En este corto te explicamos el significado de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, en la que proclamamos Su presencia verdadera, real y sustancial bajo las especies de Pan y Vino.
Hemos estado leyendo como primera lectura el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos
de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la
persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran
la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego
vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el
camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo
corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido
por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a
evangelizar el mundo entero.
En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios,
en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última
pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos
narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en
su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que
su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los
confines de la tierra.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en
que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo
sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese
instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció
la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor
incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo
experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había
conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo
evitarlo, era una fuerza superior a la de él.
El perseguidor se enamoró del perseguido y se
sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a
evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los
gentiles”.
La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido
ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un
impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda de que lo has
tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a
tiempo.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59)
continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos
venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera
comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el
Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le
crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y
sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo,
sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en
ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo
hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.
El relato evangélico que nos brinda la
liturgia para hoy (Lc 24,35-48) es continuación del que leíamos ayer. Estaban
los discípulos a quienes Jesús se les apareció en el camino de Emaús contando a
los Once lo sucedido, “cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: ‘Paz
a vosotros’”.
Los presentes se quedaron atónitos y llenos de
miedo, pues “creían ver un fantasma”. Veían, pero sus cerebros se negaban a
aceptar lo que estaban viendo. ¡Cuántas veces nos sucede que, al presenciar un
milagro, comenzamos a buscar toda clase de explicación “lógica”, antes de
aceptar que ha sido obra de Dios! Vemos y no creemos, porque vemos con los ojos
del cuerpo y no con los ojos de la fe.
Resulta curioso que el relato no nos dice cómo
Jesús llegó a allí, cómo se “apareció” entre los discípulos. ¡Ese detalle no
tiene relevancia alguna ante el hecho trascendente de que Jesús está allí! Sí,
el Jesús de Nazaret que caminó junto a ellos, que compartió con ellos la mesa,
que les instruyó, es el mismo que el Resucitado.
Jesús percibe el miedo y el asombro de los
discípulos, y quiere animarlos para que no quede duda, para que puedan ser
testigos de su Resurrección. Por eso, después de mostrarle las heridas, “como
no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ‘¿Tenéis ahí
algo de comer?’ Ellos le ofrecieron un
trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. El relato quiere
enfatizar que el Resucitado es real, que se trata de la misma persona que Jesús
de Nazaret; que no se trata de un invento ni un cuento de camino. Jesús de
Nazaret ha resucitado y sus discípulos, especialmente los Once, cuya presencia
enfatiza el relato de Lucas, son testigos de ello. Cómo Jesús, con su cuerpo
glorificado es capaz de comer, es un misterio que escapa a nuestro
entendimiento humano, pero con ese gesto se quiere establecer que Jesús está
real y verdaderamente frente a sus discípulos.
Y al igual que lo hizo con los de Emaús, les
explica lo que sobre su persona dicen las Escrituras, desde Moisés hasta los profetas,
y cómo todo se cumplía en Él. Nos dice el pasaje que Jesús entonces “les abrió
el entendimiento para comprender las escrituras”, añadiendo al final: “Vosotros
sois testigos de esto”. Una vez más Jesús enfatiza la relación entre Él y las
Escrituras, y el testimonio de los que creen en Él. Esta es la última aparición
de Jesús en el evangelio según san Lucas, que el autor coloca justo antes de su
Ascensión.
Antes de ascender, en el versículo que sigue
al pasaje de hoy, Jesús les reitera la promesa del Espíritu Santo que recibirán
en Pentecostés: “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan
en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”.
Es el Espíritu quien les dará la fortaleza
para ser testigos: “Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá
sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y
hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8).
La misma promesa aplica a todos los que
profesamos nuestra fe en el Resucitado. ¡Atrévete!
Hemos estado leyendo como primera lectura el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos
de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la
persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran
la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego
vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el
camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo
corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido
por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a
evangelizar el mundo entero.
En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios,
en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última
pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos
narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en
su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que
su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los
confines de la tierra.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en
que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo
sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese
instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció
la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor
incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo
experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había
conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo
evitarlo, era una fuerza superior a la de él.
El perseguidor se enamoró del perseguido y se
sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a
evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los
gentiles”.
La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido
ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un
impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda de que lo has
tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a
tiempo.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59)
continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos
venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera
comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el
Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le
crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y
sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo,
sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en
ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo
hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.
El relato evangélico que nos brinda la
liturgia para hoy (Lc 24,35-48) es continuación del que leíamos ayer. Estaban
los discípulos a quienes Jesús se les apareció en el camino de Emaús contando a
los Once lo sucedido, “cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: ‘Paz
a vosotros’”.
Los presentes se quedaron atónitos y llenos de
miedo, pues “creían ver un fantasma”. Veían, pero sus cerebros se negaban a
aceptar lo que estaban viendo. ¡Cuántas veces nos sucede que, al presenciar un
milagro, comenzamos a buscar toda clase de explicación “lógica”, antes de
aceptar que ha sido obra de Dios! Vemos y no creemos, porque vemos con los ojos
del cuerpo y no con los ojos de la fe.
Resulta curioso que el relato no nos dice cómo
Jesús llegó a allí, cómo se “apareció” entre los discípulos. ¡Ese detalle no
tiene relevancia alguna ante el hecho trascendente de que Jesús está allí! Sí,
el Jesús de Nazaret que caminó junto a ellos, que compartió con ellos la mesa,
que les instruyó, es el mismo que el Resucitado.
Jesús percibe el miedo y el asombro de los
discípulos, y quiere animarlos para que no quede duda, para que puedan ser
testigos de su Resurrección. Por eso, después de mostrarle las heridas, “como
no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ‘¿Tenéis ahí
algo de comer?’ Ellos le ofrecieron un
trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. El relato quiere
enfatizar que el Resucitado es real, que se trata de la misma persona que Jesús
de Nazaret; que no se trata de un invento ni un cuento de camino. Jesús de
Nazaret ha resucitado y sus discípulos, especialmente los Once, cuya presencia
enfatiza el relato de Lucas, son testigos de ello. Cómo Jesús, con su cuerpo
glorificado es capaz de comer, es un misterio que escapa a nuestro
entendimiento humano, pero con ese gesto se quiere establecer que Jesús está
real y verdaderamente frente a sus discípulos.
Y al igual que lo hizo con los de Emaús, les
explica lo que sobre su persona dicen las Escrituras, desde Moisés hasta los profetas,
y cómo todo se cumplía en Él. Nos dice el pasaje que Jesús entonces “les abrió
el entendimiento para comprender las escrituras”, añadiendo al final: “Vosotros
sois testigos de esto”. Una vez más Jesús enfatiza la relación entre Él y las
Escrituras, y el testimonio de los que creen en Él. Esta es la última aparición
de Jesús en el evangelio según san Lucas, que el autor coloca justo antes de su
Ascensión.
Antes de ascender, en el versículo que sigue
al pasaje de hoy, Jesús les reitera la promesa del Espíritu Santo que recibirán
en Pentecostés: “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan
en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”.
Es el Espíritu quien les dará la fortaleza
para ser testigos: “Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá
sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y
hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8).
La misma promesa aplica a todos los que
profesamos nuestra fe en el Resucitado. ¡Atrévete!
Hemos estado leyendo como primera lectura el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos
de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la
persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran
la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego
vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el
camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo
corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido
por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a
evangelizar el mundo entero.
En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios,
en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última
pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos
narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en
su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que
su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los
confines de la tierra. Saulo de Tarso, el mayor perseguidor se convirtió, en un
instante, en el más valiente y decidido defensor del Resucitado.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en
que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo
sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese
instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció
la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor
incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo
experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había
conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo
evitarlo, era una fuerza superior a la de él.
El perseguidor se enamoró del perseguido y se
sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a
evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los
gentiles”.
La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido
ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un
impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda que lo has
tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a
tiempo.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59)
continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos
venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera
comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el
Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le
crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y
sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo,
sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en
ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo
hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.
Continuamos leyendo como primera lectura el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos
de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la
persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran
la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego
vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el
camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo
corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido
por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a
evangelizar el mundo entero.
En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios,
en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última
pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos
narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en
su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que
su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los
confines de la tierra. Saulo de Tarso, el mayor perseguidor se convirtió, en un
instante, en el más valiente y decidido defensor del Resucitado.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en
que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo
sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese
instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció
la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor
incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo
experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había
conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo
evitarlo, era una fuerza superior a la de él.
El perseguidor se enamoró del perseguido y se
sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a
evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los
gentiles”.
La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido
ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un
impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda que lo has
tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a
tiempo.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59)
continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos
venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera
comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el
Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le
crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y
sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo,
sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en
ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo
hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.
Hemos estado leyendo como primera lectura el libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a evangelizar el mundo entero.
En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios, en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los confines de la tierra. Saulo de Tarso, el mayor perseguidor se convirtió, en un instante, en el más valiente y decidido defensor del Resucitado.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo evitarlo, era una fuerza superior a la de él.
El perseguidor se enamoró del perseguido y se sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los gentiles”.
La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda que lo has tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a tiempo.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59) continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.