En este corto te explicamos el significado de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, en la que proclamamos Su presencia verdadera, real y sustancial bajo las especies de Pan y Vino.
La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para hoy (Jn 6,60-69) es la culminación del “discurso del pan de vida”
que hemos estado contemplando durante esta semana.
En el pasaje que leíamos ayer (Jn 6,51-59) Jesús
había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber
su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía
que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios
de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras,
reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí
mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es
necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y
“beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los
“discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el
contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si
vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Por eso os he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que
muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los
Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes
quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una
profesión de fe: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de
controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc
2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo
de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias y el hedonismo del
mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no
solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la
sangre” de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos
permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”,
no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que
es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la
Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la
Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de
su sangre.
Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la
mesa de la Palabra dispuestas para ti.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús?
Hemos estado leyendo como primera lectura el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos
de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la
persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran
la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego
vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el
camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo
corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido
por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a
evangelizar el mundo entero.
En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios,
en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última
pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos
narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en
su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que
su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los
confines de la tierra.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en
que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo
sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese
instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció
la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor
incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo
experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había
conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo
evitarlo, era una fuerza superior a la de él.
El perseguidor se enamoró del perseguido y se
sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a
evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los
gentiles”.
La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido
ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un
impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda de que lo has
tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a
tiempo.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59)
continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos
venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera
comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el
Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le
crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y
sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo,
sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en
ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo
hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.
La liturgia de hoy nos presenta la culminación
del “discurso del pan de vida” (Jn 6,60-69), que hemos estado contemplando
durante los pasados cuatro domingos.
En el Evangelio que contemplábamos el pasado
domingo (Jn 6,51-59) Jesús había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de
“comer su carne” y “beber su sangre” para obtener la vida eterna, en una
alusión al sacramento de la Eucaristía que para ellos resultaba incomprensible.
Esto, en respuesta a los comentarios de los judíos, quienes se preguntaban:
“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras,
reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí
mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es
necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y
“beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los
“discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el
contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si
vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen… Por eso os he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que
muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los
Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes
quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una
profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de
controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc
2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo
de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias del mundo
actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no solo en
la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la sangre”
de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos
permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”,
no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que
es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la
Palabra el aliento y el consuelo que nos permiten continuar en el camino a la
Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de
su sangre.
Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la
mesa de la Palabra dispuestas para ti.
La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para hoy (Jn 6,60-69) es la culminación del “discurso del pan de vida”
que hemos estado contemplando durante esta semana.
En el pasaje que leíamos ayer (Jn 6,51-59) Jesús
había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber
su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía
que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios
de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras,
reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí
mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es
necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y
“beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los
“discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el
contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si
vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Por eso os he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que
muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los
Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes
quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una
profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de
controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc
2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo
de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias y el hedonismo del
mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no
solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la
sangre” de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos
permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”,
no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que
es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la
Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la
Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de
su sangre.
Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la
mesa de la Palabra dispuestas para ti.
“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.”
Hemos estado leyendo como primera lectura el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos
de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la
persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran
la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego
vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el
camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo
corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido
por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a
evangelizar el mundo entero.
En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios,
en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última
pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos
narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en
su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que
su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los
confines de la tierra.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en
que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo
sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese
instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció
la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor
incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo
experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había
conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo
evitarlo, era una fuerza superior a la de él.
El perseguidor se enamoró del perseguido y se
sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a
evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los
gentiles”.
La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido
ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un
impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda de que lo has
tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a
tiempo.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59)
continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos
venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera
comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el
Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le
crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y
sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo,
sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en
ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo
hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.
La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para hoy (Jn 6,60-69) es la culminación del “discurso del pan de vida”
que hemos estado contemplando durante esta semana.
En el pasaje que leíamos ayer (Jn 6,51-59) Jesús
había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber
su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía
que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios
de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras,
reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí
mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es
necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y
“beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los
“discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el
contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si
vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Por eso os he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que
muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los
Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes
quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una
profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de
controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc
2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo
de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias y el hedonismo del
mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no
solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la
sangre” de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos
permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”,
no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que
es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la
Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la
Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de
su sangre.
En estos tiempos en que nos hemos visto privados de sentarnos a la mesa del Señor de forma sacramental, profundicemos en su Palabra. Allí tendremos un encuentro personal con Él, y diremos con Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.
Que pasen un hermoso fin de semana en la Paz del Señor.
Saulo de Tarso, el mayor perseguidor se convirtió, en un instante, en el más valiente y decidido defensor del Resucitado.
Hemos estado leyendo como primera lectura el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos
de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la
persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran
la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego
vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el
camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo
corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido
por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a
evangelizar el mundo entero.
En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios,
en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última
pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos
narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en
su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que
su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los
confines de la tierra. Saulo de Tarso, el mayor perseguidor se convirtió, en un
instante, en el más valiente y decidido defensor del Resucitado.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en
que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo
sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese
instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció
la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor
incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo
experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había
conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo
evitarlo, era una fuerza superior a la de él.
El perseguidor se enamoró del perseguido y se
sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a
evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los
gentiles”.
La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido
ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un
impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda que lo has
tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a
tiempo.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59)
continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos
venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera
comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el
Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le
crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y
sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo,
sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en
ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo
hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.
“… ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.
La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para hoy (Jn 6,60-69) es la culminación del “discurso del pan de vida”
que hemos estado contemplando durante esta semana.
En el pasaje que leíamos ayer (Jn 6,51-59) Jesús
había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber
su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía
que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios
de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras,
reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí
mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es
necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y
“beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los
“discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el
contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si
vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Por eso os he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que
muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los
Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes
quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una
profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de
controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc
2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo
de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias del mundo
actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no solo en
la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la sangre”
de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos
permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”,
no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que
es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la
Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la
Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de
su sangre.
Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la
mesa de la Palabra dispuestas para ti.
La liturgia de hoy nos presenta la culminación del “discurso del pan de vida” (Jn 6,60-69), que hemos estado contemplando durante los pasados cuatro domingos.
En el Evangelio que contemplábamos el pasado domingo (Jn 6,51-59) Jesús había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras, reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y “beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los “discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen… Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc 2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias del mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la sangre” de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”, no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de su sangre.
Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la mesa de la Palabra dispuestas para ti.