Hoy la liturgia nos ofrece como primera lectura a Is 55,10-11, un pasaje corto pero lleno de poder y esperanza: “Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mi vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo”.
La Palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos (Hb 4,12), una Palabra que tiene fuerza creadora. Todo lo creado lo fue por el poder de la Palabra. Cada día en el relato de la creación en el libro del Génesis comienza con “Dijo Dios”, o “Dios dijo” (Cfr. Gn 1).
Y cuando llegó la plenitud de los tiempos (Cfr. Gál 4,4), esa Palabra se encarnó, “acampó” entre nosotros (Jn 1,14). Y esa Palabra no volvería al Padre hasta hacer Su voluntad y cumplir Su encargo. Este tiempo de Cuaresma nos invita a prepararnos para la celebración de ese acontecimiento salvífico, el Misterio Pascual de Jesús, cuya sangre empapó la tierra e hizo germinar nuestra salvación.
Y como parte de esa preparación, se nos invita a practicar la oración. La lectura evangélica de hoy (Mt 6,7-15) nos narra la versión de Mateo del Padrenuestro, esa oración que rezamos los cristianos y que el mismo Jesús nos enseñó. La versión de Lucas (11,1-4) está precedida de una petición por parte de sus discípulos para que les enseñara a orar como Juan había enseñado a sus discípulos. No se trataba de que les enseñara a orar propiamente, sino más bien que les enseñara una oración que les distinguiera de los demás grupos, cada uno de los cuales tenía su propia “fórmula”. Jesús les da una oración que habría de ser el distintivo de todos sus discípulos, y que contiene una especie de “resumen” de la conducta que se espera de cada uno de ellos, respecto a Dios y al prójimo.
De paso, Jesús aprovecha la oportunidad para enseñarles a referirse al Padre como Abba, el nombre con que los niños judíos se dirigen a su Padre. Ya no se trata de un Dios distante, terrible, cuyo nombre no se puede pronunciar. Se trata de un Dios cercano, familiar, amoroso, a quien podemos acudir con nuestras necesidades, como un niño acude a su padre con su juguete roto, con la certeza que solo él puede repararlo.
En el relato de Mateo, que es la lectura que nos ocupa hoy, este pasaje se da dentro del contexto del Sermón de la Montaña, como parte de una serie de consejos sobre la oración. Aquí, nos enfatiza que la actitud interior es lo verdaderamente importante, no la palabrería hueca, repetida sin sentido: “No uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis”.
Hoy, apenas comenzando la Cuaresma, debemos examinar nuestra actitud respecto a la oración. ¿Tengo una verdadera conversación con mi “Papacito” cuando oro, o me limito a repetir oraciones compuestas por otros que de tanto repetir mecánicamente ya han perdido su sentido? Mi oración, ¿es un monólogo, o es una conversación con Papá en la que escucho su Palabra?