis y
no lo vieron, quisieron oír lo que oís y no lo oyeron (Lc 10,23s). La
llegada de Jesús, el misterio de su encarnación, es la llegada del Reino.
El “Reino de Dios” no es un concepto territorial; ni tan siquiera es un lugar
(como tampoco lo es el cielo). Se trata del Reinado de Dios; el hecho de que
Dios “reina” sobre toda la creación. Y Jesús es uno con el Padre.
Él va primero al Padre. Ha prometido que va a
prepararnos un lugar, y cuando esté listo ha de venir a buscarnos para que
“donde yo esté, estén también ustedes”. Es decir, que nos hace partícipes de Su
vida divina. También nos ha dicho que hay un solo camino hacia la Casa del
Padre, y ese Camino es Él. ¿Te animas a seguir ese Camino?
Hoy celebramos la memoria libre de nuestro primer beato puertorriqueño, Carlos Manuel (“Charlie”) Rodríguez. En una ocasión anterior publicamos su biografía. Les invitamos a leerla para conocer mejor a este cristiano ejemplar.
El calendario litúrgico-pastoral para la
Provincia de Puerto Rico nos sugiere unas lecturas opcionales para esta
celebración litúrgica. Como primera lectura se nos ofrecen dos lecturas
alternas. Hemos escogido 1 Co 1,26-31: “Hermanos, tengan en cuenta quiénes son
los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando
humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios
eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el
mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y
despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie
podrá gloriarse delante de Dios. Por él, ustedes están unidos a Cristo Jesús,
que por disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y
justicia, en santificación y redención, a fin de que, como está escrito: El que
se gloría, que se gloríe en el Señor”.
Basta leer la biografía de nuestro beato
Charlie para ver personificada esta lectura. Un humilde oficinista, de
constitución débil y acosado por la enfermedad, que supo compenetrarse de tal
modo con el Resucitado y la liturgia de la Iglesia, que se convirtió en
precursor de los cambios en la liturgia que serían adoptados por los sabios y
entendidos en el Concilio Vaticano II. Su secreto fue “estar unido a Cristo
Jesús, que por disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y
justicia, en santificación y redención”. En comparación con Cristo, nada puede
ni tan siquiera considerarse como una alternativa real. Él es la fuente última
de sabiduría, justicia y redención.
Vemos constantemente esa preferencia de Jesús
por los débiles, lo pequeños, los humildes, cuando se trata de la Revelación de
los grandes misterios del Reino. Así encontramos una santa Catalina de Siena,
una santa Teresa del Niño Jesús, un beato Charlie, junto a los grandes
pensadores y eruditos con todos los títulos académicos posibles. No es que Dios
desprecie a los sabios e intelectuales; es que tal vez los pequeños y humildes no
se sienten apegados a su propia “sabiduría” o a su éxito, y por ello pueden sentirse
más receptivos y dependientes de Dios, quien les hace partícipes del Misterio.
San Pablo enfatiza que “nadie podrá gloriarse
delante de Dios”, es decir, que la sabiduría humana es incapaz de conocer por
sí misma la sabiduría de Dios. Solo el que se despoje de sus pretensiones
humanas, es decir, el que se “gloría en el Señor” y no en su propia sabiduría,
podrá alcanzar la verdadera Sabiduría.
Esa Sabiduría hizo posible que el beato,
adelantándose al Concilio Vaticano II, entendiera y proclamara la importancia
del Misterio Pascual, y cómo toda la liturgia de la Iglesia tenía que girar
alrededor de la Madre de todas las vigilas, la Vigilia Pascual. Él supo vivir
la alegría y la esperanza que Cristo nos regaló con Su Pascua. De ahí su lema: ¡VIVIMOS
PARA ESA NOCHE!
Marcos continúa presentándonos las parábolas
de Jesús relacionadas con el Reino. Al igual que ayer, en la lectura evangélica
de hoy (Mc 4,26-34) nos presenta dos de ellas, ambas relacionadas con la agricultura.
Jesús desarrolló su ministerio en una cultura acostumbrada a la siembra, que
podía relacionarse con el lenguaje de la agricultura. De nuevo encontramos a
Jesús enseñando con parábolas, utilizando vivencias que les resultaban
familiares a los que escuchaban. “Con muchas parábolas parecidas les exponía la
palabra, acomodándose a su entender”.
En la primera de las parábolas Jesús compara
el Reino de Dios con una semilla que se siembra en la tierra y, sin que el campesino
sepa cómo, desde el mismo momento en que la siembra, comienzan a ocurrir una
serie de maravillas, allí, en lo oculto, bajo la tierra. Y cuando él se
levanta, encuentra que la semilla ha germinado. Un verdadero misterio. Una vez
siembra la semilla ya no depende de él; las fuerzas ocultas de la naturaleza
toman su curso, y “la tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los
tallos, luego la espiga, después el grano”. Finalmente llega el momento de la
cosecha, “Se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Pero si no siembra,
nunca va a cosechar.
Así es el Reino de Dios, como una semilla viva
que hay que sembrar. No nos podemos cruzar de brazos. Hay que sembrar, hay que
arriesgarse. Y el campo en que hemos de sembrarla son las almas de los que nos escuchan
anunciar ese Reino. ¡Tenemos que sembrar! Tenemos que confiar en que esa
semilla va a ir geminando lentamente, oculta en lo más profundo de las almas.
Al igual que la semilla de la parábola, una vez la sembramos ya no depende de
nosotros. La Palabra de Dios y el anuncio del Reino tienen una fuerza y poder
misteriosos que harán germinar esa semilla de una u otra manera. Pero ¡tenemos
que atrevernos a sembrar! Si no sembramos no podemos cosechar. Del mismo modo
que el campesino confía en las fuerzas de la naturaleza al sembrar su semilla,
así tenemos que confiar nosotros en la Fuerza de la Palabra de Dios para hacer
germinar los frutos del anuncio del Reino.
La segunda parábola que nos presenta la
lectura de hoy, la del grano de mostaza, nos apunta a que no importa cuán
pequeña sea la semilla que sembremos, tiene el potencial de crecer como la más
grande de las hortalizas, “y echar ramas tan grandes que los pájaros pueden
cobijarse y anidar en ellas”.
A veces nos cohibimos de sembrar pensando que
nuestra “semilla” es pequeña, no nos atrevemos a anunciar el Reino de Dios,
porque “tenemos poco que decir”. Ninguna semilla es demasiado pequeña. Si hemos
recibido la Palabra de Dios anunciando el Reino, tan solo tenemos que
arriesgarnos, atrevernos a regar la semilla. No olvidemos que esa Palabra tiene
poder creador, capaz de hacerla germinar aún en las condiciones más
desfavorables. Entonces nos sorprenderemos cuando ese anuncio, al parecer
insignificante, “echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y
anidar en ellas”. El mensaje de Jesús es consistente: “Vayan por todo el mundo,
anuncien la Buena Noticia a toda la creación”.
Continuamos celebrando la “octava” de Navidad.
Cuando la Iglesia celebra una festividad solemne, como la Navidad, un día no
basta; por eso la celebración se prolonga durante ocho días, como si
constituyeran un solo día de fiesta. Aunque a lo largo de la historia de la
Iglesia se han reconocido varias octavas, hoy la liturgia solo conserva las
octavas de las dos principales solemnidades litúrgicas: Pascua y Navidad. Hecho
este pequeño paréntesis de formación litúrgica, reflexionemos sobre las
lecturas que nos presenta la liturgia para hoy, quinto día de la infraoctava de
Navidad.
Como primera lectura continuamos con la 1ra
Carta del apóstol san Juan (2,3-11). En este pasaje Juan sigue planteando la
contraposición luz-tinieblas, esta vez respecto a nosotros mismos. Luego de
enfatizar “la luz verdadera brilla ya” y ha prevalecido sobre las tinieblas,
nos dice cuál es la prueba para saber si somos hijos de la luz o permanecemos
aún en las tinieblas: “Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano
está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no
tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las
tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos”. De
nuevo la Ley del Amor, ese amor que Dios nos enseñó enviándonos a su único Hijo,
ese Niño que nació en Belén hace apenas cuatro días, para que tuviéramos Vida
por medio de Él (Cfr. Jn 4-7-9;
15,12-14).
Así, el que ha conocido y asimilado el
misterio del amor de Dios en esta Navidad es “hijo de la Luz” y no tiene otro
remedio que imitar su gran mandamiento, que es el Amor.
El Evangelio que contemplamos hoy nos presenta
el pasaje de la Purificación de María y la Presentación del Niño en el Templo (Lc
2,22-35). Y una vez más la pregunta es obligada: ¿Cómo es posible que sus
padres hayan llevado al Niño al Templo para presentárselo a Dios, si ese Niño ES Dios? Esta escena sirve para enfatizar
el carácter totalizante del misterio de la Encarnación. Mediante la Encarnación
Jesús se hizo uno de nosotros, igual en todo menos en el pecado (Hb 4,15). Por
eso sus padres cumplieron con la Ley, significando de ese modo la solidaridad
del Mesías con su pueblo, con nosotros. Y para su purificación, María presentó
la ofrenda de las mujeres pobres (Lv 12,8), “un par de tórtolas o dos pichones”.
La pobreza del pesebre…
Este pasaje nos presenta también el personaje
de Simeón y el cántico del Benedictus.
Simeón, tocado por el Espíritu Santo, le recuerda a María que ese hijo no le
pertenece, que ha sido enviado para ser “luz para alumbrar a las naciones”, y
que ella misma habría de ser partícipe del dolor de la pasión redentora de su
Hijo: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”.
Lo vemos en el martirio de san Esteban, que hubiésemos celebrado el día 26 de diciembre de no haber coincidido con la Fiesta de Sagrada Familia, y lo veíamos ayer en la Fiesta de los Santos Inocentes. Hoy se nos recuerda una vez más que el nacimiento de nuestro Salvador y Redentor, nuestra liberación del pecado y la muerte, tiene un precio: la vida de ese Niño cuyo nacimiento todavía estamos celebrando. María lo sabía desde que pronunció el “hágase”. Y lo hizo por amor a Dios, por amor a su Hijo, por amor a ti… ¿Cómo no amar a María?