En este corto te explicamos el significado de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, en la que proclamamos Su presencia verdadera, real y sustancial bajo las especies de Pan y Vino.
La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para hoy (Jn 6,60-69) es la culminación del “discurso del pan de vida”
que hemos estado contemplando durante esta semana.
En el pasaje que leíamos ayer (Jn 6,51-59) Jesús
había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber
su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía
que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios
de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras,
reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí
mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es
necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y
“beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los
“discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el
contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si
vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Por eso os he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que
muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los
Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes
quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una
profesión de fe: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de
controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc
2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo
de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias y el hedonismo del
mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no
solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la
sangre” de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos
permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”,
no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que
es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la
Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la
Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de
su sangre.
Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la
mesa de la Palabra dispuestas para ti.
Hemos estado leyendo como primera lectura el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos
de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la
persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran
la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego
vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el
camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo
corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido
por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a
evangelizar el mundo entero.
En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios,
en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última
pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos
narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en
su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que
su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los
confines de la tierra.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en
que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo
sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese
instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció
la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor
incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo
experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había
conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo
evitarlo, era una fuerza superior a la de él.
El perseguidor se enamoró del perseguido y se
sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a
evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los
gentiles”.
La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido
ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un
impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda de que lo has
tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a
tiempo.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59)
continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos
venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera
comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el
Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le
crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y
sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo,
sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en
ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo
hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.
La primera lectura de hoy (Hc 8,26-40) nos
presenta a Felipe, quien ha salido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban y
ha continuado la propagación de la Buena Noticia, siguiendo el mandato de Jesús
de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio (Mc 16,15), reiterado en la
promesa de Jesús a los apóstoles antes de su ascensión (Hc 1,8) de que
recibirían el Espíritu Santo y darían testimonio de Él hasta los confines de la
tierra. Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto
funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección
de Jesús. Es el comienzo de ese testimonio que llevará al mismo Felipe a
evangelizar hasta el actual Sudán al sur del río Nilo. Y el “motor” que impulsaba
esa evangelización a todo el mundo era la fe Pascual, guiada por el Espíritu
Santo que les había sido prometido y que recibieron en Pentecostés.
Aquél etíope encontró el Evangelio, no en el
templo, sino en la carretera de Jerusalén a Gaza. ¡Jesús viene a nuestro
encuentro en las calles, en las carreteras, en todos los caminos! El Evangelio
es Palabra de Dios viva, y nos sale al paso donde menos lo imaginamos. Al igual
que Felipe, todos estamos llamados a proclamar la Buena Noticia de la
Resurrección a todo el que se cruce en nuestro camino.
En el pasaje evangélico que contemplamos hoy
(Jn 6,44-51) Jesús se describe una vez más como el pan de vida que ha bajado
del cielo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto
el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma
de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de
este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del
mundo”.
“El pan que yo daré es mi carne para la vida
del mundo”… Juan sigue presentándonos a “Jesús Eucaristía”, poniendo en boca de
Jesús un lenguaje eucarístico que nos presenta el pan que es su propia carne,
para que el que crea y lo coma tenga vida eterna. La promesa de vida eterna. Restituir
al hombre la inmortalidad que perdió con la caída y expulsión del paraíso. El
hombre fue creado para ser inmortal; vivía en un jardín en el que había un
árbol de la vida del que no podía comer, pues Yahvé le había advertido que “el
día que comas de él, ten la seguridad de que vas a morir”. La soberbia llevó al
hombre a comer del árbol, y la muerte entró en el mundo.
Jesús nos asegura que quien coma su cuerpo recuperará
la inmortalidad. Se refiere, por supuesto, a esa vida eterna que trasciende a
la muerte física, sobre la cual esta ya no tendrá poder. Pero para recibir los
beneficios de ese alimento de vida eterna
es necesario creer; por eso, la frase “Yo soy en pan de vida” está
precedida en este pasaje por esta aseveración de parte de Jesús: “Os lo
aseguro: el que cree tiene vida eterna”.
Esas es la gran noticia de Jesús, la Buena
Nueva por excelencia para nosotros. Si aceptamos su invitación a hacernos uno
con Él en la Eucaristía, Él nos dará su vida eterna. ¿Aceptas?
La liturgia de hoy nos presenta la culminación
del “discurso del pan de vida” (Jn 6,60-69), que hemos estado contemplando
durante los pasados cuatro domingos.
En el Evangelio que contemplábamos el pasado
domingo (Jn 6,51-59) Jesús había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de
“comer su carne” y “beber su sangre” para obtener la vida eterna, en una
alusión al sacramento de la Eucaristía que para ellos resultaba incomprensible.
Esto, en respuesta a los comentarios de los judíos, quienes se preguntaban:
“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras,
reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí
mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es
necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y
“beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los
“discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el
contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si
vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen… Por eso os he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que
muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los
Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes
quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una
profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de
controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc
2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo
de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias del mundo
actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no solo en
la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la sangre”
de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos
permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”,
no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que
es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la
Palabra el aliento y el consuelo que nos permiten continuar en el camino a la
Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de
su sangre.
Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la
mesa de la Palabra dispuestas para ti.
La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para hoy (Jn 6,60-69) es la culminación del “discurso del pan de vida”
que hemos estado contemplando durante esta semana.
En el pasaje que leíamos ayer (Jn 6,51-59) Jesús
había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber
su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía
que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios
de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras,
reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí
mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es
necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y
“beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los
“discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el
contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si
vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Por eso os he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que
muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los
Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes
quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una
profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de
controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc
2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo
de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias y el hedonismo del
mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no
solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la
sangre” de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos
permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”,
no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que
es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la
Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la
Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de
su sangre.
Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la
mesa de la Palabra dispuestas para ti.
Hemos estado leyendo como primera lectura el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos
de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la
persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran
la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego
vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el
camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo
corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido
por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a
evangelizar el mundo entero.
En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios,
en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última
pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos
narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en
su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que
su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los
confines de la tierra.
¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en
que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo
sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese
instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció
la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor
incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo
experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había
conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo
evitarlo, era una fuerza superior a la de él.
El perseguidor se enamoró del perseguido y se
sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a
evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los
gentiles”.
La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido
ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un
impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda de que lo has
tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a
tiempo.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59)
continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos
venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera
comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el
Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le
crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y
sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo,
sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en
ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo
hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.
La primera lectura de hoy (Hc 8,26-40) nos
presenta a Felipe, quien ha salido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban y
ha continuado la propagación de la Buena Noticia, siguiendo el mandato de Jesús
de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio (Mc 16,15), reiterado en la
promesa de Jesús a los apóstoles antes de su ascensión (Hc 1,8) de que
recibirían el Espíritu Santo y darían testimonio de Él hasta los confines de la
tierra. Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto
funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección
de Jesús. Es el comienzo de ese testimonio que llevará al mismo Felipe a
evangelizar hasta el actual Sudán al sur del río Nilo. Y el “motor” que impulsaba
esa evangelización a todo el mundo era la fe Pascual, guiada por el Espíritu
Santo que les había sido prometido y que recibieron en Pentecostés.
Aquél etíope encontró el Evangelio, no en el
templo, sino en la carretera de Jerusalén a Gaza. ¡Jesús viene a nuestro
encuentro en las calles, en las carreteras, en todos los caminos! El Evangelio
es Palabra de Dios viva, y nos sale al paso donde menos lo imaginamos. Al igual
que Felipe, todos estamos llamados a proclamar la Buena Noticia de la
Resurrección a todo el que se cruce en nuestro camino.
En el pasaje evangélico que contemplamos hoy
(Jn 6,44-51) Jesús se describe una vez más como el pan de vida que ha bajado
del cielo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto
el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma
de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de
este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del
mundo”.
“El pan que yo daré es mi carne para la vida
del mundo”… Juan sigue presentándonos a “Jesús Eucaristía”, poniendo en boca de
Jesús un lenguaje eucarístico que nos presenta el pan que es su propia carne,
para que el que crea y lo coma tenga vida eterna. La promesa de vida eterna. Restituir
al hombre la inmortalidad que perdió con la caída y expulsión del paraíso. El
hombre fue creado para ser inmortal; vivía en un jardín en el que había un
árbol de la vida del que no podía comer, pues Yahvé le había advertido que “el
día que comas de él, ten la seguridad de que vas a morir”. La soberbia llevó al
hombre a comer del árbol, y la muerte entró en el mundo.
Jesús nos asegura que quien coma su cuerpo recuperará
la inmortalidad. Se refiere, por supuesto, a esa vida eterna que trasciende a
la muerte física, sobre la cual esta ya no tendrá poder. Pero para recibir los
beneficios de ese alimento de vida eterna
es necesario creer; por eso, la frase “Yo soy en pan de vida” está
precedida en este pasaje por esta aseveración de parte de Jesús: “Os lo
aseguro: el que cree tiene vida eterna”.
Esas es la gran noticia de Jesús, la Buena
Nueva por excelencia para nosotros. Si aceptamos su invitación a hacernos uno
con Él en la Eucaristía, Él nos dará su vida eterna. ¿Aceptas?
La liturgia para este tercer domingo de Pascua
nos presenta la versión de Lucas de la primera aparición de Jesús a sus
discípulos (Lc 24,35-48). Para ponernos en contexto, comienza diciendo que los
que se habían topado con él en el camino a Emaús, “contaban los discípulos lo
que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir
el pan”. En ese momento, Jesús “se presenta” en medio de ellos y les dice: “Paz
a vosotros”.
Nos dice la escritura que los discípulos se
llenaron de miedo ante esa aparición sorpresiva, “porque creían ver un
fantasma”. Sus mentes no podían procesar lo que sus sentidos le decían. Jesús
percibe la confusión que su presencia había causado entre los discípulos, y
decide demostrarles su corporeidad. Quiere demostrarles que su Resurrección es
real, que no se trata meramente de que su espíritu ha vencido la muerte. No,
¡Él vive; verdaderamente ha resucitado! Estaba allí, en medio de ellos.
Entonces, mostrándole sus manos y sus pies les
dice: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de
que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. Ahí los
discípulos comienzan a caer en la cuenta que efectivamente era el Señor que
había resucitado tal como Él se los había adelantado, pero ellos no habían
comprendido. Los discípulos se llenaron de alegría, pero Jesús percibió que aún
estaban aturdidos por la intensidad de la experiencia. Por eso añade: “¿Tenéis
ahí algo que comer?” Ellos le ofrecieron un pescado, “Él lo tomó y comió delante
de ellos”.
No solo lo podían ver, escuchar, tocar, sino
que había comido delante de ellos. ¿Qué gesto más humano que ese? El mensaje
que Jesús quería transmitir a sus discípulos (y a nosotros) es el carácter
totalizante de su Resurrección; que está vivo, que ha vencido la muerte. Esa es
la misma resurrección de la que todos hemos de participar al final de los
tiempos. “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le
resucitaré el último día” (Jn 6,54). ¡Qué promesa!
Establecida su identidad, el centro de
atención de la narración se desplaza a las Escrituras, o más bien, a la
relación entre Jesús y las Escrituras. “Esto es lo que os decía mientras estaba
con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos
acerca de mí tenía que cumplirse”. Continúa el relato diciendo que “entonces
les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”. Luego añadió: “Así
estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer
día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a
todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto”. Ese
“ustedes” nos incluye a nosotros.
Sí; estamos llamados a ser sus testigos, esa
fue la misión que Jesús encomendó a sus discípulos antes de su Ascensión (Cfr. Hc 1,8). Pero para ser “testigos”,
para dar testimonio de algo o alguien, tenemos que tener conocimiento personal.
Por tanto, para poder dar testimonio de Jesús tenemos que haber tenido primero
un encuentro personal con Él, con ese Jesús Resucitado que comió frente a sus
discípulos y que hoy nos invita a “comerle” en el banquete eucarístico.
Estamos viviendo este tiempo especial de la
Pascua en que celebramos Su gloriosa Resurrección. Si nos hemos limitado a las
devociones y los ritos del Triduo Pascual, sin haber experimentado la vivencia
del Resucitado no podemos ser sus testigos.
Te invito a hacer introspección.
¿Verdaderamente he tenido una experiencia con el Resucitado?
La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para hoy (Jn 6,60-69) es la culminación del “discurso del pan de vida”
que hemos estado contemplando durante esta semana.
En el pasaje que leíamos ayer (Jn 6,51-59) Jesús
había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber
su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía
que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios
de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras,
reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí
mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es
necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y
“beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los
“discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el
contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si
vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Por eso os he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que
muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los
Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes
quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una
profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de
controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc
2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo
de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias y el hedonismo del
mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no
solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la
sangre” de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos
permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”,
no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que
es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la
Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la
Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de
su sangre.
En estos tiempos en que nos hemos visto privados de sentarnos a la mesa del Señor de forma sacramental, profundicemos en su Palabra. Allí tendremos un encuentro personal con Él, y diremos con Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.
Que pasen un hermoso fin de semana en la Paz del Señor.